Ésa, me constaba, era la parte más sencilla del recorrido. Ahora deberíamos llegar al extremo de la última callejuela antes de toparnos con los portales. Ya había toque de queda y se suponía que nadie debía salir a la calle. Habían cerrado todos y cada uno de los portales y bloqueado los tres arcos que conducían al barrio del palacio.
—¿Qué hacemos ahora? —susurró Ravenna con nerviosismo. Ya habían cerrado también los portales que conducían a las torres, así que no podíamos regresar sobre nuestros pasos. Y si los portales estaban cerrados, a la gente del Archipiélago le llevaría minutos preciosos atravesarlas cuando llegase el momento de atacar. Rogué que Palatina no les hubiese dicho que la esperasen.
No cabía duda de que al hacerlo alertaría al mago de la mente y traería hacia ese portal a montones de sacri, pero estaba obligado a emplear la magia. Con algo de suerte tendríamos tiempo de perdernos por las callejuelas situadas al otro lado.
Comprobé que no hubiese nadie a la vista en la calle, avancé hacia la cerradura y coloqué la mano sobre ella. En esta ocasión me resultó sencillo vaciar la mente, y disolver los candados con la magia de la Sombra me tomó apenas unos segundos.
—Muy sutil —dijo Ravenna detrás de mí, y me cogió de un hombro antes de que pudiese dar ni un paso—. ¿No tienen estos portales defensas con proyectiles de piedra?
Me había olvidado. Existían en el tejado mecanismos que sostenían un par de toneladas de escombros listos para caer sobre los desprevenidos enemigos.
—Podrían habernos sorprendido —advirtió Ravenna mientras dirigía su poder de la Sombra hacia los escombros y barrotes del otro lado del portal, desintegrándolos por completo—. ¡Ahora vamos a toda prisa!
Corrimos cruzando los cerca de seis metros de túnel, abrimos la puerta y emergimos en la plaza triangular ubicada en el extremo opuesto. Nuevamente no había ningún centinela a la vista, pero oí gritos provenientes del ala más lejana del palacio. Nos precipitamos por la callejuela más cercana y no detuvimos nuestra carrera hasta llegar a la primera intersección.
—Nunca intentes introducirte en la Ciudad Sagrada —afirmó Ravenna tomando una bocanada del aire crepuscular (mucho más cálido que lo usual, otra señal de que se avecinaba una tormenta)—. Al menos no sin un ejército.
—La mansión Kuzawa se encuentra aquí mismo —dije señalando a la derecha—. Ilda debe de haber dejado la llave oculta para que la recojamos.
—¿Quién es Ilda? —preguntó desconfiada. —La hija de Mezentus.
Antes de volver a movernos observamos que no viniesen más patrullas. No parecía haber tantas en esta zona, lo que resultaba extraño considerando que aquí se encontraban los principales centros de operaciones. ¿Por qué había, en cambio, tantas patrullas en el área del puerto? ¿Habría sido delatado alguien? Llegamos a la casa Kuzawa sin mayores incidencias y sin toparnos con nadie en el camino. No me había dado cuenta del enorme cansancio que llevaba encima tras tanto nadar y andar a escondidas. Me desplomé sobre la cama y me giré contra la pared. Ravenna se quitó la capa, extrajo las armas de su cinturón y se sentó en la otra cama. Las ventanas habían estado abiertas durante todo el día, y las cerré para que no nos oyeran desde fuera los hombres que corrían hacia el portal para investigar el hechizo que habíamos empleado allí. Se produjo un incómodo silencio.
—Gracias por salvarme la vida —murmuró entonces Ravenna.—¿Me pedirás disculpas alguna vez por todo lo que me dijiste el otro día?
No tenía intención de dejarlo pasar por alto.
—La culpa en aquel momento no fue sólo mía. Quizá haya reaccionado exageradamente, pero no puedo ser culpada por completo. La ira volvió a encenderse en mi interior.
—Pues en ese caso dime, por el amor de Thetis, ¿qué es lo que dije para ofenderte tanto?
—Creo que lo sabes.
—No, no lo sé, y quizá tengas la amabilidad de contármelo. —Me culpaste por haber liberado tu magia y a continuación tuviste el descaro de solicitar mi ayuda.
—No fue ningún descaro. Ignoraba qué hacer.
Volvía a sentirme confundido, incapaz de comprender el origen de su rencor.
—¿Que no sabías qué hacer? ¿Cómo puedes afirmar tal cosa teniendo semejantes poderes? Mientras que al resto de los mortales nos lleva años aprender nuestra magia, tú puedes recibir apenas un año de lecciones y convocar el furor de las mareas con sólo chasquear los dedos.
En aquel momento comprendí por fin la situación y qué era lo que ella había querido expresar con su salvaje ataque a los Tar' Conantur. Estaba celosa de mí y yo me había mantenido tan ciego que jamás imaginé que existiese algo por lo que alguien pudiese envidiarme.
Ravenna debió de percibir cómo se iluminaba mi rostro. —No lo sabías, ¿verdad? No te diste cuenta.
