A medida que andábamos por el resbaladizo suelo de piedra, el capitán del
Parasur
apareció en el extremo superior de la pasarela y nos hizo señas para que nos acercásemos a él. Noté cómo se tambaleaban los tablones a nuestro paso; al parecer, Bomar no tenía más dinero que nosotros mismos para efectuar las reparaciones.
—Bien venido a bordo, lord Cathan. Es para mi un honor teneros como pasajero de mi buque.
—Gracias.
Hice un gesto a Suall, quien sonrió y cargó nuestras cosas hasta el camarote que nos había indicado el capitán. Bomar era un hombre alto y delgado, llevaba una barba quizá demasiado corta para alguien de su rango y vestía una túnica marrón que había visto días mejores. Estaba al mando del
Parasur
desde que yo tenia memoria; era el buque encargado de cubrir regularmente el trayecto entre las costas para comprar cada mes cargamentos de piedras preciosas en Lepidor, vinos en Kula y muchos otros productos en pequeños asentamientos ubicados en las islas que coincidían con la ruta. Todos esos productos eran luego vendidos a un precio mayor en Pharassa, aunque el margen de beneficio por las piedras preciosas había descendido bastante en los últimos tiempos y Bomat había amenazado con dejar de venir. Sin embargo, tras conocer las noticias sobre el descubrimiento de la mina de hierro, sin duda había estado calculando las posibles ganancias que podría obtener. Aunque no era posible utilizar su nave para transportar el mineral, la población de Lepidor sin duda aumentaría y él tendría allí más clientes para vender sus mercancías.
—Señor, ¿podría preguntaros dónde está el sacerdote? Es de la mayor importancia que partamos tan pronto como sea posible o no será posible anclar en Hulka antes de que oscurezca.
Me volví para escrutar el muelle, aventurando adónde podría haber ido mi compañero de viaje. Entonces pude ver cómo dos figuras vestidas de rojo se acercaban caminando a toda prisa por la calle que conduce a los muelles. Una era la frágil figura del viejo avarca, el obispo de Lepidor; el otro, que llevaba un bolso al hombro, debía de ser su monaguillo, Sarhaddon
Mientras aceleraban el paso en dirección a nosotros, eché una nueva mirada al palacio, donde los toldos de los balcones con vistas al mar ondeaban sutilmente con la brisa. Pude ver a1li a mi madre de pie, con su túnica verde oscuro, y a su lado la pequeña figura de mi hermano Jerian. Ella estaba inmóvil, pero percibí que inclinaba la cabeza, así que la saludé en respuesta.
—Lamento mi tardanza —dijo el avarca cuando llegó al pie de la pasarela, dándole a Sarhaddon un gentil empujoncito en la espalda para indicarle que subiese a bordo.
—No hay problema, pontífice, se lo aseguro —agregó Bomar con deferencia mientras se hacia a un lado para permitirle el paso a Sarhaddon. Pontífice era uno de los titulas del avarca.
—No creo una palabra —advirtió el avarca jovialmente—. Que Ranthas os acompañe.
Se volvió hacia Sarhaddon, que atravesaba a gachas la pasarela cogido al pasamanos.
—y que también te acompañe a ti, Sarhaddon. Ha sido un verdadero placer instruirte y no dudo de que estás destinado a grandes obras en la Ciudad Sagrada. Ven a visitarnos una vez que te designen primado.
Primado era el titulo de los sacerdotes más veteranos de todos, más importantes aún que los exarcas, quienes tenían poder supremo sobre cada continente del territorio. Al parecer, Sarhaddon había puesto en evidencia sus ambiciones e incluso se había permitido bromear al respecto. Pero si al avarca le agradaba Sarhaddon, pensaba que también a mí debía agradarme. El avarca era uno de mis tutores y el más interesante de todos, incluso si el temario del que me hablaba era aburrido.
El avarca nos saludó y comenzó a alejarse a lo largo del muelle, desplegando bendiciones entre los hombres que trabajaban allí. Casi de inmediato, Bomar ordenó que se alzara la pasarela y se soltaran las amarras. Los marinos se desplazaron por la cubierta a medida que las amarras iban siendo recogidas en la proa del
Parasur
, listo para lanzarse al mar abierto.
—¡Vamos a partir! —gritó Bomar, y oímos ante nosotros un repiqueteo.
Me aproximé a la proa tan pronto como pude y me incliné sobre la borda hacia la derecha del lugar donde rugía la proa, donde la soga del mástil estaba firmemente aferrada. Delante de mí, el remolcador guiaba a nuestro buque con un impulso cada vez mayor, mientras que los remos aceleraban su ritmo a medida que nos aproximábamos a la entrada del puerto. En aquel momento me volví otra vez y eché una nueva mirada a Lepidor, con sus talleres y tabernas rodeando el puerto. Las imágenes tan familiares parecían aún más vividas ahora que iba a abandonarlas durante tres meses —nunca había estado fuera tanto tiempo— para dirigirme al otro lado del mundo.
