La reunión se efectuó en la cámara secreta del consejo. Midian cruzó la puerta con una amplia sonrisa, pero en cuanto mi padre mencionó a los nativos su amabilidad desapareció.
—Pensé que ya habíamos hablado al respecto, conde. Se trata de paganos, adoradores de dioses falsos, y va contra la ley de Ranthas el mero hecho de permitirles pisar la ciudad.
—Es posible que así sea, avarca. Pero si esos hombres no regresan a su valle cuando pase la tormenta, entonces su pueblo provocará un disturbio y podrían morir algunos de mis ciudadanos. Es tamos en la frontera y no podemos permitirnos ofender a las tribus.
—Las tropas de Lepidor podrían vencerlas en cualquier momento.
—Sin duda, pero si nos convertimos en sus enemigos, comenzarán a atacar nuestros puntos más extremos, nuestros pasos, robarán alimentos y demás... y matarán gente. No estoy dispuesto a consentir que mueran integrantes de mi clan sólo porque el avarcado no puede aceptar un acuerdo. He jurado proteger a mi clan y haré honor a mi juramento.
Mi padre se apoyó en la mesa y miró a Midian de arriba abajo. —¿Entonces por qué no existen aquí misiones del Dominio que les enseñen el verdadero camino? Así sería sencillo insertarlos pacíficamente en vuestros intereses.
—Lo hemos intentado, el Dominio lo sabe muy bien. Pero ellos no escuchan razones, sólo la fuerza bruta.
—Exacto. No existen misiones allí porque se considera una tarea demasiado peligrosa. Usted no desea poner en peligro a su gente. Tampoco yo lo
deseo
. Conde, le advierto que se mantenga fuera de este asunto —dijo Midian de repente—. Usted posee su autoridad y yo poseo la mía. Ahora, tengo cosas que atender.
Dio media vuelta y se retiró sin molestarse en saludar. Mi padre clavó su puño contra la mesa:
—¡Maldito hijo de perra! Preferirá vernos muertos antes que ceder en uno solo de sus jodidos principios.
—¿Hay algo que podamos hacer? —pregunté.
Elníbal me miró como si notase mi presencia por primera vez; aunque había estado a su lado durante toda la discusión, no había pronunciado una sola palabra.
—No, nada. A1 menos no por el momento. Si interfiero, desatará sobre nosotros la ira de su liga de fanáticos. Lo único que puedo hacer es escribirle al rey, contarle cuanto ha sucedido y ver si es posible que hable con el exarca.
Dudé si no sería demasiado tarde cuando todo eso hubiese sucedido.
La tormenta duró dos días, pero cuando el cielo aclaró Midian todavía no había liberado a los mercaderes presos. Durante la jornada siguiente anunció que serían procesados por herejía.
—Está loco —dijo Palatina— o es idiota.
—Ambas cosas —confirmó Ravenna—. Quizá le paguen por cantidad de herejes que quema y le preocupa que disminuya su salario si no pone en marcha algunos procesos.
Era extraño oír eso de sus labios, casi una broma, y me pregunté si no sería parte del acto.
—Espero que no.
A la mañana siguiente al anuncio de los procesos, mi padre me convocó en su oficina. Lo encontré sentado tras el escritorio, que estaba cubierto por una montaña de archivos y papeles oficiales.
—No hemos tenido ninguna noticia de las tribus nativas —me informó—. Quiero que subas a la mina y al paso de la montaña para inspeccionar el estado de las defensas. Lleva contigo a Palatina si quieres, pero no a Ravenna. Midian podría ocasionar problemas y no creo que ella pueda defenderse tan bien como Palatina. Midian envió un sacerdote al paso esta mañana bien temprano para que se encargue de las almas de los centinelas. Lo conocerás al regresar. —¿Llevaré escolta? —pregunté.
—Te he asignado una guardia de ocho personas. Te estarán esperando en el portal de la ciudad dentro de un cuarto de hora. —Iré en busca de Palatina.
—La he puesto a trabajar en la armería. Era preciso que hiciese algo más que vagar por ahí —añadió mi padre.
Dejé su oficina y volví a mi habitación para cambiarme mis pantalones livianos por otros de montar y colocarme una túnica más abrigada (el paso no estaba lejos del mar, pero a tanta altura que hacía mucho frío). También enfundé la espada.
La armería se encontraba en un sótano abovedado, bajo los cuarteles principales, del otro lado de la plaza central. Los centinelas de la marina no se molestaron en detenerme en la entrada, y el encargado de la armería sólo me pidió que dejase la espada junto a la puerta y anotase mi nombre en un libro de registro.
No había mucha actividad en la serie de habitaciones de piedra y pasillos que constituían la armería, pero el eco producido por los elevados techos magnificaba cada mínimo sonido con un efecto siniestro y cacofónico. Escuché las voces de Palatina y de Ravenna a varias salas de distancia.
