Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
—Todo parece distinto.
No quise pensar en el gorrión ni en por qué estaba junto a su cama, aunque sabía que la respuesta no tendría nada que ver con Macon.
—Bueno, ya sabes, al llegar la primavera hay que hacer limpieza general. Tenía la habitación llena de trastos.
Sobre el futón había unos cuantos libros descuadernados. Abrí uno sin pensar… y me percaté de que había cometido el peor de los delitos. Aunque la cubierta correspondía a un ejemplar viejo y sujeto con celo de
El doctor Jekyll y mister. Hyde
, no se trataba de un libro, sino de una de las libretas de espiral de Lena. Además, lo había abierto justo delante de sus narices, como si se tratara de un texto cualquiera o yo tuviera derecho a leerlo.
Luego comprobé que todas las páginas estaban en blanco.
Mi estupor fue mayúsculo, casi tan grande como al descubrir las hojas llenas de garabatos de mi padre cuando creía que estaba escribiendo una novela. Lena se llevaba sus cuadernos a todas partes. Si había dejado de escribir, las cosas estaban peor de lo que yo pensaba. Ella estaba peor de lo que yo pensaba.
—¡Ethan! ¿Qué haces?
Me aparté. Lena cogió el libro.
—Lo siento, L —dije. Estaba furiosa—. Pensé que era un libro. Parece un libro.¿Cómo iba a imaginar que tendrías tu cuaderno encima del colchón, donde cualquiera puede leerlo?
Lena ni siquiera me miró, se limitaba a apretar su cuaderno contra el pecho.
—¿Por qué has dejado de escribir? —pregunté—. Yo creía que te encantaba.
Me miró con gesto de impaciencia y abrió el cuaderno para enseñármelo.
—Y me encanta.
Pasó las páginas. Estaban escritas por las dos caras con su pequeña y preciosa letra.
Algunas palabras estaban tachadas varias veces Aquellos textos habían sido revisados, reescritos y revisitados mil veces.
—¿Lo has hechizado?
—Hice que mi escritura fuera invisible para la realidad Mortal. A no ser que quiera enseñárselo a alguien, sólo los Caster lo pueden leer.
—Vaya idea, Lena. Porque da la casualidad de que Reece, que es quien tiene más probabilidades de querer leerlo, es una Caster.
Reece era tan curiosa como cotilla.
—Ella no necesita leerlo. Puede leer mi rostro cuantas veces quiera.
Era verdad. Reece era una Sibyl y tenía el poder de leer hasta los más secretos pensamientos y las intenciones con tan sólo mirar a los ojos y por eso yo solía evitarla.
—¿A qué viene tanto misterio? —dije, sentándome en el futón. Lena se sentó a mi lado y cruzó las piernas. Yo fingía una comodidad que distaba mucho de sentir y ella tampoco parecía cómoda.
—No sé, aunque no se me han quitado las ganas de escribir, es posible que la necesidad de que me comprendan ya no sea tan grande. Ni la de ser como soy.
Apreté los dientes.
—La necesidad de ser como eres.. ¿conmigo?
—No quería decir eso.
—¿Que otros Mortales iban a querer leer tu cuaderno?
—Tú no lo entiendes.
—Yo creo que sí.
—En parte tal vez.
—Lo comprenderé todo si me dejas.
—No se trata de dejar o no dejar, Ethan. No puedo explicarlo.
—Déjame ver —dije, tendiendo la mano para pedirle el cuaderno. Enarcó las cejas y me lo dio.
—No lo vas a poder leer.
Abrí el cuaderno y le eché un vistazo. No sé si a causa de Lena o del propio cuaderno, pero lo cierto es que lentamente, una a una, las palabras empezaron a emerger. No se trataba de un poema ni tampoco de una canción. Palabras, en realidad, no había muchas, más dibujos extraños, una colección de formas y remolinos que se enroscaban en el papel como bocetos tribales.
A pie de página había una lista.
Lo que recuerdo
Madre
Ethan
Macon
Cazar
El fuego
El viento
La lluvia
La cripta
El yo que no soy yo
El yo que mataría
Dos cuerpos
La lluvia
El cuaderno
El anillo
El amuleto de Amma
La luna
Lena me quitó el cuaderno. En la página habían aparecido otras palabras, pero no me dio tiempo a leerlas.
—¡Se acabó!
—¿Qué es? —pregunté.
—Nada, es privado. No sé cómo has podido verlo, no es para ti.
—Entonces, ¿por qué he podido?
—He debido de equivocarme con el Verbum Celatum, el hechizo de la Palabra Secreta —repuso Lena, y me miró con inquietud. No obstante, ya no tenía una mirada tan acerada—. Da igual. Intentaba acordarme de la noche en que Macon…desapareció.
—Murió, L, la noche en que Macon murió.
—Ya sé que murió. Claro que murió, sólo que no me apetece hablar de ello.
—Supongo que estarás deprimida, pero es normal.
—¿Cómo que es normal?
