—¡Vizconde Cathan! —exclamó el sacerdote al verme. Su rostro estaba en la sombra. Haaluk, de espaldas a la entrada, se volvió hacia mí.
—Sin duda me habrá oído —dijo—. Pese a su gran sabiduría, me he visto obligado a mostrarme en desacuerdo con dómine Istiq acerca de la extensión del depósito.
Los sacerdotes son siempre llamados
dómine
, titulo que proviene de nuestro antiguo lenguaje.
—¿En cuánto difieren vuestros cálculos?
—Los suyos duplican los míos.
—Según vuestras cifras, Haaluk, ¿es posible explotar la mina? —Sin duda. El dómine puede dar fe de ello —afirmó bruscamente.
—Mis cálculos son meras hipótesis, como comprenderá —admitió dómine Istiq—, pero tengo la certeza de que existe aquí lo suficiente para vender la suma de diez mil coronas cada mes durante más de siglo y medio.
Traté de deducir mentalmente los beneficios que podrían implicar esas cifras, pero falle en el intento. Nunca fui bueno en cálculo mental, aunque siempre he podido resolver las cuentas con bastante rapidez sobre papel.
—Vuestros gastos anuales rondan los dos mil, vizconde Cathan —agregó Istiq—. Quedarían ocho mil, de los que al menos cuatro mil deberán destinarse a cubrir otros gastos, como el diezmo y una rebaja a los mercaderes.
Una forma subliminal de recordarme que deberíamos volver a pagar nuestras ofrendas al templo del Dominio, ofrendas que no cumplimentamos el último año a fin de asegurar nuestra subsistencia. El avarca de Lepidor, aunque no haya nacido aquí, estuvo a cargo del templo durante veintiséis años y hoy es más un lepidorio que un sacerdote. Siempre ha sido caritativo y respetuoso.
—¿Esos cálculos están hechos según las estimaciones de Haaluk?
—Si. De acuerdo a la mías podríamos explotar las minas durante unos tres siglos.
—Bien, de un modo u otro obtendremos ganancias. —No estaba preocupado.
—Será preciso contratar a mineros experimentados de Pharassa, que son muy buscados hoy en día. Se deberá contratar, además, a algún mercader de Pharassa o Taneth.
—No olvidéis al almirantazgo de Cambressia —dije recordando nuestro tercer posible mercado, pero Istiq expresó sus dudas con la mirada, y añadí—: ¿Regresamos a la ciudad para cenar?
—Agradezco el ofrecimiento —respondió Istiq con una reverencia—, pero permaneceré aquí un poco más para ver si podemos determinar con exactitud la extensión de los depósitos.
Le devolví la cortesía antes de dar la vuelta para regresar al túnel, maldiciendo cuando casi me parto el cráneo al chocar contra una de las vigas de madera. Maal me seguía de cerca.
El brillo de la luz solar me hizo parpadear cuando emergí de las tinieblas. Afuera se volvía a oír el sonido sordo y repetido de los mineros quebrando el mineral con sus mazas de madera, desechando todo cuanto no fuese piedra preciosa en estado puro. Al menos eso es lo que recuerdo de las enseñanzas de mí tutor. Siempre me pareció que la minería era aún menos interesante que las lecciones de teología... no tenía nada que ver con el mar.
—¿De regreso a la ciudad, lord Cathan? —me preguntó Maal. —Sí —respondí—, el trabajo debe proseguir. Haaluk vendrá a verme esta tarde con algunas cifras. Necesito informarme de ciertos hechos concretos antes de hacer ningún movimiento.
En realidad sería mi madre, regente en ejercicio durante la ausencia de mi padre, quien tomaría cualquier decisión. Yo era demasiado joven aún y carecía de la experiencia necesaria para asumir completamente las obligaciones de un conde durante los viajes de mi padre. Por eso me senté en el estrado mientras el primer consejero me susurraba al oído las opiniones de la condesa Irria. Por mi parte, desde la partida de mi padre intenté prestar más atención a las lecciones sobre administración del Estado, ya que me irritaba no saber lo suficiente para tomar mis propias decisiones.
Regresé por los patios y pasé bajo la puerta principal, donde noté que las torres estaban una vez más ocupadas por centinelas, atentos a la aparición de cualquier señal de hordas bárbaras en las colinas circundantes. No es que fuesen a divisar ninguna, sólo existía un paso hacia las montañas desde el territorio de la ciudad y estaba tan bien custodiado como las costas.
El hombre a quién había dejado guardando mi carro me tendió las riendas. No me había quitado las cintas de seguridad de las muñecas, así que pasé las riendas alrededor del brazo, restallé el látigo y me alejé por el camino rumbo a la ciudad.
Me sentía entusiasmado mientras avanzaba a toda marcha guiado por mis dos eficientes caballos, y la alta velocidad compensaba por demás los saltos del carro al pisar baldosas sueltas o pequeños pozos. El camino comenzaba a dar muestras de necesitar una reparación y observé dos hoyos de un tamaño tan considerable que podían hacerme perder una rueda. Seria necesario un equipo completo de trabajadores viales con sus correspondientes herramientas para repararlo, yeso en caso de reunir el dinero suficiente para la leña. Al fin y al cabo, reflexioné, el hierro resolvería sin duda ese problema.