Estaban en un cuarto largo y estrecho, casi un corredor, en compañía de unos pocos marinos que inspeccionaban con detalle varias espadas. Palatina revisaba el mecanismo de las ballestas que colgaban como instrumentos de tortura de uno de los muros. Estaba hablándole sobre ellas a Ravenna, que llevaba —un gran libro de notas en una mano, un estilete de grafito en la otra y parecía concentrada anotando cifras en una lista. Rogué que Midian no hubiese visto las botas y ropas que llevaban; era evidente que romperían alguna de las estrictas restricciones que el Dominio había añadido a las leyes de Ranthas.
Tanto Ravenna como Palatina dejaron sus tareas al verme. Intenté disimular mi presencia tanto como me fuese posible, pero el sonido de las botas contra las piedras del suelo era espantosamente fuerte.
—Ah, aquí estás —susurró Palatina—. Nos preguntábamos cómo podrías huir de las gestiones de tu país.
Luego murmuró algo más e inclinó la cabeza señalando a Ravenna. Entonces recordé la mascarada que íbamos a poner en práctica para engañar a Midian; debíamos mantenerla incluso cuando él no nos viese. Le cogí la mano, y al hacerlo me pregunté por qué me resultaba tan difícil
—Mi padre desea que tú y yo inspeccionemos las defensas del paso de la montaña y de la mina —le dije a Palatina.
—¿Y qué debo hacer yo? —indagó Ravenna.
Para responderle sin crear eco debí susurrarle al oído:
—Mi padre no desea que salgas de aquí. Sería demasiado peligroso que alguien te viese luchar en caso de que sufriésemos un ataque.
—Condenado Dominio —murmuró.
Palatina llamó a alguien más para que la reemplazase y subió conmigo; en el camino recobré mi espada. Ravenna permaneció en la armería ayudando a los demás. Ni siquiera los marinos más jóvenes le ocasionarían problemas; su supuesta relación conmigo era un buen seguro contra cualquier inconveniencia.
Me percaté de que ya llevábamos algo de demora y aún debíamos pasar por los establos para buscar caballos. Yo tenía un caballo propio. Sin embargo, no lo utilizaba con frecuencia y lo compartía de forma no oficial con algunos primos de mi familia. Era un corcel castrado de crin del color del bronce, lo bastante manso para compensar mis pobres habilidades como jinete. Palatina, que recordaba haber montado todo tipo de extrañas criaturas, incluyendo elefantes de Silvernia, recibió un semental de crin dorada, mucho más vigoroso.
Cuando llegamos al portal, unos minutos después, los ocho guardias que iban a escoltarnos nos estaban esperando. Noté que llevaban armaduras en lugar de las corazas livianas habituales, que consistían en chaquetas de seda recubiertas de un metal ligero con largas medias acolchadas para proteger las piernas y cascos con placas en el cuello. Maldije a Midian por su testarudez. No era necesaria tanta exhibición y, si hubiera estado aún entre nosotros, Siana jamás lo habría permitido.
Cabalgamos a lo largo del interior de nuestro territorio, en dirección a los campos y, hacia arriba, al valle de los cedros situado bajo la mina. No había regresado allí desde el día en que se había descubierto el hierro, dieciocho meses atrás o más, y también ahí, como en el resto de la ciudad, las cosas habían cambiado. El camino antes tan lleno de baches y adoquines sueltos había sido reparado y, según me explicó uno de los guardias, pronto sería pavimentado.
No fuimos directamente a la mina; primero debíamos inspeccionar el paso norte, ya que estaba a mayor distancia y era un sitio mucho peor para quedarse en caso de que se produjese una tormenta. Pese a eso, las defensas del paso eran mejores que las de la mina.
Una vez que divisamos el final del valle, los guardias se dispersaron marchando en formación: cuatro por delante, cuatro detrás, con dos tramos entre cada par de caballos. Aún estábamos en terreno boscoso, pero, a cada lado, cuanto más empinada se hacía la cuesta de la colina, la vegetación se hacía más baja y más escasa.
Frente a nosotros se alzaban las grises siluetas de las montañas, colosales y sobrecogedoras. Siempre me había producido escalofríos contemplar las remotas cumbres con sus picos nevados, que parecían congelar el ambiente incluso desde ahí.
—¿Sabes? —dijo Palatina tras unos instantes de silencio, mientras recorríamos el pedregoso sendero—, en tu lugar o en el de Ravenna cualquiera hubiese agradecido mi sugerencia y disfrutado representando el papel. ¡Ni siquiera hubiesen tenido necesidad de decirlo! ¿Qué es lo que hay entre vosotros dos? En algún momento creí que entendía vuestra relación, pero es evidente que me equivocaba.
—Te lo diría si lo supiese —respondí, reticente a revelar el más mínimo de mis confusos pensamientos, ni siquiera a ella—. ¿Por qué confías en ella ahora si no lo hacías antes?
—Ahora estamos en tu ciudad, no siguiéndola hacia donde sea que ella quería ir. No cambies de tema. ¿Te parece que te voy a creer cuando me dices que ignoras lo que ocurre?
—No, me parece que no —dije—. Es evidente que ella no está interesada en mí. Ahora, ¿podemos hablar de otra cosa?
Su interrogatorio comenzaba a irritarme, pese a que yo sabía que la cuestión sólo la preocupaba como amiga.
