Enviaría a uno de mis hombres contigo, pero no hay nadie que cubra su puesto.
Nos saludó mientras nos alejábamos, y por fin entramos en el Palacio.
Cruzamos el jardín, con naranjos y limoneros y sendas columnatas a nivel del suelo construidas contra los muros, y nos enfrentamos a unas inmensas puertas de madera de cedro recubiertas de bronce. Nos invadió otra vez el olor a incienso tan propio de los Palacios, la fragancia del lujo y el confort.
Al fondo del salón, un oficial de aspecto aburrido se limaba las uñas sentado detrás de un escritorio.
—Él lo sabrá —dijo Sarhaddon, y nos acercamos para preguntar dónde podíamos hallar a mi padre. Sin embargo no tuvimos en cuenta la arrogancia de los oficiales de Taneth. El hombre nos interrumpió antes de que tuviésemos oportunidad de hablar.
—¡Eh, pareja de vagabundos! ¿Qué estáis haciendo aquí?
Yo era consciente de que no llevaba mis mejores ropas, pero tampoco me parecía estar tan mal. Por otra parte, el uniforme de pavo real de los oficiales...
—Mi padre es el conde de Lepidor —reaccioné, atónito ante el modo en que la gente de Taneth parecía sentirse superior.
—Y yo soy el rey de los haletitas. ¿Quién os permitió entrar aquí? —Los guardias, que reconocen un pase diplomático cuando lo ven —subrayé.
No estaba demasiado seguro de por qué había pronunciado esa frase, tan cercana a un insulto, pero jamás me había sentido tan despreciado por un simple oficial de la corte. El hombre, con todo, quedó impactado por mi respuesta.
—¿Cómo te atreves a sugerir que no sé hacer mi trabajo? ¡A ver, muéstrame ese pase diplomático!
Iba a entregárselo, pero el oficial me lo arrebató antes de que pudiera hacerlo.
—Esto es de la armada imperial.
—Redactado por un oficial de Aquasilva igual a ti.
—Estás pisando terreno peligroso —me advirtió Sarhaddon en un susurro.
—Aquí esto carece de valor. Ya no estáis en Océanus. Thetia no tiene aquí ningún poder.
¿Acaso ese oficial estaba decidido a obstruirnos el paso? ¿Y por qué motivo? ¿Qué podía significar yo para él? A menos que se tratase de un hombre de Etlae... Pero ésas eran cuestiones internas del Dominio y, además, ¿por qué le convenía a Etlae mantenernos fuera del palacio?
—Si tan sólo tuviese la amabilidad de llamar al conde, él podría aclarar las cosas —señalé, intentando ser razonable pese a la tenaz hostilidad del hombre.
—¡De ninguna manera! El conde, quienquiera que sea, no desea ser molestado por vagabundos mientras se encuentra en la conferencia.
<
—¡Guardias! —gritó el sujeto.
Sentí una ráfaga de espanto y volví mis ojos hacia Sarhaddon con ansiedad. Pero entonces otro hombre apareció en la sala. —¿Qué significa todo este jaleo? —indagó.
El recién llegado debía de rondar los cuarenta años, tenía la nariz rota y los ojos muy hundidos. No era un hombre con el que fuera agradable cruzarse. Llevaba una túnica anaranjada y una cadena de oro en el cuello. En muchos esa combinación se hubiese visto ridícula, pero éste no era un tipo que pudiese parecer ridículo bajo ninguna circunstancia. Tenía el aire de quien está acostumbrado a hacer las cosas a su manera y a quien jamás se me hubiese ocurrido ofender.
—Dos vagabundos intentan molestar a un conde, canciller principal Foryth.
—Pues entonces expúlsalos de inmediato.
—Debo objetar que no somos vagabundos, canciller principal —dije con frialdad.
