—Ven —me dijo.
La seguí hasta la puerta del salón y entonces soltó mi mano.
—Aquí estamos —añadió Palatina—.Ahora debes ir a informarlos.
Sobrevolaba el salón un zumbido de conversaciones y la gente, de pie, o sentada, se había reunido en pequeños grupos. Todos habían olvidado la cena. La tarima estaba vacía (los platos de comida habían sido retirados cuando se desplomó mi padre). Muchas de las sillas estaban caídas y el vino chorreaba hasta el suelo de un vaso roto.
Se produjo un silencio cuando entré. Todos eran familiares míos, mis primos, mis amigos, y todos tenían más lazos de sangre con mi padre que yo mismo, pero de pronto me parecían apenas una intimidante multitud.
—El conde Elníbal ha sido envenenado —dije sin preludios, adquiriendo algo de confianza. Todo parecía tan distante y, sin embargo, tan real. Era una realidad de la que me era imposible escapar—. Aún está con vida y será trasladado al hospital que hay en Kula.
Eso era todo cuanto pude decir. Bajé de la tarima y regresé a la antesala. Habían llevado el palanquín al pasillo junto a la antesala y Tanais estaba colocando a mi padre sobre él. Un camarero cerró las cortinas y luego Tanais puso con cuidado a Elníbal sobre los cojines de los sillones para hacer más cómodo el palanquín.
Tanais ordenó a dos centinelas que cargasen a mi padre en dirección al puerto, custodiado por varios guardias navales que habían entrado en el palacio al conocer las novedades. La noticia se había extendido por la ciudad como el más voraz de los incendios. Entonces Tanais se volvió hacia mí.
—Cathan, tú ve con él y llévate contigo a Palatina y a Ravenna. A nadie más, a nadie en absoluto. Permanece en el puerto hasta que lo veas partir.
—¿Y qué haréis tú y mi madre? —pregunté.
—Intentaremos averiguar quién lo ha envenenado. Por eso tu madre ha ordenado clausurar las puertas del palacio. Acompañamos a los portadores del palanquín fuera de los portales y a lo largo de la calle principal. Parecían andar a un ritmo espantosamente lento, pero luego comprendí que sólo intentaban ir con cuidado, para no mecer el palanquín o tropezar con alguna piedra suelta en el camino.
Al llegar cerca del puerto, las construcciones, desiertas a esas horas, parecieron burlarse de mí. Representaban las riquezas que habían ocasionado tanto dolor, y súbitamente deseé no haber divisado jamás la raya de dómine Istiq flotando a la deriva en el océano tiempo atrás. Deseé no haber hallado nunca el yacimiento de hierro.
Mientras nuestra pequeña procesión descendía por la calle hice cuanto pude por ignorar las miradas curiosas o llenas de ansiedad de la gente que había de pie en las puertas de sus casas (la noticia ya se había divulgado por toda la ciudad). En el portal del barrio portuario, dos guardias nuevos tomaron el relevo para transportar el palanquín.
Dalriadis había cumplido las órdenes y el edificio resplandecía de luces encendidas y el ascensor estaba listo para llevarnos directamente al nivel donde se hallaba el
Marduk
, Dalriadis había distribuido guardias y tripulantes a cada lado del camino entre el ascensor y el acceso al muelle, a fin de mantener la vía despejada. En esas condiciones trasladamos a Elníbal a lo largo del muelle hasta el interior del
Marduk
. El capitán había conseguido una camilla y dejamos a mi padre en el camarote que se le había preparado.
Esperé junto a mi padre hasta que el médico y su asistente llegaron con sus equipamientos. Ambos lo acompañarían a Kula. Antes de dejar el buque, el médico me llamó a su lado.
—Lo peor ya ha pasado, Cathan. Si ha vivido hasta ahora, podrá sobrevivir al viaje. Kula es el sitio más seguro para él; Courtiéres
podrá protegerlo mejor que nosotros. Le tomará tiempo recuperarse, pero volverás a verlo en buenas condiciones, te lo prometo. Sus palabras calmaron en gran medida mis temores, dejando en lo más hondo una irreprimible furia. Que yo supiese, sólo una persona era capaz de consumar semejante plan.
Permanecí junto a mi padre hasta que Dalriadis estuvo a bordo y me anunció que estaba listo para partir.
—Llévalo tan aprisa como puedas, almirante —le dije—. Podrás reparar un reactor dañado si fuera necesario. Otra cosa:
Nadie po
drá entrar en este camarote sin autorización. Nadie en absoluto, ni siquiera el médico. Nadie. Y quiero que haya dos guardias de servicio permanente junto a la puerta.
—Muy bien —asintió—. Ahora será mejor que regreses al muelle. Me volví hacia Elníbal por última vez, besé su ardiente frente y permanecí allí hasta que el médico me indicó que me fuera. Entonces crucé de nuevo los pasillos y salí de la manta. Los guardias cerraron la escotilla no bien desembarqué y casi de inmediato escuchamos detrás de nosotros el zumbido de las esclusas de aire.
