Herejía (22 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Herejía
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Una de las personas que nos esperaba en el puerto era la esposa de Ukmadorian, una mujer de aspecto vivaz, cabellos negros y los rasgos típicos de los habitantes del Archipiélago. Otra persona recibió cálidamente a Ravenna. Pero quien más me llamó la atención, aunque sólo por su corpulencia, fue el Maestro de Ceremonial, un hombre del Archipiélago inmensamente gordo, que saludó cordialmente a Ukmadorian mientras decía:

—Veo que has traído contigo más problemas, de los que deberé hacerme cargo.

Nos saludó agitando una mano, amistosamente.

—Ocho más —respondió Ukmadorian—. Salvo dos, todos son hijos de la Orden.

—Eso eleva ahora el número a ciento cincuenta y siete, más de los que hemos tenido en mucho tiempo. Me encargaré de acomodarlos, presentarlos y todo lo demás.

Nos guió hacia una enorme puerta junto al acantilado, comunicada con una extensa escalinata en espiral que conducía hasta el corazón de la Ciudadela. Le llevó el resto del día instalar nos a todos. La Ciudadela consistía en un conjunto de jardines interconectados, es decir, un número de jardines al aire libre unidos a espacios cubiertos. Para recibirnos se había acondicionado un jardín que llevaba tres años sin uso, y en el espacio interior se había reparado todo el mobiliario. Al parecer, aquel año éramos quince novicios —ése era el término oficial para referirse a nosotros— más que el año anterior durante el mismo período. Nos mostraron los sectores principales de la Ciudadela y el sitio al que debíamos dirigirnos al día siguiente. Se trataba de un gigantesco complejo de habitaciones, pasillos y jardines, edificado para acoger a mucha más gente de la que había entonces. La Ciudadela era gobernada por un grupo de personas del Archipiélago y se nos advirtió que, fuera de clase, no era aconsejable mencionar la cruzada, ya que muchos de los habitantes habían perdido a miembros de sus familias en ese holocausto. Hasta entonces no nos habíamos percatado, pero tanto la Ciudadela como las islas que habíamos visto al llegar estaban en gran medida deshabitadas, así como lo estaba el extremo más distante de las tierras del Archipiélago. De hecho, en la zona que ahora cobijaba los restos de la antigua capital, Vararu, y en la gran isla de Qalathar es donde las legiones del Dominio habían gestado la perdición de las islas.

El apartamento que me asignaron contaba con dos habitaciones y un pequeño cubículo para el aseo. El suelo estaba cubierto por un mosaico de baldosas azules, y vibrantes frisos con escenas marinas adornaban los pulcros muros. El mobiliario era sencillo pero de buena calidad. Me agradó el contraste con el empalagoso lujo de Pharassa y Taneth. Además, mi apartamento poseía dos altas ventanas arqueadas desde las cuales era posible ver el bello panorama de la isla y el mar.

Todos cenamos juntos y fue entonces cuando conocimos a los otros ciento cuarenta y nueve novicios. La extensa mesa del salón comedor era un caos de ruidos y risas, lo que me resultó algo abrumador después de pasar las últimas semanas en compañía de sólo una decena de personas. Algunos de los funcionarios comían en una alta mesa sobre una tarima. Allí estaban, junto a otros, Ukmadorian y su esposa. Sin embargo no vi a Ravenna ni a su amigo, ni en ésa ni en ninguna otra mesa.

Después de acabar la comida, consistente en un plato de un pescado extraño pero bastante sabroso, Ukmadorian se puso de pie y golpeó su copa pidiendo silencio.

—Espero que hayáis disfrutado de la cena —dijo—. Para los que habéis llegado mientras yo estaba fuera, yo soy Ukmadorian, rector de la Ciudadela. Os doy a todos la bienvenida. Hoy se unen a nosotros ocho novicios más, que se encuentran retrasados en los estudios un par de semanas respecto a vosotros. Os pido que les brindéis vuestra ayuda. Ahora que estamos todos aquí, comenzará vuestra verdadera educación. Estáis aquí para ser entrenados en todas las artes, materias y disciplinas que se requieren para ser miembros integrales de la orden de la Sombra y mantener viva nuestra resistencia al Dominio. Muchos de vosotros, y no sólo los nacidos en el Archipiélago, habéis perdido familiares a manos del Dominio. Aquí os brindaremos la destreza necesaria para poder vengarlos algún día, y aquí aprenderéis los secretos de este mundo que el Dominio ha intentado ocultar. También, para que nunca olvidéis los motivos por los que lucháis, os mostraremos los colosales crímenes que el Dominio ha cometido. Vuestro programa de estudios comenzará plenamente mañana y en el lapso de un mes examinaremos el talento de cada uno de vosotros para la magia. Puedo garantizaros que uno o dos de todos vosotros tendrá poderes, pero, aunque la mayoría carezca de ellos, espero que os beneficiéis de cuanto podemos ofreceros.

