Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
Al morir Macon, Ravenwood pasó a ser de su propiedad, pero muchas veces yo me preguntaba si no habría sido mejor que no se lo hubiera heredado. La mansión estaba más desolada cada día. Cuando iba a ver a Lena, cada vez que llegaba a la cuesta contenía la respiración esperando encontrar algún signo de vida por pequeño que fuera: algo nuevo, algo en flor. Y cada vez que llegaba arriba, sólo había más ramas peladas.
Lena subió al Volvo con una mueca de queja.
—No quiero ir.
—Nadie quiere ir a clase.
—Sabes perfectamente lo que quiero decir. Es un sitio horrible. Prefiero quedarme en casa y pasar el día estudiando latín.
No iba a ser fácil. ¿Cómo convencerla de que me acompañase a un lugar al que yo tampoco quería ir? Es una verdad universal que los institutos apestan y el que haya dicho que los años de instituto son los mejores de nuestra vida o estaba borracho o deliraba. Decidí que mi única posibilidad estaba en la psicología inversa.
—Se supone que los años del instituto son los peores de nuestra vida.
—¿De verdad?
—Definitivamente. Tienes que volver.
—Y si voy, ¿de qué forma exactamente va eso a hacer que me sienta mejor?
—No lo sé, pero tal vez, como es tan horrible, podrías pensar que, en comparación, el resto de tu vida va a ser genial.
—De acuerdo con esa lógica tuya, debería pasar todo el día con el señor Harper.
—O entrar en el equipo de animadoras.
Lena se enroscó el collar en un dedo haciendo chocar su singular colección de amuletos.
—Menuda tentación.
Sonrió y estuvo a punto de echarse a reír. Supe que vendría conmigo.
Mantuvo la cabeza apoyada en mi hombro todo el trayecto y llegamos al aparcamiento del instituto, pero no tuvo fuerzas para bajar del coche. Yo ni siquiera me atreví a apagar el motor.
Savannah Snow, la reina del Jackson High, pasó junto a nuestro lado colocándose la ajustada camiseta por encima de los vaqueros. Emily Asher, su lugarteniente, la seguía de cerca tecleando un sms mientras se deslizaba entre los coches. Nada más vernos, tiró a Savannah del brazo. Como todas las niñas de mamá bien educadas de Gatlin habrían hecho al toparse con el familiar de un difunto, se detuvieron. Savannah apretó los libros contra su pecho y, sin dejar de mirarnos, asintió con mirada triste. Fue como ver una película muda.
Tu tío está en un sitio mejor que éste, Lena, a las puertas del Cielo, donde un coro de ángeles lo conduce ante su amoroso Creador.
Se lo traduje a Lena, que, sin embargo, ya sabía lo que Savannah y Emily estaban pensando.
¡Basta!
Lena se tapó con su manoseado cuaderno de espiral, como si quiera desaparecer. Emily la saludó tímidamente. Nos dejaba espacio, nos hacía saber que no sólo era una niña bien educada, sino también sensible. Yo, que no podía leerle el pensamiento, sabía qué estaba pensando.
No me acerco porque prefiero dejarte llorar en paz, mi dulce Lena Duchannes. Pero siempre, y cuando digo siempre quiero decir siempre, estaré cerca por si me necesitas, como la Sagrada Biblia y mi mamá me han enseñado.
Emily miró a Savannah, asintió y se alejaron despacio y con pesar, como si pocos meses antes no hubieran organizado Los Ángeles Guardianes, la versión Jackson de las patrullas de vigilancia vecinal, con el único propósito de expulsar a Lena del instituto. Sin embargo, en cierta manera esto era peor. Emory corrió para alcanzarlas, pero al vernos aminoró el paso y siguió con su andar sombrío, dando al pasar junto a mi coche un golpecito en la capota. Llevaba meses sin dirigirme la palabra y ahora quería demostrarnos su apoyo. No eran más que tres sacos llenos de mierda.
