Herejía (62 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Herejía
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CAPITULO XXX

Apagamos las consolas y las luces y destapamos las ventanas antes de volver a descender a gachas la escalera. En esta ocasión no me llevé nada por delante y logramos alcanzar la puerta sin haber producido ni el más mínimo ruido.

—¿Qué hago ahora? —preguntó Tétricus espiando las calles por la ventana para comprobar que nadie se acercase.

—Regresa a casa y mantente al margen —respondí. De repente pareció afligido.

—¿No puedo seguir ayudando? —preguntó.

—Tétricus —le confié con afecto—, no eres un soldado, no has sido entrenado. Combatiremos a muerte contra algunos de los guerreros mejor preparados del mundo. No lograrías resistir ni un minuto.

—¿Y no hay nada más que pueda hacer?

—Lo único que queda es la lucha y la magia. Tú has cumplido tu parte y te estoy muy agradecido.

Asintió con tristeza.

—Gracias a ti. Regresaré, pero me hubiese gustado poder seguir a tu lado. Será mejor que salga por la puerta posterior. Buena suerte, Cathan. Que Dios te acompañe, sea cual sea el dios que adoras. Se volvió y desapareció por el pasillo dejándome solo.

Esperé hasta que hubo tenido tiempo suficiente para salir; luego volví a controlar por la ventana que nadie se aproximase y me aventuré fuera del edificio. Por fortuna no me hallaba en una de las calles principales, sino en una calle lateral que se curvaba ligeramente al pasar junto al instituto de los oceanógrafos, proporcionándome suficiente cobijo para sumergirme sin ser visto en la red de senderos entre las casas. Orienté los pasos hacia el escondite en el barrio del palacio, rogando que no hubiesen incrementado el número de guardias en los portales.

Oí voces a mi izquierda y cogí una estrecha callejuela en dirección opuesta, de cara al puerto. Si el trabajo de espía de Ilda era acertado, por esta zona debían de estar apresados los delegados del Archipiélago. Nuestros guardias se hallaban en un depósito un centenar de metros más allá.

Desemboqué en una calle lateral demasiado amplia para mi gusto y me oculté andando en las sombras de un arco que conectaba dos secciones de una mansión familiar. El cielo presentaba un tono azul oscuro y comenzaba a exhibir rastros de gris. Las farolas de éter iluminaban apenas difusamente. Me encontraba a sólo una calle del puerto; no avanzaba en la dirección en la que debía ir. Maldije mi sentido de la orientación, que parecía haberme abandonado en el instante en que más lo precisaba.

Escuché el resonar de botas y busqué el escondite más cercano. A pocos metros había una cisterna de piedra sostenida por firmes pilares y con un pequeño espacio en medio. Por una vez agradecí ser delgado y corrí para meterme allí tanto como pude, hasta que me fue imposible introducirme ni un centímetro más. Pensé que luego sería una lucha salir, pero al menos no podría verme la patrulla a su paso. No había luz suficiente para que me descubrieran.

Observé los pies avanzando; llevaban botas negras y pantalones carmesí. Cuatro de ellos eran sacri. Daba escalofríos verlos pasar y, sólo unos minutos más tarde, tuve la seguridad de que ya no podían oírme.

Me contorsioné para salir y sentí un pánico momentáneo cuando me percaté de que no podía moverme: las piernas se me habían quedado apresadas contra la piedra. Con cuidado, giré el cuerpo un poco más y conseguí liberarme. Una vez de pie en la calle me sacudí las ropas y decidí buscar un escondite más amplio la siguiente ocasión.

Mientras me adentraba en una callejuela de desnudos adoquines me sentí tan nervioso que continué saltando entre las sombras. Un gato negro saltó del alféizar de una ventana y yo casi lo atravieso con mi daga antes de comprender mi equivocación.

—Lo siento, gato —le dije.

¿Acaso estaba enloqueciendo como Orosius? Saltar entre las sombras, disculparme ante los gatos mientras me escabullía por las calles intentando evitar las patrullas de sacri ... Y, de todos modos, era un gato negro: un gato de la Sombra. Me tomé su aparición como un buen presagio.

Aún avanzaba en paralelo al puerto cuando llegué a la siguiente esquina y asomé con cautela la cabeza para mirar hacia ambos lados. Casi de inmediato retrocedí unos pasos y volví a quedar inmerso en las sombras. Podía verse algo más adelante, un puesto de control no oficial: cuatro hombres de Lexan custodiaban la calle en las dos direcciones. Permanecí inmóvil durante unos momentos, esperando: el sonido de pasos habría anunciado que me habían descubierto. Pero no oí nada. Por culpa de esos condenados centinelas, ahora debía cambiar todo mi recorrido.

Volví sobre mis pasos a lo largo de la calle lateral, de nuevo con los nervios al borde del colapso. Pasó otra patrulla, compuesta también por cuatro hombres de Lexan. Súbitamente parecía haber en esta zona un montón de gente. ¿Acaso alguien me había delatado? Mi estómago estaba revuelto y tenso, y la idea de que algún integrante del consejo pudiese haberme traicionado empeoraba mi estado.

