Herejía (58 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Herejía
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¿Huir? ¿Irme de Lepidor? ¿Cómo podría hacer tal cosa? No había nadie más que pudiese asumir el puesto de conde. Y por otra parte, ¿adónde podría dirigirme? Para entonces ya me habrían tachado de hereje y me perseguirían por todos los mares. Quizá Qalathar fuese un lugar seguro... hasta que llegasen allí los ejércitos de los cruzados para concluir lo que habían comenzado veintitrés años atrás. ¡Condenada Ravenna!

A esa hora había pocas personas despiertas y sentí una inmensa ausencia al observar la cabecera del salón comedor, el sitio donde en ese preciso momento debía haber estado mi padre. Recordé todas las ocasiones en que me había levantado igual de temprano y siempre lo había encontrado allí. Incluso cuando estaba lejos, en la conferencia, jamás me abandonaba la certeza de que él estaría a salvo. Pero ya no podía asegurar siquiera si alguna vez regresaría, y yo era la única persona que se interponía entre lord Foryth y Lepidor.

Subí a la oficina del conde y me encerré dentro. Luego me senté en la silla y contemplé absorto los papeles sobre el escritorio. Elníbal se había dejado a sí mismo una nota para no olvidar ocuparse de una disputa entre dos familias. Ahora tendría que hacerlo yo. Con la esperanza de distraerme ocupándome en algo, arrimé una pila de documentos que mi padre había dejado inconclusos a causa de la inesperada visita de Tanais. Era una tarea aburrida, tediosa, pero alejó mi mente de los problemas que me acosaban.

Trabajé sin descanso hasta que sentí un golpe en la puerta. Permanecí sentado en silencio por un instante. Sabía quién era y con todas mis fuerzas deseé no verla en ese momento. Pero no pude contenerme.

—Adelante.

—Los guardias han inspeccionado las habitaciones de todos aquellos hombres y no han hallado nada —dijo Ravenna.

—Era de esperar.

Se produjo entonces un tenso silencio durante el cual ella cerró la puerta y tomó asiento.

—¿Se ha marchado Tanais? —preguntó.

—Partió hace media hora. Aseguró que dentro de una semana como mucho Midian descubrirá quién fue el auténtico responsable de la magia de anoche. Con sólo consultar una copia de la Historia comprenderá que Tanais carece de cualquier don mágico.

—¿Qué otra cosa pude haber hecho? ¿Quedarme inmóvil y esperar a que me consumieran las llamas?

—Debiste ver el gesto de Tanais. Yo lo vi, pero tú me cogiste de las manos antes de que tuviese tiempo de pensar.

—¿Y qué? Él carece de magia.

—No es así. Tiene en su poder el medallón.

—¡Cathan, no puedes culparme por lo que hice! Por lo que sabía, tú eras la única persona en todo Lepidor capaz de apagar ese incendio. Ésas no eran llamas naturales, supongo que te habrás percatado.

—No, creo que no te puedo culpar. Pero el caso es que en una semana habré de marcharme de aquí, a menos que podamos lidiar con Midian.

—¿También eso es culpa mía?

—Hice uso de mi magia, como tú. Ambos estamos en peligro. —Quizá lo estés tú. Yo no empleé mi magia en proporciones suficientes como para que alguien lo notase.

¿Qué era lo que quería señalar con eso? ¿Suponía que tras haberme metido en este lío no le correspondía hacer nada al respecto?

—Pues quizá podrías al menos intentar ayudarme, incluso si tu propio pellejo estuviese a salvo. No puedo abandonar mi clan, Ravenna. No hasta el regreso de mi padre. Soy el conde y no hay nadie más que pueda reemplazarme. Si me marcho, mi familia perderá poder y el contrato con Hamílcar quedará sin validez. Foryth habrá vencido. Y entonces ya nadie podrá detener a Midian. —Nunca dije que no fuera a ayudarte.

—¡Lo sugeriste! ¿Tienes alguna propuesta útil para resolver esta minúscula dificultad?