—Me parece que me crees mucho mejor de lo que soy en realidad. Me crees una especie de semidiós.
—He tomado lecciones de magia desde que cumplí los siete años. He estado en dos ciudadelas. Me han instruido los mejores magos de la Sombra y del Viento que aún están con vida. Tú puedes emplear el Agua sin recibir lecciones siquiera; hay demasiada magia corriendo por tus venas. Al menos la mitad de tu ser debe de pertenecer al elemento Agua, si no más. Y por el modo en que empleas la Sombra, también la posees en parte. Puedes hacer sin pensar cosas que a mí me han costado años de esfuerzo.
Pensé en cómo esa envidia la había corroído a lo largo de todo el año anterior. Y eso pese a que yo siempre había sentido un inmenso respeto por ella y por el modo en que empleaba la magia, mucho más sutilmente que yo.
Ravenna me había lastimado, pero ahora comprendía por qué mi odio hacia ella se esfumaba de pronto, como si jamás hubiese existido. Lo eliminé de mi mente y me prometí a mí mismo que jamás regresaría.
—Soy yo quien debe pedirte disculpas —dije con suavidad. —No, no debes. No fue culpa tuya y lamento en el alma lo que te dije. Lo pensaba en aquel momento, pero ya no.
—¿Lo olvidamos entonces? —Sí.
Nos abrazamos y, por primera vez, el abrazo fue genuino. —A propósito, ¿cuál es tu plan? —susurró Ravenna.
Poco después, cuando volvimos a sentarnos, le expliqué nuestras intenciones y todo cuanto había sucedido hasta el momento. —Es una acción un poco desesperada —advirtió—. Si Palatina y Elassel han sido capturadas, ¿crees que los prisioneros seguirán adelante con la sublevación?
—Lo he pensado y me parece que deberíamos suponer que sí. —¿Crees que convendrá comprobarlo?
Medité por un instante.
—No, es demasiado peligroso. No existe ningún modo de que atravesemos nuevamente el portal; ahora habrá centinelas ocultos en las torres. Quizá pueda dirigir la marea también en dirección a los portales.
—Ni siquiera tú eres capaz de manipular de ese modo el poder que mencionas. No posees la magia del Viento, que podría ser útil en las torres del portal.
—Tú posees ese poder, pero careces de la magia del Agua. No hay manera de combinar nuestros poderes.
—Claro que sí —afirmó Ravenna sonriendo—.Ya nos hemos unido para orientar nuestra magia. No existe ninguna razón que nos impida hacerlo otra vez.
—Pero siempre las dirigimos internamente...
—No veo por qué no podríamos hacerlo hacia el exterior. —Sus ojos brillaban—. Cathan, está en nuestras manos hacer algo inédito en toda la historia de Aquasilva. Contando con la Sombra, el Agua y el Viento entre nosotros, seríamos capaces de controlar las mismas tormentas.
—¿Pero no podría colapsarse por nuestra culpa el sistema climático del planeta?
—No con ese acto. Lo único que haríamos es aprovechar el poder de la tormenta que se acerca para nuestros propios fines. No estamos provocando una tormenta o cambiando el tiempo.
—Ahora, si la tormenta agota toda su fuerza en Lepidor, no le quedarán restos para seguir su camino hacia el océano y eso afectará al clima.
—¿Deseas o no recuperar el poder de tu ciudad?
—Por supuesto que sí, pero si la atmósfera funciona de un modo similar a los océanos, un cambio que provoquemos aquí podría matar a miles de personas en algún otro sitio.
—¿Estás seguro?
—Es sólo una hipótesis.
—Una hipótesis. Bien, pues imagina ahora que no recobramos el poder de la ciudad. En ese caso puedes tener la certeza de que todos nosotros moriremos y de que cualquier esperanza para las herejías morirá con nosotros. Por no mencionar que tu pueblo acabará bajo el benevolente —dijo esta palabra casi escupiendo— gobierno de una marioneta de Midian.
—Bien, muy bien. Entiendo tu idea. Pero no empleemos mucha energía de la tormenta.
—En esas nubes debe de haber tanto poder que ni una legión de magos sería capaz de agotarlo.
—Tú misma lo has dicho: yo solo equivalgo a una legión.
—No lo decía de forma literal. Quizá Orosius tuviese un poder semejante, pero no tú. O al menos eso espero...
—Sin duda él tendría más Elementos que yo en su sangre. —No contaría con ello. No sé si es posible poseer más de una cierta cantidad sin convertirse en la práctica en un Elemento, y tú ya tienes demasiado poder para tu propio bien.
—¿Podríamos ahora volver al plan? ¿Cómo vamos a llevarlo adelante exactamente? ¿Y cuál será el punto de partida? ¿Ya has pensado algo al respecto?
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Unas dos horas según mis cálculos.
—No creo que podamos saber cómo uniremos nuestras magias hasta el momento mismo en que lo intentemos. Nunca has empleado agua cíe las nubes en tus hechizos, ¿verdad?