Una o dos personas me saludaron desde los muelles cuando alcanzamos la bocana del puerto. Entonces el remolcador empezó a apartarse y el capitán del
Parasur
ordenó disponer la navegación para anclar en Hulka. El buque comenzó a agitarse con el movimiento de pequeñas olas, pero eso no era un problema para mí, ya que nunca sufrí de mareos al navegar.
—Siempre es desalentador dejar el hogar —dijo una voz a mí izquierda—, pero mira el lado positivo: probablemente estarás pronto de regreso. Yo, en cambio, jamás volveré.
Me volví abruptamente y descubrí a Sarhaddon de pie a mí lado, con una sonrisa amistosa en el rostro. Había echado hacía atrás la capucha de su túnica de monaguillo, revelando una expresión vivaz, cabellos castaños y vivos ojos verdes.
—¿Quién eres...? ¡Cielos!, debí imaginario. Tú tienes que ser Cathan —exclamó Sarhaddon—. Estoy volviéndome despistado a medida que envejezco.
Lancé una carcajada.
—Si tú estás envejeciendo, ¿qué podría decirse entonces del avarca?
—Buena pregunta —respondió el monaguillo—. ¿Quizá es un fantasma de un fantasma?
—¿Existen cosas semejantes en la teología superior?
—No sabría decirlo. De cualquier modo, el avarca es una cordial vieja reliquia.
Mi primera impresión había sido correcta. Me agradaba Sarhaddon. El monaguillo poseía un ingenio fácil y algo frívolo. Sin duda seria una grata compañía durante las largas semanas de travesía.
—¿Qué edad tienes? —le pregunté.
—Veintitrés años, más o menos. ¿Hay algún sitio más seco que éste donde podamos sentamos?
La espuma marina que llegaba a cubierta cada vez que el extremo de la proa caía sobre la superficie del agua nos salpicaba inoportunamente. Nos alejamos de a1ll y, cogiendo un pasillo lateral para evitar pasar junto a los marineros, nos acomodamos en unos fardos de paño envueltos en lona. Desde esa ubicación podíamos divisar la línea del horizonte, con la costa cada vez más lejana, y observar cómo la ciudad de Lepidor iba desvaneciéndose a estribor.
—¿Por qué te envían a la Ciudad Sagrada? —interrogué. —Porque he demostrado un progreso excepcional en mis estudios —explicó imitando el pomposo tono de voz de un prelado—. O al menos eso dicen. En realidad, me envían porque un pariente mío lejano es cuarto primado y precisa de todo el apoyo que pueda obtener para saltarse un escaño en el escalafón y ascender a segundo primado cuando el anciano primado fma1mente muera.
—¿El primado está moribundo?
Sarhaddon cambió de posición, mirando con furia una soga suelta que parecía que quisiera golpe arlo en el hombro.
—Sí. La actual personificación de Ranthas ha llegado a la cumbre de la edad y será pronto escogido para unirse a los dioses. Entretanto, para los menos exaltados mortales se precipita una lucha por los cargos.
Me fascinaba esa primera aproximación al mundo privado del clero, conocido colectivamente como el Dominio. Era un aspecto de la cuestión que nunca me había detenido a pensar, pero que confirmaba lo que me había dicho mi madre el día anterior. Parecía blasfemo el mero hecho de pensar en ello.
—¿Cómo será escogido el nuevo primado?
—Ese es un secreto que ignoro-sostuvo Sarhaddon—. Quizá lo averigüe cuando llegue a la Ciudad Sagrada, pero basta con decirte que al final será uno de los exarcas o uno de los primados inferiores quien acabará en el cargo máximo, o será votado para ocuparlo, o designado por los poderes divinos, o lo que sea. Es probable que se trate de alguien de línea dura, alguien que crea que el Dominio ha sido en los años recientes demasiado laxo en el tratamiento de las herejías. Y, con todo, tampoco será un extremista.
—¿Quieres decir que será perseguida con mayor vigor toda muestra de herejía?
—Es probable. Yo, personalmente, no tengo tiempo para prestarle atención al ala zelote de los adoradores de Ranthas. Por lo general son fanáticos de mente estrecha. No cabe duda de que la herejía debe ser erradicada. ¿Cómo podría funcionar el mundo de otro modo? Pero no es necesario ir buscándola en cada rincón y en cada esquina.
Sarhaddon se succionó las mejillas, lo que le dio un aspecto lúgubre, hizo girar los ojos y pronunció:
—¡Sentimos aquí la presencia de la herejía, arrojada sobre la luz del sagrado Ranthas! ¡Todos vosotros, herejes, seréis conducidos a lo más profundo de las tinieblas más allá de este mundo y devorados por los demonios de los círculos de la muerte! ¡Si ellos pueden digeriros, lo harán!
Sarhaddon estalló en carcajadas y yo también. Dos marineros que pasaban por allí nos miraron con curiosidad.
—¿Son realmente tan malos? —pregunté cuando la risa nos permitió volver a hablar.
—¡Peores! —afirmó el monaguillo—. Son en verdad espeluznantes.
