Gusanos de arena de Dune (25 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Gusanos de arena de Dune
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Accadia asintió, sonriendo levemente con sus labios ajados.

—Una Bene Gesserit preferiría morir por la Agonía que por una enfermedad extendida por el Enemigo. Es un gesto de desafío, no de rendición.

—Ocupaos de que se haga.

— o O o —

En las casas de muerte, Murbella hacía oídos sordos a los gemidos de los enfermos y moribundos. Los médicos de Casa Capitular tenían medicamentos y potentes analgésicos, y a las acólitas Bene Gesserit se les había enseñado a bloquear el dolor. Aun así, tanto sufrimiento bastaba para quebrantar el condicionamiento más fuerte.

Murbella no soportaba ver que sus hermanas no podían controlar su sufrimiento. La avergonzaba, no por su debilidad, sino porque ella había sido incapaz de evitar que aquello sucediera.

Se dirigió hacia las improvisadas filas de lechos donde yacían las jóvenes acolitas, la mayoría de ellas aterradas, algunas decididas. La habitación despedía un fuerte olor a canela rancia… un olor acre y nada agradable. Con la frente arrugada y mirada intensa, la madre comandante observó cómo dos Reverendas Madres con expresión pétrea se llevaban una camilla con el cuerpo de una joven envuelto en una sábana.

—¿Otra que no ha superado la Agonía?

Las Reverendas Madres asintieron.

—Sesenta y una hoy. Mueren tan rápido como por la epidemia.

—¿Y cuántos éxitos?

—Cuarenta y tres.

—Cuarenta y tres que vivirán para enfrentarse al Enemigo.

Como una gallina clueca, Murbella camino arriba y abajo ante la hilera de lechos, observando a las hermanas enfermas; algunas dormían en silencio con una nueva conciencia física; otras gimoteaban en un coma profundo del que quizá no volverían.

Al final de la fila, una adolescente yacía con mirada asustada. Se incorporó en la cama con los brazos temblorosos. Miró a Murbella e, incluso en su estado, sus ojos destellaron.

—Madre comandante —dijo con voz ronca.

Murbella se acercó.

—¿Cuál es tu nombre?

—Baleth.

—¿Estás esperando para pasar la Agonía?

—Espero la muerte, madre Comandante. Me trajeron aquí para que tomara el Agua de Vida, pero antes de que me la pudieran administrar manifesté los síntomas de la enfermedad. Moriré antes de que el día acabe. —Hablaba con valentía.

—Entonces ¿no te darán el Agua de Vida? ¿Ni siquiera lo intentarás?

Baleth bajó el mentón.

—Dicen que no sobreviviría.

—¿Y tú las crees? ¿No eres lo bastante fuerte para intentarlo?

—Soy lo bastante fuerte, madre comandante.

—Entonces, prefiero que mueras intentándolo en lugar de rendirte. —Mientras miraba a Baleth, se acordó dolorosamente de Rinya… tan impaciente y segura, como Duncan. Pero su hija no estaba preparada y murió en la mesa.

Tendría que haberla disuadido. Por culpa de mi necesidad de probarme a mí misma, forcé a Rinya. Tendría que haber esperado…

Y su hija menor, Gianne… ¿qué habría sido de ella? La madre comandante se había mantenido al margen de las actividades cotidianas de la joven, dejando que la Hermandad se ocupara de su educación. Pero en aquellos momentos de crisis, decidió pedir a alguien que indagara, a Laera tal vez.

Baleth parecía esperanzada, y miraba a la madre comandante con ojos febriles. Murbella ordenó a las doctoras Suk que la atendieran inmediatamente.

—A esta le queda menos tiempo que a las otras.

Por las expresiones escépticas de los médicos, Murbella supo que lo consideraban un derroche absurdo de la valiosa Agua de Vida, pero ella insistió. Baleth aceptó el líquido viscoso, lanzó una última mirada a la madre comandante y tragó la sustancia tóxica. Se recostó en la cama, cerró los ojos y empezó la lucha…

No duró mucho. Baleth murió en un valeroso intento, pero Murbella no podía sentirse culpable por ello. La Hermandad no debía dejar de luchar.

— o O o —

Aunque la melange era algo raro y precioso, lo era mucho más el Agua de Vida.

Al cuarto día del plan desesperado de Murbella, era evidente que los suministros de Casa Capitular no bastarían. Una hermana tras otra consumía el veneno, y muchas perecían tratando de asimilar la toxina en sus células, tratando de cambiar sus cuerpos.

La madre comandante encargó a sus consejeras que estudiaran la cantidad exacta de veneno que se necesitaba para provocar la Agonía. Algunas Reverendas Madres sugirieron diluirlo, pero si no se administraba el suficiente como para resultar fatal, el experimento entero fracasaría.

Docenas de hermanas murieron. Más del sesenta por ciento de las que ingirieron el veneno.

Kiria se propuso una solución dura pero lógica.

—Valoremos a cada candidata y demos el Agua de Vida solo a las que tengan más probabilidades. No podemos seguir apostando a ciegas. Cada dosis que damos a una mujer que fracasa es un derroche. Debemos discriminar.

