—No tengo ni idea.
Se produjo un nuevo estallido y, cuando mis oídos se recuperaron, oí gritos que llegaban desde el palacio.
—¿Crees que estamos siendo atacados? —aulló el centinela al que yo había estado apuntando. Por su voz parecía ser muy joven, quizá incluso más joven que yo.
—¡Venid, desde aquí se puede ver! —clamó el que estaba en el extremo más lejano—. Algo está ardiendo en el puerto.
Observé con incredulidad cómo todos los guardias abandonaban sus posiciones y corrían a reunirse con su camarada. —Parece que el destino nos acompaña —dijo Ravenna mientras corríamos hacia la puerta, que estaba cerrada con llave, pero no por mucho tiempo, ya que en seguida la disolví con un toque de magia de la Sombra.
Tras la puerta, una escalera de caracol comunicaba con una sección y tenía puertas en cada una de las plantas. Por eso, aunque a nuestro paso escuchamos gritos y el sonido de gente corriendo por los pasillos, nadie nos vio ni nos detuvo.
Cuando llegamos al parapeto del techo situado entre los árboles del jardín superior, orienté la mirada en dirección al puerto Y comprobé qué estaba sucediendo. Una goleta pesquera estaba en llamas y, por sobre el puerto submarino, se desplazaba la silueta inconfundible de una manta, iluminada desde abajo por la carga de sus cañones y los torpedos de éter que salían de su casco. Un ala estaba sumergida y parecía estar seriamente dañada. Debía de ser la manta en la que había desembarcado Etlae.
Entonces cesó el fuego y vi cómo las oscuras aguas abrían un surco indicando que algo más se movía bajo la superficie. Hamílcar no era capaz de hacer algo semejante: era demasiado sensato. Y no había nadie más en libertad... De algún modo, sin necesidad de que nadie se lo pidiera, comprendí entonces que la manta que zarpaba era la
Esmeralda
y que Tétricus estaba a bordo.
No tuve mucho tiempo para admirar el paisaje. A unos pocos metros de nosotros vimos a un centinela sacri de pie, contemplando impasible la lejanía del puerto detrás de su máscara mientras su túnica ondeaba con el viento. En esta ocasión no fuimos tan afortunados. El hombre se volvió hacia nosotros blandiendo la espada.
Nunca llegó a tocarnos: Ravenna ya empuñaba su ballesta al alcanzar la azotea y, antes de que el sacri avanzase, apuntó y le disparó. Una mancha roja brotó de su túnica y el hombre miró hacia abajo en dirección al dardo que había traspasado su armadura. Bruscamente cayó de rodillas y luego se desplomó hacia adelante, dando con el rostro contra el suelo mientras todo él se estremecía. Debió de recibir el proyectil en el corazón, porque en un instante cesó de moverse.
—Ahí tienes, jodido carnicero —dijo Ravenna con la voz quebrada y, cuando alcé el rostro hacia ella, noté que lloraba. Estaba muy tensa.
—¿Qué ocurre? —le pregunté mientras le tocaba el hombro y ella cogía la ballesta para volver a prepararla.
—Los odio —advirtió, y de repente perdió el control—. Mi hermano. Lo mataron cuando tenía sólo siete años.
¡Dulce Thetis! ¡No tenía ni idea de que hubiese sucedido algo semejante! Se apoyó sobre mí durante un momento, sollozando en mi hombro, y yo permanecí quieto, sin que se me ocurriese nada que decir.
Cuando recuperó la compostura, se secó el rostro con el borde de su camiseta.
—Gracias —me dijo sin aclararme el motivo.
Me apreté el impermeable contra el cuerpo. Comenzaba a levantarse viento y el cielo sobre nuestras cabezas ya estaba por entero cubierto de nubes. Las luces que partían del puerto me permitieron ver una columna de gente que se acercaba por la avenida principal.
—Échate al suelo, de prisa —me susurró Ravenna—. Desde aquí es muy fácil que nos vean.
—Está demasiado oscuro —objeté, pero de todos modos me eché a una altura desde la cual apenas alcanzaba a ver por encima del parapeto. Oí las primeras débiles señales de lluvia cayendo sobre los tejados detrás de nosotros. El jardín había sido especialmente diseñado para recoger el agua y encauzarla hacia unas bocas de salida, de manera que el peso extra no derribase el edificio después de unas cuantas lluvias.
Por primera vez distinguí una columna de gente llegando por las calles: era la delegación del Archipiélago escoltada por diez o doce sacri. Llevaban las manos atadas a la espalda y, a la luz de las farolas de éter, pude distinguir, incluso a la distancia, la desesperación en sus caras. Un cierto número de sacri y guardias de Lexan se cruzaron con ellos, corriendo a toda prisa en dirección al puerto.
—Me pregunto para qué querrá tenerlos con ella en el palacio —comentó Ravenna mientras se subía la capucha del impermeable y se colocaba una mascarilla de tela que le cubría el rostro y el cuello, excepto los ojos.
