Jamás he asistido a una.
— Pero igualmente sabes cómo son, ¿verdad?
Sarhaddon llamó con un gesto a Suall y al otro guardia, y encaramos el largo pasaje del puente, surcado también por columnas. Advertí que cada uno de los puentes que partían de la isla central constituían la frontera de un puerto. Los únicos buques que podían navegar entre los puertos eran lo bastante pequeños para atravesar el arco de los puentes, como los botes y barcazas que podían verse atados a los muelles costeros.
—Mi padre me explicó lo que
debería
suceder en la conferencia, pero tengo la persistente impresión de que la mayor parte del tiempo lo emplean en sentarse a beber y contarse historias sobre las escaramuzas en las que participaron cuando eran jóvenes.
—¿Y qué hacen los más jóvenes? —inquirió Sarhaddon con una sugerente sonrisa.
—Presumiblemente, se van y luchan en refriegas. La conferencia es una idea maravillosa y tan antigua como el tiempo, pero en ningún sitio sucede lo suficiente para mantenerlos ocupados durante una semana, y mucho menos durante un mes.
—Me parece que los haletitas deberían ser motivo de preocupación-dijo Sarhaddon frunciendo el ceño. Era inusual que yo supiese de algún tema más que Sarhaddon, y todo un cambio informar en lugar de preguntar. Me esforzaba por recabar todos los conocimientos de primera mano que me hubiesen confiado, pues rara vez los hijos mayores asistían a una conferencia hasta que sus padres eran demasiado viejos o estaban demasiado ocupados para viajar. La experiencia presente me sería muy útil para el momento en que tuviese que asistir por mi cuenta, aunque mi padre sólo tenía cuarenta y seis años y era poco probable que me tocase hacerlo, al menos si ésa era la voluntad de Ranthas.
—Los haletitas sólo son motivo de preocupación para los condes y el rey de Equatoria. Al parecer no le importan a nadie más. Los otros apenas se interesan por las cuestiones que los afectan.
—Idiotas —comentó Sarhaddon en tono ausente—. Lo lamentarán cuando la armada haletita se abalance sobre ellos.
—¿Lo hará? Los haletitas nunca han sido capaces de articular nada más complejo que una flota pesquera.
—Supongo que no. Al Dominio no le conviene que lo sean, y la flota de Taneth siempre podrá alejarlos de esta ciudad y de sus embarcaderos.
Hasta donde yo sabía, Taneth poseía los únicos embarcaderos del sur de Equatoria.
—¿Podrían construir sus propias mantas?
—Carecen de los conocimientos técnicos esenciales y, en caso contrario, no disponen de muelles submarinos para alojarlos. La única forma por la que podrían construir mantas sería invadiendo Taneth. Pero ése es un plan que nadie jamás ha considerado. —Siempre hay una primera vez.
—Pues dudo que sea ahora, a menos que los haletitas hayan corrompido a la totalidad del Senado. Y como eso requeriría más dinero del que hay en toda Haleth, no creo que sea una alternativa probable.
Una vez que Sarhaddon descartó la posibilidad de una traición, recorrimos el resto del puente en silencio. Vi en él un nutrido grupo de personas: trabajadores, artesanos, soldados, amas de casa. Muchos llevaban ropas tan lujosas como su bolsillo podía permitirlo; los artesanos exhibían en sus túnicas los distintivos de cada gremio. Su lenguaje tenía un fuerte acento y era muy lento para mi oído provinciano; nosotros empleábamos el dialecto isleño de Océanus occidental, mucho más vivaz y más expresivo que el hablado en Taneth.
Volvimos a estar bajo la luz del sol al llegar al otro extremo del puente, donde unos centinelas escrutaban con atención a los transeúntes desde la oscuridad de una garita de vigilancia. «Qué distintos a los centinelas de Lepidor o Pharassa —pensé—, que se pasan el tiempo jugando a los dados o en casa con sus amantes, seguros de que no sucederá nada que requiera los servicios de más de dos de ellos>>. Taneth era la reluciente capital, pero pude percibir también otros aspectos de su vida cotidiana, como el hecho de que era una ciudad permanentemente al borde de la guerra.
—Creo que ésta es la isla de Isqdal —dijo Sarhaddon—. O quizá sea Laltain. De cualquier modo, el puente que conduce a la isla Federación se encuentra justo en el extremo opuesto.
Una ancha carretera rodeaba toda la costa de la isla en la que estábamos, fuera ésta cual fuera, separando las zonas de viviendas y comercios de los puertos y muelles. Estaba empedrada con enormes adoquines rectangulares de la misma roca rojiza y arenosa que podía verse en el resto de la ciudad, y a ambos lados de la carretera corrían extensos desagües cubiertos.
