—Sí —respondió Hamílcar sin preocuparse por la retórica del razonamiento de Palatina ni por las discusiones que no le incumbían. Me pregunté si no estaba teniendo demasiada paciencia. Por otra parte, ¿qué podía ganar Hamílcar traicionándonos?
¿Tenían los tanethanos moral? Quizá la breve amistad con Palatina no hubiese superado el trance de un año de separación. —¿Hasta dónde llegarías en busca de beneficios?
Ravenna había cerrado los ojos y se había recostado en la silla. Noté que estaba utilizando los poderes de visión para asegurarse de que no hubiese nadie detrás de la puerta. Moritan, por cierto, hubiese ido más lejos, quizá clausurando el pasillo en su totalidad y revisando camarote por camarote en busca de equipos de espionaje. Pero nosotros no teníamos la experiencia suficiente. Ravenna podía detectar los sistemas más sencillos, pero no había nada que yo pudiese hacer para ayudarla. Me pregunté cómo estaría el pequeño asesino, si habría prosperado su clan. ¿Y cómo le iría a Lepidor, después de todo? Tenía que preguntárselo a Hamílcar un poco más tarde. Casi no había pensado en mi tierra durante mi estancia en la Ciudadela, pero a lo largo del viaje de regreso deseé con ganas llegar a casa y volver a ver rostros familiares.
—Depende de cuán grande sea el beneficio —respondió Hamílcar—. Y debería ser un beneficio bastante inmediato, no una vaga promesa para dentro de diez años.
—¿Pondrías el dinero por encima de Ranthas?
—¿Me preguntas si haría algo que me llevase a ser quemado en una hoguera por hereje?
Ravenna miró a Palatina con furia, pero ésta continuó: —¿Negociarías con herejes?
Ahora fue Hamílcar quien hizo una pausa.
—Debería existir un enorme beneficio, incluso para ayudar a amigos como vosotros. Pero no tengo tampoco ninguna simpatía hacia el Dominio. Ninguno de los integrantes de mi familia es particularmente religioso; mi madre era una hereje y me hizo olvidar todos los ideales del Dominio que me habían enseñado mis tutores. Tras su muerte descubrí que su habitación estaba repleta de libros heréticos.
—¿Colaborarías, entonces, con una rebelión herética? Quiero decir, vendiéndole armas, otorgándole un préstamo ocasional... —Para que lo hiciese, dicha rebelión debería tener posibilidades de éxito —admitió Hamílcar.
—Las tiene —afirmó Palatina—. Ni siquiera te percatarás de que es una herejía hasta el último minuto.
—Conque eso es lo que habéis estado haciendo durante el último año —dijo Hamílcar—. Aprendiendo a ser herejes en algún rincón del Archipiélago.
—¿Qué tienes contra el Archipiélago? —preguntó Ravenna en tono beligerante.
—¿Qué significa para ti? —indagó Hamílcar, cuya calma tan educada parecía empezar a mostrar signos de tensión—. Tú no has nacido en el Archipiélago.
—He vivido allí el tiempo suficiente para conocerlo mejor que Taneth.
—Disculpa —interrumpió intempestivamente Palatina mientras yo me hundía en mi asiento tanto como me era posible a fin de huir de la discusión—. Hamílcar, ¿lo harás o no?
—Desearía saber más acerca de vuestro plan antes de tomar ninguna decisión —advirtió—. Me agrada la carne asada, pero no cuando la que se quema es mi propia carne. A propósito, Palatina... —¿Qué?
—¿No se supone que has sido asesinada hace dieciocho meses? —Ah —exclamó Palatina—. Tú no crees en la magia, ¿verdad? Eso podría ser difícil de explicar.
No me pareció que Hamílcar nos creyese, pero no mostró un violento desacuerdo ni ridiculizó de forma explícita ninguna de las extrañas hipótesis que habíamos elaborado sobre el modo en que Palatina había llegado hasta allí. Ravenna presenció nuestros esfuerzos en absorto silencio, ignorando por completo a Hamílcar. El nombre de Tehama no fue mencionado en ningún momento.