—Nunca. Sólo agua de mar.
—Supongo que el principio será idéntico. Las nubes están hechas de agua, conque lo único que deberás hacer es congregar aquí tanta agua como puedas. Yo utilizaré el viento para desviarla hacia el sitio que queremos.
—El palacio, los cuarteles, las torres de los portales y todas las calles que sea necesario para anegar a los sacri. ¿En qué nos servirá la magia de la Sombra? Tú sabes más que yo sobre la teoría de la magia.
—Precisarás la Sombra desde el principio para empezar a trabajar con las tormentas. El rector de la Ciudadela del Viento me explicó en una ocasión que la atmósfera se encuentra impregnada de magia de la Sombra debido a los hechizos esparcidos durante la guerra. Constituyen una especie de espectro mágico que reacciona de modo extraño e impredecible si alguien intenta tocarlo con otro tipo de magia. Mucha gente enloqueció intentándolo en tiempos antiguos.
—¿Puedes supervisar que la gente del Archipiélago no se demore demasiado? Todo el plan depende de que consigan llegar al palacio antes de que los sacri tengan tiempo de recuperarse e improvisar algún método para mantenerse secos.
—Tú encárgate de tu Elemento y yo me encargaré del mío —señaló Ravenna en tono de reproche, pero en su rostro había una sonrisa.
—¿Dónde nos situaremos con exactitud?
—Al aire libre. Debemos estar fuera o todo nos resultará todavía más difícil. Ya que nos proponemos hacer algo como esto por primera vez, será mejor que podamos ver cómo se va desarrollando.
—No podemos sencillamente quedarnos de pie en una calle formulando nuestros hechizos. Es necesario ponernos en algún tejado.
—No sobre éste. Sería lamentable que si fallamos alguien castigase a la familia Kuzawa por habernos prestado ayuda. Creo que, desde un punto de vista estratégico, lo mejor será la azotea del palacio.
Una hora y media más tarde, después de haber dejado guardada la espada de Ravenna pero armados con dagas y ballestas, nos pusimos nuestros impermeables y salimos por última vez de nuestro escondite. Nuestras únicas opciones eran vencer y recobrar el control del palacio o caer bajo las garras del Dominio. Sólo deseé que Midian no hubiese tenido la oportunidad de vengarse de Elassel.
El viento empezaba a soplar y la temperatura del aire descendió de forma notable; sería una tormenta fría, no cálida. En realidad, no resultaba nada sorprendente: estábamos a mediados de otoño y en algún momento de los meses siguientes caería el invierno trayendo un mes o dos de fuertes heladas. Agradecí que el invierno aún no hubiese llegado, pues en ese caso hubiese sido imposible vagar por las calles como lo hacíamos.
Aunque todas las puertas y vías de acceso al palacio estaban custodiadas, no tuvimos problemas para eludirlas avanzando en dirección al jardín: nadie vigilaba el contorno del muro. Las patrullas habían desaparecido de las calles y supuse que habrían sido convocadas en los cuarteles para mantener descansados a sus integrantes y protegerlos de la tormenta. Cuando alcanzamos el portal del jardín, el cielo ya se había ennegrecido por completo. Las farolas, que se mantenían encendidas para ayudar a ver a los centinelas, me indicaron la ubicación de uno de mis accesos secretos al palacio. Había huecos en el muro para colocar los pies, hechos a golpe de martillo muchos años atrás, y una soga para descolgarse. Por fortuna, nadie podía divisarnos desde los portales.
Aterrizamos con suavidad sobre un lecho de flores en uno de los extremos del jardín. Allí la oscuridad era total y casi no había luces a lo largo del margen del palacio que daba al jardín. La única iluminación provenía de la antorchas ubicadas donde los guardias de Lexan permanecían como centinelas, uno en el portal exterior y otros en cada puerta interior. Observé que estaban colocados de modo que cada uno pudiese ser visto por el otro, con excepción del que se hallaba más a la izquierda, que quedaba fuera del campo visual pues la puerta interfería ocultándolo.
—Aquel de allí —dije señalándolo. Aunque era muy improbable que los centinelas pudiesen vernos mientras avanzábamos por el césped, no deseaba correr ningún riesgo. Bordeamos el jardín, evitando con cuidado pisar cualquier rama suelta o arbusto que pudiese delatarnos.
Una vez que llegamos al extremo del edificio, se acabó la oscuridad que nos protegía y nos vimos obligados a salir a la luz. No era mi intención matar a nadie, pero llegados a este punto era imposible seguir adelante sin que nadie notase nuestra presencia.
Retrocedí hasta la sombra de un edificio exterior antes de apuntar la ballesta a la cabeza del centinela. Por un momento mantuve el dedo en el gatillo.
Sólo había hecho eso cuando, unos segundos más tarde, brilló una luz repentina y se oyó una tremenda explosión proveniente de la zona portuaria. El centinela casi saltó de la sorpresa.
—¿Qué fue eso? —le gritó uno de sus compañeros doblando la esquina.