Herejía (57 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Herejía
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—¡Cathan! —gritó Ravenna, que llegó corriendo a mi encuentro—. No hay tiempo. ¡Debes ayudarme!

Vi cómo Tanais recostaba a mi madre y me hacía gestos de que me apurase, pero no se me ocurrió por qué.

Ravenna me cogió de las manos y, antes de que comprendiese con exactitud qué estaba haciendo, inició el contacto mágico entre nosotros.

—¡Ayúdame! —me dijo dentro de mi propia mente— ¡Libera magia!

Cerré los ojos y permití que la inconsciencia fluyera en torno al nexo entre ambos, descendiendo a través de los estratos del cuerpo en dirección a la mente, todo el trayecto hasta el límite del campo del alma. Me encontré flotando en las tinieblas infinitas, en medio del extraño campo de la mente que ninguno de los dos comprendía. Pero sabía qué tenía que hacer.

Me abrí paso entre la nada en dirección a ella y, por un momento, sentí nuevamente esa indescriptible sensación de unidad que me había absorbido cuando sellamos nuestras magias. Pero en esta ocasión nos movíamos como una única entidad para echar abajo las barreras y recuperarlas.

Sentí como si un torrente, una auténtica marea, corriese por mi interior. Y luego, un instante después, comenzamos a separarnos. Mi cuerpo se electrificó a medida que la magia volvía a sus cauces, la extraña mezcla de Sombra y Agua proveniente de mi aprendizaje y sangre.

Entonces comprendí por qué Ravenna había querido hacerlo en ese momento y, de forma abrupta, devolví la mente a mi propio cuerpo. El salón era un infierno de llamas y humo, y de todos sitios partían gritos. En el centro del salón, el camarero se había convertido en una antorcha humana, con la boca convulsionándose en un alarido silencioso a medida que su cuerpo se consumía.

Convoqué mi poder mágico, el poder innato del Agua, que tan rara vez había empleado, y vacié la mente por primera vez en semanas (hacerlo me resultó tan arduo como durante mi aprendizaje). Me sentí fuera del salón en llamas, junto al calmo mar de la tarde, y conduje así dentro del ambiente toda la potencia de una tonelada de agua de mar, a la vez que las llamas que me rodeaban eran asfixiadas por la Sombra. La ola me golpeó de lleno, arrojándome de espaldas contra la pared, y me deslicé bajo su superficie, aún lo bastante consciente de cuanto estaba sucediendo para saber que no podría arriesgarme a ser visto; al menos no si quería seguir vivo pasada la tarde.

Cuando abrí los ojos deduje que las llamas no habían sido originadas con nafta, ya que el agua las había dominado y la nafta arde en el agua. Sin embargo, también era posible que el impacto repentino las hubiese sofocado.

El agua me llegaba a la altura del cuello y me asomé a la superficie para ver a mi alrededor.

El fuego se había apagado y el salón estaba iluminado apenas por las luces de éter que llegaban desde fuera de las ventanas; las cortinas debían de haberse desgarrado. Entonces pude ver rostros y figuras: Palatina, la inmensa silueta de Tanais junto a mi madre, algunos de los integrantes del consejo. También noté la ausencia de otros.

—Que todos se aferren a algo —dijo Tanais con voz de repente demasiado fuerte para lo que se había convertido en un espacio mucho más pequeño. Avanzó entonces saltando en dirección a la ventana (el agua sólo le llegaba a él un poco por encima de la cintura). Con una mano se apoyó en el muro, mientras que con un pie abrió la ventana de una patada, permitiendo que el agua marina se derramase sobre la terraza y llegase al jardín. Sentí un tirón, pero estaba demasiado aferrado a algún objeto pesado para que el agua me arrastrase. A medida que descendía el agua, descubrí que era la mitad de una mesa.

En aquel momento, las puertas se abrieron, y la luz y la gente se precipitaron dentro del salón. En el suelo yacían cuatro o cinco cadáveres horriblemente carbonizados (podía verlos incluso en la penumbra). Los demás nos miramos mutuamente con confusión. Me era imposible admitir que la destrucción que había asolado mi ciudad en el transcurso de esa tarde se debiese a la traición de ese único hombre, convertido ahora en un achicharrado cadáver en el suelo. Ese hombre que había sido uno de nuestros más fieles servidores.

Después de lo que había sucedido, mantener a los familiares y a los invitados esperando no tenía ningún sentido, así que ordené a los guardias que abrieran las puertas para permitir que todos volvieran a sus casas. Nada quedaba de los muebles del salón donde habíamos estado, apenas fragmentos calcinados y cenizas.

Los guardias, algunos de los cuales lloraban sin disimulo, alzaron los cuerpos del camarero, sus dos compañeros y los dos consejeros que habían muerto. Uno de ellos era Mezentus. Me pregunté qué le iba a decir a su hija, una joven de mi edad que, ahora, había perdido a sus dos padres.

Pero los problemas no habían acabado ni siquiera esa tarde. Dos minutos después de abrir las puertas apareció Midian escoltado por cuatro sacerdotes y el mago de la mente, irrumpiendo con violencia en el palacio y exigiendo saber qué había sucedido. No estaba de humor para tolerar la arrogancia de ese haletita, y su tono era tan insultante que a duras penas logré contener los deseos de arremeter contra él.

