—Rendíos —clamó una de las figuras de negro— y así os perdonaremos la vida y os liberaremos. Eso te incluye a ti, monaguillo. No somos piratas y no tenemos intención de haceros ningún daño. Nuestro objetivo era el sacerdote.
Sarhaddon y yo echamos una ojeada al resto de los pasajeros. Tras una breve pausa, un mercader guerrero de poderosa complexión arrojó su espada al suelo.
—Amigos, no valen la pena ni la muerte ni la esclavitud.
Sus palabras desencadenaron un estruendo metálico cuando los siete u ocho pasajeros que permanecían en el corredor se despojaron de sus armas. Me tomó apenas un segundo comprender lo que sucedía, y luego seguí su ejemplo. El mercader tenía razón; no tenía ningún sentido seguir luchando, no en tan lamentables condiciones. Dos de las figuras de negro dieron un salto en nuestra dirección y recogieron nuestras espadas, mientras un tercero nos señalaba que regresásemos al compartimento de observación. Sarhaddon y yo obedecimos; sólo por un fugaz instante, el monaguillo volvió su cara hacia el cuerpo sin vida del sacerdote.
En el interior del compartimento, una de las figuras de armadura negra nos indicó que permaneciésemos con la vista puesta en las ventanillas. Mi estómago seguía todavía tenso y oprimido por el miedo. ¿Mantendrían los agresores su palabra? Se sabía que los piratas solían masacrar a la tripulación íntegra de los buques capturados para no dejar sobrevivientes que contasen la historia. Mi corazón parecía carecer de peso y me percaté de que respiraba dando leves bocanadas. Aunque al rato dejé de sentir malestar, no por eso desapareció el temor. ¿Era normal sentirse así o yo era el único que estaba asustado?
Otros tres atacantes entraron en la sala. Aunque todos llevaban puestas sus correspondientes armaduras y los cascos cubrían sus rostros, pude ver que dos eran mujeres: sus formas y su delgadez en comparación con el resto las delataba.
—Vuestro viaje no volverá a ser interrumpido —dijo el hombre con acento culto y refinado. Sonaba más como un aristócrata que como un pirata—. Nuestros enfermeros se ocuparán de curar nuestras heridas y las de la tripulación, y pronto estaréis nuevamente en camino.
—¿Quién eres? —inquirió uno de los pasajeros.
—No necesitas saberlo. Todo el que haya sido herido, incluso en forma leve, que haga el favor de decírselo al enfermero que vendrá dentro de un instante. Mis hombres permanecerán aquí hasta que partamos para evitar que tenga lugar cualquier tipo de incidente. Una de las mujeres se inclinó y, le susurró algo al hombre. Cuando hubo acabado, nos señaló a Sarhaddon y a mí y anunció en tono seco:
—Vosotros dos, acompañadnos. Ahora.
Miré a Sarhaddon, que se encogió de hombros. No parecía estar en absoluto preocupado y me pregunté qué sentiría. ¿Estaría también asustado?
Descendimos la escalinata desde el compartimento de observación siguiendo a los tres atacantes. Recorrimos un breve trayecto del corredor y entramos al desierto comedor. La tensión sobre mi pecho y el miedo habían vuelto a acentuarse, si es que eso era posible. Cuando entraron en el comedor, las dos mujeres se quitaron los cascos y reconocí de inmediato a la tercera primada Etlae, con sus cabellos grises recogidos para no estorbar dentro del casco. De ella emanaba todavía una aura de autoridad; sin embargo, fue la otra mujer (con un aspecto casi de niña) la que llamó mi atención.
No podía ser mucho mayor que yo, e incluso diría que era más joven. Sus cabellos lacios de color negro azabache estaban rígidamente atados detrás de su rostro, y pude adivinar por la forma del mismo (pómulos altos y barbilla estrecha) que era de pura sangre thetiana. Como yo. Y, pese a que su rostro estaba maquillado y su expresión era fría y distante, me pareció hermosa. Sus ojos grises respondieron a mi mirada sin reflejar ni una pizca de calidez, y sentí que me examinaba como si fuese una pieza de subasta. No resultaba nada agradable.
—Vosotros dos sois un problema —dijo Etlae con voz irritada—. Ignoro por qué no habéis escuchado la indirecta que os lancé para que no cogieseis esta manta. Pero la cuestión es que ahora estáis aquí y me habéis reconocido. Eso os convierte en una molestia. De todos modos —sostuvo alzando una mano para callar a Sarhaddon, que había intentado hablar— no nos dedicamos a asesinar a testigos inocentes.
Entonces ¿los disturbios en la ciudad habían sido creados para detenernos? Y lo que ella había dicho la noche anterior... ¿cómo podía haber estado tan ciego como para no comprender lo que insinuaba?
—Especialmente —añadió el hombre— cuando habéis sido tan valientes para luchar del modo en que lo habéis hecho. Incluso si en vuestro esfuerzo os habéis equivocado tanto como para tratar de defender a un carnicero sacri.
—¿Carnicero? —dijo Sarhaddon.
—Era un espécimen particularmente nocivo. Cuando servía como juez en Huasa envió a la hoguera a unas doscientas personas. Eso, sin embargo, no tiene importancia.
