Me detuve un instante, preguntándome qué había querido decir con eso.
—¿Es que puedes reconocer a cada intérprete con sólo oírlo?
—Por supuesto —sostuvo como si fuese la cosa más natural del mundo—. Ayuda el hecho de haberlos escuchado tocar a todos alguna vez. La mayor parte de ellos no son muy dotados, pero éste, sea quien sea, tiene talento.
—¿Y qué me dices de ti?
—Yo soy la mejor intérprete de todas las novicias y mejor que muchos de los sacerdotes. Es lo único que puedo hacer sin cometer ningún error.
Jamás había conocido antes a alguien tan directo como ella, menos aún a alguien de mi edad (exceptuando al tercer hijo de Courtiéres, que me trataba como a un igual), y me pareció un cambio agradable.
—A propósito, aquí es. Los salones del cabildo se hallan justo doblando en la siguiente esquina. Yo no quiero ir más allá porque en ese lugar habrá sacri vigilando y me resultan repugnantes. Es una pena que no te quedes más tiempo; me harías buena compañía. Adiós.
Me sonrió y luego partió de prisa por el mismo camino por el que habíamos llegado. Permanecí inmóvil durante un instante: atónito, preguntándome por qué me parecía tan familiar. Debí preguntarle cuál era su origen.
Pero ya era demasiado tarde para hacerla. Además, no era su intención ofender al cabildo, así que avancé en la dirección que ella me había señalado y doblé para adentrarme en un corredor más amplio, que culminaba en un par de puertas bañadas en bronce. Dos sacri las custodiaban, impasibles, llevando exactamente las mismas armaduras y el mismo uniforme que los que había visto antes.
—¿Eres el vizconde Cathan? —inquirió el que estaba a la izquierda, utilizando el ya conocido tono fría y desapasionado que había empleado conmigo el otro centinela. ¿Acaso los entrenaban para hablar así?
—Si —respondí, repentinamente consciente bajo su impersonal escrutinio de que mi cinturón estaba un poco torcido. No dijo nada durante un minuto. Luego abrió una de las puertas y agregó:
—Sígueme.
El sacerdote guerrero de armadura carmesí me condujo a lo largo de un salón abovedado sembrado de antigüedades y luego a través de otra impresionante puerta. Salimos a un salón de elevados techos, cuyas altas ventanas estaban cubiertas por cortinas escarlatas.
Siete u ocho sacerdotes y una sacerdotisa, Etlae, estaban sentados alrededor de una extensa y reluciente mesa de madera negra. Dashaar se puso de pie, tomó la palabra y me preguntó dónde estaba mi escolta. Dijo que Boreth había sido enviado a buscarme, pero que en el camino se había distraído, o eso, al menos, fue lo que me pareció entender. Dashaar ordenó a los sacri que se retirasen y señaló el único sitio que quedaba libre, a dos asientos de distancia de Etlae en la mesa oval. Dispuesta para la cena, la mesa era casi una obra de arte, con porcelana y cristalería que superaban todo cuanto había visto en Lepidor.
Según se iban sirviendo los cinco platos, cada uno más extravagante que el anterior, recordé las palabras de Elassel sobre la sala de los cerdos. Comprendí lo que quería decir. Todos comían con entusiasmo y daba la impresión de que lo hacían con regularidad. Había excepciones: Etlae, quien se limitaba a degustar porciones pequeñas de los platos menos exóticos, y otro sacerdote, alto y demacrado, que no comía prácticamente nada.
Después de preguntarme sobre la mina de hierro y mis actividades más recientes —yo aseguré ignorar la extensión exacta del yacimiento—, la conversación derivó en general hacia cuestiones políticas, de las que no entendí la mayor parte, aunque intenté memorizar tanto como me fue posible. Algunos sacerdotes eran más bien condescendientes, lo que me irritó, pero la verdad es que no estaba demasiado concentrado. Sólo más tarde, rondando el fin de la cena, la charla del cabildo tocó un tema que cautivó mi atención. El tesorero había estado hablando durante un tiempo de modo superficial sobre las ramificaciones de algunos acuerdos comerciales que el Dominio había cerrado con un grupo de grandes familias de Taneth. El objetivo era regular de forma más efectiva el comercio dirigido a la Ciudad Sagrada, y a mi eso me sonó como si se estuviese proponiendo la creación de un monopolio.
—Y, por supuesto, el paso siguiente es un acuerdo que certifique la seguridad de nuestra gente cuando viaja hacia y desde los continentes —afirmó.
—¿Para qué necesitaríamos eso? —preguntó un hombre de edad avanzada y barba blanca que parecía estar despierto sólo a medias. Era el canciller, que según me habían explicado era un cargo honorario que se concedía a los avarcas retirados.
—Por los ataques —dijo el de aspecto demacrado. No llegó a agregar<
—¿Sabemos ya quiénes son sus lideres? —le preguntó a Etlae uno de los otros.
