Herejía (3 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Herejía
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—¿Podríamos establecer aquí una industria del hierro? —meditó mi madre en voz alta—. Si convirtiésemos el hierro en armamento antes de embarcarlo, duplicaríamos las ganancias.

—Pero eso nos haría también un blanco más apetecible para los piratas —le recordó Atek—. Hasta que no rengamos dinero suficiente para edificar unas defensas adecuadas, seria mejor vender el hierro tan sólo. Le sugeriré esa idea a tu marido.

—¿Cuál os parece que es el mejor sitio para vender el hierro? —inquirí.

— Taneth —dijo Atek sin pensarlo dos veces.

Mi madre estuvo de acuerdo con él, y yo estaba bastante seguro de que mi padre coincidiría con la opinión de ambos. De los otros dos mercados posibles, Pharassa estaba más cerca y era más seguro, pero los precios eran comparativamente bajos, ya que allí existía muy poca demanda de hierro. Océanus tenía ya una mina en actividad, así que tampoco habría mucho mercado para nuestro metal. La otra posibilidad era la única cuya mera mención había desagradado a Istiq: Cambress, en el continente de Nueva Hyperia. Pero la distancia hasta allí era casi dos veces la que nos separaba de Taneth, y el margen de beneficios podría ser bastante inferior

Además, la cuta a Cambress pasaba muy cerca del territorio de nuestro enemigo mortal, el conde Lexan de Khalaman.

—¿A quién enviaremos? —preguntó mi madre—. Elníbal partió hace sólo dos semanas y las reuniones del Consejo nunca duran menos de un mes.

—Quizá ésta sea más breve —interrumpió Atek—. Los haletitas están presionando en la frontera de las ciudades de Equatoria, así que muchos de los condes allí presentes estarán ansiosos por regresar a casa.

—Lo que implica que debemos decidir antes de que llegue la nave mercante. Quienquiera que vaya deberá ser muy rápido en Pharassa y obtener plaza en uno de los navíos militares, logrando que el mensajero corra desde allí hasta Taneth.

—Debería ir yo —declaró Atek.

—Te necesito aquí —le recordó mi madre.

—No podemos enviar a nadie más.

—Debe de haber alguien. ¿Por qué no confiar el cargamento a alguien que, de todas formas, tuviese previsto viajar?

—No hay nadie con la jerarquía suficiente. Ninguno de los marinos mercantes de importancia tiene previsto viajar

Repentinamente, Atek desvió la mirada hacia mí, luego agregó:

—Por otra parte, si fuese escoltado, podría ir Cathan.

Sentí un escalofrío. Había estado deseando con todas las fuerzas que alguien me mencionase y me preguntaba si
podía
proponerme a mi mismo. Sin embargo, antes de que ella abriese la boca sabía que la idea no le gustaría.

—¡No! —aulló, furiosa—. Se supone que está al mando durante la ausencia de su padre. Sin él todos sabrán que soy yo quien gobierna, y eso no contribuirá precisamente a ganarnos la simpatía del pueblo.

—Pero si todos lo saben —repuso Atek—. Además, el hermano de Cathan puede servir de testaferro.

—Su hermano tiene sólo cinco años de edad, ¿o acaso lo has olvidado? —contraatacó mi madre con agudeza—. ¿Qué sucedería si hubiese otra tormenta como la de hace tres meses y también naufragase el buque de Cathan? ¿Qué le diría entonces a mi marido?

—Si Elníbal no se entera de la situación, deberá hacer nuevamente el viaje hasta Taneth, en un momento del año en el que Lexan y los otros enemigos pueden sacar ventaja de cualquiera de nuestras debilidades, yeso si resultaría verdaderamente peligroso. Sea Cathan o sea yo, uno de los dos debe partir. No quedan más alternativas.

—Preferiría que fueses tú, Atek —dijo ella tras una pausa.

Me pareció entonces que era el momento de tomar la palabra, antes de que mi madre se decidiese definitivamente por Atek.

