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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Herejía (9 page)

BOOK: Herejía
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—Déjamelo a mi —dijo Sarhaddon cuando alcanzamos los portales. Entonces se aproximó al oficial a cargo del pequeño destacamento y le preguntó—: ¿Dónde podemos encontrar la ruta hacia Taneth?

El oficial se volvió hacia nosotros y nos miró de arriba abajo, observando con detalle el mejor conjunto de monaguillo de Sarhaddon y mi túnica rojo oscuro con su faja estampada.

—¿Quiénes sois?

—El vizconde Cathan del dan Lepidor y su escolta. —¿Documentos que lo demuestren?

Sin duda allí estaban bien alertas. Abrí mi morral, con la correa de cuero finalmente trabajada con hilos de plata, y busqué en su interior un pergamino con el sello del clan Lepidor. Era la prueba de que yo era quien afirmaba ser. Me sería indispensable para obtener plazas en la manta y para entrar en el Consejo en Taneth.

El oficial cogió el pergamino, que no estaba lacrado, y lo recorrió con la mirada. Pareció encontrarlo aceptable, pues me lo devolvió y nos señaló un lugar cruzando los portales.

—Dirigíos al destacamento del comandante Goraal, el primer muelle a la izquierda una vez que hayáis pasado el portal. —Gracias —le respondió Sarhaddon. Yo asentí con la cabeza, expresando también mi agradecimiento, y cruzamos las dos barreras de guardias acorazados situados en el frío arco de los portales. La escena interior mostraba una intensa actividad.

El puerto militar de Pharassa no había cambiado desde la última vez que lo había visto, unos tres años atrás. Los almacenes y tinglados seguían anexos al muro exterior, con sus interiores, similares a oscuras cavernas, repletos de armas, cuerdas, prendas de marinos y vigas de madera.

Frente a nosotros se abría un amplio muelle, que alcanzaba quizá los catorce metros de ancho y rebosaba de actividad: había carros transportando madera, destacamentos de marineros e integrantes de la tripulación de diversos barcos arrastrando fardos de tela. Más allá de los embarcaderos había amarraderos dobles para los buques, que variaban mucho en tamaño. Uno o dos acababan de llegar o iban a partir, con los hombres afanándose sobre cubierta, pero en su gran mayoría estaban amarrados y no los ocupaban más que uno o dos somnolientos centinelas. Bien al fondo podía divisarse el esqueleto de una nave en proceso de construcción. .

Unos metros más abajo, un extenso puente de piedra abría el paso hacia la pirámide, que ahora tenia en su acceso principal una fuente con agua cristalina que no recordaba haber visto con anterioridad. Me pregunté cómo podían obtener agua tan límpida en un puerto. Un grupo de hombres trasladaba una estatua hacia la pirámide en un carro de mano; ¿quizá para decorar el estudio de algún almirante?

El despacho del comandante del puerto parecía la caseta de un mercader: el frente había sido derribado para abrir un mostrador, detrás del cual estaba sentado aquél. Tres o cuatro escribas trabajaban a toda marcha sobre sendas consolas en el cuarto contiguo. El mostrador estaba protegido del sol por un toldo hecho con lo que, sin duda, había sido antes la vela de un barco.

Tres o cuatro personas esperaban que el comandante los atendiera. Dejé que mis dos guardias descansaran a un lado y, mientras permanecíamos los últimos en la fila, me entretuve especulando si los demás eran marinos o militares según la vestimenta. El primero parecía llevar mucho tiempo intentando llegar a un acuerdo sobre algún asunto menor referido a un buque remolque. Por fin pareció resolver su problema y se marchó de prisa con el curioso y ondulante andar de los que han pasado largos periodos en el mar y acaban de pisar tierra firme. Los que estaban detrás de él liquidaron sus cuestiones rápidamente, y sentimos un gran alivio cuando al fin pudimos sumergimos bajo el toldo —mi túnica era demasiado abrigada para permanecer de pie bajo los rayos del sol.

El comandante del puerto era un hombre corpulento, vestido con una costosa túnica verde oscuro y dotado de una barba rubia bastante más larga que lo acostumbrado.

—El vizconde Cathan de Lepidor desearía una plaza en la manta mensajera con destino a Taneth —explicó Sarhaddon. Era algo habitual, e incluso se daba por sentado, que alguien de mi rango Contase con alguien que hablase en su nombre y, por defecto, Sarhaddon parecía haber asumido ese papel. Cualquiera hubiera sido preferible a Suall.

Extendí otra vez el pergamino con el sello de Lepidor y las firmas de la condesa Irria y el consejero principal Atek. El comandante Goraal revisó el documento de forma mucho más cuidadosa que el oficial del portal, pero finalmente asintió con la cabeza en Señal de aprobación y me lo devolvió.

—Eres el hijo del conde Elníbal, ¿verdad? —me preguntó directamente. —Si.

