—Puedes aprender a controlarlos todos, pero el Agua será siempre el más potente en ti. Sin embargo sería una pérdida de tiempo transferirte ahora a la Ciudadela de Agua. Con un talento como el que llevas en la sangre, deberías ser capaz de aprender por tu cuenta si te explican antes los principios de uno de los demás Elementos, la Sombra, por ejemplo.
Seguía resultándome difícil creer lo que me decía. Me parecía parte de una fantasía infantil, algo con lo que sin duda todos habían soñado en algún momento de su vida: ser repentinamente dotado de sorprendentes poderes. Pero ¿cómo sería en mi caso? ¿Cómo había encontrado Elníbal a alguien dotado de mis poderes en una oscura población de Tumarian? Si yo poseía magia en la sangre, ¿cuál había sido entonces el destino de mis verdaderos padres, fuesen cuales fuesen los extraños poderes con los que debían de contar? ¿Cómo podían haberme perdido?
—Cathan, ¿deseas ser entrenado como mago? —inquirió Ukmadorian.
Yo abrí la boca para hablar, pero él contuvo mi respuesta extendiendo la mano.
—Si lo deseas, entonces deberás convertirte en un miembro pleno de la orden y volverte devoto de la causa hereje. Ya no podrás suceder a Elníbal como conde de Lepidor. Un mago es demasiado valioso como para desperdiciar su capacidad en un rincón del mundo donde el Dominio no representa una verdadera amenaza.
Sentí una nueva conmoción. No imaginaba que volverme mago implicase semejante compromiso. Supongo, sin embargo, que tenía que haberlo pensado. Antes de entrenarme debían asegurarse mi lealtad.
—¿No me veré obligado a pasar todo mi tiempo en esta isla... o sí? —pregunté.
Me agradaba estar allí, pero la idea de pasar el resto de mis días, año tras año, en una isla tan pequeña y rodeado sólo de un reducido número de personas no me atraía en absoluto.
—No, si no lo deseas. No te estoy exigiendo que tomes una decisión apresurada, pero decidirlo depende de ti. Posees el potencial para ser uno de los magos más poderosos con los que jamás hayamos contado, del mismo modo que el thetiano es uno de los mejores líderes que he visto. Tendrás la oportunidad de luchar contra el Dominio con mayor grado de éxito que el que podrías obtener por tu cuenta. De otro modo, permanecerás aquí el resto del año y luego regresarás a casa como los demás, pero deberemos asegurarnos de que nunca utilices tus poderes contra nosotros.
Tomé conciencia de lo que implicaba la última frase y sentí escalofríos. No estaban ofreciéndome realmente la posibilidad de elegir. «únete a nosotros, o pierde tus poderes y regresa a casa.» Ése era el mensaje encubierto, aunque supongo que no debería sorprenderme dado el reducido número de sus tropas.
La cuestión era... ¿qué haría yo siendo mago? ¿Lo mismo que hacían Chlamas y sus compañeros cuando no estaban impartiendo lecciones en la isla? No me apetecía dar lecciones a nadie; deseaba recorrer el resto de Aquasilva y vivir mi vida con plenitud.
—¿Puedo meditarlo un poco?
—Sí, pero no tardes demasiado —dijo Ukmadorian—. Si vas a ser entrenado, será necesario comenzar tan pronto como sea posible. Puedes retirarte. Ravenna, por favor, quédate conmigo.
Dejó la habitación con la mente funcionando a toda marcha y fui en busca de Palatina, que se hallaba en la playa junto a Persea y Laeas.
—¡Cathan! —gritó saludándome con los brazos cuando distinguió mí figura a lo lejos—. ¿Dónde te metiste anoche? No te volvimos a ver después de que acudiste a la torre.
—Me han preguntado si quiero o no entrenarme como mago —advertí con el rostro impasible—. ¿Puedo contar con vuestro consejo amistoso?
—¿Hablas en serio? —intervino Persea.
