Herejía (47 page)

Read Herejía Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Herejía
7.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Fuera hace un día precioso —repuse—, para todos salvo para nosotros.

—¿No has visto las nubes sobre las montañas? ¿O es que estabas demasiado ocupado avergonzándote? Muy pronto se desatará una tormenta.

Me sentí tan sorprendido que, por un momento, desapareció el sentimiento de culpa.

—¿Quieres que salga durante una tormenta?

—¿Por qué no? Has hecho cosas más difíciles otras veces. —Palatina, debería atravesar terreno abierto y, allí, al contrario que en un campo cultivado, no hay nada con que resguardarse. El viento te eleva literalmente y te arroja contra cualquier cosa, y yo no soy de contextura demasiado poderosa para soportarlo. Quizá vosotros los thetianos sepáis cómo superarlo, pero yo no.

—Por favor, escúchame, al menos por una vez. La corriente de agua del foso desciende directamente hacia la ciudad, ¿no es cierto? Desemboca junto a la costa.

Me quedé perplejo. ¿A qué venía eso ahora?

—Cuando comienza a llover en las montañas, la corriente se transforma en un río. Podrías dejarte llevar por ella todo el trayecto hasta el puerto y no habría necesidad de que te preocupases en lo más mínimo por el viento. Quizá debas tener cuidado con las ramas de árboles que desprenda la tormenta, pero podrás esquivarlas.

Pensé en la rambla que corría junto al camino en el valle central, atravesaba un profundo canal en medio de los campos cultivados, hacía un par de curvas y llegaba a las playas de la ciudad y a la línea costera a través de un pequeño círculo de rocas. Apenas

me animaba a evaluar la posibilidad de lanzarme a sus aguas, pero Palatina tenía razón.

Sin prestar atención a mis siguiente protestas, ella esbozó el resto de su plan: una vez que lograse llegar a la ciudad, me dirigiría a alertar a mi padre, luego liberaría a los prisioneros y regresaría a la mina por el camino.

—¿Y qué harás tú entretanto? —le pregunté. Palatina sonrió:

—Rescataré a los mineros que están atrapados en las profundidades de esta mina.

Palatina me explicó que forzaría la cerradura durante la tormenta, cuando nadie pudiera oírla, y entonces correría a lo largo del patio en dirección a la mina. Le hice notar que habría guardias por todas partes, desde el acceso al edificio donde estábamos hasta la entrada a la mina, y que parecía haber olvidado que los nativos tenían armas, mientras que ella no.

—Con la tormenta, los que están en la entrada habrán huido como conejos. Y lograré ocuparme del resto. Cuando tenga control sobre la mina regresaré para ayudarte.

En el exterior, el cielo azul desaparecía a toda prisa cuando oímos un clamor desde el patio y el sonido de gente armada cruzando el acceso al recinto.

—¿Qué hacen aquí? —le pregunté a Palatina.

—¿Cómo puedo saberlo? Quizá vayan a esconderse en los bosques para atacar la ciudad tras la tormenta, tomando a todos por sorpresa.

—Palatina, tu plan es una locura —advertí—. Depende de que todo salga como uno espera, que yo logre llegar a salvo a la ciudad, que tú consigas abrirte camino entre los guardias... ¡y es imposible que suceda todo eso!

—¿Siempre eres tan pesimista o es que ya te has dado por vencido? —contraatacó de brazos cruzados—. ¿Cómo piensas escapar si no es de ese modo? Además, tienes la obligación de probarte a ti mismo que no eres un fracasado.

—Quizá consiga sobrevivir flotando en un torrente, pero eso no me disculpa por haber permitido que llegásemos a esta situación en un principio.

—Cathan, todo esto es culpa de Midian. Él empezó los problemas y es el avarca. ¿Qué podríamos haber hecho nosotros al respecto? Ahora, ¿lo intentarás o no?