Nada más dejar el comedor en dirección a los patios observé con calma que más de la mitad de mis compañeros novicios procedían del Archipiélago y que, mientras que los rostros de algunos de los otros habían exhibido indiferencia ante las palabras de Ukmadorian, ni uno solo de los del Archipiélago parecía desconfiar en absoluto del anciano ni de su causa. Yo era algo escéptico en relación con muchas de las cuestiones heréticas (no había visto ninguna de las presuntas atrocidades del Dominio) y me confundía mucho lo que Ukmadorian había dicho. Pero, aquí en el Archipiélago, el odio hacia el Dominio estaba muy arraigado. Moritan había dicho en una ocasión que la cruzada no sólo fue ineficaz, sino contraproducente, ya que había convertido en herejes a casi todos los habitantes del Archipiélago. De más está decir que ninguna —le las personas que conocí en la Ciudadela habló nunca a favor del Dominio. Según un rumor, una de ellas era nieta del último faraón de Qalathar, el gobernante principal del Archipiélago, que resistió al Dominio valerosamente desde el instante en que fue invadida la primera de las islas hasta su propia muerte entre las cenizas de Vararu.

Nos apiñamos unos momentos en el patio y pude conversar con algunos novicios (unos más y otros menos simpáticos). Palatina era amable con todos, pero percibí en su mirada que interiormente estaba evaluando a las personas con las que hablaba. 1N le pregunté entonces cómo habría logrado llegar hasta aquí, habiendo tantas personas con deseos de ejercer el mando. Me sentí bastante empequeñecido a medida que nos abríamos paso entre la multitud.

—Está demasiado satisfecho de sí mismo —dijo Palatina señalando a un alto cambresiano rodeado de un grupo de amigos a los que les sacaba media cabeza.

—¿Cómo lo sabes? cuestioné, no te he visto hablar con él. —Escucha —desafió ella, y la seguí a través del gentío hasta el sitio donde estaba Ghanthi, muy cerca del cambresiano. —Empiezo a dudar si Ukmadorian tiene en verdad la intención de hacer algo alguna vez —decía el cambresiano—. Hasta ahora nos ha enseñado muchas cosas que ya sabíamos y no ha dejado de hablar de la cruzada. Si yo estoy aquí es para hacerme miembro de la orden, no para ir de un sitio a otro venciendo en un juego de espadachines.

Poco más tarde notó la presencia de Palatina y pareció cambiar de inmediato su estilo retórico, empleando uno más apropiado. —Mikas Rufele —anunció él, irradiando confianza en sí mismo. —Palatina Barca —respondió ella con una sonrisa neutral.—¿De dónde eres?

—De Taneth.

—No pareces tanethana.

—Eso no importa y no te corresponde a ti hacer comentarios al respecto.

—Tu prima debería ser más cuidadosa —me susurró alguien por detrás—. Mikas es el líder y lleva varias semanas aquí. Sus pasos son siempre muy firmes.

Me volví y encontré a una delgada muchacha del Archipiélago vestida con una ligera túnica verde. Me brindó una media sonrisa y se presentó:

—Persea Candinal, del clan Ilthys.

—Cathan Tauro, del clan Lepidor. A propósito, ella y yo no somos parientes.

—¿De veras? Os parecéis demasiado para no serlo. ¿Dónde está Lepidor? Es la primera vez que oigo hablar de ese clan.

—En Océanus.

—Hubiese jurado que tanto tú como ella procedíais del Archipiélago.

—Que yo sepa, ella y, yo no somos parientes. Por otra parte, puede muy bien cuidar de sí misma.

Me volví de nuevo hacia Palatina y Mikas. Conversaban ahora cautamente y, a juzgar por el tono de voz, no estaban lejos de enfrentarse. Mikas había perdido parte de su confianza, lo que no me pareció malo en absoluto. Quizá fuese un poco autoritario, pero, aun así, todavía no veía ninguna razón para que me disgustase. —Éste puede ser un año interesante —comentó Persea a mis espaldas—, con esos dos entreteniéndonos. Dudo que la Ciudadela sea lo suficientemente grande para ambos.

—¿De dónde proviene Mikas? —indagué.

Me preguntaba qué era lo que ella había querido decir. Aunque yo no la conocía tan bien, Palatina no me había parecido en ningún momento demasiado conflictiva.

—De Cambress. Su padre es un almirante y su tía se casó con uno de los magistrados más recientes. Posee muy
,
buenos contactos, aunque no creo que eso importe demasiado aquí.

—¿Lo has pasado bien aquí?

—Sí, claro. Y no dudo que ahora será aún más divertido.

A la mañana siguiente fui enviado al Salón de los Sueños, que, partiendo desde mi habitación, se hallaba en el extremo más alejado de la Ciudadela. Al llegar encontré a otros veinticinco jóvenes reunidos, vagando en pequeños grupos. Palatina estaba allí, y también Persea, pero ningún otro conocido. No veía a Mikas y sentí un poco de alivio ante el hecho de que, al menos en esta sesión, no estuviesen los dos juntos. Persea me hizo señas para que me acercase y crucé el salón para unirme a ella.