—Madre, debo pasar por la experiencia de Taneth antes de asistir a mi primera reunión del Consejo. Y a las reuniones de Equatoria. Todos los hijos de Courtiéres han hecho ya la travesía. —Courtiéres era uno de nuestros aliados.

Sabía que mi razonamiento tendría peso y que mi padre me hubiese permitido partir sin dudarlo. ¡Pero mi madre era siempre tan sobre protectora! La observé mirándome mientras Atek asentía sagazmente con la cabeza.

—Entonces ¿tu corazón está preparado para ir?

—¡Si!

Percibí en su rostro un ligero rastro de duda, pero al fin afirmó: —Está bien.

Era demasiado consciente de mi dignidad para empezar a saltar y gritar de alegría, pero por dentro estaba muy contento. Los herederos de un clan necesitaban haber visto algo del resto del mundo para tener éxito en su cargo, y yo tenía por entonces la impresión de no haber visto lo suficiente.

En teoría, me habría correspondido muy pronto pasar uno o dos años fuera de casa, a fin de aprender la mecánica de la política, el comercio y la religión, así como adquirir experiencia práctica en oceanografía y descubrir cómo patronear mantas y navíos de superficie. Era un aprendizaje que afrontaban todos los aristócratas del clan y los hijos de los principales comerciantes, pero hasta el momento no se me había dicho cuándo me tocaría a mi.

No es que necesitase aprender sobre embarcaciones ni oceanografía. Mi vida se había desarrollado tanto en la tierra como en el mar —por lo cual mi padre sospechaba que el resto de mi educación estaba quedando de lado—. Pero ni siquiera él logró alejarme del mar por mucho tiempo.

El punto más lejano de Lepidor en el que yo había estado hasta entonces era Pharassa, la capital de Océanus, adonde habla ido dos años atrás —debí haber acompañado a mi padre a la última Gran Conferencia, hacía unos tres años, pero me hallaba enfermo—. Pharassa era una ciudad poderosa, pero el viaje no implicaba salir de mi continente natal de Océanus. Jamás había cruzado el océano.

El destino más común del otro lado del océano era Taneth, una de las dos ciudades más ricas de toda Aquasilva. Se decía que allí atracaba en el puerto o lo abandonaba una manta por hora y que partían navíos cada cinco minutos. Taneth era la capital mercantil de Aquasilva y un lugar al que siempre había ansiado ir.

—¿Quién lo acompañará como escolta? —preguntó Irria. —Alguien que ya haya cruzado el océano, alguien en quien podamos confiar.

—¿Ninguno de los monaguillos del templo ha ido a adoctrinarse a la Ciudad Sagrada?

—Me parece que hay uno. Un joven prometedor que ha estado en Nueva Hyperia y en Equatoria. Enviaré a dos guardias en su busca. Ya hablaré con el Gran Pontífice para que le permita partir.

—Hazlo ahora —ordenó mi madre.

Atek se puso de pie, nos hizo a ambos una reverencia y dejó la habitación cerrando la puerta tras él.

—Será un largo viaje —dijo la condesa—. Y yendo por mar hay muy poco que hacer. Aprende cuanto puedas del monaguillo, tanto acerca del mundo como de la fe del Dominio. Si resulta ser un fanático, no te dejes llevar por sus enseñanzas. En el mundo debe existir un equilibrio, y saquear las tierras de los que no se les someten, como hacen los sacerdotes, es del todo incorrecto.

Se puso de pie y se acercó a la ventana.

—Atek tiene razón, has visto demasiado poco del mundo. Todo lo que has podido ver de los sacerdotes es cuanto hay de bueno en ellos. Vivimos en una ciudad demasiado pequeña para permitirse más de un templo con cuatro sacerdotes y diez monaguillos. Pero en la capital, en las otras grandes ciudades y en los territorios eclesiásticos que rodean la Ciudad Sagrada de Equatoria existen miles de sacerdotes guerreros. Son los zelotes, sacerdotes que pueden combatir mejor que la mayor parte de los hombres y que creen en el poder purificador del fuego y de la espada. Su obispo los envía a luchar contra todos los que no creen en Ranthas. Sus sacerdotes han sido responsables de la desaparición de ciudades y poblaciones enteras. Se llaman a si mismos los sacri, los sagrados.