—Cuidado con lo que dices. —Lena se había hecho un ovillo en el asiento.
—No me puedo creer que no se haya quitado el sombrero. Su madre lo va a moler a palos. —Apagué el motor—. Juega bien esta mano y seguro que acabas en el equipo de animadoras, mi dulce Lena Duchannes.
—Son tan… tan…
Lena se enfadó tanto que enseguida me arrepentí de haber dicho nada, pero tendría que sufrir ese mismo trato a lo largo del día y quería que estuviera preparada. Yo había sido
el pobre Ethan Wate cuya madre murió el año pasado
durante demasiado tiempo para no saberlo.
—¿Hipócritas? —le sugerí con la idea de quedarme corto.
—Gallinas. —También Lena prefirió quedarse corta—. No quiero formar parte de su equipo de animadoras y no quiero sentarme a su lado. No quiero que me miren. Sé que Ridley las manipuló con sus poderes, pero si no hubieran dado esa fiesta el día de mi cumpleaños, si me hubiera quedado en Ravenwood como quería tío Macon…
No le hacía falta completar la frase. Si se hubiera quedado en Ravenwood, Macon aún estaría vivo.
—Eso no puedes saberlo. Sarafine habría encontrado otra forma de atraparte.
—Me odian y así debe ser —sentenció Lena. Empezaba a rizársele el pelo. Por un momento pensé que se pondría a llover. Se tapó la cara. Las lágrimas resbalaban ocultándose entre sus revueltos cabellos—. No todo tiene que cambiar. Yo no me parezco a ellas en nada.
—Lamento desengañarte, pero nunca te has parecido a ellas y nunca te parecerás.
—Lo sé, pero hay cosas que ya no son como antes. Ya nada es como antes.
Miré por la ventanilla.
—Hay cosas que sí.
Boo Radley
, que estaba sentado sobre la desgastada raya de la plaza de aparcamiento de al lado como si llevara un buen rato esperando aquel momento, me miraba fijamente. Como buen perro Caster, Boo seguía a Lena a todas partes. Me acordé de las muchas veces que había pensado en llevarlo en coche para ahorrarle tiempo. Abrí la puerta, pero el animal no se movió.
—Como quieras.
Tiré de la puerta para cerrarla sabiendo que el perro no entraría, pero saltó a mi regazo y, pisando la correa de transmisión, se refugió en los brazos de Lena, que ocultó el rostro entre su pelo y respiró profundamente, como si de aquel animal roñoso emanara un aire distinto.
Formaban una masa temblorosa de pelo humano y perruno. Durante un rato, el universo me pareció frágil, como si fuera a derrumbarse si yo no soplaba en la dirección correcta o tiraba del hilo equivocado.
Comprendí lo que tenía que hacer. No habría podido explicarlo, pero cuando se me ocurrió la idea me pareció tan poderosa como los sueños que tuve al ver a Lena por primera vez. Siempre habíamos compartido sueños tan reales que las sábanas quedaban manchadas de barro o goteaba agua del río en el suelo. En aquel momento tuve una sensación muy parecida.
Necesitaba saber de qué hilo tirar, necesitaba saber la dirección apropiada. Ella no veía la salida, así que me tocaba a mí mostrársela.
Perdida. Así estaba. Pero era lo único que yo no podía permitirle.
Arranqué y metí la marcha atrás. No habíamos pasado del aparcamiento, pero comprendí sin que ella me lo dijera que lo mejor era volver a casa.
Boo
no abrió los ojos en todo el camino.