El sendero se angostaba al acercarse al valle principal, y me abrí paso entre enormes cedros que se alternaban con zonas despejadas. En una o dos ocasiones me topé con los carros llenos de troncos de los leñadores, que transportaban su carga por la ladera. Luego el camino doblaba y los árboles quedaban atrás a medida que me alejaba en dirección a Lepidor.
La ciudad estaba edificada sobre un promontorio, con una ensenada al este, es decir, a mi derecha, donde se hallaba el puerto. Al oeste, la costa describía una curva, dejando ver terrenos de cultivo y grupos de acacias que iban dejando lugar suavemente a una extensa playa de arena. Hacia el final del promontorio se veían las murallas de piedra brillante que protegían la ciudad y, detrás de éstas, alcancé a divisar las casas del barrio Terreno.
Lepidor no era una ciudad demasiado grande. El último censo, realizado dos años atrás con motivo de un estudio sobre los impuestos, había contabilizado algo menos de dos mil ciudadanos. Sin embargo, lo que le faltaba en dimensiones lo compensaba en limpieza y calidad arquitectónica. Ya había visitado por entonces la mayoría de ciudades del continente y, más allá de la lealtad que profesaba a Lepidor por ser mi hogar, no me parecía que hubiese ninguna comunidad mejor ni edificios más hermosos que los que había allí.
Todas las casas protegidas por las murallas que rodeaban el exterior del promontorio habían sido construidas con piedras blancas locales y muchas tenían tres plantas. Desde arriba, sobre las ventanas con columnas de la primera planta, podían verse hermosos jardines crecidos en una tierra que, en su mayor parte, había sido transportada hasta allí a mano. Había algunas cosas allí que ni siquiera la leña podía lograr. Una o dos de las viviendas más grandes tenían pequeñas cúpulas sobre sus techos.
En el puerto, también protegido por murallas, pude distinguir los depósitos y los muelles, los mástiles de nueve o diez barcos pesqueros y, sobre uno de los lados, un pequeño edificio con cúpula, el punto más alto del muelle de Lepidor, donde fondeaban las naves submarinas, llamadas mantas, y se guardaba la única manta de guerra de la ciudad.
Avancé por las extensiones de campo despejado que rodean la ciudad y crucé las puertas de barrio Terreno, el más externo de los tres distritos de la ciudad. Reconocí a los dos centinelas, que me saludaron con una reverencia que devolví con gentileza antes de acelerar el paso. Debía aminorar la marcha al cruzar las puertas; la calle central conducía casi directamente a las puertas de los otros dos barrios: el barrio del Palacio y el distrito Marino. Los tres sectores eran circulares y estaban protegidos por su propio juego de puertas —tenían que estarlo, para protegerse adecuadamente en caso de tormentas—. Ése era otro de los motivos por los que me alegraba vivir aquí: en Lepidor las tormentas eran menos duras que en otras ciudades y por eso nuestros muros eran más bajos, permitiéndonos evitar la oscuridad en la que muchos vivían sumidos, rodeados de murallas inmensas y monstruosas.
Crucé la puerta interna del barrio del Palacio, donde se hallaban el mercado, los edificios oficiales y también mi hogar, el palacio.
El Palacio Real —más una mansión que un auténtico palacio estaba hacia el final de la calle principal, a sólo un centenar de metros. A ambos lados, la calle estaba poblada de tiendas, cada una con un toldo desplegado en el frente. Sus mostradores estaban repletos de mercancías, que los comerciantes promocionaban a viva voz ante el lento avance del carro. Aparté los caballos alrededor de la corpulenta figura vestida con una túnica verde del mercader Shihap, quien regateaba enérgicamente con su amigo el jefe de escuderos.
—Bonito día, ¿no? —me dijo Shihap dejando por un instante su negociación—.¡parecéis feliz!
—Créeme, lo estoy —respondí—, y también lo estarás tú cuando vuelva a brotar el dinero.
La noticia sobre el descubrimiento llegaría a la ciudad hacia el anochecer, así que no era malo en absoluto que fuese yo mismo quien lanzase los primeros rumores al respecto. Puse en marcha mis caballos antes de que Shihap tuviese oportunidad de indagar más, para que el mensajero que enviase Haaluk tuviese el placer de comunicar lo sucedido a los ciudadanos.
Volví a disminuir el paso para saludar a varias personas antes de llegar a la plaza frente al palacio. Los establos estaban ocultos en uno de los lados, contra los muros externos, por supuesto con el viento a favor, y le tendí las riendas a un criado, quien se apresuró a cogerlas. Desanudé las correas de mis muñecas y las dejé en el carro, junto con el látigo. A mi padre no le gustaba ver las prendas de montar en el interior del palacio.
