No hacía mucho que me había unido al resto de los pasajeros cuando me invadió una terrible somnolencia. Sentí una urgencia indecible por echarme y dormir.
El Paklé
no había resultado demasiado dañado. Por eso, cuando los pasajeros y la tripulación despertaron no pasó mucho tiempo hasta que retomamos nuestro rumbo. Los pasajeros estaban conmovidos por el ataque y la tripulación tardó varios días en recuperar el ánimo —pensé que quizá los deprimiese la facilidad con la que la manta negra había roto sus defensas y capturado nuestra nave—. Los pasajeros militares declararon a viva voz su intención de advertirle al almirantazgo a su regreso que se formasen patrullas para encontrar las bases piratas. Pero interiormente dudé que llegasen a hacer algo semejante.
Lo que en verdad me sorprendió fue el modo en que los otros pasajeros trataron a Sarhaddon después del ataque. Muchos se acercaron para expresarle su pesar por el atroz incidente y, duran te el resto del viaje, supongo que por asociación de ideas, se dirigieron hacia él como si fuese la persona más importante a bordo. Eso me resultaba algo molesto, ya que demostraba en parte el poder del Dominio. Sospecho que temían ser interrogados con posterioridad o acusados de complicidad en el ataque. El capellán del buque recibió idéntico tratamiento. En su carácter de únicos representantes del Dominio que quedaban a bordo, el capellán y Sarhaddon eran las únicas personas cuyo testimonio tendría valor para el Dominio en caso de iniciarse un proceso.
Lo que quedaba de viaje transcurrió sin incidentes, aunque nuestra compañía en el comedor pareció estar siempre contenida, quizá a causa del impacto del abordaje, quizá como expresión de pesar por la muerte del sacerdote mago. No nos cruzamos con ninguna otra embarcación, aunque hubiese sido algo normal teniendo en cuenta que habíamos atravesado unos cuarenta mil kilómetros oceánicos en una vía marítima de unos mil seiscientos, kilómetros de ancho.
La travesía resultó, de hecho, bastante aburrida. Pasé buena parte del tiempo leyendo, jugando a las cartas y conversando con Sarhaddon —no había mucho más que hacer—. Estuve muchas horas interrogándome sobre algunas personas que había conocido en los últimos días: Elassel y el cabildo. Xasan y Miserak y, fundamentalmente, Etlae, Ravenna y su misterioso compañero. ¿Qué era lo que pretendían? ¿Quiénes eran exactamente? ¿Qué sitio era esa ciudadela?
Sólo más tarde me percaté de qué era lo que más me había intrigado.
La magia que Ravenna y los demás habían empleado no hacía uso del fuego. Las únicas llamas del corredor eran las que habían partido del sacerdote mago. La magia de nuestros atacantes había consistido en cosas como derribar a la tripulación en el corredor mediante nubes negras y desviar las llamaradas en pleno vuelo. ¿.Magia de las sombras?
Durante el viaje, las luces internas de la manta fueron regularmente encendidas y apagadas para mantener una cierta semblanza con el día y la noche. Todavía estaba oscuro cuando me desperté, la mañana en la que estaba calculada nuestra llegada a Taneth. Las preciosas muestras de hierro descansaban aún en la bolsa de Suall y la carta de mi madre estaba segura conmigo. Hoy le diría adiós a Sarhaddon, después de acompañarme el monaguillo hasta el Palacio Real de Taneth, donde estaba mi padre. Sarhaddon proseguiría viaje río abajo, hacia la Ciudad Sagrada. Una vez allí, es posible que se viese obligado a vivir en ella durante el resto de sus días. En mi interior guardaba la esperanza de que Sarhaddon ascendiese lo suficiente en la jerarquía para conseguir un puesto externo. Aparte de la amistad que sentía hacia él, un sacerdote del Dominio siempre era un útil aliado.
—Deberíamos llegar a Taneth en una hora —anunció el capitán por medio del intercomunicador—. Habréis de tener a mano vuestros documentos para que los revisen los guardias navales. Y es probable que os espere también un comité de bienvenida. Estoy enviando un mensaje de anticipación, según exigen las normas, así Que es probable que os conduzcan al zigurat. Para quienes no la hayan visto con anterioridad, Taneth podrá ser contemplada desde la pantalla de éter del compartimento de observación. Espero que, más allá del ataque, hayáis tenido un buen viaje. Cambio y corto.
Al parecer, las defensas de Taneth trabajaban muy bien: durante la noche habíamos sido detenidos por dos patrullas, que nos pidieron identificarnos. Ahora, no bien aminorábamos la marcha al pasar junto a otras mantas que se dirigían también a Taneth, observamos un nuevo buque de la armada vigilando con atención todas las naves que se acercaban. Me pregunté qué era lo que temían, pues Taneth no había sido atacada jamás, ni por tierra ni por mar.
Tras dejar mi equipaje al cuidado de Suall, cerca del hueco de la escalerilla, me reuní con Sarhaddon en nuestro lugar habitual de observación. Sobre el panel de éter podía apreciarse una imponente imagen del sitio al que íbamos a llegar. Era mi primera visión auténtica de la capital comercial de Aquasilva: Taneth, la Ciudad de Oro.
