Herejía (54 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Herejía
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Mientras la manta navegaba a toda prisa, desafiando las tormentas y los arrecifes, Jerezius nos contó cuanto sabía. El rey no sólo había muerto, y no era el único. Había sido asesinado.

Sucedió al parecer durante una sesión nocturna del Consejo. El rey se había reunido con dos de sus hijos y otros tres líderes de clanes. Era una reunión de rutina, aunque era poco habitual que hubiese tantos líderes de clanes en Pharassa a la vez. Según los supervivientes, seis asesinos vestidos de negro, cada uno armado con un par de cortas espadas, penetraron rompiendo las ventanas. Casi todos los de la reunión iban desarmados y no tuvieron oportunidad de defenderse. Jerezius había visitado el palacio poco después, aquella misma noche, y vio el resultado de la carnicería: la sangre chorreaba por las paredes y formaba charcos en el suelo; por todas partes podían verse cuerpos mutilados y fragmentos de cristal.

El rey, su hijo mayor, dos ayudas de cámara y el conde del clan Carvulo habían muerto durante el asalto. Otros dos ayudas de cámara, el hijo segundo del rey y otras tres personas lograron sobre vivir con heridas menores. Un tercer conde se debatía entre la vida y la muerte.

Ese tercer conde era Moritan. Fui a verlo al hospital, pero estaba inconsciente y tan pálido como si ya hubiese muerto. Había luchado contra dos de los asesinos portando apenas una daga y logró herir gravemente a uno de ellos, pero había sido apuñalado en un costado y en un hombro. Lo recordé en Taneth, lleno de vida y de profundo cinismo. Deseé acabar con esos asesinos, pero nadie sabía dónde estaban.

Tras el primer ataque, habían embestido contra el virrey, a quien encontraron en el pasillo unos minutos más tarde. Pero Arcadius pertenecía a los Tar' Conantur y los miembros de esa familia eran difíciles de matar. El virrey logró esquivar el ataque y, tras coger una pica que había en un muro, cargó contra ellos. Cuando los guardias se acercaban corriendo, los asesinos decidieron que la discreción era un aspecto conveniente del valor y se esfumaron en la noche. Huyeron en dirección al puerto. Allí robaron una raya y se adentraron en el mar, donde sin duda había un buque esperando para recogerlos.

Todos estaban atónitos. No había sucedido nada semejante en mucho tiempo. Una masacre de este tenor, incluyendo entre sus víctimas al rey, superaba con mucho el límite tolerado de las disputas entre clanes.

—El emperador se pondrá furioso —opinó el capitán de la manta—, y es probable que se culpe a los haletitas. Se lo tienen merecido; es el tipo de atentados que los distingue.

Sin embargo, como bien señaló Palatina, ésa era una conclusión demasiado obvia. ¿Qué ganarían los haletitas con la muerte del rey? No podíamos imaginarlo.

Los jefes de clanes que no habían estado presentes durante el atentado y los herederos de quienes habían muerto se habían presentado unas pocas horas más tarde. Y a la mañana siguiente Arcadius presidió un congreso de emergencia que designó al hijo segundo del monarca asesinado heredero del trono.

Realmente no existía otra opción. El hijo mayor, que hubiese sido un buen rey, estaba muerto, y el más pequeño era un gandul carente de toda habilidad. El hijo segundo tenía la mayor parte de los talentos de su padre y, aunque no poseía la inteligencia de aquél, era de todos modos competente o capaz de pensar por sí mismo. Era evidente que Arcadius (un aristócrata que promediaba los cincuenta años, dotado de un aire de autoridad imperial) lo apoyaba y, durante el congreso, había pronunciado un brillante discurso elogiándolo. Aunque todo nuevo líder de un clan, incluyendo al rey, debía ser aprobado técnicamente por el virrey, éste no podía oponerse a ningún candidato. Como fuera, Arcadius dio su firme consentimiento al hijo segundo y, dado que el candidato reunía los requisitos necesarios, el congreso lo confirmó como nuevo rey.

Para nosotros representó un desastre. Se trataba de un fanático religioso que se había rodeado a sí mismo de consejeros del Dominio para asegurarse que todo Océanus fuese fuerte en la fe y en la obediencia a las autoridades del propio Dominio. Lo que implicaba que ahora ya no contábamos con aliados en los altos cargos; el nuevo rey alentaría a Midian y le ofrecería su más sincera bendición, mientras que al virrey no le preocuparía nada que no pusiese en jaque su posición o la del emperador.

Sin percatarnos de que lo peor estaba por venir, permanecimos de pie, reacios, para saludar al nuevo rey, que se había situado en el centro de la sala del consejo, flanqueado por el exarca y el virrey. Tras el funeral, se nos convocó para una nueva reunión a fin de resolver algunas cuestiones urgentes. Una de ellas era decidir quién sería el suplente de Moritan.

