Hijos de la mente (14 page)

Read Hijos de la mente Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Hijos de la mente
3.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Bien hecho, por extraña que fuera tu técnica —dijo.

—¿Qué quieres decir? Ha sido un desastre —contestó ella; pero estaba ansiosa por creer que de algún modo él tenía razón y que lo había hecho bien después de todo.

—Oh, está furioso y nunca nos volverá a hablar, ¿pero a quién le importa? No intentábamos hacerle cambiar de opinión. Sólo tratábamos de averiguar quién tiene influencia sobre él. Y lo hicimos.

—¿Lo hicimos?

—Jane lo captó de inmediato. Cuando dijo que era un hombre de «perfecta sencillez».

—¿Tiene eso algún significado oculto?

—El señor Hikari, querida, se ha revelado como miembro secreto del Ua Lava.

Wang-mu estaba desconcertada.

—Es un movimiento religioso. O un chiste. Es difícil saberlo. Es un término samoano que significa literalmente «suficiente ya», pero que se traduce más adecuadamente como «ya basta».

—Estoy segura de que eres un experto en samoano. —Wang-mu, por su parte, nunca había oído hablar de ese idioma.

—Jane lo es —dijo Peter, molesto—. Tengo su joya en mi oído y tú no. ¿No quieres que te transmita lo que me dice?

—Sí, por favor.

—Es una especie de filosofía… basada en el estoicismo alegre, podríamos decir, porque tanto si las cosas van mal como si van bien dices lo mismo. Pero según enseñaba esa filosofía una escritora samoana llamada Leiloa Lavea, se convirtió en algo más que una simple actitud. Ella enseñó…

—¿Ella? ¿Hikari es discípulo de una mujer?

—No he dicho eso. Si escuchas, te diré lo que me está diciendo Jane.

Esperó. Ella escuchó.

—Muy bien, pues, lo que Leiloa Lavea enseñaba era una especie de comunismo voluntario. No es suficiente con reírse sólo de la buena fortuna y decir «ya basta». Tienes que decir en serio que tienes suficiente; y como lo dices en serio, coges lo que te sobra y lo regalas. Del mismo modo, cuando viene la mala fortuna, la soportas hasta que se vuelve insoportable… hasta que tu familia pasa hambre, o no puedes trabajar más. Y entonces vuelves a decir «ya basta» y cambias algo: te mudas de casa; cambias de carrera; dejas gue,tu cónyuge tome todas las decisiones. Algo. No soportas lo insoportable.

—¿Qué tiene eso que ver con la «perfecta sencillez»?

—Leiloa Lavea enseñó que cuando has conseguido el equilibrio en tu vida, cuando la buena fortuna sobrante ha sido plenamente compartida, y toda la mala fortuna ha sido eliminada, lo que queda es una vida de perfecta sencillez. Eso es lo que nos estaba diciendo Aimaina Hikari. Hasta que llegamos, su vida se desarrollaba con perfecta sencillez. Pero ahora lo hemos desequilibrado. Eso es bueno, porque significa que tendrá que luchar para descubrir cómo restaurar la sencillez hasta su perfección. Está abierto a influencias. No nuestras, por supuesto.

—¿De Leiloa Lavea?

—Difícilmente. Lleva muerta dos mil años. Ender la conoció, por cierto. Fue a hablar de una muerte en su mundo nativo de… bueno, el Congreso Estelar lo llama Pacífica, pero los samoanos de allí lo llaman Lumana'i, «El Futuro».

—No habló en su muerte, entonces.

—En la de un asesino fiyiano. Un tipo que había matado a más de doscientos niños, todos ellos tonganos. No le gustaban los tonganos, al parecer. Aplazaron treinta años su funeral para que Ender pudiera hablar en su nombre. Esperaban que el Portavoz de los Muertos le encontrara sentido a lo que había hecho.

—¿Y lo consiguió?

Peter hizo una mueca.

—Oh, por supuesto, fue espléndido. Ender no puede hacer nada mal. Bla, bla, bla.

Ella ignoró su hostilidad hacia Ender.