Como cualquiera, había visto antes imágenes de Taneth, pero nunca en tres dimensiones. La imagen proyectada sobre la plataforma situada en el suelo era una réplica exacta de Taneth y las islas circundantes. Me sorprendió que la manta tuviese una reserva de energía suficiente para generar algo tan complejo; el generador de éter dependía para su funcionamiento del reactor central de madera marina, y no me atrevía a imaginar cuánta energía consumía semejante sistema: la imagen tenía casi cinco metros de largo y unos tres de ancho.
La ciudad fue la que captó mi atención, más que sus alrededores. Construida en un espacio de calma situado entre dos frentes de tormenta, Taneth no precisaba de amenazantes muros ni del plano circular, como las otras ciudades de Aquasilva. Las islas montañosas que había en los alrededores estaban cubiertas de verdes bosques salpicados aquí y allá en los claros por casas dispersas, que, según me contó Sarhaddon, eran los lugares de descanso de las grandes familias.
Con todo, me llevó un buen tiempo hacerme una idea del tamaño total de la ciudad. Taneth cubría ocho o nueve islas que conformaban un pequeño grupo, cada una de las cuales (o al menos eso me pareció calculando a escala la extensión total del conjunto) medía unos doscientos o trescientos metros de largo y estaba cubierta de edificios circundados por lo que parecían ser extensas hileras de árboles en cada calle. Había además grandes oasis verdes, que supuse que serían parques o jardines. La isla de mayor perímetro, situada en el centro, medía casi dos kilómetros y algunos de sus edificios hacían parecer insignificantes las construcciones más importantes de Pharassa. El zigurat por sí solo tenía unos cien metros de alto. Los edificios no eran de color blanco, sino de un cálido tono dorado.
—¿Dónde consiguen la piedra para construir? —le pregunté a Sarhaddon.
—La compran río abajo, supongo, o quizá la extraigan de canteras que haya en las otras islas —dijo el monaguillo encogiéndose de hombros.
Me quedé paralizado de estupor ante el resto del panorama: gigantescos puentes conectaban cada una de las islas exteriores con la principal, entre las cuales cientos de naves descansaban en puertos de superficie. Había tantas embarcaciones que, en comparación, Pharassa parecía Lepidor.
En aquel momento Taneth era, de hecho, el centro del mundo.
—¿Dónde está el puerto submarino?
—Debajo de cada una de las islas —respondió Sarhaddon—. Se precisa tanto espacio para embarque y desembarque que han vaciado la base de todas las islas convirtiendo el espacio en atracaderos. Cada isla tiene su pequeño puerto submarino. Ahora nos dirigimos seguramente hacia la isla de Ademar o a la de Kadreth. Si mal no recuerdo, ambas son puertos militares.
Mis ojos permanecieron fijos en el panorama del suelo hasta que llegamos al extremo del muelle. Por la ventana pude ver la forma de las islas emergiendo a través de aguas sorprendentemente cristalinas, cada una con los brazos extensos de sus muelles submarinos sobresaliendo del lecho de roca, que no poseía las rústicas formas de las del cabo —las rocas habían sido cortadas y talladas con cuidado para formar los atracaderos de naves y otras estructuras—. Todos los bordes de las rocas eran redondeados y prolijos.
Entonces, cuando bajé la vista hacia uno de los muelles submarinos hacia los que nos desplazábamos, comprendí algo más. Taneth estaba construida sobre roca sólida. En realidad, las islas eran las cimas de enormes promontorios, cuyas bases se hallaban a cientos de metros de profundidad. Debajo de la ciudad no corrían las aguas del océano, sino que, como Lepidor, estaba situada sobre un auténtico macizo continental. Hacia el extremo sur del estrecho por el que navegábamos, las aguas eran más profundas pero aún se percibía un lecho marino. No me había percatado antes de que las partes norte y sur de Equatoria compartían, en realidad, la misma masa rocosa.
Agitando sutilmente las aletas, el Paklé se deslizó con lentitud rumbo a un muelle en el nivel medio de una de las islas. Cuando estuvimos a unos treinta metros de éste, las aletas de la manta se
detuvieron por completo y la inercia condujo por sí sola la nave a puerto. Unos minutos más tarde hicimos contacto y se oyó un sonido sordo cuando se colocaron los frenos.
—Las puertas están abiertas —anunció desde abajo uno de los marineros.
Cinco minutos después de atracar, los oficiales habituales, guardias navales de Taneth, se hallaban en la portilla de nuestra nave revisando a los pasajeros para ver si encontraban piratas o criminales en busca y captura. Tomaron nota de nuestros nombres y de los motivos de nuestro viaje, lo que, en mi opinión, era una práctica inútil pues, una vez en la ciudad, la gente podía dirigirse a cualquier sitio. Sarhaddon, sin embargo, me corrigió advirtiendo que casi todas las personas que llegaban o partían de Equatoria lo hacían pasando por Taneth, y que, de este modo, era posible mantener la cuenta del número de extranjeros que había en el continente. Al parecer, tanto el Dominio como el Consejo de familias insistieron en que se realizase ese censo. Y en Equatoria, exceptuando el territorio haletita, el Consejo y el Dominio tenían la última palabra.