Pasado un tiempo, Hamílcar elevó una mano y dijo: —Aceptaré lo que me estáis diciendo, tanto si es verdadero como si no. Pero incluso si vosotros sois thetianos de la familia Tar' Conantur o si estáis fingiendo serlo, aun en ese caso representáis una importante amenaza para el Dominio y también un foco de resistencia.
—Para los que creen en la supremacía thetiana —agregó Ravenna.
—Que, en verdad, es mucha más gente de la que imaginas —contraatacó Hamílcar—. Los líderes de las grandes familias odian a Thetia, pero todos han leído los relatos de su historia. Recuerdo a un oficial de Qalathar que vino en una embajada hace dos o tres años. Se llamaba Ramunou o algo así. Dijo que existían muchas personas en Qalathar que verían con agrado una vuelta al poder de Thetia, ya que estaban hartas de ser explotadas por los continentes. —Nosotros, los habitantes de Qalathar, tenemos nuestro propio faraón —protestó Ravenna, indignada—. Nunca recibiríamos con agrado un control extranjero.
La miré con desconcierto. Había supuesto que la mitad de su linaje no relacionada con Tehama procedía de alguna de las islas, no de la propia Qalathar. A pesar de todo, debí haberlo adivinado, pues los qalatharíes tenían fama de ser feroces.
—¿Tú procedes de Qalathar? —inquirió Hamílcar. —Sí.
Daba la impresión de que Ravenna lo desafiaba a que hiciese algún comentario.
—Interesante. Ahora, Cathan, antes de pensar en iniciar rebeliones te sugeriría que le prestases mayor atención a tu tierra. —¿Qué quieres decir? —pregunté desorientado.
—El ataque pirata de esta tarde fue el segundo desde tu partida. Uno de mis navíos fue acosado en el cabo de las Tormentas en su viaje de regreso desde Taneth con el cargamento de muestra. Por fortuna, en dicha ocasión el capitán estaba alerta y logró deshacerse de los piratas.
—¿Piensas que alguien intenta acabar contigo?
—Sé quién es: nuestro viejo amigo Lijah Foryth, que está otra vez en el Consejo de los Diez. Foryth considera que el comercio de metales de Océanus es su monopolio, y le enfurece que no se le haya propuesto el trato.
—Me pregunto si sabe que nos ofendió antes de que tuviésemos siquiera la oportunidad de hacerle la oferta —dije, recordando el incidente en la antesala del palacio Saleva, cuando sólo la oportuna intervención de Courtiéres nos salvó a Sarhaddon y a mí de ser arrojados a un calabozo. ¿Cómo le estaría yendo a Sarhaddon en la Ciudad Sagrada? Casi había olvidado a mi compañero de travesía durante mi etapa en el Archipiélago.
Pero ahora yo era un hereje y lo más probable es que él ya estuviese integrado en la jerarquía del Dominio. Rogué que no hubiese sido víctima de los fanáticos de Lachazzar.
—A Foryth no le importa una menudencia como aquel incidente, ni siquiera si es importante para ti. La cuestión es que está decidido a arruinarme para que no tenga más remedio que ceder le el contrato. Forzarme a perder dos cargamentos sería más que suficiente para que se rompiera el contrato. Y Foryth posee la influencia necesaria para asegurarse de que no caiga en ninguna otra mano que en las suyas.
—¿Cuáles son los colores de la familia Foryth? —inquirió Ravenna de repente, como si hubiese recordado algo.
—Amarillo y anaranjado. ¿Por qué lo preguntas?
—Palatina y Cathan fueron raptados en Taneth; no por nosotros. Nosotros los rescatamos después, pero descubrimos que los hombres a cargo del secuestro trabajaban para una familia. Cuan do los registramos, uno de ellos portaba un pase con los colores anaranjado y amarillo.
