—¿Ya estáis todos aquí?
—Todos los que te dije.
Al finalizar un breve pasaje accedimos a la cavidad interior de la manta, con su cámara llena de galerías que interconectaban todos los niveles de la nave, desde el depósito de cargas, un nivel por debajo de nosotros, hasta el compartimiento de observación, dos niveles más arriba.
—¿Os apetecería ir al compartimento de observación para ver nuestra salida? —preguntó Ierius. —Si —respondí. No deseaba desperdiciar la oportunidad de contemplar el muelle submarino en su totalidad. Ierius ordenó a uno de los marineros que condujese a Suall y su compañero a nuestros camarotes para dejar los bultos. Luego nos acompañó él mismo al nivel superior, antes de disculparse por tener que regresar al puente de mandos.
El compartimento de observación era el único nivel en todo el buque con una visión real, no deformada, en todas direcciones, y muchos de los pasajeros de la manta parecían haberse congregado allí. De su vestimenta inferí que la mayoría de ellos eran oficiales militares o burócratas de alto nivel de Pharassa, pero uno o dos me parecieron grandes mercaderes, y Sarhaddon me señaló a uno que llevaba los colores de la gran familia.
Ocupamos un asiento junto a una de las ventanas con vistas al puerto, frente al muelle submarino, con las brillantes luces de su eje central y las siluetas iluminadas de otras mantas debajo de nosotros. Unos momentos después nuestra cabina se estremeció ligeramente y supe que, dos niveles más abajo, el reactor de madera marina había sido conectado a las aletas y los sistemas de dirección. Se sucedieron entonces dos sonidos apagados y otro temblor al cerrarse las puertas de la plataforma de salida para permitir la liberación de la manta de todas sus amarras. Muy lentamente, la manta comenzó a alejarse del muelle submarino, que pudimos observar hasta que la nave giró en una maniobra de salida. Luego ya no pudimos verlo desde el lado del puerto y nos dirigimos hacia la popa. Entonces las aletas comenzaron su calmo movimiento, que fue acelerándose poco a poco. Al fin pude ver el puerto submarino en su integridad, descansando en las aguas cristalinas, con la roca de la isla como telón.
Lo seguí con los ojos a medida que se alejaba; sus formas se hacían cada vez más vagas e indefinidas y finalmente desapareció del todo y nos rodearon las tinieblas. Ya estábamos en el mar de la Vida. Tras la partida, sólo regresé al compartimiento de observación para ver cómo el Paklé circundaba el cabo Lusatius y dejaba el mar de la Vida para introducirse en las ilimitadas aguas del océano Fue allí, en el limite extremo del territorio de Océanus, donde recibimos el ataque de la manta negra.
Acababa de irme del compartimento de observación cuando la manta se estremeció con violencia y el suelo pareció desaparecer bajo mis pies. La nave dio un giro, yo perdí el equilibrio y me deslicé sin control en dirección a las ventanillas de observación, a unos tres metros de distancia.
Por un instante permanecí ausente, paralizado por el terror, esperando el impacto y preguntándome si la ventanilla podría resistir el golpe de mi cuerpo. Mi temor cedió al alivio y a un agudo dolor cuando, en lugar de dar contra la ventanilla, me estrellé contra la pared encima de ella. Un segundo más tarde, todos los demás pasajeros del buque yacían, perplejos, en los diversos lugares donde habían caído. En el exterior, la cobertura de éter que protegía a la manta pareció estallar en un azul brillante. Luego la luz se desvaneció.
—¡Cabina de mandos! —aullaba el sistema de intercomunicación—. ¡Todos a sus puestos de combate!
La manta fue enderezándose lentamente y el suelo ocupó nuevamente su sitio. Me pregunté qué podría haber causado semejantes tumbos a nuestra nave, que por muy poco no había volcado.
Me incorporé y traté de acomodar mis ropas. La sala seguía estando iluminada a medida que la cobertura de éter era golpeada una y otra vez. ¿Quién nos estaba atacando? ¿Quién idearía una emboscada para una manta de Pharassa dentro del área de patrulla de la armada?
—¿Adónde vamos? —le pregunté a Sarhaddon, que se había derrumbado sobre uno de los sillones con almohadillas que había en la sala. Sentía las palpitaciones del corazón en mi pecho, pero ahora estaba más confundido que asustado.
—Quédate aquí —dijo Sarhaddon—. Siéntate. Yo, al menos, no voy a dirigirme ciegamente hacia mi camarote sin saber qué sucede. Desde aquí por lo menos podemos ver.
El Paklé
viró y dio media vuelta, cambiando su rumbo original de cara al océano por una ruta que lo conducía hacia la roca del cabo. Según distinguí el peñasco hacia el cual nos dirigíamos, que parecía incluso más grande a través de la cubierta de éter, sentí un escalofrío. A la profundidad en la que navegábamos, la roca se veía negra, desnuda y por completo inerte, una muralla de tenebrosa oscuridad extendiéndose en ambas direcciones. Era como la desolación de las profundidades del océano, un precipicio en el que Jamás había brillado el sol, en el que ningún ser vivo había nadado o caminado.