Con todo, me sorprendió que no hubiese sacerdotes del Dominio esperando para recibirnos.
Me pregunté si Etlae había allanado el camino, moviendo los hilos de manera que el ataque pasase desapercibido. O quizá la eficiencia del Dominio hubiese disminuido desde el inicio de las luchas internas. De un modo u otro, a nadie parecía preocuparle el sacerdote muerto. Sarhaddon y yo sólo nos topamos con el número usual de oficiales y pronto nos abrimos camino hacia la entrada del puerto submarino en la superficie.
Sentí como un golpe al abandonar la atmósfera fresca y húmeda de la manta y el puerto al adentrarme en el calor seco de Taneth. Nunca había pensado en las diferencias de temperatura, pero Taneth estaba situada casi en el ecuador y, careciendo de las tormentas que caían en la mayor parte de las ciudades, era mucho más seca. Sentí que el calor agotaba mis fuerzas casi de inmediato. El aire estaba saturado de una mezcla de humo y polvo, pero aun así Pude notar la diferencia. El aire de Taneth olía a plantas desconocidas en Océanus y a cálidas brisas movidas por los frentes de
t
ormenta desde las junglas del norte de Equatoria.
—Te acostumbrarás al aire —dijo Sarhaddon—. Creo que cada continente huele de un modo ligeramente diferente. Salvo Silvernia, pues allí hace tanto frío que tu nariz se congela e insensibiliza con apenas asomarte por la ventana. O al menos eso es lo que me han dicho.
—Lo cierto es que aquí hace calor.
—Deberás asearte mucho más a menudo mientras te encuentres en Taneth. Aquí la piel se seca muy rápidamente.
No era difícil creerle.
—Gracias. ¿Adónde vamos ahora?
Miré a mi alrededor, a la pequeña y bulliciosa plaza que teníamos enfrente. Estaba rodeada de elegantes edificios de piedra de color arena, con ventanas arqueadas y amplias columnatas que se extendían más allá de los edificios, hasta el nivel del suelo. Observé que todos los que dejaban el puerto se dirigían hacia las columnatas y que había muy poca gente en el área central, exceptuando una o dos personas bajo los árboles.
—Necesitamos encontrar el puente que conduce a la siguiente isla. Ésta es Ademar, y no creo que se conecte de forma directa con la isla principal. Está claro que caminaremos: por disposición del Consejo, no se permite en la ciudad ningún medio de transporte salvo las literas y carros de mano. En esta ciudad, la palabra del Consejo es ley y no hay manera de oponerse. Salvo que seas sacerdote, por supuesto.
—¿Qué Consejo? Tenía entendido que hay dos en Taneth: por un lado, el Consejo de los Diez y, por otro, el Senado, compuesto por los mercaderes nobles, los gremios más importantes y los líderes de los tres clanes.
—Me refiero al Consejo de los Diez, por cierto. El Senado es sólo un organismo accesorio que aprueba asuntos tales como una declaración de guerra. Los Diez son quienes gobiernan efectiva mente la ciudad en nombre de las grandes familias. Los mercaderes nobles son los únicos que importan de verdad aquí. Recordé las palabras de mi padre explicándome que la República de Taneth no era sino una oligarquía consumada, y las palabras de Sarhaddon lo confirmaban. Podía comprobarlo incluso a medida que caminábamos bajo la sombra de los árboles en medio de la calle. Un miembro de una de las grandes familias era trasladado en su litera hacia el puerto submarino. Delante de él, cuatro fornidos sujetos con palos y látigos avanzaban saltando y alejando a cualquiera que se interpusiese en el camino. Vi cómo empujaban contra una pared a un maestro oceanógrafo y a un almirante mientras pasaba la pequeña comitiva. A pesar de eso, la gente corriente de Taneth parecía aceptar semejante situación como algo cotidiano. Se limitaban a echarse a un lado y luego proseguir su rumbo.
—¿Adónde vamos ahora? —insistí.
— Al palacio, a ver a tu padre. Luego yo me dirigiré al zigurat, donde me informarán de cuándo debo partir. Existe un buque regular del Dominio que navega río abajo hacia la Ciudad Sagrada y, al menos para los sacerdotes, es gratuito. Los demás deben pagar una sobretasa.
—¿Cómo encontraremos a mi padre? Hay más de doscientos condes alojados en la ciudad. ¿Quién estará en condiciones de saber el paradero de todos ellos en cada momento?
—Sólo los oficiales superiores del palacio, personajes de lo más fastidioso, ya que siempre se consideran por encima del resto de las personas. Tus documentos diplomáticos nos ayudarán a entrar, aunque las medidas de seguridad deben de estar más ajustadas que el monedero de un jefe tribal. Después de todo, tú estás más al tanto que yo de cuanto acontece en la conferencia.