—No, no podemos —afirmó Palatina con firmeza—. No me dirás que de verdad crees que ella no está interesada.
—Palatina, no sé qué debo creer. Tampoco es algo que desee discutir. Ni contigo ni con nadie más.
—Bien, lo dejaré correr —declaró—. Pero antes te ruego que no pienses que ella no siente algo por ti. Quizá no lo hayas notado, pero desde que conocí a Ravenna me he percatado de que la única persona que permite que la toque eres tú.
Palatina no dijo nada durante el resto de la cabalgata y pronto alcanzamos el sendero superior en el extremo del valle más alto de todos, donde los árboles no eran más que pequeños y desnudos arbustos. Delante de nosotros se levantaba el muro de doscientos metros de largo con sus tres torres y un único acceso que bloqueaba el único paso hacia el interior de Océanus durante decenas de kilómetros a cada lado. La única vía hacia las torres o hacia el muro consistía en una entrada situada en un lado de la torre central, para prevenir que ataques aislados que partiesen de pequeños senderos de las montañas pudiesen sorprender a la guarnición y abrir las puertas.
Según nos fuimos aproximando, sin embargo, percibí que sucedía algo malo. No había ningún centinela en la puerta lateral, donde debía estar la guardia, y tampoco pude ver las cabezas de los integrantes de las patrullas del otro lado del parapeto.
—¡De prisa! —exclamé, y un creciente temor reemplazó la molestia que sentía por la intromisión de Palatina. Avanzamos al galope y corrimos tanto como pudimos en los últimos metros hasta el paso. Entonces el comandante de los guardias nos dio orden de esperar:
—Si llegáis a oír sonidos de combate, huid de inmediato —nos pidió.
Desmontó junto a los tres hombres que iban delante, empuñó la espada y avanzó hacia la torre central.
Durante un largo momento observé la silueta de la torre recortada contra los picos y el impactante azul del cielo. Nadie se movía, aunque los caballos parecían nerviosos.
Entonces el comandante regresó corriendo desde la puerta. —Vizconde, hemos sido traicionados. La guarnición está vacía y a su suerte. Las puertas están abiertas. Calculo que están así desde hace al menos unas tres horas.
Las tribus habían roto nuestras defensas y ahora vagaban por nuestro territorio.
¿Adónde se dirigirán? —preguntó Palatina moviéndose en círculo con su caballo para observar todo el valle. Probablemente vayan a la mina —sugirió el comandante—. La ciudad y los poblados cuentan con defensas demasiado eficientes para ser superadas por un levantamiento nativo. —Ignoramos cuántos son —advertí—. Podría tratarse de una tribu o de varias actuando en conjunto.
—Aun así no podrían cruzar los campos de éter de las ciudades. —¿Y (qué pasaría si hubiera traidores también en las ciudades? —preguntó Palatina—. Si hubo uno aquí, podría haber otros. —Pendemos el tiempo dando vueltas por aquí —sostuve—. Supongo que es poco probable que el transmisor de emergencia todavía funcione.
—Han destrozado todo el equipamiento, incluyendo las bengalas de señales. No hay modo de alertar a nadie —informó el comandante con rostro severo e incómodo y la mirada clavada en el valle.
—Entonces ¿qué nos conviene hacer? —le pregunté. —Podríamos permanecer aquí e intentar detenerlos cuando regresen o también cabalgar hacia la mina o hacia la ciudad para dar la voz de alarma.
Mientras él hablaba, dos de los otros guardias surgieron de las almenas y corrieron en dirección a las otras torres.
—No tiene ningún sentido permanecer aquí —me dijo Palatina. Noté cómo sus dedos jugueteaban con las riendas. No estaba tan tranquila como pretendía aparentar—. Diez de nosotros somos in suficientes contra todo un ejército. ¡Debemos cabalgar de regreso y dar la voz de alarma!
La miré a ella y luego al comandante. Se suponía que yo estaba al mando, pero era quien tenía memos experiencia. ¿Cómo podía tomar una decisión? ¿Debíamos regresar y arriesgarnos a caer en una emboscada? Pero al mismo tiempo parecía sin duda inútil permanecer allí. Vacilé por un segundo.
—Reúna a sus hombres, capitán —ordené—. Regresaremos. —Buena idea, señor. Antes de partir volveremos a cerrar las puertas. Eso los retrasará al volver.
Corrió hacia las puertas, gritándole a los hombres que permanecían en las almenas que bajasen. Un momento después oí un chirrido: estaban colocando la barra para sellar la puerta. El ruido pareció producir un eco en las grises colinas, y no dudé que muchas tribus lo habrían oído también.
Aunque sólo transcurrieron unos pocos minutos, sentí que el tiempo que les llevaba a los guardias completar la operación era toda una eternidad. Entonces, mientras yo esperaba nervioso en mi caballo, los guardias salieron corriendo del paso y montaron sus corceles. Se colocaron en formación cerrada delante y detrás de nosotros, a una distancia de apenas medio tramo, y volvimos a coger el sendero. El comandante espoleó su caballo cuando el terreno se nivelaba y por un instante cabalgó bastante erguido.