¿Canciller principal? ¿Eso significaba que integraba el Consejo de los Diez Tenía que ser miembro de una de las familias: Foryth, con su bandera anaranjada y amarilla, era una de las lujosas mansiones con las que nos habíamos topado al subir la cuesta. —¿Quiénes sois entonces?
—El conde al que pretendo «molestar>> es mi padre.
—Eso sucede a menudo. Ahora la conferencia se encuentra en plena sesión y yo tengo prisa. Detenlos y ya veremos más tarde. Foryth comenzó a avanzar en dirección a la salida.
—¡
No tan rápido, tanethano
!
Mi corazón casi se detuvo por la sorpresa. Si el que había gritado no era mi padre, debía de ser alguno de los dos asistentes a la conferencia que podían reconocerme y no eran enemigos nuestros.
—No satisfecho con intentar robarme, ahora tratas de enviar a prisión al hijo de mi aliado. ¡Déjalo en paz, tanethano!
—¿Por qué no te ocupas de tus propios asuntos, oceaniano? —espetó Foryth—. Me importa un bledo quiénes sean. ¡Guardias! Los guardias, que se habían quedado de pie, inmóviles y silenciosos en la entrada del salón desde la primera llamada del oficial, dudaron a quién obedecer. La persona que había interrumpido a Foryth atravesó el portal enfrentándose al gran canciller, y entró en mi campo visual. Alto y corpulento, Courtiéres, conde de Kula, superaba en unos quince centímetros al hombre deTaneth. Cruzó la mirada con la del canciller principal, demostrando una gran Seguridad.
Tanethano, no me importa quién seas ni cuál es tu cargo. Has intentado timarme y ahora buscas nuevos trucos. Te sugiero que dispenses a los guardias y no intentes incriminar a otros habitan, tes de Océanus, al menos por esta jornada.
—No es bueno teneme por enemigo, oceaniano.
—Y al parecer tampoco como amigo. Me abstendré de decirle al rey que los cancilleres principales están timando a los hombres cuya ayuda solicita. Tú, por tu parte, déjalos en paz.
El canciller principal respondió a la mirada calma de Courtiéres con ojos que expresaban el odio más puro. Luego inclinó la cabeza instando a los guardias a retirarse.
—Hoy has cometido un error, oceaniano. Espero que no vivas lo suficiente como para lamentarlo.
—Necesitarás de nuestra ayuda cuando los haletitas estén junto a tus puertas, tanethano. El mero hecho de que seamos provincianos no te concede permiso para ofendemos.
—Podría hacer que os encarcelen a todos vosotros sin consideración alguna, pero hoy, por esta vez, seré generoso —dijo el tanethano volviéndose con violencia y dirigiendo sus pasos hacia una puerta diferente de la que pensaba utilizar en un principio. Me pregunté por qué.
Courtiéres clavó la mirada en el oficial, que murmuró una disculpa, luego le sonrió con una calidez a todas luces falsa y nos indicó a Sarhaddon y a mi que lo siguiésemos.
—¿No seria conveniente que me fuera ya? —Susurró Sarhaddon.
—Espera hasta más tarde, cuando mi padre pueda conseguir para ti un salvoconducto para el templo.
—Lamento lo anterior —comentó Courtiéres mientras recorría, mas los relativamente vacíos pasillos del palacio. Su voz concordaba con su aspecto: era profunda y segura—. A propósito, ¿qué os trae por aquí? Buenas tardes, monaguillo...
—Sarhaddon.
—Estabas en el templo de Lepidor, ¿verdad?
—S... si, allí estaba —tartamudeó Sarhaddon, al parecer sorprendido por el hecho de que lo recordase el conde de otra ciudad, quien lo habla visto apenas durante una breve visita.
Yo conocía de sobra la fenomenal memoria de Courtiéres (recordaba cómo me había pescado robando una manzana en la cocina de Kula cuando los visité con sólo cuatro años de edad).
—Entonces ¿qué es lo que os trae por aquí? Está claro que tu padre no te espera.
