Mi padre estaba de pie en la galería alfombrada de la sección central, al final de la plataforma. Percibí en su rostro una expresión de incredulidad cuando distinguió mi figura (era evidente que sólo esperaba a Hamílcar), y entonces sólo pude dejar mi equipaje en el suelo antes de ser embestido por uno de sus férreos abrazos.
—¡Cathan! —exclamó con incontenible alegría—. Dónde has estado todo este tiempo? ¡Has crecido!
—Aún me llevas media cabeza —le recordé.
—Tonto, no lo digo en ese sentido. Has cruzado esa puerta como si ella te perteneciese en lugar de deslizarte tímidamente como solías. Es grato tenerte de regreso, aunque no creo que reconozcas nada. —Vio entonces a Palatina, que se acercaba por la plataforma seguida de Ravenna y Hamílcar—. Bien venida también a Lepidor, Palatina.
—Y Ravenna, de la Ciudadela —añadí.
Mi padre no mostró hacia Ravenna nada parecido a la frialdad de Hamílcar, sino que le brindó una sonrisa y la recibió como invitada de honor. Ella, por su parte, respondió con una gracia en cantadora, desterrando por completo su severidad hacia los tanethanos. Eso me tranquilizó; mi padre podía ser muy cortante con las personas que no le agradaban. Un año atrás no me hubiese importado, pero ahora no deseaba que Ravenna pasase a disgusto su estancia en Lepidor.
Mi padre dio la bienvenida a Hamílcar y luego nos guió hacia la escalinata central. Al fin salimos a la luz del sol, más allá de los accesos al puerto.
Quedé paralizado, primero por el destello de la luz solar, luego por los increíbles cambios que contemplé a mi alrededor. ¡Y según Hamílcar se habían producido apenas en los últimos meses!
Por todos sitios se veían andamios y las calles resonaban con el sonido de las construcciones y las voces de los obreros. Las sórdidas tabernas que formaban una hilera junto a los muelles habían sido remodeladas y toda la zona estaba iluminada por flamantes farolas. Donde antes había un lúgubre conjunto de viviendas se levantaban ahora inmaculadas fachadas con los techos cubiertos de exquisitos jardines. Había también cambios en las calles, donde algunas de las tabernas más antiguas habían sido reemplazadas por elegantes bares.
Y el distrito portuario no había sido el único beneficiado, como pude constatar poco después. Numerosos edificios habían añadido plantas a su estructura, al tiempo que se alzaban nuevas torres, e incluso la vieja cúpula había alterado su diseño. Cuando orienté la mirada tierra adentro me quedé boquiabierto al ver que los terrenos situados más allá de la puerta este se habían convertido en un cuarto distrito de la ciudad, entre cuyos andamios sobresalía la forma inconfundible de una fundición de metales. Y esos inmensos pabellones en la plaza del mercado...
Miré a mi padre, mudo de asombro. Era mucho más de lo que me hubiese podido imaginar, pero al mismo tiempo me preguntaba cómo era posible. Sin duda no podía deberse todo a los beneficios del hierro.
—¿Cómo lo habéis logrado? —indagué deslumbrado.
—Tras la partida de Istiq convocamos a un equipo minero de sondeo. Istiq apenas había escarbado la superficie: había allí mucho más que depósitos de hierro. Toda la montaña está colmada de minerales y en el otro extremo hay incluso un yacimiento de piedras preciosas. Así que, cuando comprobamos los resultados, decidimos que aquí deberíamos también fabricar armas. Representan mayores ganancias y son bastante más necesarias en este momento que el hierro en estado bruto.
—Y el resto del continente se ha preocupado por impedir que partieran de aquí —intervino Hamílcar—. ¿Aún están ocupadas todas las habitaciones de huéspedes?
—Fue preciso edificar cuatro nuevos alojamientos para cubrir el flujo de visitantes.
Entonces dije lo primero que me pasó por la cabeza: —¿Qué sucede con el peligro que representan los piratas? —Estamos ocupándonos de eso. Te contaré más cuando lleguemos al palacio. Sorprenderás a tu madre tanto como a mí. Cuando entramos en la avenida principal, un hombre montado en un elefante saludó a mi padre. (¿Un elefante como transporte individual? Era curioso, sobre todo teniendo en cuenta que sobre su lomo había espacio para todos nosotros.)
—¿Cómo están Moritan y Courtiéres? —indagué entonces. —Los dos han prosperado gracias a los yacimientos —respondió Elníbal—. Es muy sensato de tu parte haber pensado en ellos. Están proporcionando la parte del león en la división de las inversiones, así como múltiples trabajadores de los más diversos oficios. Moritan ha cogido un porcentaje de los beneficios de las minas; después de todo, él ha aportado todos estos mineros. Courtiéres ha financiado la fundición.
De modo que nuestros aliados estaban contribuyendo a la prosperidad de Lepidor. Me pareció excelente. Gracias a mis estudios en la Ciudadela y a mis lecturas de la Historia sabía muy bien que los aliados resentidos son con frecuencia peores que los enemigos declarados.