Los edificios del centro de la isla, separados de los muelles, eran todos bastante similares entre sí y muy parecidos a los de Océanus: no muy lujosos, de tres plantas, con las características columnatas y pequeñas galerías arqueadas en las plantas superiores, que no existían en la isla que vimos al emerger de la manta. Las casas tenían jardines en las azoteas, lo que le daba a la ciudad el aspecto de un bosque cuando se la observaba desde arriba en la pantalla de éter de la nave. Las plantas, que ahora podía contemplar en detalle colgando desde las azoteas y adornando las aceras, eran diferentes a las que yo conocía, de un verde más claro y con frondas en lugar de hojas, más acordes con el clima seco de Taneth.
Las calles eran un caos de gente y de bullicio; todos parecían estar hablando con su tono de voz más elevado. El olor a puerto, cuerdas y alquitrán lo invadía todo como un potente miasma, convirtiendo el acto de respirar en una incomodidad. La gente, por otra parte, no parecía particularmente limpia. Taneth no me gustaba tanto como había pensado; la encontraba muy distinta del fulgor que tenía en las leyendas.
Sarhaddon me señaló el lugar en el que la calle hacía su última curva hasta llegar al extremo de la isla.
—Creo que ése es el camino —advirtió—, pero no me culpes si me equivoco. Y no temas empujar a alguien en la calle; aquí nadie se hace a un lado a menos que lleves delante a dos fornidos servidores.
—¿Cómo puede nadie vivir aquí? —pregunté.
—Estoy de acuerdo. También a mí me resulta chocante, pero los habitantes de Taneth no entienden por qué alguien podría no
de
sear vivir en una ciudad de estas dimensiones.
Choqué contra alguien que pareció haberse materializado frente a mí. El hombre me dirigió un sinfín de improperios por encima de su hombro, pero no fue más allá de eso y ni siquiera se volvió del todo, dejándome perplejo.
—¡Tu madre era una cabra y tu abuelo se follaba un camello! —le espetó Sarhaddon al hombre, que proseguía su camino dándonos la espalda.
En la siguiente ocasión respondí por mí mismo, pero mis tacos eran mucho más cautos que los del monaguillo y demasiado poco inventivos para que alguien les prestase atención. En mi hogar la gente no se gritaba por la calle de ese modo.
—Debes poner en duda su linaje —me explicó Sarhaddon—. Coloca uno o dos animales de granja en su árbol familiar. Otro método es sugerir tan sólo que no son buenos comerciantes. En Taneth, lo habitual es que la gente no se preocupe más que por su monedero y su capacidad de generar dinero. Ah, y nunca insultes a un miembro de una de las grandes familias a menos que él te insulte primero, y cállate si es un jefe de familia o uno de los hijos herederos. Con el resto de las personas no tiene importancia.
Avanzamos por la carretera hasta dar con el puente que conducía desde la isla de Isqdal, o Laltain, hasta la isla central que Sarhaddon había denominado Federación, aunque el monaguillo confesó ignorar de dónde provenía semejante nombre. El segundo puente en cuestión estaba aún más atestado de gente que el anterior y noté que la que lo cruzaba tenía un nivel económico más elevado.
La isla Federación, la gran isla ubicada en el corazón de Taneth, había sido edificada a la vez en una escala más grande y más ostentosa. Las casas eran más altas y sus columnatas estaban mejor decoradas, y delante de las puertas había pórticos de madera de cedro. El camino que rodeaba la isla era, de hecho, una amplísima avenida flanqueada por cuatro hileras de frondosos árboles que convertían la parte central en un auténtico túnel verde. Algunos de los edificios tenían cafés y bares en su planta baja, rodeados y protegidos también por árboles; allí podía percibirse el aspecto amable de la vida en Taneth.
Incluso los astilleros y los muelles de Federación eran más elegantes y estaban mejor conservados que los que acabábamos de ver. Muchos de los buques amarrados allí eran embarcaciones de recreo, transatlánticos o grandes transportes de especias, y sólo ocasionalmente podía divisarse amarrado algún crucero tradicional de cinco mástiles, con sus cubiertas vacías protegidas con toldos. Pero no estábamos en la parte central del puerto, sino, como pronto comprendí, en el sector de yates de lujo. Tomamos la primera gran carretera que encontramos en dirección al centro de la isla, otra imponente avenida rodeada de arboledas y dotada de dos niveles: la vía para los transeúntes, con una baranda en el nivel superior, mientras que las columnatas, dispuestas a nivel del suelo, la custodiaban a ambos lados. De cada edificio partían brillantes toldos extendidos, algunos cubriendo cafés, otros con carteles que anunciaban el gremio de sus ocupantes. A medida que me adentraba en la ciudad, mí rostro expresaba el asombro que sentía ante sus dimensiones, la gran cantidad de personas y la magnificencia de los edificios.