—¿Conoció a Leiloa Lavea?

—Su nombre significa «estar perdida, estar herida».

—Déjame adivinarlo. Lo eligió ella misma.

—Exacto. Ya sabes cómo son los escritores. Igual que Hikari, se crean a sí mismos mientras crean su obra. O tal vez crean su obra para crearse a sí mismos.

—Qué gnómico —dijo Wang-mu.

—Oh, deja ya eso —contestó Peter—. ¿Crees de verdad en toda esa historia sobre las naciones Periféricas y las naciones Centro?

—Se me ocurrió la primera vez que Han Fei-tzu me contó la historia de la Tierra. No se rió de mí cuando le expuse mi teoría.

—Oh, yo tampoco me río. Es una chorrada ingenua, por supuesto, pero no es exactamente graciosa. Wang-mu ignoró su burla.

—Si Leiloa Lavea está muerta, ¿adónde iremos?

—A Pacífica. A Lumana'i. Hikari entró en contacto con el movimiento Ua Lava en sus años de adolescencia, en la universidad. Gracias a una estudiante samoana… la nieta de la embajadora de Pacífica. Nunca había estado en Lumana'i, claro, y por eso se aferraba con más fuerza a sus costumbres y se convirtió en toda una valedora de Leiloa Lavea. Eso fue mucho antes de que Hikari escribiera nada. Él nunca habla de ello, nunca ha escrito sobre el Ua Lava, pero ahora que se ha descubierto, Jane está hallando influencias del Ua Lava en toda su obra. Y tiene amigos en Lumana'i. Nunca los ha visto, pero mantienen correspondencia a través de la red ansible.

—¿Qué hay de la nieta del embajador?

—Ahora mismo está en una nave, camino de Lumana'i. Se marchó hace veinte años, cuando su abuelo murió. Llegará… bueno, dentro de unos diez años o así. Depende del tiempo. Será recibida con grandes honores, no hay duda, y el cuerpo de su abuelo será enterrado o quemado o lo que quiera que hagan… quemado, dice Jane, con gran ceremonia.

—Pero Hikari no intentará hablar con ella.

—Haría falta una semana para que le llegara incluso un simple mensaje, dada la velocidad a la que va la nave. No hay manera de mantener una discusión filosófica. Habría llegado a casa antes de que él terminara de formular su pregunta.

Por primera vez, Wang-mu empezó a comprender las implicaciones del vuelo instantáneo que Peter y ella habían utilizado. Se podría acabar con los largos viajes que aplastaban vidas.

—Si al menos… —dijo.

—Lo sé —respondió Peter—. Pero no podemos. Ella sabía que tenía razón.

—Entonces vamos allí —dijo, regresando al tema—. ¿Luego qué?

—Jane está atenta para ver a quién escribe Hikari. Ésa es la persona que estará en condiciones de influirle. Y así…

—Con esa persona tendremos que hablar.

—Eso es. ¿Tienes que orinar o algo antes de que busquemos un transporte que nos lleve a nuestra pequeña cabina del bosque?

—No me vendría mal —dijo Wang-mu—. Y tú podrías cambiarte de ropa.

—¿Qué? ¿Te parece que incluso este atuendo conservador podría resultar demasiado atrevido?

—¿Qué vamos a llevar en Lumana'i?

—Oh, bueno, muchos de sus habitantes van por ahí desnudos. En los trópicos. Jane dice que dada la enorme gordura de muchos polinesios adultos, puede ser un espectáculo inspirador.

Wang-mu se estremeció.

—No vamos a fingir ser nativos, ¿no?

—Allí no —dijo Peter—. Jane va a falsificar nuestra identidad. Seremos pasajeros de una nave que llegó ayer de Moskva. Probablemente nos haremos pasar por burócratas del Gobierno.

—¿No es eso ilegal?

Peter la miró con extrañeza.

—Wang-mu, ya hemos cometido traición contra el Congreso sólo por abandonar Lusitania. Es un delito capital. No creo que hacernos pasar por agentes del Gobierno vaya a suponer ninguna diferencia.

