Hijos de la mente (19 page)

Read Hijos de la mente Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Hijos de la mente
3.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

‹Estoy unido a ti, por ejemplo›, le dijo a Humano, para iniciar su conversación de hoy. Hablaban así todas las noches, de mente a mente, aunque nunca habían llegado a verse. ¿Cómo podrían hacerlo, ella siempre en la oscuridad de su hogar, él siempre enraizado junto a la verja de Milagro? Pero la comunicación mental era más fiel que ningún lenguaje, y se conocían mejor de lo que se habrían conocido usando la vista y el tacto.

‹Siempre empiezas en mitad del pensamiento›, dijo Humano.

‹Y tú siempre comprendes todo lo que lo rodea, ¿qué diferencia hay entonces?›

Luego le contó todo lo que había pasado ese día entre ella y la Joven Val y Miro.

‹Algo he escuchado›, dijo Humano.

‹He tenido que gritar para que me oyeran. No son como Ender… son cabezotas y duros de oído.›

‹¿Entonces puedes hacerlo?›

‹Mis hijas son débiles e inexpertas, y se consumen poniendo huevos en sus nuevos hogares. ¿Cómo van a crear una buena red para coger un aiúa? Sobre todo uno que ya tiene casa. ¿Y dónde está esa casa? ¿Dónde está ese puente que hicieron mis madres? ¿Dónde está esa Jane?›

‹Ender se está muriendo›, dijo Humano.

La Reina Colmena entendió que estaba respondiendo a su pregunta.

‹¿Cuál? Siempre he pensado que era el que más se nos parecía. Así que no es ninguna sorpresa que sea el primer humano capaz como nosotros de controlar más de un cuerpo.›

‹A duras penas, —dijo Humano—. De hecho, no puede hacerlo. Se ha comportado con torpeza desde que los otros cobraron vida. Y aunque durante un tiempo pareció que iba a eliminar a la Joven Val, eso ha cambiado ahora.›

‹¿Puedes verlo?›

‹Su hija adoptiva, Ela, vino a verme. Su cuerpo se degrada extrañamente. No padece ninguna enfermedad conocida. Simplemente no respira bien. No recupera la consciencia. La hermana de Ender, la Vieja Valentine, dice que tal vez dedica toda su atención a sus otros yos, tanto que no puede prestar ninguna a su propio cuerpo, que por eso empieza a fallar, aquí y allí. Primero los pulmones. Tal vez un poquito de todo, sólo que sus pulmones son el primer síntoma.›

‹Tendría que prestarse atención. Si no, morirá.›

‹Eso he dicho yo —le recordó Humano amablemente—. Ender se está muriendo.›

La Reina Colmena ya había hecho la conexión que Humano pretendía.

‹Así que es más que la necesidad de una red para capturar el aiúa de Jane. Necesitamos capturar también el aiúa de Ender, y pasarlo a uno de sus otros cuerpos.›

‹O se morirán cuando él lo haga, imagino. Igual que cuando muere una reina colmena se mueren todas sus obreras.›

‹Algunas de ellas sobreviven durante días; pero sí, en efecto, así es, porque las obreras no tienen la capacidad de albergar la mente de una reina colmena.›

‹No finjas —dijo Humano—. Nunca lo habéis intentado, ninguna de vosotras.›

‹No. No tenemos miedo de la muerte.›

‹¿Por eso has enviado a todas esas hijas mundo tras mundo? ¿Porque la muerte no significa nada para vosotras?›

‹Date cuenta de que estoy salvando a mi especie, no a mí misma.›

‹Igual que yo —dijo Humano—. Además, estoy demasiado enraizado para que me vuelvan a plantar.›

‹Pero Ender no tiene raíces›, dijo la Reina Colmena.

