Herejía (38 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Herejía
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—¿Dónde está el avarca Siana?

Me pareció que el desgastado martillo de caoba desentonaba con la inmaculada brillantez de la mesa y las sillas.

—Me topé con él hace una hora y me dijo que estaba viniendo hacia aquí —informó Tortelen cuando acabó el murmullo del gentío en la galería.

Mi padre iba a añadir algo, pero entonces se abrieron las puertas de la cámara y apareció la silueta de Siana apoyándose en su bastón. Los últimos pelos grises de su barba ya se habían vuelto blancos, pero, aparte de eso, era el mismo que había visto acompañando a Sarhaddon en dirección al muelle dieciocho meses atrás. ¿Qué edad tenía?, ¿setenta y tres?

—Disculpad que me haya retrasado —dijo el anciano aproximándose a su escaño y agachándose para sentarse—. Acaba de llegar una consigna de la Ciudad Sagrada.

Según me había explicado Sarhaddon, una consigna era una carta de extrema prioridad procedente de los primados, por lo general conteniendo órdenes urgentes.

—¿Podemos saber de qué se trata? —indagó mi padre. —Debo decírselo oficialmente al consejo.

Mi padre asintió e hizo la llamada formal al consejo para iniciar la sesión.

—Avarca, tu mensaje es lo primero de nuestra agenda. —Caballeros, disculpad que no me ponga de pie —advirtió Siana en tono apologético; luego siguió—. La consigna contiene órdenes anunciando mi reemplazo. El primado Lachazzar ha decidido que mis largos y valiosos servicios en Lepidor merecen una promoción para el puesto vacante de canciller en el zigurat de Pharassa. Mi sucesor, el avarca Midian, pronto llegará aquí para sustituirme.

Se produjo un momentáneo silencio, tras el cual mi padre comenzó a aplaudir iniciando una ola de aplausos y felicitaciones. Pero... ¿se iba Siana? Había sido nuestro avarca durante más de veinticinco años, desde los tiempos de mi abuelo, y no esperábamos que fuese reemplazado, al menos no en los próximos meses. ¿Por qué, entonces, era ascendido y llamado a asumir el puesto prestigioso pero vacante de canciller del zigurat?

El sucesor designado no traía tampoco buenos presagios: Midian era un nombre haletita. Se suponía que Océanus debía tener avarcas nativos, no extranjeros. ¿Quizá era Midian alguna especie de fanático desenfrenado?

No pude exponer mis dudas ante el consejo público, así que guardé silencio; más tarde ya habría tiempo para debatirlo. Me pregunté si valdría la pena preguntarle a Siana qué sabía de Midian, si es que sabía algo.

—Lamentamos tu partida Y te deseamos todo lo mejor en tu nuevo cargo —declaró mi padre.

Se sucedieron entonces unos minutos más de confuso parloteo hasta que se restableció el orden y le preguntaron a Siana: —¿Cuándo llegará tu sucesor?

—Dejó Taneth hace cuatro días, así que estará aquí en menos de dos semanas.

—Entonces organizaremos un banquete en tu honor a principios de la semana próxima —anunció Elníbal—, tan pronto como nos sea posible. Me temo que no sea una recompensa suficiente por tus veintisiete años como avarca, pero tus superiores se han movido con demasiada rapidez como para que podamos prepararte una despedida adecuada.

Pasamos luego al primer tema de la sesión, relativo a las tarifas portuarias, pero mi mente vagaba por otros sitios. Supongo que debí de suponer que eso sucedería: Siana era un anciano agradable, no particularmente talentoso, pero adecuado para el territorio somnoliento y decadente que había sido Lepidor. Ahora que nuestra ciudad crecía con tanta rapidez camino de convertirse en la más importante al norte de Pharassa, el primado debía de contar con alguien más carismático, y sin duda más riguroso. Probablemente un funcionario de carrera para quien el avarcado era apenas un paso adelante hacia el exarcado y de ahí al primado.

Y si, como me temía, Midian era un protegido de Lachazzar, eso nos ponía a todos en grave peligro, en particular a Ravenna y a mí. Pero por primera vez sentí que estaba más preocupado por Ravenna.

Revisamos a toda prisa la mayor parte del orden del día. Atek me había dicho antes de la reunión que el último punto era el más importante. Se trataba de una propuesta formulada por una de las facciones del consejo, que exigía la anulación del contrato de Hamílcar ante la eventual pérdida de apenas un cargamento. Parecía ser un grupo contrario a Barca, al que le disgustaba la familia escogida por mi padre —qué podían saber, los muy idiotas— y deseaban asegurar una alianza con una familia más poderosa, tan pronto como fuese posible. Tal y como había dicho Palatina, Foryth ya había puesto su dinero en movimiento.

Su portavoz era Mezentus, un mercader con rostro de halcón que lideraba el comercio de especias de Lepidor. Lo secundaba

Haaluk, el capataz de la mina, que ¿no debería estar ya de regreso en su tierra?

