—Lo haré —afirmé.
—Entonces te prometo que podrás ir a donde te plazca cuando partamos de aquí. Laeas, Persea, sois testigos de mi juramento. —Somos testigos —dijeron los dos al unísono.
—Iré a hablar con Ukmadorian esta misma tarde —expliqué—. No ahora, porque resultaría sospechosamente precipitado.
—Deberías conocer mejor a Ravenna —me recomendó Persea—. Ella no te odia y necesita contar con un aliado. Chlamas es del Archipiélago, así que adora estar aquí. Está obsesionado con acceder al Consejo y el otro mago está avanzando poco a poco. Ella puede ayudarte.
—No la insulté por ningún motivo en particular el día que la conocí —protesté, con la sensación de que Persea me culpaba por la ligera enemistad.
—Espero que comprendas algún día que ella tiene sus motivos para hacer todo eso, Cathan.
El sonido de la campana en la cima del acantilado, indicando que el almuerzo estaba listo, interrumpió cualquier posible discusión.
—¿Hacemos una carrera de regreso a la Ciudadela? —propuso Lacas—. ¡Vamos! —gritó, y se nos adelantó a todos. Cuando los otros tres conseguimos alcanzarlo en la cima, estaba descansando recostado en el césped, con expresión de llevar años esperando allí.
Más tarde, tras las conclusiones sobre el ejercicio de batalla del día anterior, me dirigí otra vez al estudio de Ukmadorian.
—Adelante —dijo cuando golpeé la puerta—. Hola, Cathan. No has tardado en decidirte.
—¿Hasta qué punto podía elegir? —le pregunté. Era la única respuesta que se me ocurría para encarar la velada amenaza que me había hecho esa mañana. Luego, de modo más formal, agregué. Deseo ser entrenado como mago.
—Excelente —anunció con una amplia sonrisa y, me pareció, con inmensa satisfacción—. ¿Mago de la Sombra?
Me hubiese encantado sopesar su engreimiento diciéndole que prefería unirme a mi elemento natural, el Agua. Pero era algo que verdaderamente no había considerado con seriedad. Aquí tenía amigos y conocía el lugar. No quería abandonarlo para ir a un sitio extraño y mucho más grande.
—Tomarás lecciones con Ravenna cada madrugada, cuando los demás estén durmiendo. Te resultará agotador al principio, pero al cabo de unos cuantos días descubrirás que los magos de la Sombra necesitan dormir muy poco.
Se le veía realmente feliz y amistoso de nuevo. Todo rastro de la presión a la que me había sometido se desvanecía. Con todo, no me resultaría tan sencillo olvidarlo y, mucho menos, todo lo que Persea me había contado sobre el modo en que oprimían a Ravenna.
—¿Cuánto tiempo lleva el entrenamiento de un mago? —pregunté intentando que mi voz denotase un entusiasmo similar al suyo—. O más bien, ¿cómo funciona la magia?
—En esencia, entrenarás la mente para hacer uso de su poder a fin de influir en las cosas que te rodean. La mayor parte de los hechizos dependen de la Sombra, aunque hay algunos que pueden ejecutar los magos de todos los Elementos. Naturalmente, la magia de la Sombra es limitada durante el día y mucho más poderosa durante la noche, no como las demás, que funcionan por igual en la luz o en la oscuridad.
—¿Y cuánto tiempo lleva?
—En unas pocas semanas habrás aprendido cómo hacerlo y luego deberás estar años perfeccionando tus habilidades y aprendiendo los métodos para dominar las aptitudes más intrincadas, para ello deberemos enseñarte a pensar de un modo diferente. Y, sobre todo, ganarás experiencia utilizando tus poderes. Durante este primer año, mientras tus amigos permanezcan aquí, irás conociendo todas las técnicas, pero cuando acabe dicho plazo aún no tendrás experiencia suficiente ni podrás regular ni manipular tus poderes del modo adecuado. Dado que utilizas tu mente a modo de canal, existen restricciones sobre la cantidad de información que puedes asimilar. Cuanto más poderosas sean tus técnicas, más te costará asimilarlas sin que el proceso te deje exhausto.
—¿A eso se debió el cansancio que sentí tras la prueba de la otra noche?
Ukmadorian asintió.
—Ravenna tenía que comprobar tus dotes como canalizador y por eso lanzó una enorme cantidad de fuerza a través de ti desde la piedra del suelo, que es una especie de artilugio mágico. Si no poseyeses dotes mágicas, su fuerza te habría atravesado y luego hubiese retornado a ella y a la piedra. Pero tú canalizaste instintivamente su fuerza y, como no estás habituado a manipularla, sufriste un colapso. Hablaremos más de esto mañana por la tarde. Ahora necesitas descansar y recuperarte de la noche anterior.