En la entrada había dos centinelas sentados, jugando como siempre con monedas de cobre. Hicieron una cálida reverencia mientras yo me dirigía a la pequeña corte del palacio. No había que caminar más de diez metros, subiendo una empinada escalera a cuyos lados, en los espacios entre las piedras, crecían plantas silvestres. A un lado estaba la puerta que conducía al salón de banquetes y cámara de debates, mientras que el acceso de los criados se hallaba en la base de la escalera. Repito que todo era mucho más pequeño que, por ejemplo, el palacio de Lexan en Khalaman, y sin embargo, todo era a la vez mucho más acogedor y, además, era mi hogar.
Subí la escalera saltando los escalones de tres en tres y casi me vuelvo a golpear la cabeza contra las vigas que sostenían el tejado.
—¿Dónde está mi madre? —le pregunté al primer criado con que me topé en el impecablemente blanco descansillo al final de la escalera.
—En la cámara superior de debates, señor, junto al consejero superior.
Caminé a paso veloz a lo largo del pasillo. Tras la puerta cerrada de la tercera habitación a la izquierda se oían voces. Golpeé la puerta.
—¿Quién está ahí? —preguntó mi madre con su hermosa voz de contralto.
—Soy yo —respondí. —Entonces puedes pasar.
Empujé la puerta de madera de cedro y entré. La cámara de debates era una amplia sala con una mesa de madera blanca en el centro. Se trataba de la cámara privada de debates: las reuniones públicas se celebraban en la sala principal, ya que nunca pudimos cubrir los gastos para montar una cámara de reuniones propiamente dicha. Había doce sillas alrededor de la mesa, una con un palio rojo, en la que estaba sentada mi madre. El consejero superior ocupaba la primera silla sobre el lado derecho.
—¿Qué sucede? —preguntó mi madre, traspasando la mirada imperturbable que yo pretendía mantener. En su juventud había sido sumamente hermosa Y ahora, pasados los cuarenta años, aún tenía muy buen aspecto. Sus largos cabellos, con un raro tono rubio oscuro, estaban recogidos sobre su espalda, y su porte era en todo orgulloso y noble. Llevaba un largo vestido verde y blanco.
—Pasé por la mina mientras entrenaba mis caballos. Han encontrado allí hierro suficiente para darnos —dije intentando recordar la cifra— unas cuatro mil coronas de beneficios durante los próximos cien años.
—¿Hierro? —Atek, el consejero superior, se incorporó a medias en la silla.
Atek era primo de mi madre y tres años más joven que ella.
Había llegado con mi madre cuando ella se casó con mi padre, ya que el padre de ella, tutor de Atek, se había hartado de la indómita reputación de su sobrino. Yo jamás había sido testigo de ese aspecto de su carácter y todos los parientes de mi madre estaban de acuerdo en que se habla convertido en un hombre sensato y en un buen consejero. Había sido nombrado consejero superior de mi padre y canciller dos años atrás, cuando falleció su antecesor Nunca me ha gustado ser irrespetuoso con los muertos, pero siempre me pareció más conveniente Atek que el adusto y avinagrado Pilaset. Atek era de complexión robusta y tenia el cabello castaño, aunque noté que estaba engordando debido a la falta de ejercicio. Llevaba una túnica blanca con bordados rojos ajustada a la cintura.
—Hierro —confirmé—. Dómine Istiq y Haaluk están seguros, aunque sus cálculos no coincidan sobre si el yacimiento durará un siglo y medio o tres.
—¿Cómo es posible que no lo hayamos descubierto antes? —indagó Atek, reclinándose en la silla con expresión de sorpresa.
—Porque nunca hemos contado con un sacerdote minero experimentado —sostuvo mi madre—. Ese sector de la colina no lo exploramos hasta su llegada.
Lo cierto es que había sido una auténtica fortuna contar con los servicios de dómine Istiq. Él había sido uno de los tres sobrevivientes de la nave destrozada por un tomado en las afueras del cabo de las islas Límite unos tres meses atrás. Una vez recuperado, se ofreció a excavar en nuestras minas para mantenerse ocupado hasta que llegase a recogerlo el siguiente navío, que lo conduciría a su destino original, Mons Ferranis. Yo no había estado demasiado en contacto con él, aunque fue una de mis sondas submarinas la que detectó los restos de su indefensa nave flotando a la deriva hacia mar abierto. Se trató para mí de un gran triunfo, ya que le demostró a mi padre que roda el tiempo que yo empleaba en el mar o con los oceanógrafos tenia valor.
—Le ordené a Haaluk que nos diera cifras más exactas esta tarde —dije—. Es posible que dómine Istiq permanezca en la mina hasta el anochecer Siempre lo hace.
—Has hecho lo correcto —agregó mi madre con una cálida y luminosa sonrisa en el rostro.
—Debemos comunicarle las novedades al conde Elníbal— advirtió Atek, llegando a las mismas conclusiones que antes había deducido Istiq—. Tendremos que firmar un contrato con algún marino mercante de Taneth o Pharassa para llevar el hierro a las fundiciones.