‹Me pregunto si quiere morir. No lo creo. No se está muriendo porque haya perdido la voluntad de vivir. Este cuerpo se muere porque ya no le interesa la vida que lleva. Pero sigue queriendo vivir la vida de Peter. Y la vida de Valentine.›

‹¿Eso dice?›

‹No puede hablar. Nunca ha encontrado el camino de los enlaces filóticos. Nunca ha aprendido a proyectarse y conectar como hacemos los padres-árbol o como tú haces con tus obreras y conmigo.›

‹Pero le encontramos una vez. Conectamos a través del puente, lo suficiente para oír sus pensamientos y ver por sus ojos. Y soñó con nosotras durante esos días.›

‹Soñó con vosotras pero no supo que erais pacíficas. Nunca supo que no debía mataros.›

‹No sabía que el juego era real.›

‹O que los sueños eran verdaderos. Posee cierta sabiduría, pero el niño nunca ha aprendido a poner en duda lo que dicen sus sentidos.›

‹Humano —dijo la Reina Colmena—, ¿y si te enseño a ensamblar una red?›

‹¿Entonces quieres intentar capturar a Ender cuando muera?›

‹Si podemos capturarlo y llevarlo a uno de sus otros cuerpos, entonces tal vez aprendamos lo suficiente para buscar y capturar también a esa Jane.›

‹¿Y si fracasamos?›

‹Ender muere. Jane muere. Nosotras morimos cuando llegue la flota. ¿En qué se diferencia eso del curso que tome cualquier otra vida?›

‹Todo es cuestión de tiempo›, dijo Humano.

‹¿Trataréis de ensamblar la red? ¿Tú y Raíz y los otros padres-árbol?›

‹No sé lo que entiendes por red, o si se diferencia de lo que somos los padres unos para otros. Deberías recordar que también estamos unidos con las madres-árbol. No saben hablar, pero están llenas de vida, y nos anclamos a ellas igual que tus hijas están atadas a ti. Encuentra un modo de incluirlas en tu red, y los padres se unirán a ella sin esfuerzo.›

‹Juguemos a eso esta noche, Humano. Déjame intentar tejer contigo. Dime qué te parece, e intentaré hacerte comprender lo que estoy haciendo y adónde conduce.›

‹¿No deberíamos encontrar primero a Ender? ¿Por si se escapa?›

‹A su debido tiempo —dijo la Reina Colmena—. Y además, no estoy demasiado segura de saber cómo encontrarle si está inconsciente.›

‹¿Por qué no? Una vez le disteis sueños… entonces dormía.›

‹Entonces teníamos el puente.›

‹Tal vez Jane nos está escuchando.›

‹No —dijo la Reina Colmena—. Si estuviera conectada a nosotros, lo sabría. Su forma fue creada para encajar demasiado bien con la mía; no puede pasarme desapercibida.›

Plikt se encontraba junto a la cama de Ender porque no podía soportar estar sentada, no podía soportar moverse. Iba a morir sin murmurar otra palabra. Ella le había seguido, había renunciado a su casa y su familia para estar cerca de él, ¿y qué le había contado? Sí, la había dejado ser su sombra en ocasiones; sí, ella escuchó en silencio muchas de sus conversaciones de las semanas y meses anteriores. Pero si intentaba hablarle de cosas más personales, de profundos recuerdos, de lo que pretendía con las cosas que había hecho, él se limitaba a sacudir la cabeza y a decir (amablemente, porque era amable, pero firmemente, porque no deseaba que ella le malinterpretara):

—Plikt, ya no soy maestro.

Sí que lo eres, quería decirle. Tus libros,
La Reina Colmena
,
El Hegemón
, siguen enseñando incluso allí donde no has estado nunca. Y
La vida de Humano
probablemente ocupa ya su lugar junto a ellos. ¿Cómo puedes decir que has dejado de enseñar cuando hay otros libros que escribir, otras muertes por las que hablar? Has sido portavoz de la muerte de asesinos y santos, de alienígenas, y una vez de la muerte de toda una ciudad devastada por un volcán. Pero al contar esas historias de los demás, ¿dónde estaba la tuya, Andrew Wiggin? ¿Cómo podré hablar en tu muerte si nunca me has contado tu historia?