Murbella no estaba de acuerdo.

—Ninguna tiene la más mínima posibilidad a menos que pase por la Agonía. Todo esto se ha hecho justamente para que todas la tomen… y que sobrevivan las más aptas.

Las mujeres estaban en medio del caos de dormitorios de las enfermerías que habían improvisado en todos los edificios lo bastante grandes para instalar camas. Unas Reverendas Madres con aspecto agotado pasaron con cuatro cuerpos sin vida. Se habían quedado sin sábanas, así que los cadáveres no estaban cubiertos. Sus rostros crispados daban muestra del dolor incalculable por el que habían pasado.

Sin hacer caso de los muertos, Murbella se arrodilló junto al lecho de una joven que había sobrevivido. Tenía que mirar las cifras de bajas desde otra perspectiva. Si todas estaban destinadas a morir, era absurdo contar a las que morían. Visto así, la única cifra relevante era las que se recuperaban. Las victorias.

—Si no tenemos suficiente Agua de Vida, utilizad otros venenos. —Murbella se puso en pie con hastío, haciendo caso omiso de los olores, los sonidos—. La Bene Gesserit quizá estableció que el Agua de Vida era lo más efectivo para provocar la Agonía, pero hace tiempo las hermanas utilizaban otras sustancias… cualquier cosa que pudiera empujar al organismo a una crisis. —Observó detenidamente a las jóvenes estudiantes que esperaban convertirse algún día en Reverendas Madres. Y ahora cada una de ellas tenía una oportunidad, solo una—. Envenenadlas. De un modo u otro, envenenadlas a todas. Si sobreviven, este es su sitio.

Un correo se acercó corriendo a ella, una de las hermanas más jóvenes, que había sobrevivido recientemente a la transformación.

—Madre comandante. La necesitan enseguida en Archivos.

Murbella se volvió.

—¿Ha encontrado algo Accadia?

—No, madre comandante. Ella… tiene que verlo usted misma. —La joven tragó saliva—. Dese prisa, por favor.

La anciana no tenía fuerzas para abandonar su despacho. Accadia estaba sentada, rodeada de lectores y montones de láminas de cristal llenas de datos. Se recostó en su gran sillón, respirando pesadamente, sin poder apenas moverse. Los ojos legañosos de la anciana se abrieron.

—Ha venido… a tiempo.

Murbella miró a la archivera, horrorizada. También ella tenía la enfermedad.

—¡Eres una Reverenda Madre! ¡Lucha!

—Estoy demasiado vieja y cansada. He utilizado mis últimas energías para recopilar nuestros registros y proyecciones y crear un mapa sobre la propagación de la enfermedad. Quizá podamos evitar que pase en otros planetas.

—Lo dudo. El Enemigo distribuye los virus allá donde lo considera más estratégico. —Ya había decidido que varias Reverendas Madres compartieran con Accadia. Sus extensos recuerdos y conocimientos no debían perderse.

Accadia trató de incorporarse en su asiento.

—Madre comandante, no se concentre tanto en la epidemia como para no ver sus consecuencias. —Se puso a toser—. Tenía la piel cubierta de eccemas, un estadio avanzado de la enfermedad—. Esta epidemia no es más que un avance, una prueba. En muchos planetas con esto basta, pero el Enemigo sin duda conoce a la Hermandad lo suficiente para saber que podemos combatir la enfermedad, al menos hasta cierto punto. Cuando nos hayan debilitado, atacarán.

Murbella sintió frío por dentro.

—Si las máquinas pensantes destruyen a la Nueva Hermandad, lo que quede de la humanidad no tendrá ninguna posibilidad. Somos el obstáculo más importante que Omnius tiene en su camino.

—¿Lo entiende ahora? —La anciana aferró la mano de la madre comandante para asegurarse de que entendía—. Este planeta siempre ha estado oculto, pero ahora las máquinas pensantes conocen su localización. Apuesto a que su flota espacial ya está de camino.

38

Lo que para un hombre es un sueño, para otro es una pesadilla.

Dicho del antiguo Kaitain

Tras llevarse el cuerpo de Stuka, los nómadas separaron a Teg y Sheeana de Stilgar y Liet-Kynes. Por lo visto, no veían a los dos niños —de doce y trece años— como una amenaza; no sabían que estaban ante dos mortíferos guerreros fremen, entre cuyos recuerdos se contaban numerosos ataques contra los Harkonnen.

Teg reconoció la estrategia.

—El cabecilla quiere interrogar a los niños primero. —Var y sus curtidos compañeros darían por sentado que sería fácil intimidarlos, que no serían capaces de aguantar un interrogatorio.

Teg y Sheeana fueron conducidos a una tienda de retención hecha de un polímero resistente y gastado. La estructura era una extraña mezcla entre un diseño primitivo y sofisticada tecnología, hecha por su carácter práctico y de fácil transporte. El guarda dejó caer la colgadura de la entrada, pero se quedó fuera.

La tienda no tenía aberturas y estaba vacía, no había mantas, cojines, ni herramientas de ningún tipo. Teg caminó en un pequeño círculo y entonces se sentó junto a Sheeana en la tierra compactada del suelo. Escarbó con las manos y enseguida encontró un par de piedrecillas afiladas.