Lo que sí tiene importancia —prosiguió Etlae— es qué haremos con vosotros. Tú, Sarhaddon, podrías ocasionarnos muchos problemas. ¿Posees la lucidez suficiente como para comprender que estamos en medio de una lucha por el poder de la que te conviene ser ajeno?
Etlae ignoraba, era evidente, que habíamos escuchado su conversación con aquel hombre desconocido en el zigurat de Pharassa' De otro modo, sospeché, jamás hubiese sido tan piadosa. Ofrecí una plegaria silenciosa a Ranthas para agradecérselo.
—No tengo ninguna intención de participar en las cuestiones Políticas del Dominio, santa madre.
—Bien. Poca gente tiene mi capacidad de perdón. Deberás hacer un juramento sobre Ranthas y sobre tus votos como su siervo, asegurando que nunca revelarás nada sobre mi participación en este asunto. Además, te ayudaremos a olvidar tanto como sea posible lo que has visto. De cualquier modo, en el lapso de unos seis meses todo esto no le importará a nadie. ¿Estás de acuerdo?
—Por supuesto que sí.
Etlae sacó entonces de su bolsillo un talismán con forma de llamas, que reconocí como uno de los adornos que solían usar los sacerdotes. Era el símbolo de Ranthas y sobre él se efectuaban los juramentos. El juramento sobre un talismán de fuego era considerado el compromiso más grande que alguien podía asumir, más sagrado aún que jurar sobre la propia muerte o en nombre de alguno o todos los integrantes del clan al que uno pertenecía.
Sarhaddon hizo un juramento similar al que yo había formulado en Lepidor el día anterior a mi partida. Entonces Etlae abrió la puerta y ordenó al soldado de armadura negra que nos escoltase en dirección al mago mental.
¿Tenían un mago mental? Sonaba escalofriante, no quería ni siquiera imaginarlo. La magia mental era una disciplina permitida sólo a la Inquisición. Me pregunté si habría algún inquisidor a bordo y, si lo había, por qué motivo no estaba junto a Etlae.
La puerta volvió a cerrarse y Etlae se volvió hacia mí.
—El mago mental —me dijo— hará también que durmáis hasta una media hora después de que partamos por si alguno de vosotros pretendiese seguirnos. Tú representas una dificultad diferente que Sarhaddon.
Me sentí muy solo, de pie ante las tres figuras de armadura negra: una intimidante, otra oculta y la tercera inescrutable. Resultaba aterrador pensar que ese trío, o Etlae por sí misma, tenía mi futuro en sus manos. Intenté aparentar confianza, pero fallé.
—Como verás, no estás bajo control del Dominio —dijo el hombre.
—Yo podría ordenarte formular un juramento y olvidar —intervino Etlae—, pero siempre podrías recordar las luchas internas que han originado todo esto; incluso es posible que ya hayas adivinado lo que sucede.
No lo había hecho en realidad, al menos hasta que ella mencionó las luchas internas. Entonces lo comprendí todo. Lo que ella no percibió es que yo sabía que no se trataba de un desacuerdo corriente, sino de una lucha por el poder en los más altos niveles. Nuevamente agradecí que no se percatase de ello.
—La Ciudadela.
Era la joven que, por primera vez, había hablado. Su voz era clara y melodiosa, aunque casi tan carente de emoción como la de los sacri —semejante a la voz del rey
,
leyendo una proclama—. Etlae se volvió hacia ella y me pregunté a qué se refería la muchacha y de qué ciudadela se trataba. Sólo me era posible recordar la existencia de una ciudadela, y ésa era Selerian Alastre, la capital de Thetia. Su nombre significaba «ciudadela estelar».
—¡No puedes hablar en serio, niña! ¿De parte de quién estás? —De la nuestra, por supuesto, santa madre. Sin embargo, ¿no has dicho antes que era el hijo de Elníbal de Lepidor?
Etlae no tenía aspecto de poder ser la madre de nadie, era demasiado delgada y de contextura afilada.
—Es cierto, lo dije, pero ¿a qué viene eso?
—¿De parte de quién está Elníbal, Etlae? —indagó el hombre—. Ravenna ha expuesto algo sensato. Él podría convertirse en un nuevo recluta y, a la vez, nos ahorraría algo de tiempo.
Ahora su debate me excluía por completo, así que procuré desentenderme de la cuestión y meditar cuál era el objetivo que perseguían. Ravenna era sin duda el nombre de la joven. Me pareció muy apropiado: sus negros cabellos recordaban las plumas de un cuervo' y también el mal agüero de esa ave.
Me parecía obvio que existía una lucha feroz entre distintas facciones del Dominio y, que la facción de Etlae no sólo estaba envenenando exarcas, sino incluso asesinando a los opositores para colocar a su candidato en el trono del primado. Sin duda, ése era el único motivo que justificaba este misterioso ataque y semejante juego de ocultamientos. En cuanto a la frase de Etlae sobre los seis meses, al parecer para entonces ella sería lo bastante poderosa para que ninguna información pudiese llegar a afectarla.
