Suall y sus camaradas, que dormirían junto a los integrantes de la tripulación, ya habían depositado nuestras pertenencias en los camarotes y se encontraban ahora en cubierta jugando a las cartas.
En el camarote anexo al mío, que cubría la otra mitad de la superficie del gran salón de cubierta, se estaba sirviendo la cena. En el suelo había una descolorida alfombra y unos cuantos muebles de madera bastante desgastados. El ambiente estaba iluminado por la llanta intermitente de lámparas de aceite ubicadas en las paredes, y era difícil adivinar el rostro de las personas y mucho más saber qué estábamos comiendo.
Mientras los cocineros del buque preparaban la comida para los oficiales y la tripulación, dos marineros designados hacia poco por sus compañeros —los que regulan en jerarquía a Bomar, el jefe de maniobras y el contador— se sentaron a la mesa y comenzaron a narrar inverosímiles historias sobre las proezas efectuadas por ellos o sus amigos. Cada uno de sus fantasiosos relatos era celebrado con un coro de festejos. En mi opinión, la mejor de las historias fue la que narraba el incidente de un timonel a bordo de una nave pirata en las afueras de la isla de Ethna. Al parecer, los piratas habían hundido un pequeño barco mercante, pero luego habían sido descubiertos por una fragata de Cambress. Cuando el capitán pirata decidió avanzar hacia ella para el ataque, la fragata inició la huida, pero pronto encallaron en un banco de arena oculto en la costa sur de la isla. El pillaje resultante mantuvo a los piratas ocupados durante varios meses.
Una vez servida, la comida estuvo pasable, aunque no era tan buena como la que estaba acostumbrado a comer en Lepidor. Luego la conversación se desvió hacia las mujeres. Sarhaddon no pareció en absoluto perturbado por el lenguaje obsceno de los marinos, pero debo decir que por aquel entonces sólo a unos pocos religiosos les era exigido el celibato: a los sacri, los inquisidores y los sacerdotes de clausura.
Aquella noche las tribus de la montaña no ocasionaron molestias y, cuando zarpamos de la bahía a la mañana siguiente, me dio la sensación de que esa gente no existía realmente.
—¿Qué se aprende en la Ciudad Sagrada? —pregunté.
El
Parasur
mantenía su rumbo a través de las olas junto al punto más oriental de la isla de Haeden, habitada por miembros de nuestro clan y por gente de nuestro aliado, el clan Kula. A babor distinguí la rocosa y desolada franja costera que, adentrándose muy poco en la isla, conducía a las montañas. Era corriente que enormes pedruscos se desprendieran de las laderas cayendo directamente al mar y apilándose allí, afilados y desnudos. La costa consistía en su mayor parte en impactantes acantilados de piedra gris y negra. A lo largo de varios kilómetros no pude divisar rastros de vegetación ni animal alguno en ninguna dirección, aunque lo cierto es que las nubes cubrían la parte superior de las montañas y me era imposible ver lo que había allí arriba.
Bomar interrumpió nuestra conversación mientras se paseaba ociosamente al lado del latonero en la cubierta, que había estado observando atentamente.
—Hoy puede verse el monte Hesion —informó el capitán señalando una montaña que se dividía abruptamente en dos a unos tres mil trescientos metros de altura.
Los dos desolados picos resultantes en forma de aguja se elevaban a su vez unos mil seiscientos metros más.
—Un marino amigo mío de Kulan —añadió el capitán— me contó que en el desfiladero entre los dos picos se encuentra un antiquísimo castillo.
—¿Cómo de antiguo? —inquirió Sarhaddon.
Bomar se encogió de hombros.
—Juzga por ti mismo —respondió—. Las tribus controlan esta área desde la guerra. Utilizaron el castillo, al parecer, hasta un día en que una tormenta eléctrica hizo añicos los muros y la torre principal donde ellos se ocultaban tras una incursión.
Abrió la boca para decir algo más, pero entonces divisó una roca delante y corrió para alertar al timonel.
—Curiosa sucesión de acontecimientos —dijo Sarhaddon—. Y, sin embargo, es evidencia del poder de Ranthas el haber castigado a esos bárbaros por no adorado.
A pesar de la cantidad de tormentas, rara vez calan rayos alrededor de Haeden y, según me contó mi padre, lo mismo sucedía en el perímetro de Haeden-Nurien y, más abajo, en el de Pharassa-Liona. Era sólo otra peculiaridad de las tormentas.
—¿Por qué podría alguien discutir el poder de Ranthas? —pregunte nada más sentamos, como de costumbre, sobre los fardos de paño envueltos en lona bajo la cubierta.
—Aún existen quienes creen en otros Elementos, quienes cuestionan la omnipotencia de Ranthas y sus acciones. Son en verdad muy pocos, pero el temor hacia ellos es magnificado de forma desproporcionada por los principales de los sacri y por los obispos zelotes. Sólo en el Archipiélago es posible hallar más herejes que creyentes.
—¿Representan una amenaza paca el Dominio?