La imité, ya que, aunque de ese modo la visión quedaba un poco restringida y nuestros movimientos también, evitábamos que el agua de lluvia nos corriese por la cabeza y el cuello, empapándonos por completo. Me abroché también las mangas y metí las manos en los bolsillos para completar el cuadro. Parecíamos ahora un par de yetis de Silvernia. Un par de yetis de Silvernia a punto de desatar sobre Lepidor la tormenta más salvaje de su historia.
Un mudo brillo azulado rodeó la ciudad cuando fueron elevados los campos de éter, que podían proteger a Lepidor de la peor de las tormentas naturales, pero que eran inútiles enfrentados a nuestra magia.
Contemplamos con frustración, incapaces de intervenir, cómo la columna de gente avanzaba por la calle hasta llegar a los patios del palacio. Los portales se cerraron a sus espaldas y los sacri regresaron a las torres de vigilancia, desde las cuales podían ver los portales y al mismo tiempo mantenerse a resguardo de la tormenta. No tenía sentido que estuviesen en el exterior: pocas cosas resultaban tan poco prácticas como atacar durante una tormenta. Ya llovía lo suficiente para sentir el golpeteo de las gotas sobre el impermeable y cada tanto se percibía la luz ocasional de los relámpagos y el resonar de los truenos. Me aproximé a la puerta por la que habíamos accedido a la azotea y la cerré lo mejor que pude, mientras que Ravenna hizo otro tanto con la otra puerta del jardín superior. Nos veríamos en problemas si los sacri pretendían subir en busca de su compañero, aunque rogué que nadie lo extrañase en medio del caos.
La luz del puerto había desaparecido; el fuego de la barcaza pesquera casi se había extinguido y sólo quedaban algunas llamas al nivel del agua. La manta a la que Tétricus disparó (si es que fue él) había sido rescatada y ahora se sumergía en dirección al mar abierto. Deseé que la
Esmeralda
llevase ventaja suficiente para llegar a Kula sin ser capturada.
La tormenta estaba a punto de estallar; los rayos sobre las montañas se volvían más y más frecuentes y la lluvia se precipitaba por capas. Nos colocamos ambos entre dos árboles, que nos protegían del agua y a la vez nos ocultaban de cualquiera que eventualmente mirase desde las puertas (una sección del tejado, cubierta de musgo y dorada por la acción de los elementos, nos servía de escudo). Nos aferramos el uno al otro para no perder el equilibrio, con impermeables goteando de forma considerable. A partir de ese instante ya nada podía detenernos.
Ravenna creó una barrera de aire a nuestro alrededor, para resguardarnos de los peores efectos del viento y de la lluvia. El viento perdió algo de fuerza a nuestro lado, lo bastante para que pudiésemos mantenernos de pie sin ayuda.
—Mi poder sólo alcanza para esto —dijo ella—. ¿Estás listo? Asentí.
—Listo.
Nos cogimos de las manos, plegando sobre las cabezas la parte inferior de los impermeables para protegernos de la lluvia. Entonces vacié la mente hasta sentir que mi conciencia flotaba en un vacío en el que se esfumaba el mundo exterior e inicié la conexión con Ravenna.
Nos proponíamos algo que, hasta donde yo sabía, ningún mago mental había intentado con anterioridad: establecer contacto mental mutuo a fin de combinar nuestros poderes. Sentí que nuestras mentes se unían y, a la vez, recobré de pronto la sensación de consciencia y desapareció el vacío. Súbitamente pudimos observar más allá de la penumbra de los techos; era parecido a flotar sobre la ciudad gozando de una visión perfecta a pesar de la negrura de la noche y las ráfagas de lluvia.
Aquella parte de la entidad resultante que seguía siendo yo oyó un grito repentino en la sala del trono, como si el mago mental, consternado, hubiese percibido nuestra unión mágica. Ignoré su sorpresa y elevé mis poderes en dirección a la nubes acumuladas a gran altura, capa sobre capa, a varios kilómetros de nosotros en la atmósfera. Desde el oeste, el frente de la tormenta avanzaba por encima del océano infinito a una velocidad inaudita y con una fuerza descontrolada, descargando avalanchas de agua desde el cielo. Sin embargo, yo obtendría el agua desde el este. Allí se congregaban cientos, miles de kilómetros de nubes, todo un cinturón de tormenta abriéndose paso hacia nosotros.
«Primero las defensas del Dominio», me dijo la mente de Ravenna.
En el Santuario de las Tormentas, ubicado en medio del templo, el sustituto de Midian mantenía las manos sobre la esfera de rubí, encima del horno de leña, que congregaba los poderes del Fuego para vencer las tormentas. A su lado había dos monaguillos que lo observaban con cautela.
Con mis poderes llegué hasta el océano, recogiendo energía de su ilimitada reserva. Había allí más poder elemental que en todos los fuegos que hubiesen existido jamás en el mundo. No tenía con migo mi báculo, que me hubiese ayudado, pero de algún modo no me pareció necesario. Mientras extraía todo el poder puro directamente del océano, su inmensa energía pasó a través de mí y casi pude oír cómo fluía mi propia sangre.