—Aparte de asesinar a Midian, no veo otra cosa que podamos hacer. No tenemos tiempo de averiguar si es posible sobornarlo y tampoco crear una tormenta mediante un conjuro que lo mantenga encerrado en el templo durante toda la semana.

—¿Estás buscando ayudarme o desesperarme? Sus ojos brillaron.

—Hago cuanto puedo, por amor de Thetis. Palatina es el genio de la estrategia, yo no. Pregúntale a ella.

—Palatina no posee magia, Ravenna. Tú sí.

—Como tú, aunque sea todo innato y te baste con chasquear los dedos para tener más poder del que cualquier hombre podría soñar.

—¿Y qué pasa con eso? —protesté—. No se trata de cuál sea el origen de nuestra magia: estamos intentando enfrentarnos al Dominio. Ravenna se puso de pie y avanzó desde la silla hasta el escritorio. Su rostro era una helada máscara.

—Sin duda podrás deshacerte de ellos, ¿verdad? Y si llega alguien para investigar, no necesitas ser condescendiente.

—¿De qué hablas? Nunca he sido condescendiente. ¿Qué fue lo que dije?

Su repentina hostilidad me sacaba de quicio. Estaba seguro de no haber dicho nada que pudiese ofenderla, así que por qué se metía conmigo de ese modo.

—¿Qué fue lo que dije
? —repitió imitándome. En su tono inexpresivo se percibía una grotesca parodia de mis palabras—. ¿Es que eres tan ajeno a nosotros, mortales inferiores, que ni siquiera te molestas en discernir las cosas que nos dices? Ah, por supuesto, yo tengo magia, así que puedo serte de ayuda para sacarte de esta situación en la que tú mismo te has metido porque fuiste demasiado elevado y poderoso para pensar antes de emplear ayer tus poderes mágicos.

Ahora Ravenna hablaba casi gritando y su voz cobraba algo de emoción. Estaba apoyada sobre el escritorio, mirándome fijamente. Entonces me puse de pie. Su última acusación, carente de fundamento, había reavivado mi ira.

—Tú misma dijiste que anoche habías actuado llevada por la presión del momento. Si a ti te está permitido hacerlo, ¿por qué a mí no?

—Somos mortales con poderes limitados y debemos aprender a controlarlos de vez en cuando. Sencillamente, yo no liberé tanta magia para que se enterasen todos y cada uno de los magos de Océanus. Has empleado una maza para romper una nuez y no aceptas las consecuencias.

—Salvé tu vida, ¿o acaso ya lo has olvidado?

—Salvaste mi vida para utilizarme en la siguiente ocasión en que me necesites, así tienes la sensación de consultarnos a los demás antes de tomar tus propias decisiones. Por supuesto que siempre está Palatina, que es una maldita Tar' Conantur como tú. Ella es digna de que le pidas consejo, aunque sólo Ranthas sabe qué corre por sus venas.

Intenté decir algo para interrumpirla, pero ella me ignoró y prosiguió furiosa:

—¿Alguna vez te preguntaste por qué me desplomé después de unirnos por primera vez? Por cierto que nunca me lo preguntaste a mí, ya que no estabas interesado. Por el momento estabas a salvo de las garras de Midian, al menos hasta que pudieses pensar en una manera de poder enfrentarte a él tú mismo. Yo era tan sólo una herramienta que ocasionalmente se presentaba con algunas ideas útiles.

—¡Eso no es cierto! —protesté, herido por sus palabras, pero ella alzó la voz todavía más para ahogar mis quejas y me clavó una mirada iracunda.

—Ni siquiera se te ocurrió que mi desmayo tuviese algo que ver contigo, con tu mente, tu mente retorcida, tan perturbada que me sorprende incluso que consigas caminar en línea recta. Debí penetrar en el campo de tu alma; tú, monstruo maldito perteneciente a esa despiadada familia. No eres diferente de ninguno de ellos; ni de Ragnar, el traidor; ni de Valdur, el demente fratricida; ni de Landressa, esa puta asesina sistemática que jamás debió ser designada emperatriz. Tu familia destruye todo lo que toca, incluso a sus seres queridos. ¿Cuántas de las esposas y maridos de aquéllos sobrevivieron con la mente indemne? Tienes putrefacto el corazón, Cathan, incluso la sangre que corre por tus venas está contaminada.