—Por supuesto. ¿Por qué no lo haría? Dicen que podría llegar a ser el mago más poderoso que se haya visto en décadas. —Mientes, te estás mofando de nosotros —comentó Palatina con desconfianza.
—¡En absoluto! La misma Ravenna dejó de ironizar pues teme tener que entrenarme.
Sólo entonces me creyeron. Persea me dio un fuerte abrazo y luego Laeas me propinó otra palmada en la espalda. Empezaba a acostumbrarme al expansivo entusiasmo de ese loco y corpulento joven del Archipiélago.
—¿Qué es lo que quieres consultarnos del entrenamiento? —interrogó Palatina una vez pasada la euforia inicial.
Repetí las palabras de Ukmadorian y las opciones que se abrían para mí futuro.
—¿Es muy grande tu deseo de convertirte en conde? —dijo Lacas.
—Me gustaría suceder a Elníbal —confesé—, aunque la sucesión no siempre es algo hereditario. Mi padre bien podría escoger a otra persona de la familia o del palacio. Sin embargo creo que lo decepcionaría si se viese obligado a eso, después de los años que pasó instruyéndome para que lo sucediese. Pero lo que origina mis dudas no es tanto eso como el panorama de pasar meses y meses instalado en esta isla, ya sea entrenándome o en cualquier otra función. Y no quisiera convertirme en otra marioneta de Ukmadorian ni del Consejo de los Elementos, destinado a servirles cuando les parezca conveniente. Me parece que los mejores magos están siempre a disposición y bajo la autoridad del Consejo, sin ninguna libertad de elección.
—El Consejo teme perder a los pocos magos capaces que posee —intervino Persea— y por eso toman precauciones y los protegen de cualquier peligro.
—Pues yo no deseo que me protejan —protesté.
—Ni lo desea Ravenna —prosiguió Persea—. Ella discute con Ukmadorian constantemente y, en más de una ocasión, ha tenido conflictos con el propio Consejo. Deduzco que por alguna razón ella lleva una vida bastante restringida y que pretende ganar libertades o incluso abandonar la isla. Sin embargo, ellos no están dispuestos a perderla y no le permitirán partir.
Nunca había visto a Ravenna en desacuerdo con Ukmadorian, ni había percibido ningún signo de tensión entre ellos. Siempre había pensado que era una puntillosa servidora del Consejo y de su «tío» (aunque ahora sabía que no existía tal parentesco), el rector.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Palatina.
—Soy algo así como una amiga suya. Ravenna no es como vosotros la veis desde fuera. Tiene el temperamento de un volcán y es muy apasionada. Pero no conoce ningún modo de escapar de las garras de Ukmadorian, pues es demasiado valiosa para el Consejo.
¿Ravenna
? ¿Hablábamos Persea y yo de la misma persona? Me resultaba sorprendente. ¿Cómo podía Ravenna tener dos facetas tan distintas, una de las cuales yo ignoraba por completo? De cualquier modo, el hecho de que ella atravesara semejantes dificultades no constituía para mí ningún buen presagio.
—Cathan, ¿podría pedirte un favor, sin reservas? —dijo entonces Palatina.
—¿Qué favor, exactamente?
—Acepta el entrenamiento de mago. Aprende todo cuanto puedas, y más. Conviértete en el mago de la Sombra más poderoso que se haya conocido o lo que sea que te permitan a lo largo de este año. Yo me encargaré de que no te retengan aquí cuando culmine el plazo, y si fallo, me quedaré aquí contigo.
—¿Se lo dirás ahora? —preguntó Lacas, que estaba tendido en la arena y con una expresión satisfecha en el rostro.
—Podría hacerlo, no ocasionará ningún mal —afirmó Palatina, encogiéndose de hombros—. He estado reflexionando desde que nos mostraron todos esos libros. ¿Qué han hecho los herejes des de entonces? Han asesinado a unos pocos exarcas, incluso a un primado, y se aseguran de que su gente recuerde todo esto. Alzó una mano, señalando a la Ciudadela, la isla y las banderas flameando en lo alto de los edificios—. Quizá incluso se las arreglen para influir en algunas personas aquí y allá, manteniendo a un cierto número de lunáticos fuera de circulación. Pero lo cierto es que no están creciendo en poder, no se están expandiendo, ¿verdad? Ukmadorian no nos dirá con exactitud cuántos herejes existen, pero no pienso que sean muy numerosos.