Desde la cubierta, encima de donde estábamos, resonó la voz de Bomar inclinado sobre la barandilla:
—Estamos circundando el cabo sur de Lepidor. Si vosotros, habitantes de la tierra, queréis echarle un último vistazo, es mejor que lo hagáis ahora.
Me precipité sobre la barandilla y contemplé cómo, lentamente, los muros blancos y las torres de la ciudad se perdían de vista detrás del promontorio cubierto de maleza. Allí, dos hombres que recogían huevos de gaviota de sus rocosos nidos saludaron al
Parasur
al verlo pasar. Entonces dejamos de ver Lepidor y traté de retener en mi memoria la última imagen que tendría de mi hogar en al menos tres meses. De todos modos, deberían pasar unas dos horas más hasta que saliésemos del territorio del clan.
Al igual que yo, Sarhaddon estaba meditabundo cuando rodeamos el cabo. Aunque él era originario de Equatoria, Lepidor había sido su hogar durante más de cinco años, según me contó Atek. El avarca le había explicado que los jóvenes monaguillos, aun aquellos que tenían potencial para ascender hacia cargos superiores, eran siempre enviados fuera por un periodo de instrucción en un templo remoto, a fin de aprender las cuestiones básicas del sacerdocio.
—Éste debería ser, después de todo, un viaje interesante —dijo Sarhaddon unos minutos más tarde—. Mucho mejor que el que me trajo a Lepidor, cuando sólo tenía por compañía un viejo y rudo tutor.
El sol comenzaba a esconderse tras las montañas del interior y el cielo se ensombrecía dejando ver brillantes matices que iban desde el azul y el rojo hasta el púrpura oscuro. Entonces, tras cruzar el límite que señalaba el fin del territorio del clan, nos detuvimos para pasar la noche. El buque de Bomar, por cierto, estaba preparado para la navegación nocturna, pero en la costa hacia la que nos dirigíamos había enormes bancos de coral que separaban el borde continental del mar abierto. Cruzar esa zona en la oscuridad hubiese sido casi suicida. Recordé que unos tres o cuatro años atrás había sido propuesto un plan para abrir un canal a través del coral. Mi padre se había mostrado muy entusiasta al respecto, pero los oceanógrafos le dijeron que los fragmentos de coral se quebrarían quedando a la deriva en mar abierto y que eso seria aún más peligroso.
El
Parasur
se deslizó hacia una estrecha bahía, cuyos bordes estaban protegidos por promontorios y que contaba con una playa que abría el camino a un pequeño bosque. Una gruesa muralla similar a las que protegían la ciudad había sido levantada alrededor, rodeando los terrenos cercanos a la costa.
Una vez que el buque ancló en una ensenada de límpidas aguas y la tripulación inició un merecido descanso, consulté a Bomar sobre la función de semejante muro.
—Se trata de un muro de contención —me explicó—. ¡Que agudeza visual la tuya! Los pueblos de las montañas que rodean este sitio son hostiles, aún más que los pueblos vecinos a Lepidor. Por eso tu padre decidió erigir la muralla, para proteger a los navegantes de los ataques nocturnos. Siempre descansamos aquí y, desde que se levantó el muro, lo único que nos ha importunado un poco han sido los gritos de los salvajes.
—No tendremos ningún problema con ellos esta noche —intervino uno de los marineros al tiempo que blandía su espada—. Ellos tienen armas de hierro, que poco pueden hacer contra el poderoso filo de nuestras espadas de acero.
—Siempre y cuando estés despierto —le dijo Bomar al hombre mientras descendía—. Bien, caballeros, os mostraré vuestros camarotes. Son los mejores del buque, aunque me temo que no sean de un lujo excesivo. ¿Estáis habituados a dormir a bordo?
—Hace tiempo que no lo hago, pero eso no es problema —respondí.
Las ocasiones anteriores en que había dejado Lepidor lo había hecho en nuestra manta, nunca en un buque de superficie. Sin embargo, había pasado unas pocas noches en las embarcaciones de entrenamiento. A mi padre no le gustaba que lo hiciese porque podía resultar peligroso si se producía una tormenta.
Sarhaddon negó con la cabeza.
—Yo realicé el trayecto de ida en manta —advirtió.
—No existe demasiada diferencia entre un lecho submarino y uno sobre las olas cuando hay tormenta. ¿Tendríais el honor de cenar con nosotros en cubierta? Comeremos pescados que algunos de mis hombres capturaron esta misma mañana.
—¿Qué coméis cuando no hay oportunidad de pescar? —pregunté.
—O bien desembarcamos y cazamos en tierra firme o nos alimentamos de pescado seco, que sabe casi tan mal como suena.
Bomar nos guió por las escaleras hacia el puente de mando y luego a través de un estrecho pasillo en el que había cinco puertas. Sarhaddon estaba en uno de los camarotes de pasajeros —un pequeño cuartucho con un diminuto ojo de buey—. Yo, por otra parte, ocuparía el camarote de Bomar, que estaba debajo del gran salón de cubierta, que cubría la mitad de su superficie, y era el doble de grande y mucho más confortable que los demás camarotes.