Me había dicho que me retirase y me volví para abandonar el estudio. Descubrí que estaba ansioso por probar mis dotes mágicas. Quizá fuese la promesa de poseer tanto poder en la yema de mis dedos o el hecho de que, quienquiera que yo fuese en realidad, podía convertirme, en el aspecto físico, en una de las personas más poderosas de Aquasilva. Quizá no tanto como Carausius, muerto tanto tiempo atrás, cuyos poderes habían sido extraordinarios, pero aun así un mago poderoso. Y si funcionaba la primera fase del misterioso plan de Palatina, sería capaz de decidir mi propio destino. No permanecería confinado en esta isla siguiendo las órdenes del Consejo de los Elementos, sino que recorrería toda Aquasilva ayudando a desarrollar la estrategia que acabase con el poder del Dominio de una vez por todas.
Apenas había llegado al final de un pasillo y me enfrentaba a otro cuando apareció Ravenna, literalmente entre las sombras. —¡Sígueme! —me dijo, y fui detrás de ella a lo largo del corredor. Cruzamos la antesala principal de la Ciudadela y descendimos hacia los muelles del puerto desierto.
—¿Has aceptado? —me preguntó nada más apoyarme, casi sin aire y otra vez confuso, sobre la oscura piedra del muelle.
—Sí, acepté —respondí.
—¡Sien! —Una ligera sonrisa iluminó la seriedad de su rostro—. Cathan, eres un salvador. ¿Te dijo alguien lo que siento hacia ese viejo chivo y su Consejo de obedientes ovejas?
Otra vez su tono denotaba desprecio hacia ellos, todo rastro de la deferencia mostrada con anterioridad había desaparecido. Por primera vez oí su <
—Persea me ha hablado de ello y me alegra que me lo menciones.
—¡Perfecto! Eso es mejor que lo que ellos merecen. No son capaces de administrar un templo, mucho menos una herejía. No te extrañe que todavía no hayamos vencido. Ahora escucha. Pasaremos varias semanas juntos aprendiendo los rudimentos de la magia, ya que hasta ahora Ukmadorian no me ha explicado casi nada. Chlamas y Jashua. Jashua era el mago más anciano— estarán instruyéndonos todo el tiempo. Chlamas informa de todo directamente a Ukmadorian y al Consejo; es un hombre inofensivo y bastante agradable. En algunas ocasiones nos dará lecciones el jefe chivo en persona, pero más adelante deberemos hacer las cosas por nuestra cuenta, ya que no es demasiado lo que puede enseñarse verdaderamente.
Hizo una pausa, al parecer insegura sobre cómo continuar. —Escucha —advirtió—, disculpa si hiero tus sentimientos con estos comentarios. En realidad todavía no sé si me caes bien o no, pero eso no importa. Ninguno de nosotros dos desea permanecer aquí, así que nos conviene estar unidos. Intentaré no ser tan áspera de aquí en adelante, pero ellos no deben en ningún momento sospechar que estamos cooperando, así que debemos dejar que piensen que todo sigue igual. No sé si me tienes afecto, pero... ¿me ayudarás?
—Te ayudaré —afirmé tras un corto silencio, aún un poco confundido.
—Intenta olvidar todo lo que hemos hablado, haz tus planes con los demás y, hacia el final de este año, escaparemos de sus garras. —De acuerdo.
Ravenna se alejó a toda velocidad rumbo a la Ciudadela. Me pregunté si sería capaz de soportar sus ácidos comentarios durante todo un año, pero estaba intrigado por sus palabras y en ningún momento se me pasó por la cabeza romper nuestro acuerdo. Regresé bordeando la playa, indagando por qué, ahora que todos me habían explicado lo que estaba sucediendo, el panorama seguía pareciéndome tan transparente como el lodo.
Avancé con sigilo por el pasillo, con la ballesta oculta bajo mi manto, envuelto en una nube de sombra. Unos metros delante de mí estaban los magos centinelas custodiando la puerta de la sala donde mi blanco participaba en una conferencia. Sin embargo, no estaba en mis planes entrar por la puerta. Ahora que sabía en qué sala se hallaba, volví sobre mis pasos por el pasillo en dirección al patio, que estaba tan desierto como las demás salas contiguas. Con anterioridad había forzado la cerradura de una de ellas y ahora abrí la puerta y me deslicé dentro. Era un dormitorio desocupado o algo parecido.
La amplia ventana situada en la pared más lejana estaba cerrada, pero en la oscuridad podía ver con claridad el postigo y la abrí. A través de ésta veía un negro sector de cielo punteado de estrellas y coloreado por el polvo intergaláctico. Era una noche sin luna y por eso me había arriesgado a actuar en ese momento: la huida me resultaría mucho más sencilla.
Más allá de la ventana, el acantilado caía recto hasta el mar, que en ese sector presentaba un lecho de filosas rocas, un destino letal para cualquiera que tuviese la desgracia de caer.