La calle conducía directamente a la colina, y no bien nos acercábamos a la cima, tras atravesar otra ancha carretera, las construcciones volvían a cambiar. Creía que Taneth ya no podía ofrecer más maravillas, pero me equivocaba. Ahora podía ver las mansiones, todas independientes entre sí, cada una más lujosa que la anterior y más excelsamente decorada, dando a entender la riqueza de sus propietarios de tantas maneras como era posible. Estaban situadas a cierta distancia del camino y, además de las habituales, dos hileras suplementarias de árboles las protegían del caos de la parte baja de la ciudad. Había menos gente en los alrededores, lo que, junto a las fuentes lanzando bellos chorros de agua, me hizo sentir cómodo otra vez.
—Estamos ahora sobre el distrito comercial. Ésos son los hogares de las grandes familias —explicó Sarhaddon señalando primero hacia abajo y luego a la izquierda—. Allí debajo se encuentran la plaza comercial central y la carretera que lleva directamente al palacio. Las personas de menor fortuna que deben venir aquí utilizan la carretera principal, es decir, que casi todos en esta calle trabajan para alguna de las grandes familias. Las banderas en la fachada de las mansiones nos indican a qué familia pertenecen.
Claro que es necesario aprender los colores de cada una; yo sólo puedo reconocer unas pocas. La roja y blanca que está allí es de Canadrath, la anaranjada y amarilla de Foryth, la púrpura y amarilla de Hiram... ¿Figuraban en la lista de Xasan?
—Creo que si —respondí mientras mi mirada vagaba como la de un pueblerino en su primera visita a la civilización. La lista estaba en el fondo de mi morral y no resultaba práctico sacarla en ese preciso momento.
—Azul oscuro y plateado; me pregunto quiénes serán —comentó Sarhaddon mientras vislumbrábamos los imponentes muros del palacio.
La mansión que señalaba el monaguillo parecía haber vivido tiempos mejores. Las decoraciones estaban desgastadas y sus postigos agrietados. Incluso la bandera parecía carcomida por las polillas.
—Quienesquiera que sean estarán pasando una mala época —sugerí
¿Podían las grandes familias dejar de existir? ¿O acaso las familias no habían dejado de ser las mismas desde los comienzos de la ciudad? Lo primero parecía más probable: seguramente, los habitantes de Taneth, más que cualquier otra gente, carecían de tiempo y voluntad para ocuparse de los que fracasaban.
Observé la parte superior de las torres del palacio, detrás de un alto muro protector, edificado sin duda como defensa, pero que parecía fuera de lugar en un distrito elegante tan alejado de los limites de la ciudad. De hecho, a medida que caminábamos junto a la base de ese muro comprobé que estaba descuidado y con señales de desgaste en muchas de sus piedras. Evidentemente era ya más un adorno que una estructura con una función práctica. Quedaba claro que si un invasor llegaba hasta allí, Taneth ya estaría perdida. La única opción que se me ocurrió fue que sirviese de contención contra cualquier tipo de disturbio local.
La puerta principal del palacio se hallaba en el punto más elevado del camino, que descendía hasta el confín de la isla. Desde allí arriba pude ver un enorme cuadrado rodeado de edificios en el que no era posible distinguir un solo milímetro de espacio libre.
Supuse que seria el distrito comercial.
Una pequeña fila de personas esperaban en e! portal de! palacio, custodiado por guardias que preguntaban a cada una los motivos por los que deseaba entrar.
—Mejor coloquémonos en la fila —dijo Sarhaddon—. Éstas son las tropas del Consejo de los Diez: para ellas nadie es lo suficientemente importante para pasar sin ser interrogado.
Suall y su compañero se echaron a un lado mientras esperábamos. Sentí un intenso calor, pues, mientras que los guardias y los primeros peticionarios estaban a la sombra, todos los demás sufríamos, desprotegidos, el calor seco bajo el sol. ¿Estarían las gentes de Taneth más habituadas a este clima?
Sentí mucha satisfacción cuando, al fin, nos llegó el turno. Una vez más dejé que Sarhaddon hablase por mi.
—¿Qué asunto os trae' —inquirió cortante uno de los guardias, un sujeto alto de tupida barba.
—El hijo del conde de Lepidor requiere ser admitido.
—¿Lepidor? No estábamos informados. ¿Tenéis algún documento que os acredite?
Saqué de mi bolsa el pase diplomático que la armada de Pharassa me había dado para viajar en la manta y la carta del regente y se los entregué. El guardia los leyó, luego se volvió y llamó a un subordinado.
—¿Poseemos alguna muestra del sello de Lepidor?
—En seguida la consigo. ¿En qué continente se encuentra?
— Océanus, ¿verdad? ....arriesgó el guardia, y yo asentí con la cabeza.
El oficial subordinado regresó unos inmutas después con un pergamino que mostraba a grandes rasgos los emblemas de cada una de las ciudades de Océanus.
—Concuerda —anunció el guardia tras un breve escrutinio—.
Avanzad a través del jardín hacia la amplia antecámara. Uno de los oficiales que hay allí podrá indicarte dónde se encuentra tu padre.