Mi madre casi tartamudeó al pronunciar ese nombre, lo que me sorprendió, ya que por lo general mantenía la reserva y la calma. Jamás la había visto tan visceral, salvo, quizá, en aquellas ocasiones en que discutía con mi padre.

Intenté asimilar lo que mi madre me había dicho.

—¿Es posible adorar a alguien más que a Ranthas? —pregunté. —Antes de responderte, debes jurar no revelarle a nadie lo que te diré, ni aun dar a entender que lo sabes. Ni siquiera deberás hablarlo con tu hermano y mucho menos con e! monaguillo. Parecía nerviosa, nerviosa de un modo desconocido para mí, y mientras hablaba retorcía su cinturón con las manos.

—¿En nombre de qué deseas que jure?

—En nombre del honor de nuestro clan.

—Por los bienes de mi herencia, por el clan en cuyo seno vi la luz y por la continuación de nuestra estirpe, juro mantener los conocimientos que vaya adquirir secretos y ocultos para el resto del mundo —dije solemnemente; luego esperé.

—¿En qué está basada la religión del Dominio? —preguntó ella. Confundido, me llevó un segundo responder. Había supuesto que ella me diría algo, no que me formularía de modo tan inesperado una pregunta tan obvia.

—Ranthas, la encarnación del fuego de la que procede toda forma de vida —cité el pasaje textualmente de los salmos que el avarca me había enseñado.

—¿Y cuál es el obsequio divino que brindó a Aquasilva? Dime lo que dice el catecismo.

—La madera es el obsequio de Ranthas —recité, recordando una de las hornillas que los sacerdotes del templo nos habían hecho oír hasta el hartazgo en nuestra infancia. Memorizarlas había sido una de las cosas más aburridas que recordaba—. La leña proporciona calor, luz y poder a Aquasilva y, a través de la misma, se expresa la voluntad de Dios. Gracias a la madera cruzamos los mares y nos protegemos de las tormentas. Con ella hacemos la guerra y la paz, todo merced a la generosidad de Ranthas.

—El fuego es uno de los Elementos, ¿no es verdad? —preguntó ella.

—Por supuesto: el Fuego, la Tierra, el Aire, el Agua, la Luz y la Sombra, pero el Fuego es el Elemento más importante y el único que mantiene unida a Aquasilva, gracias a su dominio sobre la Luz.

—¿Es también el único que provee a los humanos del don de la magia, para sanar y destruir?

—Así es.

—Ahora, ¿por qué ninguno de los otros Elementos tiene dioses o magia? La madera puede ser vital, pero precisamos del agua para seguir con vida, aire para respirar y tierra para que broten nuestros cultivos. Y sin sombra no existiría la noche.

—El Fuego es el Creador —respondí obstinadamente todavía, aun sin una idea concreta sobre qué quería decir mi madre.

—Cathan, el Fuego es sólo uno de seis Elementos. Cada uno de los otros tiene su propia deidad, su propia magia y su propio poder. Algunos son potencialmente más poderosos y también mucho más benéficos que el dios Fuego. ¿Acaso no habitamos la superficie de un infinito océano que conforma la mayor parte de Aquasilva? Ese océano es el dominio de Thetis, la diosa de! Agua. El Vacío (los cielos más allá de las tormentas), que supera en tamaño incluso a los océanos, es el hogar de la Sombra y de su espíritu, Ragnar. Luego está la Tierra con su amo, Hyperias, de quien Nueva Hyperia ha recibido su nombre. Althana, diosa de los Vientos, y Phaetan, dios de la Luz, son los otros dos. Todos ellos tienen detrás una historia de méritos tan antigua como la del propio Fuego y, en otros tiempos, el culto a todos ellos fue permitido libremente. El imperio Thetiano fue erigido en la adoración a Thetis.