Los médicos del palacio habían dicho de manera desalentadora que la recuperación de Moritan podía llevar varios meses, si es que sobrevivía, por lo que debía decidirse quién se encargaría de los asuntos del clan Delfai mientras tanto. Moritan no tenía ningún heredero varón y no había en su familia nadie con experiencia suficiente para gobernar en su lugar. Me constaba la existencia de una norma que podía poner fin al condado de Moritan incluso si éste finalmente sobrevivía. Otra familia podía aprovechar la oportunidad para desplazar a la familia de Moritan con la excusa de que su líder no estaba en condiciones de gobernar.

Ya que la hija de Moritan no podía asumir el poder (no se permitía que las mujeres fuesen líderes de un clan), el congreso votó al avarca de Delfai como sucesor en tanto Moritan se recuperase o muriese. Mi padre había postulado a otro candidato, el cuñado de Moritan, pero fuimos superados en votos y obligados a aceptar la decisión de la mayoría.

—Algunos han estado gastando mucho dinero —comentó mi padre más tarde, furioso. Aunque por lo general los resultados eran parejos, en esta ocasión apenas otros tres condes, incluido Courtiéres, habían votado a favor de su propuesta.

—Lexan parece un gato que acaba de hacerse con un bote de nata —comentó Courtiéres señalando el sitio donde estaba sentado el conde de Khalaman, que tenía una expresión de plena satisfacción.

—No tiene dinero suficiente para sobornar a tanta gente. O bien el Dominio desea más control o bien Foryth está haciendo cuanto puede por importunarnos

Tras decir lo último, mi padre nos dirigió una nerviosa mirada: —¡Foryth! —estalló—. ¿Creéis que tiene algo que ver con todo esto?

—¿Asesinar a un rey para obtener un contrato de hierro? Supongo que ni el mismo Foryth haría eso.

Manteníamos la voz bien baja, para no ser oídos por los condes que nos rodeaban en los asientos cercanos. La sala del congreso consistía en una estructura circular con sus hileras de asientos divididas en compartimentos, uno para cada clan, que se repartían rodeando el eje central.

—Puede ser, pero la sucesión de los acontecimientos es muy sospechosa.

Mi padre estuvo hosco y malhumorado durante los cinco días que permanecimos allí, aunque en ningún momento manifestó verdadero pesar, ni siquiera en privado. El rey fallecido no había sido exactamente su amigo, pero tampoco habían tenido conflictos y se conocían entre sí desde hacía cuarenta años.

El último día del congreso, cuando las cuestiones pendientes estaban casi acabadas, nos abordó a la salida del salón el conde de Tamathum, perteneciente a un clan de la facción de Pharassa. Había votado a nuestro candidato cuando se decidió la suplencia de Moritan.

—Elníbal —dijo casi en un susurro—, no soy uno de tus aliados, ni de Moritan, pero no me agrada lo que ha sucedido aquí y me siento en la obligación de hacerte una advertencia. Aleja a Moritan de la ciudad, llévalo al hospital de Courtiéres en Kula. Si sigue aquí, habrá muerto en menos de un mes.

Antes de que pudiésemos hacerle ninguna pregunta, Tamathum ya se había marchado, perdiéndose entre la multitud. Sin embargo, seguimos su consejo y conseguimos trasladar a Moritan al hospital de Courtiéres. Además de ser un lugar seguro, el hospital de Kula era el mejor de Océanus.

Previamente a nuestra partida, el nuevo rey leyó una proclama en el congreso. En ella declaraba que las herejías eran el flagelo de nuestros tiempos y que no toleraría la existencia de ninguna en Océanus. Proporcionaría a los avarcas e inquisidores mayores poderes para llevar adelante sus interrogatorios y para tratar con los que adoraban a falsos dioses. Decretó también que cualquier persona que pusiese un pie en las costas de Océanus de la que se conociesen o sospechasen herejías recibiría su merecido.

Arcadius no abrió la boca pero sonrió con benevolencia. Sin duda, el emperador aprobaría que uno de sus reyes súbditos borrase del mapa todas las perturbadoras herejías que quebraban la paz imperial de tanto en tanto.

La proclama implicaba además que Midian contaría con el poder necesario para interrogar a la gente del Archipiélago en su tribunal. En el viaje de regreso, Palatina, Ravenna y yo intentamos hallar algún modo de frustrar sus maniobras, pero no llegamos a ninguna conclusión. Mi padre había llevado con nosotros a Palatina para contar con su consejo, y a Ravenna para que Midian no la importunara durante nuestra ausencia.

Ahora, de nuevo en mi habitación de Lepidor, miraba, absorto, las paredes preguntándome qué habíamos hecho para merecer todo esto.

A la mañana siguiente supe que nos esperaban más malas noticias. La partida de la gente del Archipiélago debería retrasarse otra semana; al parecer alguien había introducido una piedra en la abertura del motor de babor de la
Esmeralda
, ocasionando destrozos y otros daños que, de no haber sido detectados, hubiesen provocado una implosión desde el centro cuando la manta se hubiese sumergido. Sagantha estalló de ira pero no pudo culpar a nadie (de algún modo, el saboteador se había infiltrado entre nuestros centinelas) .