Como si hubiese sido golpeado por un martillo, me tambaleé hacia atrás, asiéndome, desesperado, a los brazos de la silla. Intenté responder algo pero estaba demasiado atónito por sus palabras. No podía comprender por qué decía esas cosas. Y lo más horrible era que una parte de mi mente, aquella parte que no había sido afectada por su arremetida ni por lo que yo creía una traición, sabía que no todo lo que decía era falso.

—¿Te he lastimado, no es así? —inquirió ella con el rostro transfigurado por la furia pero manteniendo un frío control sobre sí misma—. Alguien al fin se atreve a decir la verdad sobre los Tar' Conantur sin temer importunarte.

Pronunció el apellido como si fuese un insulto.

—Palatina, tú y todos vuestros ancestros eran iguales —prosiguió—, avasallando a los pobres mortales que se interponían en vuestro camino. Quizá ella lo haga un poco menos, pero responde a la misma naturaleza. No debes preocuparte por el mago mental, pues, como tantos otros, enloquecerá unos pocos segundos después de establecer contacto contigo. Tu bendito primo, el emperador Orosius, por ejemplo. Te pareces a él mucho más de lo que nunca podrás ver o admitir, y eres capaz de causar tanta muerte y destrucción como él.

Me hundí en la silla, incapaz de sostener su mirada o incluso de mirarla.

—¡Sólo quería
.
que me ayudases! —exclamé con una voz que me pareció la de un extraño.

¡Que te ayudase!
Eso no es cierto. La ayuda se la pides a Palatina y, eventualmente, a los que tienen tu mismo estatus. No a una huérfana de Tehama, una subordinada que carece de tu noble sangre. El único motivo por el que me tienes a tu lado es que piensas que soy bonita y podría convertirme en una buena concubina.

En esta ocasión sí la miré y la sangre regresó a mi rostro. —¡No! —susurré—. ¡Jamás!

—Ya me has mentido bastante, Cathan. Contra todo lo que puedas, pensar, no te amo. Ni siquiera me gustas. Si lo deseas puedes aplastar a Midian y a todos sus sacerdotes, pero no obtendrás de mí ninguna ayuda.

Se volvió y casi corrió hacia la puerta ignorando mi agónico grito. La cerró a sus espaldas y escuché el sonido de sus pasos alejándose a toda prisa por el pasillo.

Tras su partida no alcé la mirada durante un buen rato. Me sentía profundamente solo y desconsolado, así como traicionado. No era cierto todo cuanto había dicho Ravenna sobre mí ¿O sí era?

Ya no sabía bien qué pensar. Enterré la cabeza entre las manos y lloré. Un par de minutos después oí que se abría la puerta y alguien entraba con sigilo a la habitación. Levanté la mirada lentamente por si fuese otra vez Ravenna, pero no era así.

—¿Cathan? —dijo Elassel. —Déjame solo.

—Todo eso no es cierto.

—¿Cómo lo sabes? —repuse mirándola de nuevo. Rodeó el escritorio y se agachó a mi lado, junto a la silla—. Tú apenas me conoces y no eres uno de los nuestros.

Al parecer, Elassel había escuchado la conversación o, por lo menos, una parte de ésta. Sabía quién era yo.

—¿Que no soy una hereje, Cathan? La religión ya no significa nada para mí. Todas esas cosas acerca de los Tar' Conantur... —Figuran todas en la Historia.

—Incluso así no dicen toda la verdad. Piensa en todos los que han quedado fuera de los libros, toda la gente que llevó honor a tu familia: Aetius, Carausius,Tiberius, incluso Landressa ayudó en la defensa contra Tuonetar.

