Herejía (65 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Herejía
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El portal se derrumbó y sus vigas se rindieron ante el caos de incesantes olas que llegaban desde la calle. El agua anegó el patio del palacio sumergiendo los adoquines y ahogando las plantas que tanto agradaban a mi madre. Sufrí con impotencia la destrucción que yo mismo estaba provocando, pero no podía hacer otra cosa. Y entonces, de pronto, sentí que perdía el control, que el río convocado por mi poder se secaba y el vórtice que había canalizado toda la lluvia se desvanecía. La unión mental se había esfumado y me hallé llamando a Ravenna en medio de una repentina oscuridad. Acto seguido abrí los ojos y descubrí que yacía sobre el suelo, recibiendo la lluvia en el rostro y que, clavándome la mirada, estaba, empapado y furioso, el mago de la mente.

Estábamos tan agotados que tuvieron que cargarnos dentro los dos sacri que lo acompañaban. Al pie de la escalera fuimos arrojados chorreando agua al suelo del pasillo. Los sacri nos quitaron los impermeables y las capuchas (por cierto, que no de modo muy gentil) y nos amarraron las manos. Luego nos arrastraron sin ceremonias escalera abajo, produciendo un estruendoso ruido en cada escalón. Cada músculo de mi cuerpo se sentía por completo carente de energía, como si no hubiese descansado durante semanas. Estaba tan débil que apenas podía mantener los ojos abiertos.

Nos cruzamos con guardias armados en cada uno de los pasillos, con excepción de los de la planta baja, y pude observar los destrozos que habíamos provocado. Hasta la misma pintura de las paredes había sido dañada por los pequeños huracanes que habíamos enviado por los pasillos y las alfombras estaban empapadas. No funcionaba ninguna de las luces y en la penumbra noté las siluetas de varios sacri y centinelas muertos o agonizantes esparcidos por todos sitios, apoyados contra los muros o desplomados en medio de los pasillos. El espectáculo me produjo náuseas. ¿Había valido la pena tanta muerte y dolor, tanta destrucción en mi propio hogar, sólo para recuperar un título? Y, además, había sido derrotado. ¿No hubiera sido lo mismo permitirles capturarme al principio, cuando desembarcaron?

Nuestros captores cogieron la vía más directa hacia el salón principal, entrando por una de las puertas laterales que había enfrente de la tarima. Por un instante me cegó la luz y, cuando mis ojos al fin se acostumbraron, distinguí la incontenible angustia en el rostro de la delegación del Archipiélago y de todos los demás que, de rodillas y custodiados por centinelas, se encontraban a la derecha del salón. Palatina y Elassel estaban entre ellos, y el rostro de ésta estaba surcado de magulladuras recientes.

Nos arrojaron al suelo frente a la tarima y alguien me asió del cuello de la túnica para alzarme antes de que me desmayase. Etlae estaba sentada en el trono de mi padre, escoltada a ambos lados por Midian y la figura encapuchada. Sobre la derecha, tres o cuatro inquisidores permanecían frente a los prisioneros, custodiándolos con expresión impasible. Uno de ellos llevaba un látigo en su delgada y ascética mano.

—¡Al fin te hemos cogido, hereje! —dijo Etlae con voz envenenada. Llevaba las ropas en perfecto orden y aparentaba en cada centímetro ser la tercera primada que era—. Pagarás muy caro el mal que has causado hoy.

Me resultaba difícil hablar con la ropa apretada contra el cuello, pero alcancé a decir en un triste susurro:

—¡En nombre de Thetis!

—¡Tu diosa ya no podrá ayudarte, hereje!

—Todavía es el conde de Lepidor —intervino Lexan, de pie a la izquierda de Etlae, en tono confiado y triunfante.

Lexan era de mediana estatura, tenía una cara redonda de expresión engañosamente amable y grueso cabello negro similar al de una cabra.

—No lo será por mucho tiempo —afirmó Midian con su fría sonrisa, que pronosticaba una muy esperada venganza.

—Hasta que no haya sido formalmente cesado de su cargo, deberéis tratarlo con un poco de respeto al menos.

Las palabras de Lexan no me daban ninguna esperanza; sólo estaba procurando que el Dominio no sentase un precedente por maltratar al líder de un clan. Si permitía que me sucediese a mí, sabía que algún día también podría sucederle a él.

—Entonces quitémosle el cargo.

—Debemos seguir las formalidades —dijo Lexan con rapidez. —Así se hará —agregó Etlae fijando la mirada en Ravenna y en mí. —Nunca te han agradado las reglas, ¿verdad? —le dijo Ravenna, que abrió la boca por primera vez impregnando sus palabras de profundo desprecio—. A menos que te conviniesen, claro.

—No tienes ninguna inmunidad, niña —espetó Etlae—. Serás quemada en la hoguera antes de que nos hayamos marchado de esta ciudad.

Supongo que fui el único que percibió el sutil sonido de angustia y terror que escapó de labios de Ravenna. Volví la cabeza y observé cómo cerraba con fuerza los ojos mientras que una única lágrima se deslizaba por su mejilla.