—¿Estás segura de poder llevar adelante tu parte del plan? —Por supuesto que sí. Pero tú eres más importante: si no alertamos a tau padre, todo el resto resultará inútil.

—Lo haré —afirmé, y ofrecí una silenciosa plegaria a Thetis y Althana, rogándoles que nadie viniese a cambiarnos de habitación antes de que estallase la tormenta.

Alguien vino a nuestra improvisada celda algo así como una hora más tarde, pero todo cuanto hizo fue abrir la puerta, echar un vistazo para comprobar que seguíamos allí y marcharse de nuevo. Habíamos doblado las correas flojas sobre las muñecas para que pareciese que aún estábamos atados, y el hombre no dio señales de sospechar nada.

Unos minutos después, cuando las luces de éter ya habían sido apagadas, la lluvia comenzó a caer.

Las primeras gotas se estrellaron contra la ventana y pude ver cómo, poco a poco, el hilo de lluvia iban transformándose en un vendaval gracias al cual el vidrio parecía una verdadera catarata. Por fortuna, el viento no soplaba todavía con toda intensidad. Eché por última vez una mirada al interior de la habitación, que al menos estaba seca, cálida e iluminada. El sonido del agua en el techo y en la corriente que ya corría más abajo era ensordecedor, y el viento aullaba como un millar de almas perdidas. El cielo mostraba un tono azul oscuro y se volvía cada vez más tenebroso; no había ya luz en el horizonte.

—¿Estás listo? —preguntó Palatina.

Temblé ante la idea de lo que me esperaba, pero entonces recordé cómo me había sentido en el camino y ante la imagen del jefe tribal merodeando por el recinto de nuestra mina.

—Sí, estoy listo —afirmé.

Me quité las botas, que deposité en un rincón, y cogí una de las retorcidas correas, que me anudé en el puño derecho; eso me protegería el brazo y podría serme útil ante cualquier eventualidad.

Abrí la ventana, me senté en el amplio alféizar intentando aparentar calma y asentí con la cabeza mirando a Palatina. Hasta donde me lo permitía el ángulo visual, estimé que el nivel del agua era al menos dos metros más alto que poco antes. Un furioso torrente de olas y desechos flotantes casi desbordaba el lecho del foso. La ventana tenía apenas el ancho necesario para permitirme pasar, y

tuve que contonearme hasta llegar a una posición en la que mi ropa no quedase atrapada. En unos segundos, todas mis prendas estaban empapadas por la lluvia que corría por los muros y que amenazaba con entrar en la habitación.

Logré sentarme en el alféizar con los pies colgando en el vacío y por poco no me lleva la fuerza del viento. Entonces recité para mis adentros una rápida plegaria a Thetis, rogándole que sus aguas me transportaran sin hacerme daño... y salté.

CAPITULO XXIII

¡Por Ranthas, el agua estaba congelada! La sentí como un millar de agujas clavándose contra los pies, las piernas y el torso, e incluso antes de sumergir la cabeza la corriente ya me había impulsado bastante lejos. Descendí hasta el fondo con los ojos ligeramente cerrados y el movimiento del torrente a toda velocidad revolcó mi cuerpo de aquí para allá impidiéndome alcalizar la superficie. De no haber podido respirar bajo el agua, sin duda hubiese muerto durante esos primeros minutos.

No tenía ni la menor idea de dónde me hallaba y en la oscuridad de la rambla no distinguía arriba de abajo. Había una leve luz, pero estaba tan atontado por el impacto que no conseguía determinar su origen. Me era imposible asegurar lo lejos que había llegado y, cuando pude, no me atreví a sacar la cabeza del agua por temor a golpearme contra el borde del puente levadizo.

El torrente cambió de dirección y fui arrojado contra el muro de piedra del canal, magullándome el brazo. Mi mundo quedó reducido a un torbellino de olas y remolinos que me transportaba sin que pudiese hacer nada por evitarlo, dejándome llevar en la oscuridad en medio de un intenso frío. Nunca en mi vida había estado tan helado y al parecer esta pesadilla no tenía fin, no parecía haber ninguna salida. Temblaba de forma incontrolable, pero no podía hacer nada para entrar en calor.