De pronto sentí un fuerte mareo y me apoyé en una pared. Ese día había comido muy poco y ahora sufría las consecuencias. Tuviese o no apetito, debería tomar algo cuando volviese al escondite o no tendría fuerzas suficientes para congregar la tormenta más tarde. Y ahora que lo mencionaba... ¿desde dónde haría la magia? ¿Era necesario hacerlo desde el exterior o podía ser también desde dentro del escondite? Rogué que la segunda opción fuese efectiva, pues de otro modo me empaparía por completo.

Llegué a la intersección de cuatro callejuelas secundarias y estaba a punto de otear para comprobar que no pasase nadie por la que cruzaba cuando una sombra se movió delante de mí bajo la luz de una farola. Retrocedí hacia un portal vacío del lado de la calle más poblado de sombras, huyendo del radio de la farola. Entonces miré nuevamente. No cabía duda de que había alguien allí, pero fuera quien fuera no me acechaba a mí.

La figura se movió y oí un frufrú de ropa. Distinguí su difusa sombra sobre el muro. Estaba sacando algo de su cinturón, algo parecido a una pequeña ballesta de doble arco, como las que se emplean al comienzo de una batalla y luego son descartadas. Bajo la capa empuñaba algo parecido a una espada.

Entonces, la silueta cobró movimiento y yo contuve la respiración. No era un hombre sino una mujer, y sólo había una mujer en Lepidor que yo pudiese imaginar portando una ballesta y merodeando de ese modo. O sea, que, después de todo, Ravenna no había sido capturada. Pero ¿qué estaba haciendo? Avanzaba en dirección al puerto blandiendo una ballesta. Dada su actitud, era probable que pretendiera luchar, pero ¿por qué? No tenía ninguna oportunidad de vencer a los sacri. Siguió alejándose a lo largo de la callejuela y alzó la espada.

De repente se oyeron gritos y sentí a mi derecha sonidos de lucha, del metálico choque de las espadas, que rompió con sus ásperos tonos el silencio de la noche.

—¡Estáis arrestadas! —gritó alguien. Siguieron más ruidos y luego el silencio. Me moví hasta la esquina, de rodillas, y me arriesgué a echar una ojeada.

Tres sacri, probablemente los tres que habían pasado poco antes (todos parecían iguales a la luz del día y mucho más todavía durante la noche), estaban amarrando a dos prisioneras, mientras que otro sacri se apoyaba contra un muro apretándose un brazo. Reconocí de inmediato a las prisioneras: eran Palatina y Elassel. Volví a retroceder en cuclillas y me puse otra vez de pie, preguntándome qué hacer. Si estaban aquí, era evidente que ya habían pasado por la prisión, pero no podía dejarlas caer en manos de los sacri. Con la ayuda de mi magia del Agua y de la Sombra me sería posible vencer a los cuatro sacri y liberarlas antes de que nadie más pudiese percatarse de la situación.

Pero eso implicaría permitirle a Ravenna concretar su ataque, que no sería sino un suicidio. Después de las cosas que me había dicho, yo era reticente a ayudarla, pero si no hacerlo significaba dejarla morir... Cuando un sacri ladró una orden y el grupo comenzó a moverse hacia el puerto comprendí que tenía apenas unos segundos para decidir.

Palatina y Elassel sobrevivirían en poder de los sacri. Y yo no deseaba cargar en mi conciencia con la muerte de Ravenna. Además, de haber sido Palatina o Elassel quienes estaban por cometer un acción suicida no lo hubiese dudado ni un instante.

Me moví con rapidez a lo largo de la callejuela, con todo el sigilo que había aprendido en la Ciudadela, y recorrí la decena de metros que me separaba de Ravenna en un par de segundos. Llegué precisamente en el instante en que ella desenvainaba la espada y se preparaba para avanzar. Con un brazo le rodeé los hombros y con el otro le tapé la boca, al tiempo que la empujaba hacia atrás, en dirección a un hueco, tan de prisa como pude. Tras la sorpresa inicial, ella comenzó a luchar, pero de un golpe conseguí que soltase la espada. Tenía su otro brazo sujeto de modo que no podía emplear la ballesta. Se defendió salvajemente y sentí que se debilitaba mi presión sobre ella. Músculo por músculo, es probable que fuera casi tan fuerte como yo.

—Soy yo, tonta —le susurré al oído, y luego me alejé de ella tanto como pude sin llegar a soltarla.

Ravenna giró un poco y me dio un puñetazo en el estómago. Cuando me retorcí de dolor, ella empuñó la ballesta y me apuntó mientras se alejaba para sentarse en el otro extremo del hueco donde estábamos.

—¡Estúpido, siempre interfiriendo! —murmuró con el rostro transfigurado por la ira—. Pensé que había sido bastante clara la última vez.

—No quería... permanecer de... brazos cruzados... observando cómo... te suicidabas —dije intentando recuperar el aire. Mis músculos habían estado tan tensos que su golpe no me lastimó tanto como hubiera podido.