—O sea, que ya por entonces Foryth actuaba contra nosotros —sostuvo Hamílcar—. ¿No sabéis quién era su objetivo, si Cathan o Palatina?
—No sé más que lo que acabo de contarte. Sin embargo, si lo piensas un poco —continuó con el tono condescendiente, como si estuviese hablando con un niño—, Palatina no habría tenido ningún valor para ellos como rehén, tu apenas la conocías. Debían de estar acechando a Cathan.
Hamílcar no le respondió, y me pareció que mostraba un notable autocontrol al conseguir ignorarla por completo. Se volvió hacia mí.
—Creo que tu padre necesitará tu ayuda en Lepidor durante un tiempo. Así que si tenías pensado irte pronto de allí, quizá deberías pensarlo dos veces.
¿Por qué quería Hamílcar que ayudara? El negocio era suyo, y para encargarse de los asuntos de Lepidor bastaban mi padre y su consejero principal, Atek. ¿Acaso sucedía algo malo? Pero, fuese lo que fuese, me parecía improbable que Hamílcar no lo hubiese mencionado.
Aunque quería regresar a casa, no tenía intenciones de permanecer allí. Si íbamos a iniciar un movimiento contra el Dominio, Lepidor era un sitio demasiado aislado y remoto para encender la mecha.
—Yo no necesito todavía regresar a casa —dijo Ravenna.
—Es una circunstancia curiosa dirigirse a Qalathar partiendo del Archipiélago —comentó Hamílcar.
—La ruta que yo escoja para regresar a mi tierra no es un asunto de tu incumbencia —respondió ella.
—Lo imaginaba —advirtió él, pero Ravenna ignoró el sarcasmo.
Mi camarote en el
Fenicia
era sencillo y funcional, otra señal del mal momento económico por el que pasaba Hamílcar. Nos explicó que los beneficios del hierro obtenidos hasta el momento habían servido para liquidar todas las deudas de su familia y que esperaba lograr más ganancias gracias a este viaje. Pero aún estaba falto de dinero y debería esperar unos dos años más antes que sus fondos le permitiesen afrontar gastos como modernizar sus mantas (el
Fenicia
navegaba como una torpe babosa) o encarar nuevos desafíos. La pérdida de una manta frente a los piratas podría por sí sola arruinarlo, ya que en ese caso carecería de suficiente capacidad operativa para transportar el hierro.
No me imaginaba de qué modo esperaba Hamílcar que yo lo ayudase a combatir a los corsarios de lord Foryth (yo no destacaba por ser un marino cualificado ni un brillante estratega). Era más probable que lo ayudase Palatina; ella sin duda sería más útil que yo.
Tras desempacar todo lo necesario, cogí del fondo de mi bolsa mi ejemplar de la
Historia y
me senté en lo que parecía ser una silla bastante confortable. Había pagado a la biblioteca de la Ciudadela para que me hiciese una copia del libro, que si bien no era tan legible como el original, que estaba escrito mágicamente, tenía una caligrafía aceptable y el texto correcto.
Abrí la
Historia
en uno de los últimos pasajes, buscando mayores referencias a lo sucedido en Qalathar tras la guerra, más información sobre el misterioso pueblo de las tierras altas que se había aliado a Tuonetar. Esa parte empezaba cerca de la página cuatrocientas.
Entonces cayó algo del libro sobre mi regazo. Lo recogí. Era un fragmento de pergamino rasgado de una página más extensa y contenía un par de oraciones garabateadas con la letra de araña de Ukmadorian. Decía lo siguiente:
Cathan, quizá haya sido un poco brusco contigo, pero te ruego que no me guardes rencor por lo sucedido
. Has elegido aliarte con Ravenna y te deseo todo lo mejor en lo que te propongas. Sin embargo, te advierto que ella no es quien parece ser y que te expones a un grave peligro si intimas con ella como lo haces. Incluso si ella no desease hacerte daño, otros relacionados con ella podrían intentarlo. Son personas que no están ni remotamente a tu altura ni a la de tu padre, y no desearía ver que desperdicias tu talento.