Dada la gran cantidad de personas que se detenían para saludar y felicitar a mi padre, nos llevó una eternidad iniciar la marcha hacia el palacio (aún no podía divisarlo, pues se interponían las murallas del distrito Marino y los edificios situados más allá de éstas). En algunas ocasiones también me saludaban a mí con calidez y los extranjeros se maravillaban ante las sonrisas amistosas de la gente. Había más extranjeros que nunca, y en cierto sentido la atmósfera era muy diferente. Percibía que aquel pequeño pueblo del cual había partido era cosa del pasado y que el descubrimiento de hierro había cambiado las cosas una enormidad.
Al entrar a la plaza del mercado, tosiendo a causa del polvo levantado al taladrar las piedras, debimos esperar a que colocasen en su sitio las grandes vigas de un techo. Allí nos encontramos con Shihap, el mercader de ropa a quien había visto por última vez dieciocho meses antes corriendo a lo largo de la otra gran avenida para informar a mi madre del descubrimiento. Fue la primera persona de la ciudad en enterarse y, para mi sorpresa, lo recordaba.
—¡Bien venido, Cathan! —exclamó apareciendo bajo la lona blanca y púrpura de su tienda, que exhibía en su parte superior flameantes banderines—. ¿Te alegra regresar? ¿Soñabas con algo semejante cuando me comentaste la existencia de un pequeño depósito de hierro en las colinas?
—Sin duda tú sí lo soñabas, Shihap —intervino mi padre con los ojos puestos en la túnica púrpura con incrustaciones de plata que llevaba el regordete mercader. Era posible oler los caros perfumes de su barba a metros de distancia.
—Sencillamente, aproveché la situación cuando ésta se presentó, pues tengo un buen olfato comercial.
—Y unos cuantos préstamos impresionantes.
Shihap se encogió de hombros y luego se dirigió a Ravenna y Palatina:
—Vosotras no habéis estado aquí antes, señoritas. Pasad por mi tienda en algún momento. Seguro que os interesarán algunas mercancías de máxima calidad...
Seguimos adelante cruzando el mercado, que en ese día normal y corriente parecía más activo de lo que jamás lo había visto, casi tanto como cuando se había organizado la Gran Feria del Norte seis años atrás. Había multitud de mercaderes que me resultaban desconocidos, recién instalados en Lepidor, y también habían cambiado los que sí conocía: sus ropas eran más finas, su porte, más altivo, y sus tiendas, más opulentas.
La última gran sorpresa fue el propio palacio. No llegué a verlo en realidad hasta que alcanzamos el último nivel de tiendas y aun entonces no lo reconocí.
El sencillo y algo decadente patio exterior ya no estaba deteriorado. Los adornos de piedra habían sido restaurados y pintados; los azulejos de la galería y la escalera eran nuevos, más caros y, por cierto, no estaban resquebrajados.
A la izquierda del edificio central, donde se hallaban nuestros establos y acababan los jardines, se elevaba una estructura nueva. por completo, diseñada siguiendo el mismo modesto estilo colonial que su antecesora, pero que sostenía ahora una cúpula azul que, según mis cálculos, superaba los treinta metros de diámetro. Mi padre había construido una apropiada Sala del Consejo y del Trono.
—¿De dónde salió el dinero para esto? —le pregunté a mi padre, con una expresión que debió de mostrar sorpresa. Ravenna parecía algo sorprendida, pero el rostro de Palatina se veía serio y ligeramente triste.
—El próximo cargamento volverá a llenar el tesoro —afirmó Elníbal con orgullo—. ¿Te gusta?
—¿Gustarme? ¡Es majestuoso!
Algunos cambios me habían resultado un poco desconcertantes, pero al ver la cúpula comprendí con gran satisfacción personal que ahora mi clan era lo bastante rico para costear un símbolo de su poder. Sabía que las salas con cúpula eran la expresión final de la grandeza, y desde mi partida hacia Taneth dieciocho meses atrás había envidiado las cúpulas de otras ciudades. Ahora teníamos una propia y más grandiosa que cualquier otra al norte de Pharassa.
Era evidente por qué Lijah Foryth deseaba poner sus manos en el contrato de Hamílcar. ¿A cuánto ascenderían entonces las deudas de Hamílcar? Estaba obteniendo una quinta parte de los beneficios; sin duda, esa suma tenía que ser más que suficiente para pagarle a cualquier acreedor.
Los dos centinelas dispuestos junto a la puerta, vistiendo uniformes nuevos y en postura mucho más alerta, nos saludaron cuando atravesamos el patio, que ahora tenía una fuente esculpida en forma de tigresa. Mi madre estaba al pie de la escalera, acompañada por el consejero principal, Atek, y un pequeño comité de recepción formado por oficiales y servidores. La sorpresa de mi madre no pareció menor que la de mi padre, pero su bienvenida fue un poco más reservada. Ella no había cambiado en nada, pero sus ropas eran de mejor calidad y el broche que recogía sus cabellos ya no era de plata sino de oro.