¿O es éste tu último secreto: que nunca supiste más sobre la gente de la que hablaste de lo que yo sé sobre ti hoy? Me obligas a inventar, a suponer, a adivinar, a imaginar… ¿Es eso lo que hacías tú? Descubrir la historia más ampliamente aceptada y luego encontrar una explicación alternativa que tuviera sentido para los demás y significado y poder para transformar, y contarles ese cuento… ¿aunque también fuera una ficción, no más cierta que la historia que todo el mundo creía? ¿Es eso lo que debo decir cuando hable de la muerte del Portavoz de los Muertos? Su don no fue descubrir la verdad, sino inventarla; no desplegaba, desliaba, enderezaba las vidas de los muertos: las creaba. Y así yo creo la suya. Su hermana dice que murió porque intentó por lealtad seguir a su esposa a la vida de paz y reclusión que ella anhelaba; pero la misma paz de esa vida lo mató, pues su aiúa se sentía atraído por las vidas de los extraños hijos que brotaron crecidos de su mente. Así que su antiguo cuerpo, a pesar de todos los años que probablemente le quedaban, fue descartado porque no tenía tiempo para prestarle suficiente atención y mantenerlo con vida.

No quería dejar a su esposa ni que ella lo dejase; así que se aburrió hasta la muerte y la hirió más al quedarse con ella que si la hubiera dejado continuar sin él.

Ya está, ¿es lo bastante brutal, Ender? Eliminó a las reinas colmena de docenas de mundos, dejando sólo a una superviviente de aquel pueblo grande y antiguo. También la devolvió a la vida. ¿Salvar a la última de tus víctimas te redime de haber matado a las demás? No pretendía hacerlo, ésa es su defensa; pero la muerte es la muerte, y cuando la vida es interrumpida en su mejor momento, ¿dice el aiúa: «Ah, pero el niño que me mató creía que sólo jugaba, así que mi muerte cuenta menos, pesa menos»? No, habría dicho el propio Ender; no, la muerte pesa lo mismo, y yo llevo ese peso sobre mis hombros. Nadie tiene las manos más ensangrentadas que yo; así que hablaré con brutal sinceridad de las vidas de aquellos que murieron sin ser inocentes, y demostraré que incluso ésos pueden ser comprendidos. Pero Ender se equivocaba, no se les podía comprender, a ninguno de ellos; hablar por los muertos sólo es efectivo porque los muertos no hablan y no pueden corregir nuestros errores. Ender está muerto y no puede corregir mis errores, así que algunos de vosotros pensaréis que no he cometido ninguno, pensaréis que os cuento la verdad sobre él; pero lo cierto es que nadie comprende jamás a nadie, desde el principio hasta el final de la vida. No hay ninguna verdad que conocer, sólo la historia que creemos cierta, la historia que nos dicen que es cierta, la que realmente consideran su verdadera historia. Y todo son mentiras.

Plikt se levantó y ensayó su discurso desesperadamente, junto al ataúd de Ender, aunque aún no estaba en un ataúd, sino en una cama. Una mascarilla le suministraba aire por la boca y se alimentaba con suero intravenoso. Todavía no estaba muerto, sólo silencioso.

—Una palabra —susurró ella—. Una palabra tuya.

Los labios de Ender se movieron.

Plikt tendría que haber llamado a los demás de inmediato. Novinha, que estaba agotada de llorar, se encontraba en la puerta de la habitación. Y Valentine, su hermana; Ela, Olhado, Grego, Quara, cuatro de sus hijos adoptivos; y muchos otros, entrando y saliendo del recibidor, queriendo una mirada suya, una palabra, tocarle la mano. Si pudieran enviar la noticia a otros mundos, ¡cómo lloraría la gente que recordaba sus alocuciones a lo largo de tres mil años de viajes de mundo en mundo! Si pudieran proclamar su verdadera identidad, el Portavoz de los Muertos, autor de aquellos dos (no, tres) grandes libros y, al mismo tiempo, Ender Wiggin
el Xenocida
, ambos en la misma frágil carne… oh, qué ondas expansivas se extenderían por el universo humano.