Ahora, si Etlae trabajaba para Lachazzar, ¿por qué estaba entonces asesinando a los sacri y, a los inquisidores, que eran sus aliados?
De repente, Ravenna avanzó hacia mí frunciendo un poco el ceño.
—No te muevas —me dijo.
Por un momento tocó con suavidad una de mis mejillas; sus dedos estaban tan fríos como la expresión de su rostro. Luego se alejó y regresó al sitio donde estaba. Los otros dos la observaron con curiosidad.
—Creo que tiene potencial —advirtió la muchacha—. Podría resultarnos de enorme utilidad.
—Se te ve súbitamente entusiasmada, Ravenna —cüj0 el hombre—. ¿Te interesa?
Ella le lanzó una mirada fulminante.
—¡Usa tu imaginación, tío! —exclamó—. Quiero decir que él podría llegar a ser tan poderoso como yo.
Volví a sentir escalofríos. ¿Otra maga?, ¿maga al servicio de quién? El Dominio era demasiado machista y no reclutaba mujeres para la posición de mago. ¿Y qué significaban sus palabras respecto a mí?
—¿Hablas en serio? —inquirió Etlae con agudeza.
—Mucho. Mira el color de sus ojos. Nadie tiene ojos turquesa de forma natural. Estoy convencida de que podría acabar siendo sorprendente si lo entrenamos. Por cierto que antes debo hacerle una serie de pruebas.
—No sé con seguridad
si
deseo contar con dos de los tuyos merodeando a mi alrededor, Ravenna —advirtió el hombre a quien ella había llamado tío—. Uno ya es lo bastante malo. Pero si quieres hacerlo...
—En ese caso deberás venir con nosotros —me dijo Etlae—. Eso implicará estar fuera de tu casa un año, pero las otras alternativas que tienes son ser arrojado a un calabozo o ser convertido en monaguillo, y no creo que ni a ti ni a tu familia les agrade ninguna de las dos.
La miré absorto. ¿Cómo me las arreglaría para hablar con mi padre?
—¿No podría ir primero a Taneth? El mensaje que llevo es vital para la supervivencia de Lepidor y soy la única persona que puede transmitírselo a mi padre.
—Si fueses hasta Taneth, todo se pondría en peligro. No podemos permitirlo.
—No puedo sencillamente desvanecerme, permitiendo que mi padre recorra toda la ruta hacia Lepidor para luego tener que volver de inmediato sobre sus pasos para cerrar un trato comercial
.
Ahora él está en Taneth, y, no es un momento en el que florezca la piratería. Si no acordamos ahora un contrato, perderemos meses enteros y quizá lleguemos incluso a la bancarrota.
Incitado por lo que acababan de decir, arriesgué a agregar algo más:
—¿Qué valor puede tener mi padre como aliado vuestro si está en bancarrota?
Se produjo un largo silencio, durante el cual Etlae parecía reflexionar para sí misma. Pasado un rato repuso:
—Tienes razón. De todos modos, deberemos tomar algunas precauciones para asegurarnos de que no te nos escabullas. Puedo prometerte elle disfrutarás de tu estancia en la ciudadela, tanto como en otro tiempo lo hizo tu padre. Te daré también un mensaje verbal que debes entregarle. ¿Lo has entendido?
—Sí.
—Ravenna, ¿podrías utilizar tus dones por un momento? —preguntó el hombre tomando entre sus manos un morral chato que colgaba de su cinturón. Buscó algo en su interior y luego sacó lo que parecía un sencillo brazalete metálico—. Tan sólo dirígelos hacia el brazalete cuando se lo haya colocado.
—Por supuesto.
Le tendió el brazalete a Ravenna, que avanzó hacia mí.
—Eleva tu mano izquierda —me ordenó. No necesitaba ningún estímulo adicional: la presencia de los otros dos ya era bastante coercitiva. Ravenna me pasó el brazalete gris plateado por la mano hasta la muñeca, y una vez allí lo tocó con los dedos. Sentí un ligero temblor y el metal adquirió un tono gris más oscuro. Quedó lo suficientemente ajustado para que no se me deslizase pero no tan apretado como para lastimarme.
Ravenna dio un paso atrás, dejando en el aire un etéreo aroma a perfume.
—Dile a tu padre —me ordenó entonces Etlae— que los
veteranos lo honran con un saludo y están ansiosos por recibir nuevos miembros.
—Los veteranos lo honran con un saludo y están ansiosos por recibir nuevos miembros —repetí, preguntándome qué quería decir.
—No se lo digas a nadie más y, en especial, no se lo digas a Sarhaddon. Él no te dará problemas, pero si pregunta deberás decirle que has formulado un juramento sobre tu herencia. En Taneth iremos a tu encuentro. El brazalete te recordará el mensaje, nos informará de dónde estás y te hará muy difícil contarle a alguien lo que ha sucedido, excepto a tu padre. Ahora vete y únete a los demás.
Las dos mujeres volvieron a colocarse los cascos y abandonaron el comedor, escoltándome a lo largo del corredor en dirección al compartimento de observación. Habían acabado las curas y ahora sólo montaban guardia dos soldados de armadura negra.