Palatina esbozó en la arena un mapa del mundo con el dedo índice.
—Nosotros estamos aquí, en algún punto del Archipiélago. Hundió el dedo varias veces en la arena para dar idea de un conjunto de islas y luego dibujó un anillo en el centro.
—Y aquí está Thetia —prosiguió—. En el Archipiélago la mayor parte de las personas son herejes. Algo así como un millón de personas, sumado a las de Qalathar. Thetia... ¿quién sabe? Si hay que creer a Ukmadorian, allí están todos locos. Luego tenemos el resto del mundo: Equatoria, Huasa, Nueva Hyperia, Océanus. Aproximadamente nueve millones de personas. ¿Y cuántos herejes hay entre ellos? Unas decenas de miles quizá, no muchos más.
Palatina volvió a sentarse y nos miró uno por uno. Luego continuó:
—¿Adónde nos conduciría entonces asesinar a todos los líderes del Dominio? A nadie le importaría, quizá incluso quedasen sorprendidos. Y luego los inquisidores se apresurarían a tomar medidas y quemarían a unas cuantas personas. La mayor parte del mundo no conoce a ninguno de los demás dioses. ¿Cómo se supone que vamos a convertirla?, ¿mostrándoles el pequeño truco teatral de Chlamas? No me parece demasiado útil.
En la voz de Palatina había una nota de desdén. Tras una breve pausa, Laeas la interrumpió:
—Palatina, lo que has dicho es cierto y es la explicación exacta de por qué no podemos vencer. Eso explica el gran poder del Dominio.
—¿Por qué puede permitirse el Dominio lanzar esas cruzadas para aniquilar a la gente que le disgusta?
—Porque utiliza a los haletitas y a tropas pertenecientes a los enemigos de sus víctimas —añadió Persea.
—Sí, porque todos los demás están siempre combatiendo entre sí. —Golpeó el puño contra la arena—. Los haletitas luchan contra los thanetanos. Cambress lucha contra Mons Ferranis. Taneth se enfrenta a Cambress y ayuda a los habitantes de Mons Ferranis. Océanus se sienta en el norte y se pone de mal humor. Los thetianos pasan todo el tiempo en la cama con las esposas de los demás y, en lo que respecta al Archipiélago: «Mirad, aquí está el cofre del tesoro».
Contagiados de su magnetismo, no dijimos nada, esperando que aclarase la idea. Palatina era una brillante oradora, tanto si intentaba convencernos de que sus opiniones eran las correctas como si contaba una broma durante la comida.
—¿Qué sucedería entonces si todos estos pueblos se uniesen? En dicho caso, ninguno podría colaborar con el Dominio en contra de sus propios vecinos, ya que cualquiera que estuviese en el mando lo impediría. No podemos tener esperanzas de aliarnos con los haletitas, ya que ellos piensan que son un don de Dios en Aquasilva. Pero, por lo que respecta a los demás, sería posible controlar los mares. De otro modo, ni siquiera Lachazzar con su brigada desunida podría viajar.
—El Dominio aplastaría a cualquier Estado o líder que amenazase con volverse demasiado poderoso —advirtió Lacas—. En eso consistió la cuarta cruzada.
—Y además, ¿cómo podrían unirse todos los demás pueblos? —objeté.
—Los haletitas —explicó Palatina cambiando de posición para sentarse de piernas cruzadas en la arena (nunca se quedaba quieta, incluso cuando no estaba moviéndose sus manos siempre jugueteaban con algo)—. Pronto el Dominio será incapaz de controlar a los haletitas. Han conquistado todo cuanto han podido y, ahora que Eshar está de regreso, su rey aspirará a más. ¿Y a qué otro sitio puede dirigirse sino a Taneth? No hay otro lugar donde pueda aprovisionarse de mantas.