No había firmado. Contemplé la nota por un momento y luego la despedacé con ira. A miles de kilómetros de la Ciudadela, Ukmadorian intentaba todavía controlarme y envenenar mi mente. Ahora estaba libre de la influencia de aquel vejestorio y me proponía conservar esa libertad.
Llegamos a Lepidor tres días después. Pese a los pequeños daños, el
Fenicia
consiguió completar el trayecto desde Pharassa dos veces más de prisa que el
Parasur
. También me pareció algo más cómodo el
Fenicia
, aunque el viaje fue bastante más aburrido. Contemplar el océano vacío no era en absoluto tan interesante como observar los continentes.
Estaba de verdad feliz de estar al fin de nuevo en casa, incluso aunque no pensase permanecer allí demasiado tiempo. Había estado muy bien pasar dieciocho meses fuera y, en general, los había disfrutado. Pero no se podía comparar con estar en casa, y deseaba volver a ser por un tiempo el vizconde de Lepidor y no un mago entrenado en herejías. Las prácticas de magia y aprender a merodear por aquí y por allá eran sin duda más excitantes (en ocasiones quizá demasiado excitantes; recordaba haber tenido que huir de celdas, liberarme de sogas...), pero me alegraría ver nuevamente los rostros de siempre. A1 menos por un tiempo. Hubo una época en la que no me hubiese molestado en absoluto que la mayor parte de mi vida transcurriese en Lepidor, fuera conde u oceanógrafo, pero ahora...
Estaba de pie sobre el puente de mandos mientras el
Fenicia
se aproximaba al puerto submarino de Lepidor. ¡Me parecía tan insignificante comparado con los de Pharassa y Taneth! ¡Apenas cuatro plataformas de lanzamiento dispuestas en espiral alrededor de un eje! Sin embargo... ahora ya no eran cuatro. Sobre los niveles inferiores había una burbuja de construcción y dentro de la misma el esqueleto de una quinta plataforma. Divisé a su lado un nuevo depósito en construcción y me pregunté qué estaría sucediendo. Jamás había visto un proyecto arquitectónico tan importante en Lepidor. Sospeché que se debía a los beneficios del hierro, y a medida que entrábamos en el puerto empecé a aventurar cifras.
Atracamos en la cuarta plataforma y noté otras modificaciones: un ascensor extra recorría los laterales de la sección principal, que hasta ahora había estado oculta detrás de la masa de la estructura central. La plataforma era asimismo más extensa, la superficie de descarga había sido ampliada y un túnel la comunicaba con el extremo superior de la nueva plataforma.
—Olvidé contártelo, Cathan —dijo Hamílcar sonriendo—. Lepidor ha cambiado tanto en el último año que te resultará difícil reconocerla. Tu padre ha invertido todas sus ganancias en mejorar la ciudad.
No sabía cómo me sentiría viendo tan cambiada mi ciudad natal, pero, gracias a Thetis, el deterioro que tanto nos había preocupado parecía haber revertido. De ser una ciudad que no podía afrontar el costo de talar sus bosques, habíamos pasado a construir nuevas plataformas en el puerto (una reforma muy cara pera que, sin duda, mi padre habría encarado sin pensarlo dos veces).
Las abrazaderas del puerto sujetaron el casco del
Fenicia y
, después de escurrir el agua por unos momentos, se abrieron las escotillas. Dimos las gracias al capitán y Hamílcar me indicó con ges tos que fuese el primero en subir la escalerilla circular para salir de la nave (había sólo dos plantas: el
Fenicia
medía menos de la mitad que el
Estrella Sombría) y
luego avanzar por el pasillo hacia la plataforma. Recogí el equipaje, el mismo con el que había partido, salvo que ahora, en lugar de las muestras de hierro, contenía objetos propios de un mago, y los demás se hicieron a un lado para abrirme paso.