Nos llevamos una manta vieja a Greenbrier y nos acurrucamos cerca de la tumba de Genevieve en una pequeña porción de hierba al lado de la chimenea y el muro de piedra desmoronado. Árboles y prados umbríos nos rodeaban, el terreno era duro y los arbustos pequeños. Pero seguía siendo nuestro rincón, donde habíamos mantenido nuestra primera conversación después de que Lena cerrase la ventana de la clase de lengua con una mirada… y sus poderes de Caster. Tía Del ya no soportaba la visión del cementerio calcinado y los jardines estropeados, pero a Lena le daba igual. Allí había visto a Macon por última vez y eso lo convertía en un lugar seguro. En cierta manera, contemplar las ruinas desde la chimenea era una visión familiar, casi tranquilizadora. El fuego se lo había llevado todo a su paso para luego desaparecer. Ya no había que preguntarse qué ocurriría después ni cuándo.
La hierba estaba verde y mojada. Nos envolví en la manta.
—Acércate, estás helada.
Lena sonrió sin mirarme.
—¿Desde cuándo me hace falta un motivo para ponerme a tu lado?
Se apoyó en mi hombro y nos quedamos sentados en silencio dándonos calor y con las manos entrelazadas. Una sacudida me subía por el brazo. Siempre que nos tocábamos se producía una suave descarga eléctrica cuya intensidad aumentaba si no nos apartábamos. Era un recordatorio de que Mortales y Casters no pueden estar juntos. No, al menos, sin que el Mortal acabe en la tumba.
Me fijé en las ramas negras y retorcidas y en el cielo desapacible. Pensé en el día en que había seguido a Lena hasta aquel jardín y la encontré llorando entre la hierba. Contemplamos entonces cómo desaparecían las nubes para dejar paso a un cielo azul. Fue ella quien disipó las nubes tan sólo con pensar en ello. El cielo azul… eso era yo para Lena. Ella era un huracán, y yo, Ethan Wate, un chico normal. Me daba miedo imaginar que sería de mi vida si ella me dejaba.
—Mira. —Trepó por encima de mí y metió la mano entre las negras ramas del árbol para descubrir un limón amarillo y perfecto. Estaba cubierto de ceniza, pero era el único de todo el jardín. Al arrancarlo, la ceniza voló hasta el suelo. Su amarilla piel brilló en la mano de Lena que volvió a envolverse entre mis brazos—.¿Has visto? No todo se ha quemado.
—No sobrevivió al fuego L, ha vuelto a salir.
—Ya lo sé.
No parecía muy convencida. Sopesó el limón, observándolo detenidamente.
—El año que viene no quedará ninguna huella del incendio —dijo, levantando la vista para mirar las ramas y al cielo. La besé en la frente, en la nariz, en la marca de nacimiento en forma de media luna perfecta que tenía en el pómulo. Volvió a mirarme—. Renacerá todo. Volverán a crecer hasta esos árboles.
Nos quitamos los zapatos de una patada y juntamos los pies. Otra vez la sacudida eléctrica que siempre se producía al tocarnos. Estábamos tan cerca que los bucles de su pelo me rozaron la cara. Soplé y se dispersaron.
Estaba atrapado en su campo eléctrico, me arrastraba una corriente que nos unía y separaba al mismo tiempo. Fui a besarla en la boca y, bromeando, colocó el limón delante de mis narices.
—Huele.
—Huele a ti. —Limones y romero, la fragancia que me había arrastrado hacia ella la primera vez que nos vimos.
—Es ácido como yo —dijo olisqueando y haciendo una mueca.
—A mí no me pareces ácida.
Tire de ella hasta que nuestros cabellos se mancharon de hierba y ceniza. El limón ácido se perdió entre nuestros pies en el extremo de la manta. La piel me quemaba. Aunque últimamente lo único que sentía al cogerle la mano era un frío gélido, cuando nos besábamos —cuando nos besábamos de verdad—, sólo sentía calor. La amaba, amaba cada uno de sus átomos, cada una de sus ardientes células. Nos besamos hasta que el corazón estuvo a punto de estallarme y los contornos de cuanto podía ver, oír y sentir empezaron a diluirse en la oscuridad…
Lena me apartó por mí bien de un empujón y retiró la manta. La hierba sobre la que nos habíamos tumbado estaba aplastada y carbonizada.