Cuando llegamos al extremo del puerto, el
Marduk
ya se había desprendido del muelle y desaparecía en la oscuridad del océano. Los guardias no quisieron correr ningún riesgo: formaron a nuestro alrededor y mantuvieron a la muchedumbre a distancia mientras caminábamos de regreso al palacio en medio de las primeras luces del amanecer.
—¿Quién vive? —preguntaron a toda voz los centinelas del portal cuando nos aproximamos. Noté que había allí un escuadrón completo.
—Cathan —dije al tiempo que uno de ellos cogía una lámpara. —Adelante, señor.
Había más guardias en el patio, que ahora estaba iluminado totalmente por llamaradas de éter. Al cruzarlo me pregunté si no estaría allí la guarnición íntegra; jamás había visto a tantos reunidos. Sólo una de las puertas estaba abierta, custodiada por dos oficiales vestidos con ropas de civil pero exhibiendo abiertamente sus espadas e insignias.
En el interior estaban Tanais y mi madre junto a varios integrantes del consejo, manteniendo una improvisada ronda de interrogatorios en una de las salas de recepción. Se habían sentado forman do un semicírculo con sillas y sofás, mientras que el chef se hallaba en el centro, conmovido y al parecer indignado.
—¡No permito que entren extraños en mi cocina!
—De cualquier modo —intervino mi madre—, ¿has presenciado algo inusual en la zona de la cocina?
—No, en absoluto.
—¿En algún momento dejaste la cocina?
—Muy brevemente, para ir a la despensa. Se quedó en la cocina uno de mis asistentes, que estuvo allí todo el tiempo y tuvo que notar la presencia de cualquier extraño.
—Muy bien. Puedes retirarte.
El chef se marchó y los del semicírculo empezaron una iracunda charla.
—No estamos llegando a ningún sitio con semejante interrogatorio —advirtió Mezentus—.Y por otra parte, ¿qué derecho tienes tú a presidirlo, Tanais?
A modo de respuesta, Tanais buscó algo en el interior de su gruesa túnica verde y extrajo un colgante representando la balanza de la justicia con un par de delfines debajo, el símbolo de los jueces de Thetia. Los ojos de los delfines consistían en diminutas piedras negras. Con excepción de las espadas cruzadas debajo de los delfines, era idéntico al que llevaba el moribundo canciller según los recuerdos de mi padre.
—Soy juez supremo del imperio de Thetia. ¿Necesitas otra explicación?
Los medallones no podían ser robados; las piedras negras poseían un tipo de magia que hacía imposible que nadie más que su dueño los utilizase. Era muy difícil hacerlos y, por lo tanto, su uso quedaba limitado estrictamente a los rangos más elevados de jueces: el emperador de Thetia, la Suprema Corte y los comandantes de los ejércitos y las flotas, que tenían potestad judicial sobre sus subordinados.
Los ojos de Mezentus se abrieron de par en par.
—Reconozco tu autoridad —dijo luego a regañadientes, dando por concluida la discusión.
—No pudo ser el cocinero, demasiada gente apoya su coartada —advirtió mi madre, y luego notó mi presencia—. Ah, Cathan. Intentamos encontrar al culpable antes de que pueda destruir la evidencia. El vino especial de tu padre fue envenenado después de salir de la bodega. Hay cierto número de sospechosos, pero ya hemos descartado a unos cuantos. Me quedé boquiabierto.
—¿Quieres decir que el culpable es del palacio? ¿Quizá incluso de la familia?
—No hay muchas personas que pudieran hacerlo —intervino Tanais—. El sumiller no tiene nada que ver. Sólo estuvo en el lugar equivocado en el momento equivocado.
—¿Hay algo que nos conecte con lord Foryth? —indagué.—¿Crees que también está detrás de esto?
—No consigo imaginar quién más podría obtener beneficio de esto. —Quizá el conde Lexan —dijo Palatina a mis espaldas—. Él se ve beneficiado, ya que Moritan está enfermo y tu padre fuera de acción, de modo que Courtiéres es el único gobernante experimentado que queda.
—¿Crees que también él se encuentra en peligro? —inquirió mi se madre con agudeza.
—Podría estarlo.
—¿Es demasiado tarde para decirle a Dalriadis que le advierta: —Courtiéres lo pensará por sí solo.
—¿Podemos seguir adelante con las pesquisas? —pregunté con impaciencia—. Si damos con el culpable, podremos preguntarle bajo qué órdenes actuaba y entonces sabremos de quién debemos defendernos.
Comprendí entonces por primera vez el motivo que había llevado a mi padre a amenazar a Foryth. Concluí que él no había sobredimensionado la cuestión lo más mínimo y me preparé para actuar en consecuencia. Ahora bien, a causa de su actitud, mi padre había estado al borde de la muerte. Fuese quien fuese el responsable, parecía compenetrado en el plan y decidido a salirse con la suya, y lo cierto es que Foryth y Lexan bien podrían estar actuando de forma conjunta. Era una posibilidad en la que prefería no pensar.
Uno de los consejeros se puso de pie para cederme su silla y yo me senté entre Tanais y mi madre, con Ravenna y Palatina detrás de mí, mirando por encima de mis hombros.