El Salón de los Sueños no parecía tener ninguna relación real con los sueños: era un lugar amplio, de techos altos y extraño diseño; tenía más ventanas que paredes. Unas puertas ventanales conducían a un ancho pasillo con vistas al mar sobre el borde de la costa. Tanto las vigas del techo como las paredes estaban pintadas de azul marino. El nombre de Salón del Mar hubiese sido más adecuado.

—¿Para qué estamos aquí? —pregunté a Persea.

—Para explicaros a todos vosotros, escépticos continentales, por
q
ué combatimos al Dominio.

—¿Escépticos? —protesté indignado, aunque, al recordar las expresiones de algunos rostros la noche anterior, quizá no se equivocase.

—Acéptalo, Cathan —insistió ella—. Todos los que no habéis nacido en el Archipiélago sois bastante escépticos, e incluso irónicos, respecto a la orden y la cuestión de las herejías. ¿Por qué no habríais de serlo? Os han educado para creer en el Dominio y será necesario mucho más que las palabras de Ukmadorian para haceros cambiar de opinión.

—Y ¿cómo puede ayudar la historia? Nos dirán lo que hizo el Dominio, es cierto, pero nadie se convertirá sólo por oír el relato de antiguas atrocidades, por muy horribles que hayan sido. El pasado es el pasado.

—Aquí no, aquí no lo es —afirmó Persea—. Aquí en el Archipiélago, el pasado es todo lo que hemos perdido.

Me di cuenta al escucharla de que ella aún no había nacido en tiempos de la cruzada.

Nuestra conversación fue interrumpida por la llegada de un hombre del Archipiélago, de elevada estatura y aspecto serio y taciturno. Iba vestido enteramente de negro: una túnica negra, pantalones negros (¿pantalones con este calor?), zapatos negros y un bastón negro de madera. En un segundo se hizo en el salón un penetrante silencio.

—Es Chlamas —me susurró Persea a toda prisa—, uno de los tres magos.

—Buenos días —saludó Chlamas sin sonreír. En su voz se percibía el tono de mando, así como una implícita advertencia de que no bromeásemos con él—. Los que hayáis nacido en el Archipiélago podéis marcharos. Regresad en una hora.

Los trece jóvenes del Archipiélago se retiraron y Chlamas deslizó la mirada sobre los que quedábamos.

—Todos vosotros habéis oído hablar de la cruzada del Archipiélago. Muchos de vosotros consideráis que es un hecho irrelevante, una antigüedad de la historia lejana. Al fin Y al cabo, tuvo lugar hace ya veintitrés años y no llegó a afectaros en vuestras ciudades continentales y respetuosas de las leyes. Después de todo, ¿por qué habría de importaros la masacre de doscientos mil habitantes del Archipiélago?

¿Doscientos mil? Debía de estar exagerando. Según me había contado mi padre, la población del Archipiélago antes de la cruzada rondaba los dos millones de personas y, si las dos cifras eran correctas, habría sido asesinada una décima parte de la población total del Archipiélago.

—Quizá alguno piense que estamos demasiado obsesionados con esa tragedia —prosiguió Chlamas con rostro inexpresivo—. Quizá os parezca que la vida debe continuar o incluso que no es posible que el Dominio matase a toda esa gente. Ahora voy a mostraros, no a contaron, sino a mostraros, los sucesos que tuvieron lugar hace veintitrés años, incluyendo los motivos por los que el Dominio mató a una décima parte de los habitantes del Archipiélago y destruyó nuestras ciudades. Recordad que no estaréis presentes de verdad en lo que veréis a continuación.

Alzó su bastón negro y sentí que mi visión se tornaba borrosa. Allí estaba yo de pie, junto al resto, en un espléndido salón decorado de manera mucho más elegante que cualquiera de los de la Ciudadela. Era sin duda un salón del Archipiélago y había en él varias personas hablando en pequeños grupos, como nosotros mismos lo habíamos hecho un instante antes. En un extremo del salón había una silla, tallada por entero a partir de un único bloque de mármol azul. Sus colores relucían bajo los rayos del sol que llegaban a través de los ventanales superiores. Un hombre estaba sentado en la silla, un hombre del Archipiélago de unos sesenta años, con aspecto noble y una larga túnica verde. Sentíamos un aroma a mar, a vegetación húmeda y brisa fresca. En un rincón lejano del salón había un grupo de trovadores cuya música nos llegaba tenuemente.

De repente se abrieron las puertas de un extremo del salón y tres figuras con túnicas carmesíes marcharon directamente en dirección al trono y a su ocupante. Todos los presentes en el salón volvieron la mirada hacia los recién llegados, que eran tres magos del Dominio.

—Faraón Orethura, ¿por qué ordenas obstaculizar las tareas del Dominio? —le preguntó uno de ellos.

—No permitiré que queméis en la hoguera a ninguno de mis ciudadanos —respondió Orethura con calma—. Habéis arrestado a cinco mil personas de mi pueblo con acusaciones espurias, acusaciones que son imposibles de probar en un tribunal y, sin embargo, los habéis condenado a muerte.

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