—¿Has visto? —me dijo.
—Sí, ¿qué ocurre? —Yo trataba de recuperar el aliento sin que se notase. Desde el día de su cumpleaños, el contacto físico entre nosotros era mucho más complicado.
No podía evitar tocarla, pero a veces no podía soportar el dolor que me producía.
—Se ha quemado.
—Qué raro.
Me miró fijamente. Resultaba extraño, pero sus ojos eran oscuros y brillantes al mismo tiempo. Arrancó unas briznas de hierba y las tiró.
—Es por mí.
—Es porque estás muy caliente.
—No es el momento para bromas. Las cosas se están poniendo feas. —Nos sentamos y contemplamos lo que quedaba de Greenbrier. En realidad, sin embargo, no pensábamos en Greenbrier, sino en el poder del fuego—. Como le ocurrió a mi madre —sentenció Lena con amargura.
El fuego es la seña de identidad de los Cataclyst: el fuego de Sarafine había quemado hasta el último centímetro de la finca la noche del cumpleaños de Lena.
Ahora ella provocaba incendios sin querer. Se me hizo un nudo en el estómago.
—La hierba también volverá a crecer.
—¿Y si no quiero que crezca? —dijo, suave, misteriosamente, separando los dedos para dejar caer otro manojo de hierba.
—¿Cómo dices?
—¿Por qué iba a querer?
—Porque la vida sigue, L. Los pájaros hacen su tarea y las abejas la suya. Las semillas se dispersan y todo vuelve a crecer.
—Y luego se vuelve a quemar. Al menos, si tiene la mala suerte de que yo ande cerca.
No tenía ningún sentido discutir con Lena cuando se ponía lúgubre. Yo, que había pasado toda una vida con Amma, lo sabía muy bien.
—A veces se quema, sí. —Lena dobló las piernas y apoyó la barbilla en las rodillas. Proyectaba una sombra mayor que su cuerpo—. Pero que tú andes cerca sigue siendo una suerte.
Desplacé la pierna hasta que le dio el sol. La larga línea de mi sombra tocó la suya.
Nos quedamos allí sentados sin rozarnos hasta que se puso el sol y nuestras sombras, que no dejaron de tocarse, se alargaron hasta lo árboles y desaparecieron. Oímos las cigarras en silencio intentando no pensar hasta que se puso a llover otra vez.
A
LO LARGO DE LAS SEMANAS SIGUIENTES sólo en 3 ocasiones logré convencer a Lena de que saliera de casa. La primera fuimos al cine con Link, mi mejor amigo desde segundo curso, pero ni siquiera su famosa combinación de palomitas y chocolatinas le levantó el ánimo. La segunda, a mi casa, donde vimos un maratón de películas de zombis mientras comíamos galletas de melaza marca Amma, es decir, lo que yo considero una verdadera cita de ensueño —aunque ni mucho menos lo fue—. Y la tercera, a las orillas del Santee a dar un paseo que dimos por terminado al cabo de diez minutos tras unas sesenta picaduras de mosquito aproximadamente. Conclusión: Lena no estaba a gusto en ninguna parte.
Aquel día, sin embargo, era distinto. Finalmente encontró un lugar donde estaba cómoda. El último sitio, sin embargo, que yo habría imaginado.
Al entrar a su habitación la encontré tumbada en el techo con los brazos colgando y el pelo pegado a la escayola formando un abanico alrededor de la cabeza.
—¿Desde cuándo eres capaz de hacer eso?
Ya me había acostumbrado a los poderes de Lena, pero desde su decimosexto cumpleaños parecían más potentes y extraños, como si poco a poco y torpemente se estuviera transformando en Caster. Cada día que pasaba, Lena, la niña Caster, se volvía más impredecible y ponía a prueba sus poderes. Finalmente resultó que era capaz de llegar muy lejos y causar todo tipo de problemas.