—¿En nombre de qué ley? —inquirí, pero recordé que un primado podía administrar justicia en su propio nombre. Me aterraba el destino de Ravenna y maldije en silenciosa y vana frustración. —Bajo las leyes de Ranthas.

No podía permitir que quemasen a Ravenna, ni a nadie más. Pero ¿cómo evitarlo?

Llegó un murmullo desde la entrada de la antesala, un centinela entró corriendo y gritando a viva voz:

—¡Los navegantes del Archipiélago escaparon y están atacando el palacio!

—Obstruid las puertas —ordenó Etlae de inmediato—. Cerrad con llave todos los accesos que podáis. Haroum, quiero que enciendas una cortina de fuego rodeando todas las puertas y ventanas. Y que alguien solicite refuerzos.

No bien el mago (que sin duda era al que Etlae había llamado Haroum) alzó las manos, desapareció cualquier esperanza que quedaba en mí. Con la ayuda del mago serían capaces de defender el salón hasta la llegada de los refuerzos, y la gente del Archipiélago quedaría atrapada entre las ruinas del patio. Sentí una terrible y amarga desilusión. Habíamos fallado y no existía ninguna salida.

—Almirante Karao, agradecería que formase a sus hombres —dijo Midian.

Me volví para mirar en la dirección hacia la que hablaba. Más sacri y centinelas entraban en el salón cargando mesas y arcones que colocaban en los accesos. De pronto, el salón se iluminó y las ventanas superiores fueron cubiertas por varias capas de llamas. Hamílcar y Sagantha estaban sentados en un rincón a la izquierda del salón. Ambos parecían fatigados y preocupados, y daba la impresión de que el almirante no era el mismo hombre que yo había conocido.

—Lo haré sólo si resulta necesario para salvar sus vidas, avarca, no antes. Son navegantes del Archipiélago intentando liberar a la gente que estaba a su cargo; no puedo interferir y no lo haré.

—Te pones en una línea bastante cercana al límite de la neutralidad, almirante —dijo Etlae, cortante—. El mero hecho de ser cambresiano no te otorga absoluta libertad.

Cuando el alboroto se calmó ligeramente, Etlae se volvió de nuevo hacia donde estábamos Ravenna y yo.

—Conducidla junto a los otros condenados a muerte —ordenó señalando a Ravenna—. Una huérfana no tiene ninguna importancia en este asunto.

Dos sacri la cogieron por los hombros, la arrastraron por el suelo y la dejaron junto a Palatina y Elassel. ¡Dulce Thetis! ¿Es que pensaba quemarlas también a ellas? Tenía que haber algo que pudiese hacer para evitarlo. «¡Te lo suplico! —recé—, ¡haz que se acabe esta pesadilla!»

Pero no era ninguna pesadilla, era la cruda realidad.

—Etlae, firmaré cualquier cosa que desees con tal de que los dejes en libertad —propuse desechando hasta el último vestigio de mi orgullo y consciente de que eso me conduciría a la hoguera—. No hacían más que seguir mis órdenes.

—¿Así que ahora intentas proteger a tus amigos? ¡Qué conmovedor! ¡Es una lástima que Ranthas, en toda su sabiduría, no se haga a un lado cuando se trata de herejes como éstos!

—Etlae, te lo suplico. Te cederé Lepidor voluntariamente y tendrás en tus manos un documento legal.

Me miró en silencio, supongo que saboreando el momento, y yo cerré los ojos e intenté ocultar de mi vista el resto del salón. —En interés de la diplomacia, como representante de Ranthas en Aquasilva, te ofrezco una elección. Como hereje es más de lo que te mereces, pero como conde, por más que seas un traidor, podríamos decir que todavía te corresponde.

Antes de que prosiguiera con su discurso supe que no habría realmente ninguna elección. Desde el exterior llegaban gritos y el sonido de pies a la carrera y acero golpeando la madera. Pero las barricadas seguían en su sitio. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos. —Puedes rendir Lepidor al Dominio, que designaría un conde proveniente de tu propia familia (salvando tu vida, aunque no la de tus amigos), o bien entregárselo al conde Lexan y de ese modo anular todo derecho de tu familia a gobernar. De cualquiera de las dos maneras tus amigos morirán. Sin embargo, tú nos eres útil y serás conducido a Equatoria como penitente para prestar servicio en la Ciudad Sagrada.
No existe ninguna otra posibilidad
.

Lexan se regodeaba en la victoria que representaría para él el derrumbe final de nuestra familia, mientras que los otros sonreían con frialdad. Jamás me había sentido tan despreciable, tan atrapado o tan solo como entonces, de rodillas en mi propio salón, en una ciudad capturada por el enemigo, forzado a firmar la renuncia a mis derechos de sangre. Y aún peor que la humillación era la vergüenza, la vergüenza de haber perdido y haber sido reducido a regatear la vida de mis compañeros de clan ante Etlae y Midian. Ya no me sentiría nunca más digno de mi propio nombre.