—¡Saben los cielos que no! —respondió Sarhaddon—. No se debe cuestionar la supremacía de Ranthas; eso es, desde todos los puntos de vista, incorrecto. En eso son pecadores. Pero en si mismos, dejando eso de lado, no representan una amenaza. El clero de los otros cuatro Elementos combaten entre sí; no poseen una estructura organizada ni existe una autentica alianza entre ellos. En su mayor parte, son incapaces de perjudicar al Dominio en lo más mínimo, eso es lo que me dijo el exarca en Pharassa. El problema reside en que el Dominio considera peligrosa la disensión y, por lo tanto, prefiere enjuiciados y aniquilados más que intentar devolverlas al sendero de la verdad. Pero por cada hereje quemado obtenemos el odio de una nueva generación.
—¿Son muchos los que opinan así? —pregunte. .
Una gran gaviota había aterrizado en uno de los extremos del buque y nos escrutaba con un ojo pequeño y brillante. La observamos por un instante y pronto alzó el vuelo.
—En las provincias si —advirtió el monaguillo—, pero creo que no en la propia Equatoria. Allí no hay muchos herejes, pero hay que tener en cuenta que se trata del lugar donde están la Ciudad Sagrada y los lugares sagrados de Ranthas. Tanto los ejércitos sacri como los haletitas fueron enviados allí para acabar con cualquier rastro de herejía.
Recordé cuanto me había dicho mi madre. Sin pretenderlo, Sarhaddon confirmó hasta la última de las palabras que ella había pronunciado. Sin embargo, era evidente que si Sarhaddon y los obispos de Pharassa podían considerar a los herejes como meros individuos equivocados que podían ser convertidos, es porque no representaban un problema tan grande como se pretendía.
—Entonces ¿que es lo que harás, o aprenderás, en la Ciudad Sagrada? —le volví a preguntar.
—Estudiaré las escrituras de los profetas de Ranthas, las enseñanzas de los patriarcas y la interpretación de otros textos sagrados.
Además, la Ciudad Sagrada es el único sitio donde pueden enseñarme las ceremonias y secretos necesarios para convertirme en avarca.
—Por lo tanto, se trata de estudios en su mayoría académicos.
—Hay también un programa de entrenamiento físico, para purificar el cuerpo. Al menos, eso es lo que dicen. Creo que consiste fundamentalmente en seducir a las esclavas más hermosas, a juzgar por las palabras de los inspectores que nos envían. Y los que muestran una habilidad excepcional y son bendecidos por Ranthas pueden hacerse magos, capaces de canalizar aún más poderes divinos que un avarca ordinario.
—Me parece haber conocido a un mago en Pharassa hace unos años.
Recordaba vagamente haber visto a un sacerdote de aspecto inusual entre un grupo de altos dignatarios. Por entonces, yo tenía sólo seis años, por lo que no era en absoluto un recuerdo claro o fiable.
—Llevan túnicas del color del fuego.
—Sí, entonces el que vi debe de haber sido un mago. Participaba en una procesión, junto al rey de Pharassa.
—Incluso podría decirte su nombre —añadió Sarhaddon con una sonrisa—. Ese mago se llama Itaal. Ha Ido abriéndose camino hasta ganar la confianza del rey y desde entonces le susurra consejos al oído. Es por completo un libertino y tiene un harén de varías docenas de hermosas esclavas.
—¿Se supone que debe tenerlo?
—No, según los profetas. Pero muchas enseñanzas de los profetas son ignoradas hoy en día por todos salvo por los fanáticos. Verdaderamente, algunas a favor del sentido común. ¿Cuál es la utilidad de mantener el celibato, aun si estás al servicio de Ranthas?
—¿Quizá purificar la mente? —sugerí bromeando.
—Es mucho menos pura si no encuentra escape para los pensamientos que la distraen de tanto en tanto, sostuvo Sarhaddon, casi con seriedad—. Por supuesto, algunos de ellos se creen tan puros para ignorar esos sentimientos. Ésos son los más peligrosos. Con frecuencia son zelotes. El peor es un sacri llamado Lachazzar: él es en la práctica el líder de uno de los tres capítulos sacri Además de creerse exento de los pensamientos terrenales, asegura que el Dominio debería utilizar sus ejércitos para hacer que la religión sea mucho más estricta. Desea que el Dominio gobierne todo el mundo.
—¿Qué grado de poder posee?
—Aprendes de prisa, Cathan. —Sarhaddon sonrió—. Demasiado poder, pero, por ahora, el segundo primado y el principal de los sacri lo mantienen a raya. Dado que el segundo primado será casi con certeza elegido primer primado, la influencia de Lachazzar tendrá un límite. Si tenemos suerte, tras la elección será enviado de viaje junto a un centenar de sacri con la misión de convertir a todas las tribus del interior de Huasa.
—¿Es el equivalente en el Dominio al exilio?