—Buenas noticias —le informé con una sonrisa, contento de estar al fin a salvo y entre amigos—. ¿Recuerdas al sacerdote minero que rescatamos hace unos meses, el náufrago?
—Istiq, ¿no era ése su nombre? Os estaba ayudando en la búsqueda de nuevos yacimientos de piedras preciosas.
—Exacto. Comenzó haciéndolo en el extremo norte de la mina, donde no habíamos hallado más roca de fondo, y dio con algo muchísimo más valioso.
—¿Hierro? —adivinó Courtiéres—. ¿Habéis encontrado hierro?
Asentí.
Los ojos del conde se abrieron de par en par. Luego me dio una palmada en la espalda.
—Ésas sí que son buenas noticias, para mi y para tu padre. Ahora tendrás un auténtico clan para gobernar, ya no hay dudas respecto a tu futuro. Ha sido muy inteligente por tu parte recorrer tan largo trecho para decírselo antes de que se vaya de Taneth. Sé que tu madre debió tomar la decisión final, pero tú habrás tenido algo que ver en el asunto.
Courtiéres era asimismo muy generoso e infinitamente más propenso al halago y las felicitaciones que mi padre.
Durante el trayecto por los pasillos, Courtiéres me contó algunas de las últimas novedades surgidas en la conferencia, sobre todo las referidas a la creciente amenaza haletita tras el regreso de Reglath Eshar. Me sentí reconfortado estando de nuevo entre amigos: Courtiéres era el más antiguo amigo y aliado de mi padre, junto con Moritan, el enigmático ex asesino convertido en gobernante que había dado origen a una de las cinco facciones principales de Océanus.
No tenia idea del motivo por el que Courtiéres había abandonado la sala de conferencias, pero cuando llegamos allí los condes dejaban la sala tras una sesión completa. Courtiéres gritó el nombre de mi padre y la incredulidad abrió paso a la alegría en el rostro del conde Elníbal, que, acompañado de Moritan, comenzó a acercarse a nosotros, dejando en un lado a su enemigo Lexan mirándonos con el ceño fruncido.
Por poco mi padre no me rompió los huesos con su acostumbrado abrazo de oso. Luego dio un paso atrás y me miró con ojos críticos.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Como había sido soldado, a mi padre, mucho más que a Courtiéres, no le gustaba andarse por las ramas. Sin embargo, mi padre hubiese sido aún menos diplomático que él con el canciller principal. Estaba tan ansioso por contarle las novedades que, una vez que comenzamos a caminar, olvidé por completo el discurso que había planeado durante las largas y tediosas horas a bordo del Paklé.
—¡Hierro! —estallé—. ¡Hemos descubierto hierro en las minas de piedras preciosas! Montones de hierro. Dómine Istiq ha estimado que hay suficiente para seguir extrayendo durante los próximos trescientos años.
La incredulidad y la alegría luchaban en el rostro de mi padre. No iba a preguntarme si estaba hablando en serio, pues era obvio que no hubiese atravesado Aquasilva sólo para bromear.
—¿Has traído muestras? —preguntó buscando con la mirada—. Vayamos a un sitio donde podamos hablar en privado antes de que Lexan y sus escurridizos secuaces nos escuchen.
—Allí estará bien elijo Moritan señalando una sala con suelo de mosaico donde iba a dar la recepción con columnas en la que estábamos.
—¿No están esas salas infestadas de espías? —preguntó Courtiéres, dubitativo.
Moritan sonrió.
—Estoy seguro de que al rey le agrada que evitemos todo el tiempo a sus espías —aseguró mi padre con sequedad.
—Pues entonces no deberían espiarnos —agregó Moritan, un hombre de baja estatura con el cabello negro muy corto, feroces ojos azules y la actitud de un lobo hambriento—. Al menos no si pretende que le demos dinero.
—Tampoco debería ofrecer un interés tan bajo —intervino Courtiéres.