—Estuvo aquí hace unas semanas, de camino al Consejo. ¿Es éste todo tu séquito? Frunció el ceño, mirando a su alrededor en busca de otras personas además del monaguillo y yo. —Es todo mi séquito —dije—, contando a esos dos centinelas y los bultos. —Veo que eres de los que caminan bajo la luz de Ranthas. Como supongo que tendrás prisa por llegar al Consejo antes de que acabe, te diré que eres afortunado. El Parasur soltará amarras mañana por la mañana. Debéis estar en el muelle submarino tres horas antes del amanecer. Supongo que no os faltará un lugar donde pasar la noche, ¿verdad?

—No sabemos bien dónde lo haremos —respondió Sarhaddon—, ya que acabamos de desembarcar.

—Lo mejor seria que os dirigieseis al palacio, pero también podemos alojaras en los apartamentos de oficiales veteranos. En este momento ninguno está ocupado, ya que todos los oficiales tienen sus propios palacios en la colina. Regresad hacia el crepúsculo si precisáis nuestra ayuda. El sello del pergamino os garantizará mañana el acceso a los portales.

Sarhaddon le dio las gracias y dejamos el puerto militar. —Así que debemos decidir dónde pasaremos la noche —advirtió

Sarhaddon no bien nos detuvimos al inicio de la calle que conducía a la ciudad (la calle mayor, no la que atravesaba los distritos portuarios).

—¿Alguna sugerencia?

—El palacio es más acogedor. En el templo... pues, es difícil de decir. Los sacerdotes siempre quieren asegurarse de que la aristocracia los mire con simpatía y los favorezca. Por otra parte, teniendo en cuenta que el suyo es un puesto político, el exarca no es una mala persona. De hecho, piensa que los herejes carecen de importancia.

Pasamos de la amplia y populoso calle a una avenida aún más llena de gente. Un grupo de hombres a caballo lujosamente ataviados avanzaba por el centro, en dirección al palacio. Tambaleándose detrás de ellos iba una carteta cargada hasta el tope con toneles de vino.

—Creo que deberíamos seguirlos —sugerí—. En caso de que vayan al palacio, entonces damos media vuelta y nos dirigimos al templo. Lo más probable es que, con el rey y su heredero en Taneth, algunos de sus hijos más jóvenes y sus consejeros aprovechen la oportunidad para organizar fiestas y emborracharse.

—¿Es que los nobles de este lugar hacen tal cosa? —inquirió Sarhaddon con inocencia. Sin duda, él me superaba en conocimientos sobre muchas cuestiones, pero yo sabia, al menos, qué podía esperarse de la aristocracia en la isla de Pharassa. Con todo, no se puede decir que ese saber fuese muy útil; no se trataba de un conjunto humano particularmente interesante.

—Aquí en Pharassa, el tercer hijo del reyes un mujeriego consumado. Por lo general hay alguien que lo mantiene bajo control, pero, como este año el heredero se Ira ido a Taneth con su padre, supongo que las medidas de seguridad que se hayan tomado no han dado resultado. Tampoco el segundo hijo sirve para nada: es un fanático religioso que se pasa el tiempo celebrando rituales y cosas por el estilo.

Las calles estaban inundadas por gente de todas las nacionalidades, ricos y pobres por igual, y en las aceras había opulentas tiendas y edificios. Cruzamos la parte baja de la ciudad en dirección a la colina, donde estaban las viviendas de los comerciantes más reputados, quienes se encargaban de la venta de seda, oro, joyas y vino. El atuendo de los transeúntes comenzaba a ser más cuidado y de mejor calidad, con múltiples adornos en lugar de cintas de colores.

La arquitectura de Pharassa era sutilmente distinta de la de Kula y Lepidor. No se veían allí demasiadas columnas acanaladas y los edificios tendían a tener más líneas rectas, sin cúpulas. Al parecer, en algún momento, el mercado central había sido un punto de encuentro de reuniones políticas y podía acordarme de la inscripción que me habían mostrado sobre la puerta de una antigua cámara acorazada: «República Pharassae». República de Pharassa.

Según el Dominio, había sido arrasada por Aetius unos doscientos años atrás. Después de leer aquel texto que me dio mi madre, ya no estaba tan seguro de que las cosas hubiesen sido así.

Cuando los hombres a caballo se adentraron en las puertas exteriores del palacio, que dominaba la arquitectura de la ciudad en la cuna de la colina con sus elegantes torres de cinco plantas, di orden de detenemos.

—No permaneceré en el palacio durante una de sus fiestas desenfrenadas. Por muy confortable y lujoso que sea, no merece el fastidio de ser tratado como un pueblerino por esos desperdicios humanos en medio de sus orgías alcohólicas.

—Te has puesto inusitadamente mordaz —comentó Sarhaddon mirándome fijamente. —Debo de tener una veta puritana. Jamás he sentido inclinación por beber hasta perder la conciencia.

En realidad, ése no era en absoluto el motivo de mi reacción.