Evaluó las opciones con su claridad de mentat.

—Cuando vea que no volvemos ni informamos —dijo en voz baja—, Duncan enviará otro grupo. Estará preparado. Sé que suena trillado, pero vendrá. —Sabía que aquellos nómadas se rendirían enseguida ante un ataque militar directo—. Duncan es sabio, y le enseñé bien. Él sabrá que hacer.

Sheeana miraba hacia la entrada como si estuviera en un trance de meditación.

—Duncan ha vivido cientos de vidas, y las recuerda todas, Miles. Dudo que le hayas enseñado nada nuevo.

Teg apretó con fuerza una de las piedrecillas, y eso pareció aumentar su concentración. Incluso en una tienda vacía, él veía mil posibles vías de escape. Él y Sheeana podían escabullirse fácilmente, matar al guarda y llegar hasta el transporte por la fuerza. Seguramente ni siquiera tendría que recurrir al recurso de acelerar su metabolismo.

—Estas gentes no son obstáculo para ti o para mí. Pero no pienso dejar atrás a Liet ni a Stilgar.

—Ah, el fiel Bashar…

—Tampoco me iría sin ti. Sin embargo, temo que hayan inutilizado nuestra nave, y eso ciertamente entorpecería nuestros planes de fuga. Les oí cuando estaban registrándola.

Sheeana siguió mirando la pared en sombras de la tienda.

—Miles, me preocupa menos escapar que saber por qué nos mantienen con vida. Sobre todo a mí, si es que lo que han dicho de la Hermandad es cierto. Tienen buenas razones para odiarme.

Teg trató de imaginar el increíble éxodo y la reorganización que esperaba a la población de aquel planeta. En cuestión de años, los habitantes de pueblos y ciudades verían cómo la arena asfixiaba sus tierras de cultivo, mataba sus jardines, acercándose más y más a los límites. Y huirían de las proximidades del desierto como de un incendio que avanza lentamente.

Y en cambio, los nómadas de Var… ¿eran carroñeros, marginados? ¿Personas expulsadas de los centros de población importantes? ¿Por qué insistir en permanecer en los límites con el desierto, donde tendrían que levantar sus asentamientos y replegarse continuamente? ¿Con qué propósito?

Aquellas gentes tenían capacidad tecnológica, y es evidente que Qelso se había establecido hacía mucho tiempo, durante la Dispersión. Tenían sus propios vehículos terrestres, y aeronaves veloces que les permitían desplazarse sobre el mar de dunas. Y, si no estaban exiliados, quizá el grupo de Var reponía sus provisiones en las distantes ciudades de más al norte.

Durante horas, Teg y Sheeana apenas hablaron, se limitaron a escuchar los sonidos amortiguados del exterior, el viento seco que sacudía los lados de la tienda, el silbido de la arena. Fuera todo parecía en movimiento: partidas de hombres que se ponían en camino, que iban de un lado a otro, la maquinaria.

Teg escuchaba los diferentes ruidos y los iba catalogando en su mente, formándose una imagen de lo que hacían. Oía una perforadora trabajando en un pozo de agua, seguido de una bomba que dispensaba agua en pequeñas cisternas. Cada vez, tras un fugaz chorro de líquido, el caudal quedaba reducido a poco más que un hilillo y se interrumpía. Teg sabía que estos problemas, provocados por las truchas de arena, habían sido la ruina de las operaciones de perforación en Rakis. Había agua en estratos muy profundos, pero los voraces pequeños hacedores la bloqueaban. Como plaquetas en torno a una herida, las truchas sellaban enseguida el escape. Mientras oía las quejas resignadas de aquella gente, Teg se dio cuenta de que estaban familiarizados con el ritual.

Cuando cayó la noche, un joven cubierto de polvo entró en la tienda mientras el guarda le sujetaba la colgadura de entrada. Les llevaba comida, pan duro y fruta desecada, además de una carne blanca con sabor a carne de caza. Los dos cautivos recibieron también una ración de agua medida con meticulosidad.

Sheeana miró su taza cubierta.

—Están aprendiendo las bases de la conservación extrema. Empiezan a entender en qué va a convertirse su mundo. —El hombre le dedicó una mirada furiosa, con un visible desprecio por su hábito Bene Gesserit, y se fue sin decir palabra.

Teg pasó aquella oscura noche despierto, escuchando, tratando de pensar algo. La inactividad se hacía insoportable, pero la situación requería paciencia y no una acción irreflexiva. No habían tenido noticias de Liet ni de Stilgar, y temía que hubieran muerto, como Stuka. ¿Les habrían matado durante el interrogatorio?

Sheeana estaba sentada a su lado, en un alto estado de alerta, sus ojos brillaban a pesar de la oscuridad de la tienda. A Teg le daba la impresión de que el guarda de la entrada no se había apartado de su puesto en ningún momento, ni siquiera se movía. Aquella gente seguía enviando partidas de hombres y aeronaves durante la noche, como si se tratara de un campamento militar en una guerra.

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