Dos actos de sabotaje y aún no habíamos podido capturar al saboteador; no teníamos una idea siquiera de quién podía ser. —Lo más probable es que sea obra del Dominio —dijo Ravenna—. Foryth no gana nada manteniendo aquí a los viajeros del Archipiélago.

—No es bueno para nosotros —señaló Palatina mientras hacía sisear el borde de una hoja de césped. Era el final de un día cálido, más cálido que cualquier otro en varias semanas, y estábamos tumbados en los jardines de palacio.

—Midian todavía no ha reaccionado ante la proclama, pero no dudo de que pronto lo hará. ¿Hay algún modo de distraerlo? ¿Quizá provocar otro problema que no le permita pensar en detener a los viajeros?

—No olvides que también podría arrestarnos por obstruir su trabajo —advertí.

—¿Puede hacerlo ahora? —dijo detrás de mí una voz que no oía desde hacía años—. Siempre podría intentarlo.

Observé cómo los ojos de Ravenna se abrían de par en par por la sorpresa y su mirada se desviaba hacia mis pies y luego hacia algún punto indefinido.

El hombre que había de pie detrás de mí hacía parecer pequeña incluso a Palatina; su estatura me había dejado estupefacto durante su última visita, cuando yo tenía trece años, y no era menos impresionante ahora. Medía más de dos metros y medio de altura y la contextura de su cuerpo era igualmente admirable. El Visitante era la persona más gigantesca que jamás hubiese visto, o de la que tuviese noticias. De hecho, era casi aterradoramente grande y, pese a la sonrisa en su curtido rostro, había en él algo siniestro, casi amenazador. Sus ojos verdes conducían a profundidades en las que no me atrevía a penetrar; parecía inmerso en una espeluznante y oculta oscuridad.

—Visitante —dije, de pronto avergonzado por no conocer su nombre de pila.

Palatina sonreía.

—¿También conoces a Cathan? —le preguntó ella al gigante.—¿Por qué no iba a conocerlo? Lo he tenido a mi cargo tanto como a ti.

—¿Quién eres tú? —preguntó Ravenna. Su voz tenía su habitual tono imperativo y supuse que le resultaría difícil ser altiva ante ese hombre.

—Cathan me conoce como el Visitante y Palatina por otro nombre, que te diré en cuanto me digas el tuyo.

Ella no pareció intimidarse.

—Soy Ravenna Ulfadha, de Qalathar. —¿Ravenna la maga?

—¿Entonces me conoces?

—He oído hablar de ti. A propósito, ¿te suena el nombre de Tanais Lethien?

—Sí, de las páginas de la Historia —afirmó ella entrecerrando los ojos—. Era el general de Aetius.

—Sigo siendo general de Aetius, pero él encontró la paz hace mucho tiempo mientras que yo todavía la busco.

—Eso fue hace doscientos años.

Como a Ravenna, me resultaba difícil de creer. ¿Cómo podía ser él Tanais Lethien? Ya hacía cincuenta años del final de la guerra, así que ahora debería de tener más de doscientos cincuenta años. Era imposible.

—El tiempo no transcurre a la misma velocidad para todos —señaló Tanais.

—Él es Tanais Lethien —intervino Palatina—. Confiad en mí. Y ¿qué haces tú aquí? —le dijo al recién llegado.

—Podría preguntarte lo mismo. Me llevó meses averiguar adónde habías ido y, antes de que pudiese ir allí para buscarte, se produjo una nueva estupidez que debí resolver.

—Adónde había ido... ¿Qué quieres decir? —¿No lo recuerdas?

Palatina negó con la cabeza.

—Perdí la memoria. Lo primero que recuerdo es despertar en casa de Hamílcar en las afueras de Taneth. He recuperado algunos recuerdos, pero todavía hay muchas cosas de las que no me acuerdo. Ni siquiera sé si las cosas que recuerdo son auténticas.

—¿Sabes quién eres? —indagó Tanais con rostro inescrutable. —Creo que soy Palatina Canteni, hija del presidente Rheinhardt Canteni y de la princesa Neptunia... ¿Es así?

Noté en sus facciones incertidumbre y preocupación, y de pronto me pareció mucho más joven.

—Así es. Ésa eres tú.

Palatina soltó un grito de felicidad que llegó a espantar a unas aves cercanas. Me alegré por ella: al fin sabía sin dudas quién era y confirmaba que los recuerdos que había recobrado eran auténticos.

—¿Quién es entonces Cachan? —preguntó Palatina—. Todo lo que sé es que es mi primo.

La sonrisa desapareció del rostro de Tanais cuando se volvió hacia mí.

—Lo siento, Cathan, pero todavía no puedo revelártelo. La ansiedad se apoderó de mí.

—¿O sea, que ahora te irás por otros siete años sin decirme quién soy? ¡Ya tengo veinte años, por el amor de Thetis! ¿No crees que tengo derecho a saber quiénes fueron mis verdaderos padres si es que puedes decírmelo?

Tanais mantuvo la calma.

—Cuando te lo diga te verás obligado a irte de Lepidor. No habrá opción para ninguno de vosotros. La única diferencia es que Palatina siempre supo quién es y no puedo dejar de confirmárselo.

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