—La familia Barca ya ha sufrido dos ataques piratas, señor, y el segundo sólo fue contenido por un golpe de suerte. Si apostamos tanto en cada nuevo cargamento, ¿por qué arriesgarnos a perder los? Lepidor incurriría en deudas si uno solo no llegase a destino, pero un segundo cargamento secuestrado nos arruinaría a nosotros tanto como a la familia Barca.

—Los ataques piratas tienen por único objetivo forzarnos precisamente a prescindir de la familia Barca —contraatacó mi padre—. Con el dinero de los cargamentos, la familia Barca será capaz de mejorar sus defensas y quizá incluso adquirir nuevas naves. Nos beneficiaremos más estableciendo una relación prolongada basada en la confianza que cambiando de familia a la primera señal de problemas.

—La confianza no evitará la bancarrota —advirtió Haaluk, combativo.

—El
Marduk
será, en primer término, lo que evitará nuestra bancarrota —adujo Dalriadis—. El
Fenicia
será escoltado por nuestra manta en sus próximos viajes.

—Entonces dejaremos sin defensas a Lepidor para proteger la mercancía —protestó Mezentus—. Ésa no es la solución.

—Las defensas de Lepidor son perfectamente adecuadas —afirmó el almirante Dalriadis en tono seco—, pero no puedo decir lo mismo de la gente que defienden.

Elníbal lo reprendió por su comentario, aunque me pareció que más por una cuestión de formalidad que porque estuviese en desacuerdo. Eso revitalizó a Mezentus.

—No estoy poniendo a nadie en tela de juicio —añadió Dalriadis con falsa inocencia, extendiendo las manos para incluir a todos los presentes.

—Bien —comentó Shihap—. De cualquier modo, ¿quién dice que esas defensas están para proteger a la gente? Olvidaos de la gente Y pensad en todo el dinero desprotegido que hay en la ciudad. Podemos cuidar de nosotros mismos...

—¿Cómo, Shihap? —interrumpió Dalriadis—, ¿rodando sobre los piratas y aplastándolos con nuestro peso?

Shihap sonrió sin sentirse herido (me constaba que su peso no era para él motivo de preocupación y no le importaba que la gente bromease al respecto).

—Podemos cuidar de nosotros mismos —continuó—, pero ¿qué pueden hacer las monedas?

—Permanecer ocultas en tus cajas fuertes, amparadas por más fortificaciones que las que hay en la Ciudad Sagrada. —Caballeros, ésta es una reunión del consejo y os exijo seriedad —intervino mi padre con fastidio, pero los otros sonreían.

¿Acaso Dalriadis y Shihap, ambos, según Atek, incondicionales partidarios de Hamílcar, habían planeado esta comedia de antemano?

Mezentus echaba humo al ver que su propuesta dejaba de concentrar la atención de los reunidos.

—Exijo una votación —dijo entonces.

Me pregunté si eso sería propicio en ese momento: ¿no se arriesgaba demasiado pronto a exponer una posición tan extremada?

Los resultados de la votación lo beneficiaron más de lo que yo esperaba. Su propuesta fue rechazada por ocho votos contra cinco. ¿Estaría influyendo Foryth o había allí otros grupos cuyos intereses no conocía? La posición futura del sucesor de Siana era un misterio. ¿Qué opinaría si se repitiese una propuesta semejante? Mezentus sólo debía conseguir dos votos más para obtener la mayoría.

De cualquier forma, mi padre tenía poder de veto para cualquier medida que fuese aprobada con menos de diez votos, así que estábamos seguros.

Tras votar la propuesta de Mezentus, mi padre dio por terminado el encuentro. Yo no había pronunciado ni una sola palabra, sobre todo porque no tenía ni idea acerca de la mayor parte de las cuestiones. No conocía siquiera los nombres de algunas de las calles y negocios que habían sido mencionados. De algún modo sentí que había dejado de ser mi hogar. Antes de partir nada me era desconocido, pero ahora parecía haber demasiadas cosas de las que no estaba ni remotamente enterado.

El público se puso de pie y se retiró en medio de murmullos, y Palatina y Ravenna se me acercaron. Nos reunimos en una parte de la sala apartada de los consejeros, que partían en grupos. Mezentus miró con furia a Dalriadis cuando éste hizo un agudo comentario y los que estaban a su alrededor estallaron en carcajadas. —Muy instructivo —fue el veredicto de Palatina—. Vuestro almirante es muy bueno distrayendo a la gente.

—¿Alguna vez lográis hacer algo? —preguntó Ravenna—, ¿o esos dos sabotean todas las propuestas que les disgustan y convierten todas las reuniones del consejo en comedias?

—No recuerdo que lo hiciesen con anterioridad —afirmé—. Creo haber escuchado desde la galería todas las reuniones públicas del consejo desde que cumplí los quince años, así que sé qué es lo que sucedía. Solían discutir incesantemente sobre pequeños cambios en las tarifas y Mezentus se les unía bromeando. Pero antes dichas discusiones no tenían ninguna trascendencia. Hoy no era igual... parecía hablar con mucha seriedad.