—Prometiste que estarías fuera sólo tres meses —me dijo. —Nunca destaqué demasiado en aritmética.
Sonrió con cariño.
—Tu hermano quiere saber dónde has estado. Ha crecido tanto que difícilmente lo reconocerás.
—Ya cumplió los siete años, ¿verdad? —comenté, advirtiendo que no recordaba la fecha del cumpleaños de Jerian.
—El mes pasado. Courtiéres le dio lecciones con la espada y desde entonces no ha dejado de agitarla por aquí y por allá.
Le presenté a Palatina y a Ravenna, y saludé al consejero principal, Atek, cuyas ropas seguían tan arrugadas como siempre, aunque su cintura parecía haberse expandido un poco. Entonces nos acercamos a la sala de recepción, donde se había preparado una bienvenida para Hamílcar. Ésta era amplia, de techos altos, que habían sido sobrecargados de dorados durante mi ausencia. Uno de los lados conectaba con la galería situada al sur, de cara al mar. Los servidores llevaban pequeñas copas de vino azul y sus libreas también eran nuevas. ¿No sería más sencillo enumerar las cosas que seguían sin modificar? Lepidor había estado en un tiempo tan venida a menos que cualquier cambio hubiese sido una mejora. Sin embargo sentí nostalgia por las antiguas libreas desgastadas con sus remiendos descosidos y en los que la estilizada foca, emblema de Lepidor, había perdido la aleta o la cola.
Conversé por un rato con mis padres y con Atek sobre los últimos sucesos (la explicación de lo sucedido en la Ciudadela tendría lugar más tarde y sería secreta) y luego busqué a Palatina, recordando la expresión triste de su rostro cuando nos acercábamos al palacio.
La encontré en un extremo del balcón, con la mirada fija en los jardines del palacio que daban al mar. En una mano sostenía una copa de vino vacía. A la izquierda flameaba la bandera del Dominio, izada en la azotea del templo, ahora una planta más elevada que antes.
—¿Qué te perturba? —le pregunté sin preámbulos al aproximarme a ella.
Palatina no se volvió hacia mí.
—La cúpula y todo lo demás. Supongo que es envidia. Vuestra cúpula es parecida a la que teníamos en Cantenar, quizá algo más pequeña. Pero no es eso lo que quiero decir. Te envidio a ti, Cathan. Aquí posees la vida y la seguridad que yo perdí hace once años. Un hogar, padres que te aman, incluso aunque no sean tus padres biológicos, y un hermano. Mi padre murió hace once años; mi madre siempre sostuvo que había sido envenenado. Pero incluso antes de eso no logré verlo demasiado. Nunca le agradó la familia de mi madre y por eso yo siempre acababa en el territorio de Canteni cuando él estaba en Selerian Alastre. Y mi madre estaba siempre demasiado ocupada. También ella viajaba casi siempre a la capital para estar con el emperador y su gente. No era demasiado entretenido, ni siquiera cuando la acompañaba, pues no era una ciudad agradable. Siempre tuve tutores, maestros de lucha, compañeros... pero jamás tuve padres.
No había en la voz de Palatina ningún rastro de autocompasión, sólo una ligera tristeza.
—Cuando murió Perseus —prosiguió— pareció que las cosas cambiarían. Había tanto por hacer, Mantas posibilidades. Orosius pudo haber sido tan brillante, tan ejemplar, la última oportunidad de demostrar que los Tar' Conantur merecían el esfuerzo que se les brindaba. Y en lugar de eso forjó una alianza con el Dominio y, según me he enterado, en los últimos tiempos envió a todos los que le disgustaban a una enorme prisión en un castillo, y no se supo nada más de ninguno de ellos. El Dominio destruye todo cuanto toca, es como una plaga, una maldición. Y ahora llego aquí, a este sitio idílico donde vives, y veo que la gente del Dominio sigue igualmente activa.
Me dejó absorto el odio profundo que había en su voz, un odio del que antes no me había percatada.
—Vamos a detener al Dominio —le dije inseguro.
—Sí, pero nos encontramos aquí mismo con una amenaza y aún no hemos comenzado. En eso consiste la familia Foryth. El Dominio ataca en sitios difíciles de distinguir, es insidioso. Si tan sólo contásemos con unas pocas de las legiones de Aetius el Grande, las cosas serían muy diferentes. Pero mira eso: ¿podrían incluso sobrevivir aquí?
Como si todo el planeta escuchase sus palabras, noté que un grupo de nubarrones empezaban a concentrarse en el este, elevándose cada vez más mientras los seguía con la mirada. Otra tormenta. El legado del Dominio. Palatina tenía razón; bastaba con mirar por la ventana para comprender por qué debía odiarlo. Regresamos dentro y le mencioné los nubarrones a mi padre. —¿Vienen desde el este? —indagó.
Asentí con la cabeza.
—En las últimas semanas, las grandes tormentas han venido en su mayoría del este. Durante un tiempo llegaban del oeste, contra los vientos predominantes, y comenzábamos a preocuparnos. Al menos ahora parecen llegar como es habitual.