Desenrollé la cuerda y sujeté la abrazadera de un extremo al alféizar de la ventana. A continuación me puse los guantes negros, revisé mi equipamiento y salté al alféizar, procurando mantener el equilibrio. Retorcí la cuerda alrededor de mis manos, me senté con las piernas colgando y, entonces, cuidando de mantener bien aferrada la cuerda, me moví hasta quedar colgado de la ventana, así
— do a la cuerda. Logré contener los nervios mientras me balanceaba sobre el mar asesino y, con absoluta calma, emprendí la misión que me correspondía. Volvía a alegrarme de que el entrenamiento especial que Ukmadorian había brindado a la pequeña élite que conformábamos fuese el más ágil y el más calmado. Buena parte de éste había sido poco agradable, en especial el entrenamiento para la huida, pero los últimos días habían valido la pena.
Descendí aferrado a la cuerda hasta que mis pies tocaron la delgada cornisa que separaba la base del muro del borde del acantilado. Entonces, aún sostenido por la soga, extraje de un morral que llevaba en la cintura dos almohadillas cubiertas de resina que deslicé sobre mis guantes.
La resina resultaba ser un pegamento altamente resistente y de secado muy rápido, y me permitió asirme a los muros a medida que caminaba por la cornisa, pero debía hacerlo de prisa. No sólo porque los guantes podían quedar pegados a la pared si los apoyaba demasiado tiempo, sino porque la propia resina podía secarse y perder su efecto.
Coloqué una mano a la izquierda del muro, sintiendo la acción de la almohadilla, y luego moví los pies y el otro brazo, desplazándome a la manera de un cangrejo. Me encontraba bajo el nivel de las ventanas y por eso las lámparas encendidas en las diversas habitaciones no alcanzaban a iluminarme. Además, como todo estaba oscuro, no había manera de ser divisado por el único y aburrido centinela que custodiaba el balcón, no hasta que fuese para él demasiado tarde.
A medida que me aproximaba a mi blanco, notaba cómo la resina comenzaba a secarse y apresuraba el paso tanto como me atrevía a hacerlo.
Escuché un paso arriba, hacia la izquierda, y me quedé congelado por el pánico. Pero al sonido no le siguió ninguna voz de alarma, ninguna flecha, y unos instantes más tarde alcé la mirada. El centinela se había sentado dando la espalda a la casa, de cara al mar. Eso era lo que podía ver a través de la barandilla del balcón. Ahora venía la parte más delicada de la operación: atravesar la barandilla de madera sin ser percibido por el centinela. Por fortuna, había traído conmigo una cerbatana y en mi bolsa tenia un puñado de dardos soporíferos, siempre útiles. Fue cuestión de apenas un momento cogerlos, introducir uno de los pequeños dardos en la cerbatana, soplar y clavárselo al centinela en uno de sus brazos desnudos.
El centinela se dio una repentina palmada en el sitio donde le había dado y, en ese movimiento, sin darse cuenta, se deshizo del dardo.
—Malditos bichos —murmuró.
Permanecí en mi sitio, cada vez más ansioso ante la progresiva sequedad de la resina, hasta que la cabeza del centinela se desplomó hacia un costado y él entró en un sueño profundo. No sería consciente de lo que pasaba en este mundo durante varias horas más.
Cuando quise moverme descubrí que la resina se había endurecido y los guantes estaban pegados al muro. Conteniendo la respiración, me los quité de las manos y, en el proceso, solté por un breve instante la soga. Sólo aferrándome a la barandilla con desesperación logré evitar la caída.
Después de eso, no me llevó más que un minuto trepar el balcón y atravesar la puerta contigua, que estaba abierta para dejar correr el aire. Eché una cauta mirada a través del hueco (incluso aquí, los guardias magos podrían haber detectado mi uso de la visión nocturna).
Había seis o siete personas alrededor de la mesa, algunos de espaldas a mí, otro de frente. Todos estudiaban minuciosamente algo dispuesto sobre la mesa. Debí mirar dos veces antes de identificar mi blanco.
Entonces, con tanto sigilo como pude, desaté la soga de mi cintura, me la quité y cogí mi ballesta, que llevaba colgando del cinturón. Introduje una flecha fabricada con hojas compactadas: la réplica no letal más veraz de las flechas auténticas.
Me apoyé en un lado de la puerta, apunté y disparé.
Durante el fugaz lapso en el cual me puse de pie, contemplé la flecha dar en el blanco y gocé de la expresión de sorpresa en el rostro de los demás. Entonces la conmoción invadió la sala. Yo me abalancé hacia la barandilla, trepé a su borde superior y, en el instante en que el más veloz de los guardias abría la puerta, me lancé al mar saltando tan lejos del acantilado como pude.
El agua estaba cálida pero oscura y, en el momento en que toqué su superficie, adopté un ángulo que no me permitiese tocar el fondo. Aterricé lejos de las rocas, pero en esa zona sólo había unos seis metros de profundidad. Como había dejado atrás la ballesta, la ropa y los demás objetos, nadé a toda prisa alejándome de la Ciudadela y fui bordeando la costa hasta llegar al final de la playa. Estaba capacitado para respirar bajo el agua, era algo que siempre había podido hacer, igual que Palatina, lo que no me sorprendió en absoluto.
—Conque estás aquí —dijo Ghanthi cuando salí a la superficie—. Apúrate, están completamente desenfrenados. ¿Has dado en el blanco?