Se extenderían, se ampliarían, se desvanecerían. Como todas las ondas. Como todos los cataclismos. Una nota en los libros de historia. Unas cuantas biografías revisionistas una generación más tarde. Entradas en las enciclopedias. Notas al final de las traducciones de sus libros. Ésa es la quietud en la que caen todas las grandes vidas.

Los labios de Ender se movieron.

—Peter —susurró.

Volvió a guardar silencio.

¿Qué presagiaba esto? Todavía respiraba, los instrumentos no cambiaron, su corazón seguía latiendo. Pero llamó a Peter. ¿Significaba que ansiaba vivir la vida de su hijo de la mente, el joven Peter? ¿O en su delirio le hablaba a su hermano el Hegemón? O a su hermano de niño. Peter, espérame. Peter, ¿lo hice bien? Peter, no me lastimes. Peter, te odio. Peter, por una de tus sonrisas yo moriría o sería capaz de matar. ¿Cuál era su mensaje? ¿Qué debería decir Plikt sobre esta palabra?

Se apartó de la cama y se acercó a la puerta, la abrió.

—Lo siento —dijo en voz baja hacia una habitación llena de personas que rara vez la habían oído hablar, o no lo habían hecho nunca—. Ha hablado antes de que pudiera llamar a nadie. Pero tal vez vuelva a hacerlo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Novinha, poniéndose en pie.

—Un nombre nada más: «Peter.»

—¡Llama a la abominación que trajo del espacio, y no a mí! —exclamó Novinha. Pero eran las drogas que le habían suministrado los médicos las que hablaban, las que lloraban.

—Creo que llama a nuestro hermano muerto —dijo la Vieja Valentine—. Novinha, ¿quieres entrar?

—¿Por qué? No me ha llamado a mí, le llama a él.

—No está consciente —dijo Plikt.

—¿Ves, Madre? —intervino Ela—. No está llamando a nadie, sólo habla en sueños. Pero eso ya es algo, ¿no es un buen signo?

Con todo, Novinha se negó a entrar en la habitación. Así que fueron Valentine y Plikt y cuatro de los hijos adoptivos de Ender quienes se encontraban alrededor de su cama cuando abrió los ojos.

—Novinha —dijo.

—Está fuera, llorando —informó Valentine—. Drogada hasta las cejas, me temo.

—Muy bien —dijo Ender—. ¿Qué ha pasado? Supongo que estoy enfermo.

—Más o menos —contestó Ela—. «Desatento» es la descripción más exacta de la causa de tu estado, por lo que sabemos.

—¿Quieres decir que he tenido algún tipo de accidente?

—Quiero decir que al parecer prestas demasiada atención a lo que sucede en un par de planetas y que por eso tu cuerpo está al borde de la autodestrucción. Lo que veo por el microscopio son células que tratan torpemente de tapar las grietas de sus muros. Te estás muriendo a trocitos, todo tu cuerpo lo hace.

—Lamento causar tantos problemas —dijo Ender.

Por un momento pensaron que era el principio de una conversación, el inicio del proceso de curación. Pero tras haber dicho esto, Ender cerró los ojos y se quedó dormido otra vez. Los instrumentos siguieron igual que antes.

Oh, maravilloso, pensó Plikt. Le suplico una palabra, me la da, y ahora sé menos que antes. Nos pasamos sus pocos momentos de consciencia diciéndole lo que pasa en vez de preguntarle las cosas que tal vez nunca tengamos oportunidad de preguntarle ya. ¿Por qué todos nos volvemos más estúpidos cuando nos reunimos cerca de la muerte?

Pero continuó allí, observando, esperando mientras los demás, en grupos de uno o dos, dejaban la habitación. Valentine fue la última. Le tocó el brazo.

—Plikt, no puedes quedarte aquí eternamente.

Other books

Ala de dragón by Margaret Weis, Tracy Hickman
El secreto de los Assassini by Mario Escobar Golderos
Hot and Bothered by Crystal Green
Out of Time's Abyss by Edgar Rice Burroughs
Mission to Murder by Lynn Cahoon
Foreign Affair by Amanda Martinez
A Soul for Vengeance by Crista McHugh
The Blizzard by Vladimir Sorokin