Gracias a mi vista mejorada con el poder de la Sombra, distinguí cómo las hileras de magos del Fuego salían del templo para reforzar los campos que rodeaban la ciudad, cuyo alcance oscilaba y se desvanecía. Disparé mi voluntad como un proyectil sobre una de las filas con tanta fuerza como pude y luego lancé mi poder con violencia sobre el templo. El rubí mostró fugazmente un brillo rojo y a continuación estalló en mil trozos, incapaz de soportar la presión. Una luz azul se encendió en el rostro del sacerdote, que gritó y cayó hacia atrás. Los monaguillos se quedaron con los ojos abiertos de par en par.
—¿Qué? —Oí el grito proveniente del propio palacio, debajo de nosotros. Era un grito de furia: Etlae expresaba su ira al mago mental en la sala del trono.
—Están empleando demasiado poder, majestad.
En la ciudad, la masa de lluvia perdió densidad y noté cómo los árboles y las plantas de los jardines superiores se mecían más que nunca por efecto del viento. Unos pocos objetos sueltos volaban a la deriva, transportados en segundos de un extremo al otro de la ciudad.
«Lo has hecho muy bien.»
«Les demostraremos ahora de lo que somos capaces.»
Dirigí la atención hacia las afueras de la ciudad, otra vez en dirección a las nubes, al tiempo que Ravenna ponía sus poderes en acción. A nuestro alrededor, en las laderas de las montañas y sobre la superficie del mar, la lluvia fue absorbida y se concentró en el triángulo formado por los cuarteles, el puerto y el barrio del palacio. Extraje de las nubes y del mar tanta agua como pude, derramándola luego encima del contorno de negrura que nos rodeaba.
Toneladas de agua, conducidas por la fuerza del viento desde cientos de puntos diferentes, se estrellaron sobre la torre. Su extremo superior se desintegró sin más y los ladrillos cayeron como si fuesen de arena. Segundos después cedieron también los arcos y los portales, que se vinieron abajo volcando sus escombros sobre las plazas a uno y otro lado (algunos rebotaron incluso contra los muros de las casas cercanas y rodaron calle abajo por la ciudad). Donde en los instantes previos había habido una torre de vigilancia ahora no había más que ruinas.
Y el poder todavía fluía por nuestro interior, tanto que comprendí que estábamos perdiendo el control. Los rayos eran casi permanentes y los truenos conformaban un único y continuo estruendo ensordecedor. Estábamos empleando mucho más poder del necesario, y si no éramos cuidadosos...
« ¡Pon un limite, estamos utilizando demasiado poder!», aullé. « ¡Lo sé! ¡Estoy intentándolo!», respondió Ravenna y trató de contener el río de energía que cruzaba mi cuerpo. Era como pretender secar el torrente al que yo me había lanzado corriente abajo o canalizar las aguas del océano. Descubrí que no podía limitar su energía y las mismas paredes comenzaron a desintegrarse.
Entonces, de algún modo, conseguí cerrar el flujo en parte. El vórtice aún estaba activo, ya que toda la lluvia de kilómetros y kilómetros a la redonda se estaba derramando de un solo golpe sobre la ciudad. A su paso, los vientos levantaron los techos del depósito donde estaba encerrada la gente del Archipiélago y una burbuja de aire protector tomó forma sobre los que estaban dentro. El capitán de la nave escaló el muro, le quitó el arma a un guardia aturdido y corrió a abrir la reserva de armamentos que Palatina y Elassel se habían encargado de dejar allí antes de ser apresadas. Una vez repuestos de la sorpresa que les causó verse protegidos de la tormenta, los prisioneros del Archipiélago rompieron en un grito y, acto seguido, envainaron las armas y corrieron formando un grupo iracundo en dirección al palacio.
«Estamos a punto de lograrlo», sostuvo Ravenna. «Ahora concentrémonos sólo en el palacio.»
En las calles, el agua corría ya con más de dos centímetros de espesor, tal era la cantidad que habíamos derramado en el último par de minutos sobre el palacio y el barrio del puerto. Dirigí mis poderes en todas direcciones y conduje la fuerza del agua hacia los portales, pese incluso a que un tornado negro barrió el jardín y los alrededores del palacio, llegando tan cerca de los muros donde estábamos que estuvo a centímetros de tocarnos. Estallaron los cristales de las ventanas en la sala de guardia y en los pasillos, bombardeando a los sacri con filosos proyectiles. Entonces llegaron el viento y la lluvia, que los impulsaron de aquí para allá por los pasillos como si no fuesen más que muñecos de trapo. Los vi rebotar contra las paredes, contra los muebles, sin que su feroz entrenamiento les fuese de ninguna ayuda frente a nuestra arremetida. Mientras el vendaval asolaba los pasillos de mi casa, los cuerpos de los sacri quedaban esparcidos por todas partes como desechos.