—Pues se trata de una beneficiosa virtud, si pienso en algunos sacerdotes de Taneth. Vamos pues, descendamos otra vez la colina. Estamos en el extremo de la ciudad opuesto al templo. En la práctica, era posible ver el templo desde cualquier sitio, pensé a medida que nos aproximábamos y distinguía encima de nosotros la mayor parte de su gigantesca estructura. El avarca de Lepidor me había contado que todos los templos del Dominio son construidos siguiendo el mismo patrón: un inmenso zigurat, cuyas dimensiones y altura reflejan la salud y prosperidad de la ciudad, con un extenso conjunto de edificios más pequeños rodeándolo en la base. El zigurat de Pharassa tenía tres plantas. Una base colosal de unos veintiséis metros de alto, en la parte superior de la cual había una amplia plataforma sobre la que se apoyaban la segunda y la tercera planta, de dieciséis y siete metros respectivamente. Coronando la tercera planta se hallaban los dos santuarios gemelos, cuyos muros exteriores rebosaban de decoraciones en oro. Se accedía a todos los niveles a través de una gran escalinata que partía del patio en la base del edificio y de dos escalinatas secundarias que salían a ambos lados pero que se unían a la escalinata principal en una especie de portal en lo más alto de la primera planta. Era de una monstruosidad que quitaba el aliento y no pude evitar sentirme insignificante a su lado.

Mientras observábamos el zigurat, de los dos santuarios superiores emergió una procesión de sacerdotes con túnicas colocadas, que comenzaron a descender a pasos lentos y medidos por la escalinata central.

Sarhaddon entre cerró los ojos para evitar el sol, que se encontraba casi justo encima de la procesión. El resplandor hacia difícil contemplar la escena.

— La bendición de mediodía —me explicó el monaguillo—. Es una tradición en los zigurats.

Nos aproximamos a la construcción que rodeaba el complejo cuyos muros exteriores conformaban una sólida muralla cuyo único acceso era el patio central. A través del mismo, dos corrientes humanas se movían en ambas direcciones. En general pertenecían a las clases más pobres: trabajadores y pequeños comerciantes. Estaban allí para rendir, o acababan de hacerla, su diario homenaje a Ranthas en el patio. Los ciudadanos más acaudalados de Pharassa, fundamentalmente los mercaderes y artesanos de estatus más elevado, rendirían su homenaje más tarde, cuando el calor disminuyese un poco y no hubiese tanta gente alrededor. «Religión según el rango«, pensé con cinismo.

Atravesamos las grandiosas puertas del templo, cubiertas de pinturas murales, y nos sumergimos en el populoso patio. Sarhaddon señaló a lo lejos una nueva puerta, mucho más pequeña, a la izquierda de las escalinatas del zigurat.

—Aquélla es la entrada al sector reservado a los sacerdotes —me dijo—. Primero, sin embargo, debemos abrimos camino entre toda esta gente.

La multitud estaba en permanente movimiento y todos se empujaban en el intento de alcanzar con mayor rapidez los altares del sector medio del zigurat.

—Quizá hubiese sido mejor acceder por alguno de los lados —observé—. Allí hay menos gente.

Rodeamos la parte trasera y recorrimos el lado izquierdo del patio. En ese momento el sol daba casi de lleno sobre nuestras cabezas y los muros apenas ofrecían una mínima sombra. La procesión que había partido de los santuarios en la cima del zigurat desaparecía ahora de nuestro campo visual al entrar en los diversos recovecos y escalinatas del propio edificio, pero sus integrantes volvían a divisarse cecea de nosotros, tras el muro que separaba el patio exterior del interior del templo.

—Bien, bien, me pregunto qué están haciendo aquí —meditó Sarhaddon cuando nos aproximábamos a la puerta. Yo no sabía a qué se refería, pero lo comprendí cuando echamos un vistazo dentro.

De pie junto al acceso al templo había varios sacerdotes guerreros sacri, los primeros que veía en mi vida. Dos centinelas custodiaban la entrada, cada uno vestido con una túnica y pechera blancas y, sobre las mismas, armaduras lacadas en carmesí. Cada uno portaba una lanza en la mano derecha y un escudo descansaba en la izquierda. Los cascos, también lacados en carmesí, estaban coronados con penachos de plumas y, a la altura de las orejas, sendas telas (también rojas) cubrían el resto del rostro, dejando a la vista sólo la abertura de los ojos. Al pasar junto a ellos sentí una aura de amenaza y agradecí no contar en Lepidor con personajes semejantes.

—¿Qué es lo que deseáis? —inquirió uno de ellos con una voz que parecía carecer de toda inflexión, una voz que me pareció fría e inhumana.

—Soy el monaguillo Sarhaddon de Lepidor, escoltando al vizconde Cathan de dicha ciudad para pasar la noche en el templo.

—No hemos sido informados de vuestra llegada. ¿Lleváis algún documento que atestigüe lo que decís? —La voz del guardia no cambió de tono ni siquiera al formular la pregunta y yo sentí un escalofrío.

Sarhaddon me dirigió una mirada y, una vez más, exhibí el pergamino y se lo tendí a los sacri. —Que Ranthas te acompañe, vizconde Cathan, y que su luz te ilumine en tu visita a nuestro hogar —dijo el guardia antes de devolverme el documento un instante después. Nos pidió que avanzásemos, luego se volvió dándonos la espalda y le ladró una orden a un novicio que esperaba puertas adentro, quien salió corriendo de inmediato.

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