Entonces pude ver a nuestro agresor y lancé un grito al mismo tiempo que Sarhaddon. Escuché el llanto desesperado de algunos de los mercaderes y maldiciones de los pasajeros militares, a quienes distinguí dirigiéndose hacia la puerta en dirección al puente de mandos para ofrecer sus servicios.
Era la manta negra, de aproximadamente el doble de tamaño que el
Paklé
. Sin lugar a dudas, en mi opinión, se trataba de la misma que había atacado a Xasan. De la lisa superficie negra de su casco no partía ninguna luz, y fijar la vista en ella era como contemplar una oscuridad más negra todavía que la de cualquier noche. A mi lado, Sarhaddon recitaba con voz ferviente, pero de forma bastante atropellada, plegarias del
Libro de Ranthas
. Otros en el compartimento comenzaron a unirse a él, aunque yo vacilé un segundo en hacerlo.
El buque se tambaleó en aquel instante una vez más y percibí lo que sólo podía ser descrito como rayos de oscuridad precipitándose sobre nosotros desde la otra manta. También invoqué
a Ranthas buscando consuelo. Quizá existiesen otros dioses, pero Ranthas era el único que yo conocía, y si se le había concedido el poder del Dominio, entonces sin duda podría acudir en nuestra ayuda.
Glóbulos brillantes de éter y palpitantes llamas anaranjadas salían disparados desde el
Paklé
respondiendo a los ataques. Podía verlo desde las ventanillas laterales de estribor. Pero nuestros disparos apenas se desvanecían al chocar contra la espesa negrura del casco agresor.
El Paklé
estaba ahora a sólo unos pocos cientos de metros de la base de piedra continental, cuya peligrosa superficie abarcaba todo el panorama que podíamos ver después de haberle disparado a la otra manta. Entonces la manta de Pharassa viró y, vimos delante de nosotros el dentado y oscuro extremo del cabo. Quizá esa maniobra tuviese por intención colocar a la propia roca en medio, entre nosotros y el atacante.
Fuera cual fuera el motivo del capitán, su maniobra falló. En menos de un minuto, una violenta colisión volvió a lanzarme al suelo y nuestra manta comenzó a aminorar la marcha.
Dado que nos hallábamos en la cubierta superior, nos era imposible saber qué estaba haciendo la manta negra cuando se situaba por debajo del nivel de las aletas. Pero en pocos segundos comprendimos dónde estaba.
—¡Preparaos para ser abordados! ¡Fuerzas hostiles en proceso de interceptarnos!
Según me habían explicado, el abordaje era el modo habitual de concluir las batallas entre mantas. Una vez que los escudos protectores de una manta habían sido superados y sus armas inutilizadas, el vencedor podía intentar entrar en el buque capturado para matar a su tripulación o tomarla prisionera, así como trasladar la manta dañada a su propia base y repararla para un uso futuro.
Los ruegos de los pasajeros crecieron en intensidad cuando se oyó el sordo estruendo de los dos buques al tomar contacto entre sí. Entonces entró un marinero gritando y nos arrojó al suelo unas cuantas espadas.
—¡Luchad por vuestras vidas! —exclamó, y las demás voces se sumieron en el silencio—. ¡Estamos siendo atacados por una nave fantasma! Rezar no os ayudará, pero quizá sí estas espadas.
—Te equivocas, hijo mío, pero te perdono.
Todos nos volvimos hacia la figura que había hablado, que acababa de aparecer detrás del marinero. Llevaba puesta la túnica carmesí de un mago guerrero sacri.
De repente recordé las palabras del oficial en la puerta de acceso. ¡Éste debía de ser el sacerdote mago sacri! Quizá hubiera alguna esperanza, si los sacri eran tan poderosos como había oído decir. Aunque quemaban herejes, quizá ahora este sacri pudiese salvar nuestras vidas.
—¡Oh, excelso! Yo... ¡yo no sabía...! —tartamudeó el marinero. —Yo os ayudaré a luchar. Llevadme al sitio por el que los demonios intentan abordarnos.
En la práctica, eso no fue necesario. Unos segundos más tarde oí los sonidos inconfundibles del combate que provenían de alguno de los niveles inferiores.
Aunque a mí me agradaba pasar la mayor parte del tiempo en el mar o junto a los oceanógrafos, mi padre había intentado con todas sus fuerzas entrenarme para luchar. Mi contextura era tan pequeña que carecía de la fuerza necesaria para vencer a un oponente en un combate tradicional cuerpo a cuerpo, golpe a golpe. Sin embargo era bueno con la técnica relámpago, basada en la velocidad y la agilidad.
Me incliné y cogí una de las espadas que había arrojado el marinero. Eran espadas marinas estándar, aptas para las dos manos, con un único filo y ligeramente curvadas. Es posible que mi reacción incitase a los demás pasajeros a la acción, ya que un momento después todos hicieron lo mismo. Algunos probaban el filo de las espadas con el ojo crítico del guerrero: los mercaderes estaban convencidos de serlo, y supuse que en algún momento de su vida habían recibido entrenamiento militar.