—No —contestó la primada inferior—. Quizá un grupo de renegados o de terroristas. Los esfuerzos de la inquisición se ven perturbados por e! hecho de que sus colaboradores desaparecen uno tras otro. Supongo que no tardaremos en encontrar una respuesta. Su voz terna un aire de conclusión; al parecer no quería que siguiese la discusión sobre e! asunto.
Sin embargo no podía detener mis pensamientos. ¿Ataques en e! mar? Me pregunté si existiría alguna relación entre esos ataques y la manta negra. Quizá también en este caso la manta negra fuese la responsable.
Concluida la cena, antes de retirarme a mi habitación, Etlae me ofreció quedarme un día más para ser e! invitado de honor en la Fiesta de la Llama Estival del zigurat, y coger la manta fragata que partiría a la siguiente jornada (era una manta mucho más rápida, por lo cual sólo perdería un día en Taneth). Decliné la oferta de la manera más gentil que me fue posible, recordándole que estaba escaso de tiempo y que, además, quienes estaban siendo atacados eran los sacerdotes del Dominio. Viajar en una manta del Domino no me parecía seguro. Por otra parte, creí que tenía menos riesgo ponerme en manos del ejército imperial que en las de la curia. No le mencioné la propuesta a Sarhaddon.
A la mañana siguiente desayunamos en nuestras habitaciones y al poco abandonamos el templo por la puerta posterior. Por allí, en opinión de Sarhaddon, el camino era más corto y con menos gente que cruzando las calles principales para descender al puerto.
Escoltados por nuestros dos guardaespaldas, nos deslizamos entre el bullicio matinal del barrio de artesanos de Pharassa, que, aunque provisto de una intensa actividad, estaba menos poblado y sucio que las avenidas centrales. Allí se hallaban los talleres de los artesanos (los orfebres, los fabricantes de muebles, los talladores de piedras preciosas, los luthiers), dedicados a todos los ramos que uno pudiese imaginar. Sí hubiese tenido más tiempo, sin duda habría visitado a alguno de los fabricantes de instrumental científico con los que nos cruzamos. Precisaba un espectómetro de éter para analizar el agua. Los oceanógrafos de Lepidor no teman y era imposible conseguirlo en la tienda de instrumental de allí. Supuse que quizá tendría tiempo de conseguir uno en Taneth, aunque a mi padre no le agradaría demasiado. Si bien él no desaprobaba activamente mi aprendizaje informal de la oceanografía, yo era consciente de cuánto le preocupaba mi falta de atención hacia las enseñanzas relacionadas con la tarea de gobernar. Quizá Sarhaddon tuviera razón y yo no era la persona adecuada para suceder a mi padre.
Siguiendo nuestro camino, al cruzar una calle que conducía a la de los mercaderes y, luego, al zigurat, percibí cierta confusión en Un grupo de personas que taponaba los accesos y, por primera vez, oí gritos por encima del ruido habitual de los artesanos.
Sarhaddon se detuvo abruptamente.
—Disturbios —dijo mientras escuchaba con detenimiento—. Es algo inusual tan cerca del zigurat. Por suerte me acordé de este atajo, de otro modo hubiésemos quedado atrapados en medio. Unos minutos más tarde nos adentramos en e! barrio naval, que rodeaba el puerto submarino. Volví a sentirme como en casa: ahí estaban los oceanógrafos, los expertos en sustancias liquidas, los segadores de madera marina. Casi todos los edificios teman en su exterior un signo que los identificaba con alguna de las múltiples formas de comercio marino, y los que no tenían signos eran las viviendas de los trabajadores del lugar. Los científicos solían vivir también en el barrio naval, bajo el control estricto del Dominio. Muy pocos habitaban una casa propia, yeso que sus tareas eran tan importantes para el comercio como la oceanografía. Y, sin embargo, los oceanógrafos eran de veras esenciales: mantenerse a salvo del flujo de las corrientes y de las tormentas submarinas en los vastos océanos de Aquasilva resultaba vital no ya para el comercio sino para la supervivencia. Gracias al cielo, yo no había presenciado jamás una tormenta submarina, pero sabia lo destructivas que llegaban a ser.
Tras unos pocos minutos de caminata, con el sonido de los disturbios desvaneciéndose a nuestras espaldas, llegamos al puerto submarino. Todo cuanto podía verse de éste desde la superficie era un edificio circular de cinco plantas con una espiral en su extremo superior y la base rodeada por un muro. En las puertas había guardias de servicio, pero su única función era detener a quien ocasionara problemas y no nos formularon ninguna pregunta.
No bien cruzamos el complejo rumbo a la puerta principal, eché una mirada al cielo azul, que estaba salpicado de delgadas nubes —la última señal de ellas que vería por dos semanas—. Aun así, estaríamos en el mar; no sería como introducirse en una caverna durante quince días sin nada de agua alrededor.