Algo se quebró muy cerca de mí y pasó a apenas unos centímetros de mi hombro. Entonces la corriente volvió a doblar y mi cuerpo se vio nuevamente desparramado. Me debatía entre la confusión y el pánico, no conseguía pensar, ni elevar una plegaria a los poderes superiores para que esa experiencia llegase a su fin, no podía hacer nada más que mantener las manos por delante para proteger la cabeza.

De repente emergí a la superficie y empecé a jadear, ya que aún respiraba agua. Pero antes de que pudiera hacer otra cosa que percatarme de que había salido al aire, una corriente subterránea me llevó de los pies y volvió a sumergirme. Giré sin dominio sobre mí, capturado otra vez por la fuerza del agua.

Me las compuse para enderezarme y pataleé contra la corriente, intentando impulsarme hacia la superficie, pero de repente sentí que el mundo se alejaba bajo mi cuerpo, que mi estómago que daba atrás y me sumergía en la más profunda oscuridad, cayendo, cayendo...

Y, entonces, cuando acabó la caída y logré tantear el fondo con los pies, volví a ser empujado hacia arriba, en dirección a la espumosa piscina que había en la base de la catarata.

Miré a mi alrededor desconcertado y súbitamente sentí más frío que antes cuando el viento sopló sobre mi empapado cabello, que tenía aplastado contra la cabeza y la cara. ¿Dónde estaba? ¿Cuánta distancia había recorrido? ¿Había alcanzado ya la ciudad? (Supuse que no.) Un rumor profundo dominaba el aire, como el crujido de las hojas de un millar de árboles y, de repente, comprendí de qué se trataba.

La lluvia me corría por el rostro y tuve que volver la cabeza antes de poder abrir los ojos de nuevo, pero logré ver a un lado las formas inconfundibles del bosque y una orilla al otro lado (¿qué habría allí?). Sobre mí, las nubes se sacudían con el eco de los truenos y el destello de los relámpagos, que iluminaban aquí y allí segmentos del paisaje. Cuando un blanco rayo cruzó el cielo pude ver el caldero de nubes arremolinándose, capa sobre capa, cruzando la atmósfera como un cinturón abierto de repente.

Luego regresó la oscuridad y me percaté de que estaba cerca del camino, conducido a lo largo del valle de los Cedros. En el bosque que se extendía sobre mí, el jefe nativo y su ejército podrían estar esperando una señal para atacar. Al menos en medio de esta tempestad no serían capaces de detenerme.

Oí detrás de mí el poderoso sonido de algo que se quiebra, pero no era un trueno sino algo más, y de inmediato un chapuzón, cuando la parte superior del tronco de un cedro se desplomaba cayendo en el agua. Me poseyó el pánico. ¿Qué sucedería si el siguiente cedro en caer se desplomaba encima de mí?

Durante un breve instante volví a ser succionado hacia abajo y mi camiseta se desgarró al chocar contra el pedregoso fondo del canal. Luego regresé a la superficie y, al abrir los ojos, divisé la forma de una enorme rama flotando ante mí. Me aferré a ella y, aunque era resbaladiza, conseguí cogerla firmemente con las dos manos. Había más ramas a mi alrededor, algunas de ellas del tamaño de árboles pequeños. Me impulsé tan cerca de la rama como me fue posible, tanteando con la mano izquierda distintos sitios de su corteza para encontrar un lugar del cual asirme mejor. Si pudiese subirme a ella me mantendría en la superficie y sería capaz de ver dónde caían más ramas o troncos para esquivarlos.