Me alegré de que ninguno pudiese constatar mi sensación interna a medida que la lucha avanzaba hacia el corredor que teníamos debajo y la manta se colmaba con el sonido de hombres matando y muriendo. Mi estómago se había cerrado en una compacta bola y mi pecho estaba tenso y palpitante.
Lo primero que contemplé al acompañar a la tripulación en su descenso por la ancha escalinata que conducía del compartimento de observación al gran corredor inferior fueron llamas ardientes.
Allí pude ver tul grupo de marineros combatiendo —y perdiendo terreno— contra otro grupo mucho más grande de figuras cubiertas con armaduras negras de la cabeza a los pies. Incluso sus rostros estaban cubiertos. No bien llegué al lugar, uno de los marineros era brutalmente separado de sus compañeros por lo que parecía ser una nube negra. El hombre lanzó un grito mientras era despedido con fuerza hacia un corredor a unos cuantos metros.
Permanecí petrificado, incapaz de huir mientras mi mente, llevada por el temor, me instaba desesperadamente a hacerlo. Nunca antes había combatido de veras.
Una llamarada golpeó a una de las figuras de negro; el fuego atravesó su armadura y llegó al interior de la coraza, y la figura parpadeó un instante y luego se desplomó de espaldas. Otros dos atacantes se enfrentaron al sacerdote mago. Sus espadas brillaban fríamente a medida que avanzaban a la luz de los paneles de éter del techo. Una nueva llamarada recobró intensidad al contacto con el aire e invadió el muro del corredor, que quedó todo chamuscado.
Dos de los pasajeros más audaces atacaron a las figuras negras acorazadas, pero sus espadas rebotaron contra las armaduras negras, que parecían capaces de resistir casi cualquier golpe. Una figura balanceó su espada y la hoja golpeó en la cabeza a uno de los pasajeros, que quedó inerte en el suelo.
Al percibir que las dos figuras de negro se aproximaban a mí intenté mover las piernas. Una de ellas se deshizo de tres personas que estaban en su camino con un único golpe de su puño blinda do. Un destello blanco estalló justo frente a su rostro cuando el sacerdote mago arremetió contra él con una de las espadas, cuya hoja estaba inflamada de llamas anaranjadas. En esta ocasión logró vencer la resistencia de la armadura y se hundió en el brazo del atacante, con un gruñido de dolor que salió de su casco negro. No obstante, siguió avanzando hacia mí.
Presa del pánico, comencé a agitar mi espada lanzando golpes a ciegas, con la esperanza íntima de acertar en el hueco abierto de la armadura. Mi espada golpeó primero algo duro y luego se hundió en la carne. La figura se tambaleó, pero me percaté de que la otra arremetía hacia mí, y liberé mi espada empujando instintivamente hacia atrás.
Otro pasajero se arrojó de lleno contra el segundo atacante, cuyos camaradas todavía se enfrentaban a la tripulación del Paklé. El rostro del hombre se contraía de dolor, pero aquél aún se mantenía de pie y ambos cayeron con violencia.
—¡Bien hecho! —exclamó el sacerdote mago con el rostro cubierto de sudor—. Muy bien por todos vosotros.
Más bolas de fuego salieron disparadas desde las yemas de sus dedos, dirigidas a los atacantes de negras armaduras, y, algunas dejaban sus huellas.
Sentí un empujón en el brazo y al volverme me encontré con Sarhaddon, que empuñaba una ballesta y me ofrecía otra espada —No utilices aún la ballesta —dijo el sacerdote mago en un momento en que la tripulación se afianzaba en la lucha y los invasores parecían retroceder—. Eso podría enfurecerlos, y no están intentando matar. Yo os protegeré en caso de que alguno de ellos se acerque demasiado. Pero manteneos alejados.
Me pregunté si los sacri serían realmente tan malvados, al menos si había que juzgarlos por éste. No tenía ninguna obligación de ayudarnos, pero se había colocado en la vanguardia, exponiéndose sin descanso en defensa de sus compañeros de viaje, y, había utilizado su magia para protegernos.
El avance de los tripulantes demostró ser fugaz y pronto el último de ellos se rindió al filo de las espadas. Seis o siete figuras negras se acercaron para auxiliar a sus compañeros.
—Recordad vuestras órdenes —gritó desde atrás una voz de mujer—. No debe haber ninguna baja con excepción del sacerdote. —¿Etlae? —dijo Sarhaddon con incredulidad—. ¡Traidora!
No me percaté entonces de que una de las figuras negras se había detenido y le había asestado un disparo de ballesta al sacerdote. Lo único que pude ver fue que el sacerdote mago repentina mente se tambaleaba y retorcía mientras la sangre manaba de su cintura y luego se desplomaba hacia atrás. Observé, atónito, el rictus de odio helado que invadió el rostro del sacerdote al morir. La sangre le corría por las comisuras de la boca y su túnica carmesí estaba empapada de rojo. La presencia plena de autoridad que presenciamos unos segundos atrás se había esfumado y, en su lugar, había un ensangrentado y patético montón de telas arrugadas. Me sentí enfermo.