—Pero yo no dejé Lusitania —dijo Wang-mu—. Ni siquiera la he visto nunca.

—Oh, no te has perdido gran cosa: un puñado de sabanas y bosques, alguna fábrica de la Reina Colmena aquí y allá donde se construyen naves y un puñado de alienígenas parecidos a cerdos viviendo en los árboles.

—Pero soy cómplice de traición, ¿no?

—Y también culpable de haberle estropeado el día a un filósofo japonés.

—Que me corten la cabeza.

Una hora después estaban en un flotador privado… tan privado que el piloto no les hizo ninguna pregunta; y Jane se encargó de que todos sus papeles estuvieran en orden. Antes del anochecer regresaron a su pequeña nave.

—Tendríamos que haber dormido en el apartamento —dijo Peter, contemplando con tristeza los primitivos camastros.

Wang-mu se rió de él y se acurrucó en el suelo. Por la mañana, descansados, descubrieron que Jane ya los había llevado a Pacífica mientras dormían.

Aimaina Hikari despertó de su sueño a la luz incierta del amanecer, y se levantó de la cama a un aire que no era cálido ni frío. Su descanso no había sido reparador, y sus sueños habían sido desagradables, frenéticos; todo lo que hacía volvía a él convertido en lo contrario de lo que pretendía. En su sueño, Aimaina escalaba para llegar al fondo de un cañón. Hablaba y la gente se alejaba de él. Escribía y las páginas del libro escapaban de su mano, esparciéndose por el suelo.

Comprendió que todo esto era consecuencia de la visita de aquellos mentirosos forasteros. Había intentado ignorarlos toda la tarde, mientras leía historias y ensayos; olvidarlos toda la noche, mientras conversaba con siete amigos que vinieron a visitarlo. Pero las historias y ensayos parecían gritarle: «Éstas son las palabras de la gente insegura de una nación Periférica»; y los siete amigos eran todos necesarios, según advirtió, y cuando dirigió la conversación hacia la Flota Lusitania, pronto comprendió que todos ellos creían exactamente lo que los dos mentirosos de nombre ridículo habían dicho.

Así que Aimaina se encontró en la claridad previa al amanecer, sentado sobre una esterilla de su jardín, acariciando el receptáculo de las cenizas de sus antepasados, preguntándose: ¿Me enviaron esos sueños mis antepasados? ¿Enviaron también a esos mentirosos visitantes? Y si sus acusaciones contra mí eran ciertas, ¿en qué mentían? Pues sabía, por la forma en que se miraban, por la vacilación seguida de arrojo de la mujer, que estaban actuando; no habían ensayado pero de algún modo seguían un guión.

El amanecer estalló, revelando cada hoja de cada árbol, luego todas las plantas inferiores, para dar a cada una su coloración distintiva; se levantó brisa y la luz se volvió infinitamente cambiante. Más tarde, con el calor del día, todas las hojas serían iguales: quietas, sometidas, recibiendo la luz del sol a chorro. Luego, por la tarde, las nubes cabalgarían por el cielo, caería una lluvia ligera; las hojas flácidas recuperarían su fuerza, brillarían con el agua, su color se haría más profundo al prepararse para la noche, para la vida de la noche, para los sueños de las plantas que crecen por la noche gracias a la luz almacenada durante el día, llenas de los frescos ríos internos creados por la lluvia. Aimaina Hikari se hizo uno con las hojas, expulsando de su mente todos los pensamientos menos la luz y el viento y la lluvia hasta que el amanecer llegó a su fin y el sol empezó a declinar con el calor del día. Entonces abandonó su asiento en el jardín.

Kenji le había preparado un pescado pequeño para desayunar. Se lo comió despacio, delicadamente, como para no romper el perfecto esqueleto que había dado forma al pez. Los músculos tiraban de aquí y de allá, y los huesos se flexionaban pero no llegaban a romperse. No los romperé ahora, pero tomaré para mi propio cuerpo la fuerza de los músculos. Por último, se comió los ojos. De las partes que se mueven procede la fuerza del animal. Tocó de nuevo el receptáculo de sus antepasados. Sin embargo, la sabiduría que yo tengo no procede de lo que como, sino de lo que me da cada hora aquellos que me susurran al oído desde edades pretéri tas. Los hombres vivos olvidan las lecciones del pasado. Pero lo antepasados nunca olvidan.