Se inclinó hacia adelante e hizo un hoyo en la arena en medio del garabato que representaba a Equatoria.
—¿Crees que atacarán Taneth? —inquirió Lacas.
—¿Qué te parece? —respondió Palatina—. ¿Adónde más podrían ir? Atacará con Eshar, con unos cientos de miles de hombres, y... ¡listo! Será el fin de Taneth. —Palatina rellenó de arena el hoyo que acababa de hacer—. El Dominio no desea que eso ocurra, por cierto, pero ¿qué puede hacer para evitarlo?
Todos nos encogimos de hombros.
—Los haletitas tienen todas las tropas —continuó—, de manera que lo único que puede hacer el Dominio es intentar retrasar su ataque. Si decidiese ayudar a los thanetanos, los haletitas ya no le tendrían ningún respeto. Una vez caída Taneth, todos comprenderán que pueden ser igualmente invadidos y, por lo tanto, todos le declararán la guerra a Haleth.
—Pero para que tu plan funcione deberíamos dar por sentada la caída de Taneth —advirtió Persea, horrorizada—. Tu propia ciudad... ¿y estás dispuesta a verla rendida?
—Se trata sólo de una teoría y, por otra parte, yo no nací en Taneth, y Hamílcar siempre ha dicho lo mismo —afirmó lanzándole a Persea una mirada desafiante—. ¿Cómo podríamos detenerlos? El Consejo de los Diez controla la ciudad y está integrado por comerciantes gordos que no se preocupan por nada más que por su propia cartera —dijo con vehemencia—.Yo no soy noble, así que ignoro qué podría hacer para detenerlos. El propio Hamílcar lo intentó y no llegó a ninguna parte. No, eso no sirve.
—¿Por qué no intentamos asumir el control de Haleth? —preguntó Laeas inesperadamente—. Es un único Estado y tiene capacidad para destruir al Dominio de un solo golpe.
—Es algo que he meditado, pero luego me percato de cuánto odian a los extranjeros. Además, son el enemigo. Incluso si los utilizásemos, todos los exarcas que sobrevivan declararán una cruza da y tendrá lugar una nueva guerra. Y con ella morirá mucha más gente y los haletitas serán derrotados... ¿y dónde quedaremos situados nosotros? Otra vez en el punto inicial.
Había algo determinante en la voz de Palatina; no había duda de que eso le parecía fuera de discusión.
—Creo que comprendo tu plan —intervino Persea— y en principio estoy de acuerdo. Pero ¿contaremos con el apoyo de todos los demás? Todos los reyes desconfían entre sí, no existe ya ningún faraón y el emperador de Thetia es un megalómano violento que disfruta con el sufrimiento humano. Nadie en su sano juicio lo seguiría. —He pensado también en eso. Es complicado y demasiado extenso como para explicarlo en este momento. —Palatina sonrió—. De hecho, aún no me he decidido, pero lo haré pronto.
Se puso las manos en la falda y me miró. —Entonces, Cathan, ¿empezarás el entrenamiento?
Recorrí mentalmente todo lo que había propuesto Palatina y evalué las alternativas. Pese a lo rebuscado de su exposición, confié en ella, y confié en que, eventualmente, habría alguna posibilidad de tener éxito. Sus planes siempre parecían funcionar; el de la noche anterior había sido inusual y, aun así, había dado resultado. ¿Acaso deseaba yo defraudarla a ella y a los demás y pasar el resto de mi vida en Lepidor? Hasta mi llegada aquí no imaginaba otro futuro que ése. Pero ahora se me habrían nuevas oportunidades, otras cosas que podía llevar a cabo, y mi vida ya no parecía correr por su antiguo camino. Lo único que me preocupaba era mi padre, que había empeñado tanto esfuerzo para convertirme en un digno sucesor suyo. Tampoco quería defraudarlo... Pero Palatina me había prometido ayudarme a salir de aquí y ya me preocuparía por el futuro dentro de unos once meses.