—Mucha gente ha muerto aquí como consecuencia de un acto de traición, pontífex. En ausencia de mi padre, me corresponde sólo a mí ocuparme del asunto.

—Te equivocas por completo, vizconde.

—En el presente momento soy conde, avarca Midian.

Era preciso que hubiese en todo momento un conde a cargo del clan. Mientras mi padre estuviese enfermo ese título me correspondía a mí.

—Eso es irrelevante. Alguien empleó esta tarde magia del Agua, y ésa es una herejía de la peor especie. Mi mago mental examinará a todos los que estaban presentes para hallar a los responsables y encargarnos de ellos.

—No harás nada semejante, Midian. Mi padre ha sido envenenado y quizá no sobreviva. Cinco integrantes de mi clan están muertos, mi palacio estuvo a punto de ser destruido por la magia del Fuego y sólo ese mago del Agua, quienquiera que sea, consiguió salvarlo. Le debemos la vida, Midian.

—Cathan, dirígete a mí con el debido respeto y mantente apartado de este asunto o serás acusado de herejía por encubrir a los herejes.

—Si hiciese tal cosa estaría violando el Código —advertí casi perdiendo la paciencia. El Código era un conjunto de antiguas leyes de Thetia sobre el cual nos habían instruido en la Ciudadela y que exigía un lazo de lealtad al clan mucho más fuerte que el que sentía la mayor parte de la gente. Sólo lo empleaban algunos de los clanes de thetianos más tradicionales, incluyendo el de Palatina.

—Si tú respetaras el Código, quizá. Pero esto no es Thetia y no puedes engañarme de ese modo.

—Tiene razón —gruñó Tanais con una expresión en el rostro que me pareció terrorífica incluso pese a no estar dirigida a mí—. He sido yo el responsable de la magia del Agua de esta tarde, y te sugiero que borres de tu memoria que sucedió algo semejante. No hay nada que puedas hacer contra mí.

Con un breve gesto me indicó que no dijese nada, y la verdad es que no pensaba hacerlo, al menos no todavía. Él podía defenderse a sí mismo mejor que yo. Si es que en verdad era Tanais Lethien.

—Eres un hereje y te arresto en nombre del Dominio. —Dirígeme tus insignificantes y patéticas palabras si quieres, sacerdote, pero ten cuidado porque no lo pensaré dos veces antes de eliminaros a ti o a cualquiera que se interponga en mi camino, incluidos tus guardias, Cathan. Y a ti, sacerdote, te sugiero que abandones el palacio en este preciso momento.

Midian clavó con furia la mirada en Tanais, luego la desvió hacia mí. Sus ojos destilaban un odio tan puro que me produjo escalofríos. No había en su rostro ninguna señal de temor.

—Me encargaré de verte arder en la hoguera —dijo Midian entonces. Dio media vuelta y salió del salón. Sus sacerdotes lo siguieron con expresión impasible y un silencio sepulcral.

No supe con certeza a quién había dirigido sus últimas palabras.

Aunque estaba agotado, aún no podía irme a la cama. Había dos cosas más de las que debía encargarme y sólo podía postergar hasta el día siguiente una de ellas, si es que de verdad iba a hacerla. Les pedí a Palatina y a Hamílcar que fuesen a la oficina de mi padre, que volvía a ser la mía (por enésima vez en esa tarde deseé que no lo fuera). Fue imposible encontrar a Ravenna.

—Hamílcar, ¿crees que Foryth está detrás de esto? —dije cuando nos sentamos. El mercader tanethano se veía exhausto, pero Palatina no parecía en absoluto cansada, sólo triste.

—Podría ser —indicó Hamílcar con cautela—, pero lo dudo. Si fuese él, no podría estar actuando solo. Las grandes familias acaban siendo destruidas cuando atacan a un clan de semejante modo, así que en ese caso Foryth debería contar con el apoyo de alguien más.

—En menos de un mes hemos sufrido un ataque pirata, un levantamiento de nativos, un intento de sabotaje en el puerto, el asesinato del rey y ahora este envenenamiento —intervino Palatina—. Todos esos sucesos, ocurridos en tan poco tiempo, deben de estar conectados de algún modo. Todo lo ocurrido ha traído inconvenientes o ha dañado directamente a Lepidor, incluida la muerte del rey.

—Foryth jamás hubiese hecho algo semejante. Se trata de un asesinato político de máximo nivel, un magnicidio, y una gran familia sencillamente sería incapaz de asimilar sus consecuencias.

—Pero parece haber un nexo incluso ahí —señalé—. La disputa con Canandrath, que comenzó a la vez, el hecho de que Moritan cayese en el golpe, el ataque fallido contra Arcadius.

—Si hubiese muerto Arcadius, ahora estaríamos en medio de una guerra declarada —opinó Palatina—. Orosius habría perdido los estribos. Me parece que nunca estuvo en los planes asesinar lo y que fue atacado sólo para crear enfrentamientos entre los thetianos.