Aimaina se levantó de la mesa y se dirigió al ordenador, instalado en su cobertizo del jardín. Era sólo otra herramienta, por eso lo tenía allí, en vez de darle un lugar preferente dentro de la casa o en un despacho oficial como hacían tantas otras personas. Su ordenador era como una paleta. Lo usaba, lo soltaba.

Una cara apareció en el aire sobre su terminal.

—Voy a llamar a mi amigo Yasunari —dijo Aimaina—. Pero no quiero molestarlo. Este asunto es tan trivial que me avergonzaría que pierda su tiempo con él.

—Déjame que te ayude entonces, en su beneficio —dijo la cara en el aire.

—Ayer pedí información sobre Peter Wiggin y Si Wang-mu, que pidieron una cita para visitarme.

—Lo recuerdo. Fue un placer encontrarlos tan rápidamente para ti.

—Su visita me preocupó mucho —dijo Aimaina—. Algo de le que me dijeron no era verdad, y necesito más información para averiguar de qué se trata. No deseo violar su intimidad, pero hay archivos públicos… quizá de su asistencia a la escuela, o de su trabajo, o sobre algunos asuntos familiares…

—Yasunari nos ha dicho que todas las cosas que pides son para un propósito sabio. Déjame buscar.

La cara desapareció un instante, luego volvió a aparecer casi de inmediato.

—Esto es muy extraño. ¿He cometido algún error? —deletreó los nombres cuidadosamente.

—Es correcto —dijo Aimaina—. Exactamente como ayer.

—Yo también los recuerdo. Viven en un apartamento a pocas manzanas de tu casa. Pero hoy no puedo encontrarlos. Y al buscar en el edificio de apartamentos descubro que el que ocuparon lleva vacío un año. Aimaina, me sorprende mucho. ¿Cómo pueden dos personas existir un día y no existir al día siguiente? ¿He cometido algún error, ya sea ayer u hoy?

—No cometiste ningún error, ayudante de mi amigo. Esta es la información que necesitaba. Por favor, te suplico que no pienses más en ello. Lo que a ti te parece un misterio es de hecho una respuesta a mis preguntas.

Intercambiaron despedidas corteses. Aimaina salió de su habitación de trabajo en el jardín y deambuló entre las hojas que se inclinaban bajo la presión de la luz del sol. Los antepasados han lanzado su sabiduría sobre mí, pensó, como cae la luz sobre las hojas; y anoche el agua fluyó a través de mí, llevando esta sabiduría a través de mi mente como la savia corre por el árbol. Peter Wiggin y Si Wang-mu eran de carne y hueso, y estaban llenos de mentiras, pero vinieron a mí y dijeron la verdad que yo necesitaba oír. ¿No es así como los antepasados transmiten mensajes a sus hijos vivos? De algún modo, he lanzado naves equipadas con la más terrible de las armas de guerra. Lo hice cuando era joven; ahora las naves están cerca de su destino y yo soy viejo y no puedo hacerlas regresar. Un mundo será destruido y el Congreso recurrirá a los necesarios para obtener su aprobación y todos se la darán, y entonces los necesarios recurrirán a mí para que lo apruebe y yo ocultaré mi rostro, avergonzado. Mis hojas caerán y yo me quedaré desnudo ante ellas. Por eso no debería haber vivido mi vida en este lugar tropical. He olvidado el invierno. He olvidado la vergüenza y la muerte.

Other books

0800720903 (R) by Ruth Axtell
Grave Situation by Alex MacLean
Before the Frost by Henning Mankell
Shadows Burned In by Pourteau, Chris
TopGuns by Justin Whitfield, Taylor Cole, Cara Carnes
Demon (GAIA) by Varley, John
Books of Blood by Clive Barker
Passage at Arms by Glen Cook
Weirwolf by David Weir
El lugar sin límites by José Donoso