—Estás en la siguiente fase.
A Lena le brillaron los ojos.
—Sé que tu madre está muerta y que mi tío está muerto, pero las fases de mi duelo son mías y sólo mías. Este cuaderno no es el diario de mis sentimientos. Yo no soy como tu padre y tampoco soy como tú, Ethan. No somos tan parecidos como tú crees.
Nos miramos como no lo habíamos hecho en mucho tiempo o tal vez nunca. Fue un instante inefable. Me di cuenta de que en ningún momento habíamos hablado kelting. Por primera vez no sabía lo que Lena estaba pensando y era evidente que ella tampoco comprendía lo que yo estaba sintiendo.
Al cabo de un momento, sin embargo, lo hizo. Extendió los brazos y me dio un abrazo porque esta vez, y también era la primera, era yo quien lloraba.
Cuando llegué a casa todas las luces estaban apagadas, pero no entré. Me quedé sentado en el porche observando las luciérnagas, que iluminaban la noche con sus fogonazos intermitentes. No tenía ganas de ver a nadie, me apetecía pensar y tenía la sensación de que Lena no estaba escuchando. Sentarse a solas en medio de la noche nos recuerda como es el mundo en realidad y hasta qué punto estamos separados de los demás. Las estrellas parecen tan próximas que casi se pueden tocar. Pero no se puede. A veces tenemos la impresión de que las cosas están mucho más cerca de lo que realmente están.
Cuando llevaba allí sentado un tiempo y mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, me pareció ver que se movía algo junto al viejo roble. Por un segundo se me aceleró el corazón. La mayoría de habitantes de Gatlin ni siquiera cerraban la puerta, pero yo sabía que había muchas cosas capaces de entrar por una cerradura. Advertí que el aire volvía a cambiar casi imperceptiblemente, como si hubiera pasado una onda de calor, y me di cuenta de que no era alguien queriendo entrar en casa, sino algo que acababa de salir de la casa de al lado.
Lucille
, la gata de las Hermanas. Subió al porche de un salto y vi sus ojos azules brillar en la oscuridad.
—Ya le he dicho yo a todo el mundo que tarde o temprano encontrarías el camino de vuelta, sólo que te has equivocado de casa —dije. Lucille ladeó la cabeza y me miró—. Sabrás que, después de lo que has hecho, las Hermanas no te van a quitar esa correa nunca más.
Lucille
me miró como si comprendiera perfectamente lo que había dicho, como si supiera las consecuencias de escapar y por alguna razón hubiera querido hacerlo de todas formas. Una luciérnaga parpadeo delante de mí y
Lucille
saltó para atraparla.
La luciérnaga voló más alto, pero aquella gata estúpida volvió a saltar, como si no se diera cuenta de lo lejos que estaba realmente la luciérnaga. Como las estrellas. Como tantas cosas.
O
SCURIDAD.
No veía nada y me faltaba el aire. No podía respirar. El aire estaba lleno de humo y tosía, me ahogaba.
¡Ethan!
Oía su voz, pero desde muy lejos.
Me rodeaba un aire caliente que olía a ceniza y a muerte.
¡Ethan, no!
Vislumbré el destello de un cuchillo sobre mí y oí la siniestra risa de Sarafine, aunque no podía verle la cara.
Estaba a punto de morir en la cripta Greenbrier.
Quise gritar, pero no pude emitir ningún sonido. Sarafine volvió a soltar una carcajada. Agarraba con ambas manos el cuchillo que yo tenía clavado en el vientre. Me estaba muriendo y ella se reía. Estaba bañado en sangre, me salía por lo oídos, la nariz y la boca. Tenía sabor a cobre y sal.
Los pulmones pesaban como si fueran de cemento. Cuando la sangre que inundaba mis oídos apagó su voz, me abrumó una familiar sensación de pérdida. Verde y oro, limones y romero. La fragancia de Lena me llegaba a pesar de la sangre, el humo y las cenizas.
Siempre pensé que no podría seguir viviendo sin ella y ya no tendría que hacerlo.
—¡Ethan Wate! ¿Por qué no he oído la ducha todavía?
Me senté en la cama con sobresalto. Estaba empapado en sudor.Metí la mano debajo de la camiseta y me palpé. No había sangre, pero toqué la leve hinchazón de la piel donde, soñando, me había cortado el cuchillo. Me subí la camiseta y me fijé en la rosada línea dentada. Una cicatriz cruzaba la parte baja del abdomen. Parecía una herida reciente de cuchillo. Había surgido de la nada. Había sido provocada por un sueño.
Pero era real y me dolía. No había vuelto a soñar desde el cumpleaños de Lena y no tenía idea de por qué volvía a hacerlo. Tiempo atrás amanecía con la cama manchada de barro o humo en los pulmones, pero aquella era la primera vez que el dolor me había despertado. Intenté no pensar en él diciéndome que en realidad no había pasado nada, pero sentía punzadas en el vientre. Miré la ventana abierta deseando que apareciera Macon para robar el final del sueño. Ojalá estuviera ahí, me dije. Tenía un buen montón de razones para desearlo.