—En realidad se parece más a la muerte. Al menos, según lo que me han dicho los cambresianos. Los bárbaros que viven a1li son los más duros que jamás se hayan encontrado. Fuera del territorio mismo de los clanes, nadie se atreve a aventurar se por la costa sin un escuadrón, o por los territorios internos sin un ejército.
—Pese a su apariencia sagrada, el Dominio tiene medíos para entrometerse en todas las cosas. ¿Verdad?
—En todo —confirmó Sarhaddon—. Se trata en realidad de un inmenso imperio con pequeñas partes de territorio dispersas por cada rincón del mundo, que utiliza su comunicación con los dioses para satisfacer sus propios Intereses. Son por cierto muy pocos los que ponen a Ranthas en primer lugar.
—¿Qué clase de sacerdote pretendes llegar a ser?
—No es mi intención convertirme en un prelado gordo aferrado al poder, para que te hagas una idea —dijo el monaguillo con los ojos puestos en las ondeantes olas azul grisáceo y en el vuelo de las gaviotas—. Tampoco, un inquisidor o un sacri fanático de mente estrecha. ¿Y qué es lo que pretendes tú, por otra parte? ¿Deseas permanecer como conde de Lepidor toda la vida?
—¿Qué otra cosa podría hacer? —respondí, pero la pregunta de Sarhaddon había puesto mi mente en movimiento y comencé a fantasear sobre la mera situación de tener que escoger.
—Lepidor es mi clan —proseguí después de un breve lapso—, y por más que sea pequeño necesita ser gobernado, precisa de un buen líder. Espero poder ser ese líder. Y si yo no lo fuese, lo será mi hermano.
—¿Nunca has deseado que tu vida no estuviese planeada de esa manera? Yo siempre tuve la libertad de escoger e incluso ahora he decidido convertirme en sacerdote, cuando bien habría podido elegir cualquier otra cosa dentro de las opciones que se han abierto para mi.
—Se supone que los nobles no deben tener libertad de elección, pero si, me he preguntado cómo hubiese sido no estar atado a Lepidor. Supongo que me hubiese unido sin dudado a la Asociación Oceanográfica.
¿Era yo menos intrépido de lo que suponía? ¿O había algo más?
—Quizá te hayan inculcado de forma tan profunda ese sentimiento del deber que ahora te afecte sin que seas consciente de ello. De cualquier modo, desde ahora hasta que asciendas al cargo de conde deberás permitirte vivir un poco en el mundo libre, pasar un año como aprendiz de comerciante, dedicar algo de tiempo a aprender a liderar.
—Mi hermano es el afortunado: él está en condiciones de elegirlo todo, como tú.
—Aún puedes escoger. Prácticamente, lo único que uno no puede hacer en el Dominio es convertirse en príncipe mercante. Yeso es lo que te ocurrirá, a lo sumo, dentro de cinco años si tu padre decide pasarte el mando. Piensa en ello.
Sentí cierto desagrado ya sólo ante la sugerencia, sintiendo que yo era el único al que le debía estar permitido especular sobre algo semejante. Pero Sarhaddon sonrió y comprendí que no compartía esa opinión.
—En ese momento tú serás segundo primado, ¿no es así? —contraataqué.
—¿Segundo
? ¡Nada inferior a primer primado para mí, amigo! —¿En apenas cinco años?
—¡En menos!
La exclamación de Sarhaddon alarmó a algunos de los marinos, que, como ya era habitual, observaron con curiosidad a sus extraños pasajeros.
Poco antes del amanecer del cuarto día de navegación desde que partimos de Lepidor arribamos a Kula, capital del único clan existente en Haeden. La ciudad de Kula era de las mismas dimensiones que Lepidor, pero estaba edificada sobre una isla unida a tierra firme por dos senderos elevados que cercaban el puerto de superficie. En el momento de nuestra llegada había en ese puerto una pequeña embarcación, así como la flota pesquera. Sin embargo, lo que llamó mi atención fue algo que no era de ningún modo común: una manta de guerra emergió de un embarcadero provisional ubicado sobre el lado de la ciudad frente al océano. Equipos de trabajadores se afanaban por su superficie azul, y vi tres o cuatro enormes rasgaduras en el plateado armazón. En un pequeño mástil ondeaba sin fuerza la bandera verde y plateada de Cambress en el sofocante calor de la tarde.
Era un día cálido y sin viento, y habíamos estado tranquilos casi toda la mañana, demorándonos lo suficiente para permitirle a Bomar completar todas las actividades que tenia que realizar en Kula en un único día.
—Les daré a todos dinero suficiente para cenar en tierra —anunció Bomar, de pie sobre cubierta, con los ojos puestos en la manta cambresiana—. Hoy ya es demasiado tarde para comerciar; lo haremos mañana por la mañana.
Luego nos preguntó si también precisábamos dinero, esperando obviamente que le contestásemos que no. Sarhaddon empezó a responder, pero yo lo interrumpí
—No, no necesitamos nada. ¿A qué hora zarparemos mañana? —Pasado el mediodía, unas cuatro horas antes del crepúsculo.