La actitud de Mezentus me había incomodado. Shihap y él habían sido siempre rivales amistosos y sus disputas no habían traspasado los límites de la cámara del consejo o las murmuraciones populares. Ahora Mezentus parecía dirigir su propia pequeña facción, y de su mirada se desprendía que no volvería a emborracharse junto a Shihap en un bar nunca más.

—Todo ha cambiado, ¿verdad? —me dijo Ravenna, exhibiendo su misterioso don para adivinar con exactitud mis pensamientos. Ella siempre me había brindado consejos oportunos, pero yo recelaba de que siempre parecía
saber
tanto lo que yo sentía como lo que pensaba. ¿Cómo lo percibía?, ¿me leía la mente?—. Has regresado —añadió—, y ya nada es lo que fue, ni tan agradable como solía ser.

Palatina nos interrumpió cuando yo estaba por decir lo primero que se me pasaba por la cabeza, que no era, por cierto, nada agradable.

—Aún no se han vuelto contra tu padre —advirtió—, ni contra Lepidor. Mezentus y sus seguidores todavía desean lo mejor para tu ciudad y tu familia; ni siquiera Foryth desea cambiar eso. Quien no les gusta es Hamílcar.

—¡Pero ésa es otra de las cosas que han cambiado! —protesté—. ¡Al parecer, todos le dieron la bienvenida con los brazos abiertos cuando vino a recoger el primer cargamento! Ahora desean romper el contrato a la primera oportunidad que se les presenta. Mezentus siempre se enorgulleció de ser un hombre de palabra, pero ahora pretende deshonrar a su ciudad.

—Sólo con la intención de obtener mayores ganancias. Sólo ha equivocado el camino —reflexionó Palatina—. Por mucho que haya cambiado la ciudad, el consejo aún está unido a la autoridad de tu padre. El hierro no ha podido modificar eso.

—Pero... ¿lo hará en algún momento? Si Mezentus ha cambiado ya de este modo, ¿cuánto más podrá cambiar?

Vi que varias personas merodeaban a pocos metros de nosotros y me pareció apropiado que saliésemos de la cámara del consejo por la puerta que la conectaba con el patio del palacio. Nos dirigimos hacia una de las habitaciones del ala oeste de la planta superior, que era todavía mi escondite privado, un sitio aún más íntimo que mi propia habitación. Era un lugar estrecho y bastante oscuro incluso en los días más soleados. Su gran ventaja era, sin embargo, la chimenea, un recuerdo de los viejos tiempos (mi habitación, situada en una de las secciones remodeladas, tenía calefacción central). Quizá fuese un sistema primitivo, pero durante las tormentas había una gran diferencia en cuanto a calidad y comodidad.

La sala estaba en penumbras, pero yo la conocía bien por dentro. Me tomó unos pocos segundos encender la leña marina que había en el hogar con un trozo de yesca. Palatina, entretanto, ponía las lámparas a media luz para que el ambiente resultase más acogedor. —Has sabido conservar los detalles más cómodos aquí —comentó Palatina echándose sobre uno de los mullidos sofás dispuestos frente al fuego.

Me había preocupado de cubrir con tapices las vacías paredes de piedra blanca; antes de hacerlo, la habitación era menos acogedora que el despacho de un funcionario de Taneth. Ravenna y yo nos sentamos en el otro sillón, de cara a Palatina.

—Creo que todo es bastante sospechoso —meditó Palatina un poco más tarde, con los ojos fijos en las llamas danzantes. Me pregunté si habría visto alguna vez un fuego auténtico en una casa. Seguramente Thetia era demasiado calurosa para eso. Tampoco es que tuviésemos aquí demasiada leña para quemar: esa chimenea era todo cuanto quedaba de las antiguas calderas del
Marduk
, descartadas en su momento, pues nadie era lo bastante rico para quemar leña marina fresca.

—¿Sospechoso en qué sentido? —intervino Ravenna quitándose la cinta del pelo y liberándolo con un meneo de cabeza. Me pareció que sus cabellos caían de un modo extraño, como si, pese a ser lacios, pretendiesen formar rizos. Al observarla recordé el otro ángulo de la cuestión: por qué me sentía tan culpable al desconfiar de ella y por qué me había molestado el modo en que la habían tratado Palatina y Hamílcar.

—Hay involucrados dos grupos de personas —sostuvo Palatina—. Por una parte está la familia Foryth, que desea el contrato del hierro y, por lo tanto, intentará sobornar al consejo y sabotear a Hamílcar. Eso es obvio, tenemos bien claros los motivos que los mueven. Pero... ¿cuáles son las intenciones del Dominio? —Se inclinó hacia adelante, utilizando las manos para enfatizar sus palabras—. Han sustituido al avarca, incluso sabiendo que se retiraría muy pronto, y lo han enviado a un puesto vacante en Pharassa. ¿Por qué han hecho eso? Podrían haber esperado y ofrecerle luego un cargo mucho menos destacado. Lachazzar no concede honores sin tener un buen motivo.

—Quizá desea tener mayor control sobre nosotros —sugerí.—¿Y por qué no esperó unos pocos meses y mandar entonces a ese tal Midian como suplente? ¿Por qué lo envían ahora con tanta prisa?

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