Cerré los ojos e intenté concentrarme en ver a Lena, aunque sabía que no la vería. Yo siempre anticipaba su ausencia que en los últimos tiempos era lo más habitual.
—Si no vas al examen final —gritó Amma desde el pie de la escalera—, te prometo que te vas a pasar el verano sentado en tu habitación hasta que se te pelen las posaderas.
Lucille Ball
me miraba desde los pies de la cama, como todas las mañanas. Al día siguiente de aparecer en el porche, la llevé a casa de tía Mercy, pero por la noche volvió a presentarse en nuestra casa. Luego, tía Prue convenció a sus hermanas de que
Lucille
era una desertora y la gata se quedó a vivir con nosotros. Me llevé una sorpresa cuando Amma dejó que
Lucille
se quedara, pero tenía sus motivos. «No pasa nada por tener gatos. Ven cosas que la mayoría no vemos, como seres del otro mundo cuando cruzan a éste, sean buenos o malos. Y cazan ratones». Supongo que podría decirse que
Lucille
era la versión gatuna de Amma para el reino animal.
Me metí bajo la ducha y el agua caliente limpió las malas sensaciones. Pero la cicatriz no desapareció. Subí la temperatura, y tampoco. No podía concentrarme. Estaba atrapado en el sueño: el cuchillo, las carcajadas…
El examen final de lengua.
Mierda.
Me había quedado dormido estudiando. Si suspendía aquel examen, suspendería el curso por mucho que me hubiera sentado en el lado del Ojo Bueno la mayor parte de él. El segundo semestre no había obtenido unas notas precisamente brillantes, o lo que es lo mismo, había descendido hasta ponerme a la par con Link. Además, a diferencia de lo que siempre había ocurrido, no tenía el aprobado garantizado. La verdad es que, desde que Lena y yo no nos presentamos en la reconstrucción obligatoria de la batalla de Honey Hill, mi aprobado en historia pendía de un hilo. Si suspendía lengua, tendría que pasarme el verano en una escuela tan vieja que ni siquiera tenía aire acondicionado o me arriesgaba a repetir curso. Y aquel día había un particular y complicado problema al que todos los alumnos capaces de empuñar un bolígrafo tendríamos que responder: ¿rima asonante o consonante? Lo cierto es que estaba jodido.
Quinto día consecutivo de desayunos súper gigantes. Llevábamos con los finales toda la semana y, según Amma, existía una correlación directa entre lo que un estudiante come y las notas que saca. Había perdido la cuenta de los huevos con beicon que me había zampado desde el lunes. No era de extrañar que me doliera el estómago y me acosaran las pesadillas. Con eso, al menos, procuraba tranquilizarme.
—¿Huevos otra vez? —protesté, pinchándolos con el tenedor.
Amma me miró de reojo.
—No sé qué estarás tramando, pero has de saber que no estoy de humor —dijo, sirviéndome otro huevo—. Te aconsejo que no pongas a prueba mi paciencia, Ethan Wate.
No pensaba discutir con ella. Ya tenía bastantes problemas.
Mi padre entró en la cocina y abrió la despensa en busca del Muesli.
—No le tomes el pelo a Amma. Este hijo mío es decididamente I.N.O.P.O.R.T.U.N.O. Como en…
Amma se le quedó mirando y cerró la puerta de la despensa de un portazo.
—Yo sí que te voy a importunar, Mitchell Wate, como no dejes de meter las narices en mi despensa.
Mi padre se echó a reír y yo habría jurado que vi sonreír a Amma. El momento se desvaneció como una pompa de jabón, pero yo había sido testigo. Algo estaba cambiando.
Todavía no me había acostumbrado a ver a mi padre compartiendo otra vez nuestra vida cotidiana. Me parecía increíble que tía Caroline lo hubiera internado en Blue Horizons tan sólo cuatro meses antes. Aunque no era exactamente un hombre nuevo como afirmaba mi tía, he de admitir que estaba irreconocible. Aún no me preparaba sándwiches de pollo, tomate y lechuga, pero cada vez pasaba más tiempo fuera del estudio y, a veces, incluso de casa. Marian le había conseguido un puesto de profesor invitado de lengua en la Universidad de Charleston, a la que llegaba tras dos horas de autobús porque todavía no estaba preparado para conducir. Casi parecía feliz, sin embargo, al menos en términos relativos: un hombre que se había pasado meses encerrado en una habitación haciendo garabatos tenía muy bajo el umbral de la felicidad.
Si mi padre se había transformado, si Amma era capaz de sonreír, ¿por qué para Lena no podían cambiar las cosas?
¿O era imposible?
El idilio había terminado y Amma estaba otra vez en pie de guerra. Me di cuenta nada más ver su expresión. Mi padre, que se había sentado a mi lado, echaba leche en el Muesli mientras Amma se secaba las manos con el delantal.