L .a corriente hizo girar la rama y, como estaba bien aferrado a ella, logré subirme a ella sin hacer ningún esfuerzo. Sentí una profunda sensación de desahogo, de alegría, mientras seguía la corriente con sus giros y curvas. Nunca antes había viajado a tanta velocidad (no sin estar a bordo de una manta o una raya) y no imaginaba qué podía sentir. La lluvia caía ahora sobre mi nuca y dejé de sentir frío en el cuerpo, que gozaba ahora de un agradable entumecimiento. A pesar de esa señal de alarma, me sentía más vivo que nunca.

Mientras la corriente me conducía desde los bosques hasta las zonas cercanas a la costa, entre el camino y el muro de piedra al borde de los campos, me di golpes en las piernas para restablecer la circulación. En esta parte no caían ramas pues no había ningún árbol en los alrededores. Sin embargo, eso hacía que fuese menor la protección contra el viento, que reinaba sobre un paisaje desolado.

Miré hacia adelante y pude ver las luces de Lepidor brillando bajo el sutil hemisferio azul de los campos de éter que cubrían la ciudad. Sus muros se me volvían más y más cercanos. Tenía ¡Os brazos congelados y, pese a la incontenible emoción, no pude , evitar preocuparme. El frío estaba restándome energías y yo no poseía el físico de Lacas, ni siquiera el de Palatina, para resistir mucho tiempo.

Entonces me fui acercando a los muros y torres del barrio nuevo. A mi izquierda desaparecieron los campos, reemplazados por maleza y, muy pronto, por playas.

Y unos instantes después ya había abandonado la corriente fría y flotaba en las cálidas aguas del océano, que habían sido calentadas todo el día por el sol. En cuanto recobré algo de energía me separé de la rama. Había sido una útil compañera, pero ya era hora de nadar. Sabía que la corriente que recorría los muros del

barrio nuevo me llevaría directamente hacia el puerto submarino, así que pataleé con todas las fuerzas que me quedaban.

Los músculos me pesaban, pero me las compuse para impulsarme desde las aguas quietas hasta coger la corriente que fluía rodeando la playa. La superficie del mar era taladrada por las gotas de lluvia y las olas se estrellaban contra el muro situado a mi derecha. El puerto pareció de pronto estar a una distancia muy, muy lejana. Ya entonces estaba exhausto... ¿cómo haría para nadar todo ese trecho?

«Lepidor —me repetí a mí mismo—. ¡Tú eres la única persona que puede salvar Lepidor, sólo tú puedes salvarla. Tu misión es la más importante, Cathan. Sin ti cualquier cosa que hagan los demás carecerá de sentido.» Pero tenía tanto frío y estaba tan cansado. Había defraudado a mi padre y no quería ver su mirada.

«Pero no querrás defraudarlo también ahora —me dije—. Sólo tú puedes avisarlo.»

Aún nadaba, pero mis brazadas eran cada vez más lentas y ni siquiera el relativo calor del océano me había sido de ayuda, ya que las olas me alzaban y me dejaban caer. Tratar de nadar siguiendo la línea de las olas era casi peor que descender con la corriente.

Entonces un sonido misterioso a mi izquierda me sobresaltó sacándome de mis reflexiones. Un momento más tarde logré relajarme cuando vi una foca saliendo a la superficie para aullarle a la tormenta antes de volver a desaparecer en las profundidades. La había tenido tan cerca que el tronar de la tormenta no llegó a ocultar su ladrido. En seguida, más adelante, distinguí a otra.

«Las focas pueden hacerlo, ¿por qué no ibas a poder tú?» Pero yo no tenía capas y capas de grasa, sólo una camiseta empapada y un par de pantalones. «Nadar.»

Other books

A Daily Rate by Grace Livingston Hill
Deceit by Deborah White
Place in the City by Howard Fast
Afterimage by Helen Humphreys
Bound by Antonya Nelson
Pirandello's Henry IV by Luigi Pirandello, Tom Stoppard
Penmarric by Susan Howatch