La tercera puerta a lo largo del corredor estaba entreabierta, la abrió y entró. Era una antecámara vacía, con sus blancos e impecables muros apenas salpicados por un zócalo pintado. La sala estaba iluminada por la luz de una ventana que daba al jardín.
Le presenté a Sarhaddon a mi padre, que lo escrutó detenidamente un momento y luego asintió con un gesto de aprobación. —Gracias por ayudar a que mi hijo llegase de una sola pieza, monaguillo.
—No fue una tarea sencilla cuando se enfrentaba a los piratas —dijo Sarhaddon.
Mis ojos se centraron en el brazalete gris oscuro que llevaba en la muñeca, recordando las palabras del mensaje y la advertencia de que Sarhaddon no debía enterarse de nada.
—¿Piratas? —inquirió Moritan abriendo bien los ojos—. ¿En la ruta de Océanus?
—Creo que deberemos esperar un poco para obtener una verdadera explicación —señaló mi padre, que cerró la puerta y nos indicó a todos que nos sentásemos. Luego lanzó una mirada significativa a Moritan y señaló hacia la ventana.
El pequeño ex asesino (era de menor estatura que yo, lo que lo hacía pequeño a ojos de todos) cruzó silenciosamente la sala y saltó de un solo movimiento hasta el saliente de la ventana. Poco después, de otro salto, regresó a su sitio, dando a entender con un gesto que no había nadie en los alrededores. Entonces recorrió con la mano todo el borde que separaba el suelo de los muros. En dos ocasiones se detuvo para colocar trozos de tela en diminutos orificios que podrían servir para espiar. Envidié su capacidad y su economía de movimientos. Su salto hacia el alféizar había sido calculado y ejecutado a la perfección; de haberlo intentado yo, me habría partido la cara.
—Ningún espía real o del Consejo nos vigila en este momento —anunció Moritan—. Este lugar es ridículo. No puedes ni tirarte un pedo sin que se envíe un informe de ello al Consejo de los Diez... No se parece en nada a nuestro hogar, donde es posible mofarse de Lexan por espacio de kilómetros y donde todos los espías de los palacios trabajan para nosotros.
—Casi todos —lo corrigió Courtiéres.
Moritan hizo con una mano el gesto de cortarle a alguien la garganta y se sentó en la silla que quedaba disponible.
—He traído algunas muestras —dije buscando en mi equipaje, que me había dado Suall. Ahora mi guardaespaldas esperaba fuera del salón junto a los demás servidores—. Mamá dijo que probablemente desearías contratar algún mercader de Taneth para vender el mineral aquí, en lugar de tener que hacerlo en Pharassa a un precio menor.
—Tiene razón, aunque me niego a tener algo que ver con estos estafadores tanethanos.
Al fin, tras lastimarme los nudillos con alguna cosa filosa que no pude identificar, hallé el morral con las muestras y puse algunas de las pepitas en la mano de mi padre. Él se quedó con una, que examinó críticamente, y repartió las otras entre los demás.
—Haaluk e Istiq me aseguraron que son de excelente calidad —dije, ansioso por obtener su confirmación.
—Eso parece —afirmó Courtiéres sin más, frotando una pepita con uno de sus carnosos dedos. Yo, sin embargo, estaba en ascuas esperando el veredicto de mi padre.
—Parece bueno. ¿Has dicho trescientos años?
Me pidió que le informase exactamente de todos los detalles que habían mencionado el sacerdote y el capataz de la mina, incluso después de hacerle entrega de las cartas que ellos le habían escrito. Como gobernante, se suponía que debería recordar los detalles y, en el pasado, mi padre con frecuencia me trataba de forma severa si yo no podía recordar las lecciones. Era sencillo para mí retener en la memoria las palabras de la gente, pero las cifras (que sin embargo podía manejar bastante bien) y las listas me eludían, y, cuanto recordaba del margen de beneficios que habían calculado tanto Haaluk como Istiq era por completo incorrecto.