—Si Foryth tuvo algo que ver con los atentados —advirtió Hamílcar—, es porque alguien lo dirige como a una marioneta. —¿Quién? ¿Quién desearía atacar al imperio de semejante modo?

—Los haletitas.

—Esa hipótesis no nos conduce a ningún sitio —dijo Palatina con desdén—. Los haletitas carecen de flota, los thetianos no tienen un ejército lo bastante importante.

—Los haletitas podrían esperar que los thetianos culpasen a Foryth y destruyesen Taneth en su lugar.

—¡Creo que ni siquiera Orosius podría ser tan estúpido! —comenté.

—Orosius es un Tar' Conantur —sentenció Hamílcar extendiendo las manos—. ¿Quién sabe cuáles son sus intenciones?

—No estamos locos —afirmé, y en seguida advertí que era la primera vez que me veía como uno de ellos.

—Pero sí lo está la mayoría. Suponiendo, por supuesto, que sea lo que dices ser. Yo siempre he sido algo escéptico al respecto. —Pregúntale a Tanais —soltó Palatina.

—Sólo los Elementos saben quién es él. ¿Cuántas personas de doscientos cincuenta años de edad habéis conocido? —contraatacó Hamílcar con sorna.

—Ése no es el tema —respondió Palatina—. ¿Cuál crees que será la próxima jugada de Foryth?

La expresión de Hamílcar se tiñó de seriedad.

—Si es que él lo hizo, Foryth no envenenó al conde Elníbal sólo porque sí. Sin duda intentaba matarlo y eso debía de reportarle algún tipo de beneficio. Sospecho, Cathan, que su próximo movimiento será sobre ti y consistirá en algo diferente. En el lapso de unos pocos días o semanas sucederá algo nuevo. Quienquiera que haya llevado adelante todos estos sucesos, tenía todo cronometrado de un modo demasiado perfecto para que pensemos en una coincidencia. Al cabo de unos pocos días, tras una o dos semanas en la oscuridad, el enemigo oculto, sea quien sea, volverá a atacar. Y esta vez, supongo, querrá que su golpe sea definitivo.

CAPITULO XXVIII

La mañana siguiente fue atroz.

Desperté muy temprano de un sueño sin descanso plagado de pesadillas y entonces recordé todo lo que había sucedido el día anterior. No tenía manera de saber si Elníbal estaba aún con vida: todavía no debían de haber llegado siquiera a Kula.

No tenía apetito, así que me fui a nadar, pero tampoco eso me fue de ninguna ayuda. El recuerdo de la tarde previa aparecía en todo lo que veía y, buceando en el mar, sentí, de repente, que volvía a estar en el salón en llamas.

De regreso al palacio me topé con Tanais en el pasillo, a punto de descender al puerto para coger el Parasur rumbo a Pharassa. —¿Ya te vas? —le pregunté.

—No puedo permanecer aquí, no después de lo que Midian dijo anoche. ¿Por qué tenías que hacer uso de tu magia? Yo podría haberme ocupado del problema y no estaríamos ahora en semejante situación.

—Tú no eres mago, ¿qué podrías haber hecho? —le dije.

Aún me sentía lleno de furia y agresividad. Su infinita paciencia me exasperaba; no parecía haber notado siquiera la hostilidad de mi tono.

—Mi medallón está cargado de magia del Agua. Carausius lo dotó de magia antes de morir. Ya no le queda demasiada pero hubiese bastado para apagar el fuego y, proviniendo del medallón, el mago mental no hubiese podido detectarla.

—¿Cómo iba yo a saberlo?

—Te grité a distancia y tú me viste, pero en ese momento estabas demasiado ocupado en aquel extraño ritual con Ravenna para comprender lo que te decía. ¿De qué se trataba?

—Cuando el mago mental desembarcó en Lepidor, cada uno de nosotros selló la magia del otro para que no pudiese detectarla. Ravenna fue quien decidió liberarla ayer.

—Ella no podía saberlo, pero te puso entonces en un peligro aún mayor que el que pueda representar Midian. No creo que transcurra más de una semana antes de que el avarca comprenda lo que ha sucedido realmente. Después de eso, te verás obligado a encontrar alguna manera de neutralizarlo o, en su defecto, a partir de Lepidor.

—Pues bien, muchas gracias —dije con amargura.

Una nueva metedura de pata... ¿Cuál sería la siguiente? —¿Cuándo regresarás? —añadí—. Eso, por supuesto, considerando que todavía estemos aquí y no hayamos sido arrestados por la Inquisición.

—Volveré en un mes. Cuídate y recuerda que aquí nadie es lo que parece ser.

Se volvió y comenzó a avanzar hacia la puerta. No me molesté en seguirlo.

—¿Qué se supone que significa eso? —grité a sus espaldas, pero no obtuve respuesta.

O sea, que ahora, gracias a Ravenna y a mi propia ceguera y estupidez, el Dominio estaba a punto de descubrir que yo era un mago. Incluso entonces no acabé de comprender qué implicaba eso, pero entonces recordé la advertencia de Tanais: me vería obligado a huir.

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