Volví a cerrar los ojos y me pregunté qué sería peor. Cualquiera de ambas opciones haría sufrir de forma terrible a la gente de mi clan. Sólo Thetis podía saber cuántas personas quemaría el Dominio, pero si Lexan gobernaba aquí como un títere sería igual de perverso. Y Ravenna y los demás... ¿qué podía hacer? Supuse que todos estarían mirándome; los prisioneros del Archipiélago con caras cenicientas, conscientes de que no tenían escapatoria. ¿Es que los había enviado a todos a la perdición?

Comprendí en aquel momento que existía una única posibilidad: salvar a mi gente al precio de mi propia vida. Un escalofrío me recorrió al imaginar mi silueta amarrada a la hoguera. Se decía que era una de las muertes más dolorosas jamás inventadas. Pero ¿cuántos integrantes de mi clan la sufrirían bajo el poder del Dominio? ¿Cómo conseguiría vivir con eso en mi conciencia y, además, pasar el resto de mis días como esclavo?

Abrí otra vez los ojos y hablé con voz vacilante y temblorosa. —Ante Ranthas y sus sirvientes reniego del condado de Lepidor y se lo cedo al almirante Karao en tanto representante de la thalasocracia de Cambress.

Con esa frase había firmado mi condena de muerte.

Etlae perdió el control y profirió un inarticulado chillido de furia. —¡No puedes hacer eso! Te he dado a elegir. Si no sigues mis órdenes, irás directo a la hoguera.

—Será la voluntad de Thetis —dije, y mi voz se quebró en la última palabra.

Entonces intervino Hamílcar:

—Yo, Hamílcar, lord de la familia Barca, soy testigo de sus palabras.

—Tiene absoluto derecho a hacerlo —opinó Sagantha—. Cathan, acepto tu cargo en nombre de la thalasocracia de Cambress. Etlae pareció a punto de explotar. Luego se recuperó.

—Pues así será —sostuvo en tono helado—. Ya hallaremos el modo de obviar este pequeño truco. Por el momento, yo, como tercera primada del Elemento, declaro que la ley religiosa imperará

en esta ciudad hasta que las fuerzas cambresianas lleguen para reclamar lo que les corresponda.

Se volvió entonces hacia mí.

—Cathan Tauro, te encuentro culpable en primer grado del crimen de herejía. Por el presente acto te despojo de todos tus títulos, privilegios y derechos, y te condeno a ser quemado hasta morir en la hoguera. La sentencia será ejecutada mañana por la mañana. Antes de que seas llevado a tu lugar de ejecución, deberás ir a ordenar a los navegantes del Archipiélago que depongan las armas. No tenemos ningún conflicto con ellos; se les devolverá su nave y serán enviados de regreso al Archipiélago —afirmó Etlae, que debió de percibir mi vacilación.

—De otro modo haré que uno de los rehenes sea sacrificado a la gloria de Ranthas —agregó la figura encapuchada y, al reconocer su voz, comprendí la magnitud de mi derrota.

Era la voz de Sarhaddon.

Sarhaddon le hizo un gesto a uno de los inquisidores, que desenvainó un cuchillo y lo puso junto al joven Tekraea, aquel que se había enfurecido cuando Palatina sugirió que probablemente no existiese ninguna faraona de Qalathar.

—No necesitas hacer eso —advirtió Sagantha, indignado—. Va contra las leyes.

—Aquí yo soy la ley —afirmó Sarhaddon a media voz. —No te preocupes —intervine.

Dos sacri me pusieron entonces de pie y me empujaron por encima de la barricada, allí donde el ataque era más potente. —Soy el conde Cathan —grité, aunque sólo proferí un sonido tembloroso—. Si prometéis deponer vuestras armas y detener la lucha no se os hará ningún daño.

—¡A ti también te han comprado! —exclamó uno de los oficiales. —Contáis con la palabra de una primada, de la cual dan fe el almirante Karao y lord Barca.

Se produjo un silencio del otro lado. —Ofrecednos alguna prueba.

—Almirante Karao, ve a confirmárselo —ordenó Etlae, y oí los pasos de Karao detrás de mí, aunque no se le permitió que se acercara a mí demasiado.

—Cathan os dice la verdad. Si detenéis el ataque, no se os hará daño. Por otra parte, amenazan con matar a Tekraea si persistís. —Entonces nos detendremos —afirmó la voz.

Mientras me conducían de nuevo al interior del salón, oí cómo se emitían diversas órdenes y cesaban los embates sobre las otras barricadas. Los únicos ruidos exteriores eran ahora la lluvia cayendo sobre las ventanas y el rugir del viento.

Tras llevarme de regreso al centro del salón, tuve ocasión de escuchar, junto con los demás, la última escena de la traición de Etlae. —Todos vosotros, extranjeros del Archipiélago, seréis igualmente condenados a muerte. Mañana, antes de que encendamos las llamas, mi mago mental empleará sus poderes para determinar cuál de las jóvenes presentes es la faraona. Ella vivirá, todos los demás seréis quemados. ¡Guardias, sacadlos de aquí!

CAPITULO XXXII

La tormenta aún no había concluido a la mañana siguiente cuando los sacri llegaron para abrir las puertas.

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