Su voz no era menos persuasiva que la herejía de sus palabras, pero me pareció que de ellas se desprendía una idea asombrosa.

—Todo aquel a quien se descubra adorando a las otras deidades elementales puede ser quemado vivo en la plaza principal de ciudad. Incluso saber de su existencia es peligroso.

La voz de mi madre se había convertido en un murmullo. —Lo único que te pido es que conserves en tu mente todo cuanto te he dicho y que veneres las obras de Ranthas sabiendo que existen otros poderes capaces de lograr las mismas cosas sin necesidad de ser supremos.

—¡Eso contradice todo lo que me han enseñado! —protesté. —Enseñar es la clave para controlar —dijo ella—. Recuerda tu juramento hacia el clan.

—Lo haré —prometí mientras me incorporaba.

Su voz volvió a adquirir el tono normal y también ella se incorporó.

—Debes prepararte para tu viaje y despedirte de tus amigos. —y de mi hermano.

—¡Qué bueno de tu parte acordarte de él! —comentó mi madre al abrir la puerta.

Caminamos a lo largo del corredor contiguo hacia la puerta abierta que se hallaba al fondo del mismo y que conducía a la pequeña azotea ajardinada frente al mar. El cielo estaba prácticamente libre de nubes, sólo imperceptibles motas blancas manchaban su celeste inmensidad, y el mar era mecido por una leve brisa.

Aquella noche hallé bajo mi almohada un pequeño trozo de par en el que mi madre había escrito a mano un mensaje. Lo prime que exigía era que no llevase el papel conmigo durante el viaje pues ser descubierto con él significaría mi muerte. Sin embargo, memoricé antes de lanzarlo al fuego del hogar.

De una crónica escrita por el último Gran Pontífice Thetiano de antigua religión:

... Y así me hice presente en el funeral de mi hermano, escrutando océano vacío en dirección a los continentes que alguna vez fuera verdes y ahora eran vastos desiertos .A menudo me he pregunta si las cosas hubiesen sucedido igual de estar vivo mi padre, pero entonces recuerdo las incesantes guerras entre nosotros que hubo antes del desastre. Hemos perdido un mundo, pero ahora tenemos la oportunidad de una paz duradera y de un nuevo comienzo. Sólo anhelo que la sombra de Aetius puedo descarnar en paz y que nos mano tengamos fieles a la meta por la que tantos murieron. Nunca sen capaz de volver a combatir o a ejercer la magia, e incluso ahora soy incapaz de abandonar el puerto sin la ayuda de Cinnirra. Es más, si recuperase mis fuerzas, serán mi hijo y mi sobrino quienes lideren Thetia a partir de ahora, y espero que dios tengan la posibilidad de forjar un mundo mejor que aquel en el que yo he vivido.

Os saludo y me despido,

Carausius Tar' Conantur

No parecía un texto escrito por aquel Carausius del que tanto nos habían hablado, el hermano del archidemonio Aetius, que a parecer había llevado a Aquasilva a una guerra terrible. Me pregunté cuáles habían sido las intenciones de mi madre al darme semejante texto y me pregunté también dónde lo habría encontrado.

CAPITULO II

Los muelles del puerto de superficie estaban aún húmedos y relucientes a causa de la última tormenta cuando dos días después subí a bordo del navío mercante
Parasur
en compañía de toda mi escolta. Suall, mi guardaespaldas del tamaño de un gorila, cargaba con todo el equipaje, mientras que su camarada Karak, de dimensiones físicas más corrientes, se paseaba detrás de él. En el fondo de mi bolsa (el sitio más seguro que pude hallar) llevaba tres pequeños trozos de mineral de hierro envueltos en tela. Eran las preciosas muestras que precisábamos para negociar un contrato.

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