Los dos guardias nos siguieron a través de las puertas en dirección al edificio. La planta baja era, en realidad, la parte superior de la estructura real y contenía el acceso a los ascensores para los pasajeros y la escalinata. Avanzamos entre la multitud y descendíamos dos niveles de escalera hasta la amplia base de la cubierta de mandos. Era un gran espacio rodeado de equipos de control del agua, cabinas para los oficiales y consolas. Sobre las cabezas de la gente logré divisar los sectores dedicados a cada continente. Allí hallé la gran sección perteneciente al ejército imperial.
—¿Eres el vizconde Cathan? —preguntó un joven de rostro delgado vestido con un uniforme verde oscuro de teniente, que estaba de pie tras su escritorio. Tuvo que alzar bastante la voz para ser oído por encima del barullo del ambiente cerrado.
—Si —respondí mostrando el pase oficial. Un instante después me lo devolvió. —Soy el teniente Ierius, oficial de operaciones del
Paklé
. ¿Tendrías la amabilidad de seguirme?
Nos condujo a una sala gemela en la que no había ninguna persona. Poco después, cuando el ascensor (en realidad una plataforma circundada por un raíl) descendió a la planta inferior, comprendí que era sólo para uso militar. Apenas un par de rangos lo usaban, sin contar por cierto al ascensorista, que permanecía a un lado junto al panel.
—¿Qué planta, señor? —le preguntó a Ierius.
—Quince.
—Bien.
Se produjo un ligero tambaleo y, por un momento, sentí que el estómago me llegaba a la boca. Entonces comenzamos a movernos, dejando atrás las brillantes luces del techo y el ajetreo de la recepción para sumergimos en el eje del puerto central de Pharassa. Según me habían informado, era uno de los más grandes, con veinte niveles bajo tierra y lugar para acoger sesenta y una mantas. En Pharassa, el continente formaba un hueco bajo la ciudad, por lo cual gran parte del puerto submarino era natural y no cavado en la roca como el de Lepidor. Sólo los puertos de Cambress, Taneth y Selerian Alastre eran más grandes: el de Taneth tenía capacidad para noventa y seis mantas. Y aun así no era tan grande como el de la capital de Thetia, Selerian Alastre, que según el historiador naval de Lepidor podía albergar a más de cien.
Según fuimos descendiendo de nivel tras nivel, entraron y salieron del ascensor unas cuantas personas, pero no muchas. La armada no tenia demasiadas tareas en aquel momento, aparte de perseguir la manta negra, y, por lo tanto, no había demasiada gente en el puerto submarino.
—¿Por qué has llamado Paklé a tu buque? —le pregunté a Ierius cuando alcanzamos el nivel once—. No había oído nunca ese nombre.
—Lleva el nombre de una mujer de fabulosa belleza, la esposa de un antiguo emperador o algo así. El almirante escogió el nombre. A mi, personalmente, me parece que era el nombre de la mascota de su amante.
Ierius sonrió, y su sonrisa hubiese sido cordial de no ser por una cicatriz que le cruzaba los labios y le daba un aspecto bastante siniestro.
El ascensor se detuvo. Saludé al ascensorista y seguí a Ierius a través del espacio casi vacío de otra sala mucho más pequeña. Sus muros eran transparentes, permitiendo una visión de las turbias profundidades, iluminadas en parte por reflectores que permitían distinguir, cada tanto, la forma lejana de alguna manta. Cruzamos una puerta que nos condujo a la plataforma de salida. A través del techo transparente podía verse el Paklé.
Era una manta de guerra estándar de primera clase, con su habitual casco azul interrumpido por las luces blancas de las portillas resaltando entre las penumbras. Debajo, a mi derecha, observé el ala del puerto, con su extremo curvo ligeramente más estrecho que se ensanchaba a medida que avanzábamos dejando atrás el eje central.
Quizá las mantas fueran muy comunes para sus diseñadores. Pero para la mayoría de las personas, incluyéndome a mi, eran de los objetos más hermosos, es decir, de los buques más hermosos jamás construidos. Al igual que sus tocayos y antepasados lejanos, las mantas y las rayas, se movían diestramente por el agua con el movimiento sutil de las aletas, cruzando los vastos golfos del océano a velocidades de hasta dos mil cuatrocientos kilómetros diarios. Siempre consideré lamentable que no pudiesen navegar demasiado hondo, nunca a más de once o doce kilómetros de profundidad, no mucho si se tiene en cuenta que el océano de Aquasilva alcanza una hondura de diecisiete mil seiscientos kilómetros. El descenso más profundo que se había registrado había sido durante una investigación oceanográfica medio siglo atrás y, en esa ocasión, apenas se habían llegado a los dieciséis kilómetros.
Nos detuvimos en el extremo de la plataforma de salida, donde otro oficial nos esperaba con ansiedad. —Al fin has llegado, Ierius —dijo secamente—. El capitán Helsarn está frenético. Desea partir ahora mismo. —Falta todavía una media hora —advirtió Ierius, desconcertado, mientras nos hacia pasar. —Bien, pues alguien le ha infundido el temor de Ranthas, literalmente, ya que tenemos a un sacerdote mago a bordo.