—¡Intentaba rescatar a los prisioneros, condenado imbécil! —¿Tú sola?... ¿Sin ninguna ayuda? ¡Sería un suicidio! Seguía apuntándome con la ballesta.

—Si deseo suicidarme es decisión mía. Oí que tú también lo intentaste no hace mucho.

De alguna manera debió de enterarse de mi absurdo intento de permanecer en palacio y ser capturado cuando iban a desembarcar Etlae y Lexan.

—Por favor, no me apuntes con eso —le pedí mientras me sentaba algo más erguido—. Se acciona al menor contacto y no desearía morir porque me disparases por accidente.

De mala gana bajó la ballesta sin despegar de mí su severa mirada.

—Tengo derecho a morir defendiendo a mi gente del mismo modo que tú.

—¿Por qué? Carece de sentido.

Me pregunté por qué se me había ocurrido decir eso. A mí, que menos de veinticuatro horas antes había decidido hacer exactamente lo mismo.

—¿Qué otra alternativa nos queda? ¿Merodear por esta bendita ciudad ocultándonos hasta que otro traidor nos ponga en manos del Dominio? Tu clan está tan lleno de traidores que no puedo entenderlo.

—Y supongo que toda la gente de tu clan destaca por su honor —comenté incisivo—. A propósito, ¿cómo has logrado mantenerte en libertad durante tanto tiempo?

—Al menos la familia que me hospedó después de que tú tan amablemente me echaste del palacio me brindó ayuda.

—¿Te sorprende que te echase después de las cosas que me dijiste?

—Se suponía que eras mi anfitrión.

—Las leyes de la hospitalidad no llegan tan lejos. Y, además, es evidente que aún nos queda gente leal.

—No me es sencillo de comprender a qué deberían ser leales. Hemos perdido, de todas formas.

«Hemos perdido.» Al menos, Ravenna seguía dejando en claro que estaba de nuestro lado.

—Los que no hemos decidido suicidarnos estamos intentando hacer algo. Quizá si no te dieses tanta prisa en darte por vencida, podrías ayudarnos.

—Y bien, ¿cuál es esta vez la gran idea? ¿Otra obra maestra de Palatina como la carta que causó este desembarco?

—Eso fue culpa mía, no suya.

—Acepta la responsabilidad entonces. Pero ¿en qué consiste el plan para que tres o cuatro personas derroten a un centenar o más? Oí las botas de una patrulla que atravesaba la calle principal y detenía a alguien lo suficientemente loco para andar por las calles a esa hora.

—Me encantaría decírtelo, pero creo que ahora será mejor hacer una tregua y salir de aquí. Hay demasiados sacri dando vueltas. —De acuerdo —dijo Ravenna con su helada voz habitual. Entonces mi corazón casi se detuvo cuando la patrulla giró en dirección a la callejuela y comenzó a marchar directamente hacia nosotros.

Ravenna hizo a un lado la espada y la ballesta depositándolas en el rincón más oscuro y me empujó hacia allí.

—Lo siento si esto te ofende —murmuró a continuación—. Sígueme el juego.

Me besó y comprendí al instante qué era lo que planeaba, así que la abracé con fuerza fingiendo mucha pasión. Rogué que la treta funcionase y no verme obligado a emplear la magia.

De repente, los pasos se detuvieron y sólo avanzó uno de los hombres, más lentamente. Deduje que habrían enviado delante a un soldado para controlar la callejuela. Eran tropas de Lexan. Me hallaba de cara a la pared y lo único que podía ver era el rostro de Ravenna, de manera que de ninguna forma podía adivinar qué estaba sucediendo.

—Sólo un par de tortolitos, cabo —dijo el soldado. Entonces nos susurró:

—Sería mejor que entraseis a vuestra casa, esos autómatas de rojo no entienden de estas cosas.

El soldado regresó a la calle y oí de nuevo el sonido de sus pasos. Solté a Ravenna y la miré con incertidumbre por un momento. —Será mejor que nos vayamos.

Ella asintió, envainó la espada y, tras ajustárselo, se colgó otra vez la ballesta en el cinturón.

—¿Cuál es vuestro escondite?

—La casa de la familia Kuzawa. La hija de Mezentus no compartía las amistades de su padre.

—Cojamos el camino más rápido hacia allí. Yo avisé a la familia que me hospedaba que no regresaría, así que no me esperan.

Al escucharla percibí por primera vez que sonaba tan triste como yo lo había estado un poco antes y me pregunté el motivo. No era ella quien había perdido una ciudad y sí quien me había gritado con anterioridad.

—No lucharemos a menos que no tengamos más remedio. —De acuerdo.

Supliqué que Palatina y Elassel estuviesen bien.

Recorrimos las callejuelas en dirección a la ciudad. Esta vez escogí alejarme del puerto por la ruta más directa posible, rodeando las murallas del barrio Terreno. Era el mejor modo de evitar las calles más amplias y transitadas, donde podrían detectarnos sin dificultad, pero no por eso estábamos menos nerviosos. Un par de veces más se nos acercaron sendas patrullas, pero pudimos escondernos en ambas ocasiones.

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