—¡Traed al siguiente testigo! —ordenó Tanais.
Con el paso de la tarde y mientras la gente en el salón se ponía más y más impaciente, entrevistamos a todos lo que podrían haber envenenado el vino o haber visto al menos al envenenador en acción. Se examinó el corcho de la botella de vino en busca de pinchazos a través de los cuales alguien pudiese haber introducido el veneno, pero no fue posible hallar ninguno.
La botella de vino había salido de la bodega una hora antes de la comida y depositada en la sala de refrigeración, donde había permanecido hasta la llegada de mi padre. Entonces había sido descorchada y colocada en su recipiente especial cerca de la puerta, hasta que el sumiller la cogió unos momentos después. Sólo el supervisor de la bodega, el personal de la cocina, los camareros o los sumillers podrían haber puesto el veneno.
Pero tras constatarlo nos estrellamos contra un muro. Habíamos interrogado uno tras otro a los sospechosos pero sin lograr siquiera aproximarnos a ninguna certeza.
Hacia las once de la noche, cuando la gente retenida en el salón_ comenzaba a mostrar señales de somnolencia, nos quedaban por interrogar tan sólo a tres camareros. Estábamos ahora frente al camarero principal, un hombre perteneciente a una familia tradicionalmente aliada a la nuestra. Le preguntamos sobre el movimiento de los otros camareros y dónde había estado él mismo.
—En el salón —explicó—, controlando que se pusiesen las mesas del modo correcto, y estuve allí hasta poco antes de que llegasen todos los demás. Entonces me dirigí a la cocina para hacerle una consulta al chef.
—¿Qué consulta?
—Cuántos platos debían servirse en la mesa de la tarima.
Eso concordaba con todo lo que había afirmado el chef un poco antes.
—¿No era un asunto algo trivial para que te molestases en hacerlo? —intervino de pronto Palatina.
—Señorita, quizá lo sea para ti, pero no para mí —respondió el hombre, al parecer resentido por la intromisión de un extraño—. En eso consiste mi trabajo, en prestarle atención al detalle.
—¿Y te dirigiste a la cocina a través de la puerta del salón;' —indagó Tanais.
—Sí.
—¿Notaste al pasar si el vino estaba en su jarra?
—Sí, estaba en su lugar habitual. Me detuve para asegurarme de que todo estuviese como debía.
—¿Estaba la jarra debidamente abrillantada? —volvió a intervenir Palatina. Tanais la miró con sorpresa.
—¿Debidamente abrillantada? ¿Por qué me preguntas eso? —¿Estaba abrillantada y limpia como corresponde? —repitió Palatina.
—Por supuesto que sí —respondió el hombre, ofendido.
Palatina colocó entonces el recipiente sobre la mesa situada detrás de mi silla. Me volví para ver lo que sucedía.
—Entonces ¿por qué te inclinaste sobre la jarra y soplaste? Dos personas te vieron hacerlo y pensaron que sólo le estabas quitando el polvo. Pero es extraño que lo hicieras y, sólo media hora más tarde, veamos que los bordes están sin brillo.
—¿Qué dices, Palatina? —preguntó mi madre con impaciencia—. ¿Estás acusando a este hombre?
—Estoy diciendo que si él hubiese soplado para dispersar los restos de polvo de ijuán a lo largo del borde de este recipiente, las marcas que hubiesen quedado serían similares a éstas —aseveró Palatina lanzando sus últimas palabras como un torbellino.
Me volví hacia el hombre a fin de captar su expresión desprevenida. Los otros sin duda hicieron lo mismo.
—¿Qué es lo que respondes a esto? —preguntó mi madre con frialdad.
—Digo que es pura invención y que no existe ninguna prueba. —Pues me parece que Palatina acaba de demostrarnos lo contrario —dijo Tanais.
Me sentí desconcertado. Hacía años que conocía a ese hombre. Había servido en el palacio durante casi toda su vida. ¿Era posible que nos traicionase?
Y entonces, cuando su rostro se contorsionó en una mueca de odio, comprendí que lo había hecho. Buscó entonces algo en su bolsillo, extrajo una esfera negra de unos pocos centímetros y se la arrojó a Tanais, en el centro del grupo.
—¡Morid, todos!
La esfera golpeó una de las patas de la silla de Tanais y estalló en llamas, que se extendieron desde la silla hasta el resto del mobiliario con increíble rapidez. Alguien gritó y salté hacia adelante, lejos de las llamas, mientras que el gigantesco Tanais se ponía de pie para alzar a mi madre y ponerla fuera de peligro. Otra gente intentó saltar las llamas por encima de las sillas y los sofás, que, por otra parte, también estaban ardiendo ya que había llamas corriendo a lo largo de todo el salón. Uno de los guardias blandió su espada para impedir el paso del camarero, pero perdió el valor cuando las llamas que avanzaban por el tapete amenazaron con alcanzarlo. Él y su compañero comenzaron a saltar en medio de las llamas y, en pocos segundos, todos los muebles estaban ardiendo y el fuego trepaba por las paredes.