—Pero también hubo tantos dementes, Elassel, tantos personajes siniestros.

—Como en cualquier familia. La única diferencia radica en que los Tar' Conantur son célebres. No soy maga, pero puedo intuir que no eres como ninguno de esos oscuros personajes que mencionas.

—Entonces ¿por qué me dijo Ravenna esas cosas? ¿Por qué se puso contra mí?

—No puedo decírtelo, Cathan. Sólo ella puede hacerlo. Pero ten

en cuenta que al enfurecerse te soltó todo lo que le pasó por la cabeza. ¿Qué podemos saber los demás? Ravenna empleó la historia de tu familia en tu contra, mientras que el resto de nosotros no hubiésemos supuesto siquiera que fueses un Tar' Conantur, salvo por tu aspecto.

—¿Crees que el parecido es muy notable?

—Lo es para mí, aunque quizá no lo sea para nadie más. Soy muy buena fisonomista y he visto retratos de los Tar' Conantur. —La quería, Elassel. No siempre confié en ella, pero la quería. Y creí incluso que ella sentía por mí algo parecido, o por lo menos algo. Pero ahora descubro cuán equivocado estaba.

—Una persona que diga las cosas que ella acaba de decir no merece ser amada por nadie.

—Todo se ha estropeado desde anoche.

—Cathan, eres conde de Lepidor. Sé que debes sentirte horriblemente, pero no has tenido tiempo de evitarlo.

Se puso de pie y caminó hacia la puerta, pero se detuvo antes de abrirla.

—Había venido para decirte algo de lo que me he enterado —agregó—. Iré ahora a buscar a Palatina y la traeré aquí, ya que me parece que también ella debe saberlo.

Elassel se marchó y yo permanecí allí, inmóvil, por un momento. Luego me sequé el rostro con una manga y me senté derecho para parecer más presentable. No era adecuado que el conde de Lepidor se viera angustiado, pero ¿qué podía importar eso? Y, por otra parte, ¿con qué fin parecer preparado cuando iba camino de ser el conde con la gestión más breve de la historia? Antes de que transcurriesen otros siete días, Midian estaría exigiendo mi arresto por hereje, y mis únicas opciones serían matarlo o huir. En realidad, ya no le veía mucho sentido a seguir huyendo; no habría ningún sitio en el mundo en el que pudiese ocultarme del Dominio por mucho tiempo, y además me vería obligado a dejar a los amigos que aún conservaba. ¿Por qué molestarme en hacerlo? ¿Por qué no permitirle a Midian que me cogiese y sufrir las consecuencias?

Escuché el sonido de más pasos fuera de la habitación. Casi sin percatarme, empleé los poderes de la Sombra para aguzar mis sentidos y oír de qué hablaban.

—... es imperdonable. Dile a Atek que es preciso sacarla del palacio de inmediato y que sea alojada en la ciudad. Es imposible que permanezca aquí después de lo que ha hecho.

—Muy bien. Lo tomaré como una orden del conde.

La primera voz era la del primo de mi padre, el nuevo jefe de camareros.

La puerta se abrió y entraron Palatina y Elassel. Esperé a que cerrasen la puerta y se sentasen. Sin duda pretendían que dijese algo.

—Elassel, ¿no tenías un mensaje para nosotros?

—Sí —afirmó apartándose un mechón de pelo de los ojos y colocándolo detrás de la oreja—. Midian ha vuelto a las andadas e intenta confinarme en el templo como castigo por mi conducta desordenada. No ha aprendido nada. Ayer me deslicé dentro de su oficina con la intención de idear algo que lo pusiera en alguna situación humillante durante la próxima ceremonia. Sus túnicas estaban guardadas en un armario. Finalmente, para ir al grano, oí que se acercaba y me escondí en el armario. Entró a la oficina junto con su asistente, ese sacerdote entrado en años de mirada severa. El sacerdote acababa de recibir una carta de manos de uno de los tripulantes de aquel mercader y la abrieron.

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