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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Hijos del clan rojo (10 page)

BOOK: Hijos del clan rojo
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Ella sonrió, se secó las lágrimas con la manga y se metió la dextrosa en la boca mientras asentía vigorosamente con la cabeza.

—Nunca he entendido que a las mujeres se os olvide comer, la verdad.

—¡Eh, Dani, que nos bajamos!

El chico hizo un gesto afirmativo hacia sus compañeros.

—¿Estarás bien? ¿Puedo dejarte sola, sin miedo a que te quedes frita en la terminal?

Lena asintió.

—Oye, no serás muda, ¿verdad?

—No. No soy muda —logró contestar por fin, tragándose el nudo que se le había formado en la garganta—. Lo que pasa es que estoy hecha polvo y llevo todo el día sin comer, tenías razón. —Al oír su voz, el muchacho sonrió, aliviado—. Pero me voy a ir directamente al Tapabar y le voy a poner remedio. Gracias por…

Dani hizo un gesto quitándole importancia. Echó una mirada a sus amigos, como indeciso. Sabía que si la invitaba a unirse a ellos, no les iba a hacer ninguna gracia, pero tampoco quería dejarla sola. Tenía la sensación de que necesitaba compañía, y además, a pesar de las lágrimas y la nariz roja y el gorro que no dejaba que se le viera el pelo, la chavala era preciosa.

—Lo mismo nos vemos luego allí —concluyó—. Anda, dame tu teléfono. Así te doy un toque y me aseguro de que sigues viva ¿vale?

El autobús acababa de llegar a la parada y los compañeros ya estaban bajando.

—¡Venga, tío, deja ya de ligar!

Dani apuntó rápidamente el número de Lena.

—Luego te hago una perdida para que tengas el mío. ¡Come hasta que no puedas más! ¿Me oyes? ¡Es una orden !—le gritó ya desde fuera.

Lena asintió de nuevo con la cabeza y saludó con la mano a la única persona que en todo el día había sido amable con ella.

La imagen de Clara en la camilla no se le quitaba de la mente. Había sido tan fuerte, tan claro, tan real que no podía tratarse sólo de su imaginación. Porque, además, ella sentía que no sólo era verdad, sino que estaba sucediendo en ese momento, en el mismo instante en que ella estaba sentada en el autobús. Sentía con toda claridad que en ese momento Clara estaba desmayada o anestesiada en una camilla, en un lugar que parecía el salón vacío de un castillo o una extraña iglesia sin bancos. Podía verlo como si le hubieran enseñado una foto: un salón inmenso, todo de madera, en penumbra, salvo la zona fuertemente iluminada con luces de quirófano, y dos figuras vestidas con batas de cirujano, pero no verdes ni azules, sino rojas, que se inclinaban sobre ella con alguna intención que no podía comprender pero que no tenía nada de bueno.

Y eso era imposible. No hacía ni media hora había leído el mensaje de Clara diciendo que estaba bien y que iban a cenar. Aunque, bien mirado, ¿era de Clara el mensaje? ¿No era posible que aquellas dos líneas tan sosas hubieran sido escritas por Dominic para que tanto la madre como la amiga pensaran que todo iba bien?

No. Eso era pura paranoia. No era posible que aquella imagen que le había acudido tuviese ninguna relación con la realidad. Era simplemente una especie de alucinación producida por el agotamiento, el bajón de azúcar, el hambre y la soledad. Y por la desconfianza que, inexplicablemente, le inspiraba Dominic.

¿Se estaría volviendo loca?

La cosa empezaba a ser preocupante porque, en los últimos tiempos, las imágenes que le acudían a la mente ya no eran simples sensaciones difusas que desaparecían en seguida sin dejar rastro. Ahora, las intuiciones eran tan intensas que la sacudían por dentro, y las imágenes eran, mientras duraban, más claras que la realidad que la rodeaba.

La imagen de Clara en la camilla con las dos figuras rojas inclinadas sobre ella era mucho más fuerte y más definida que su recuerdo de lo que le había pasado a ella hacía unos minutos. Ni siquiera se había fijado en cómo era el chico que había sido tan amable con ella. No podría decir de qué color tenía los ojos, ni si llevaba gorro. Si volvía a verlo, lo más probable era que no lo reconociera. Sin embargo, estaba segura de que reconocería instantáneamente la sala donde había visto a Clara.

El pitido de anuncio de un mensaje la sobresaltó y, aún no lo había abierto, cuando volvió a sonar.

El primero era de Dani y decía: «Come. Y quédate un rato en el Tapa. La música es buena para el alma».

El segundo era de Andy: «Lenny y yo vamos a jugar una partida de billar. ¿Te apuntas?».

A las diez y cuarto de la noche. En todo el día no se les había ocurrido llamarla, ni para el cine, ni para cenar, ni para nada y ahora que ya se habían dado cuenta de que no tenían mejor plan, caían en que la tonta de Lena estaría en casa esperando que alguien se apiadara de ella. Estuvo tentada de contestar de inmediato: «Lo siento, tengo mejor plan», pero en seguida pensó que su padre tenía razón cuando decía que uno tiene que dejarse todas las puertas abiertas.

Primero comer. Luego ya se vería.

Negro. Innsbruck (Austria)

Era una tarde dorada, gloriosa como sólo son algunas tardes de otoño en los Alpes, justo antes de que empiece el invierno. El aire era ya fresco, con filo de nieve, pero el sol calentaba aún y los árboles brillaban, esplendorosos, en toda la gama de los rojos y amarillos antes de volverse primero marrones y luego simples esqueletos negros que la escarcha y las nieves cubrirían.

Nils dejó la moto aparcada en la pequeña plazoleta de Mühlau y subió a pie al cementerio, cruzando el rápido arroyo donde desde tiempos inmemoriales había estado el molino que había dado su nombre al barrio y, cuesta arriba, hasta el muro de piedra que daba acceso al campo santo, desierto ya a esa hora de la tarde. No se había molestado en mirar a qué hora cerraban las puertas, pero eso era algo que no le preocupaba. Estaba seguro de que nadie comprobaría con demasiado celo que no quedaran visitantes.

El lugar era idílico: los árboles dorados se balanceaban en una brisa suave; las dalias, las zinnias y los crisantemos brillaban al sol en todos los colores; las tumbas estaban limpias y cuidadas, cada una de ellas como un pequeño jardín otoñal recién decorado con velas rojas para la fiesta de Todos los Santos. Apenas unos días atrás, los pájaros volaban aún de rama en rama, entre gorjeos y revuelo de alas; una ardilla se le quedó mirando desde el tronco de una haya y desapareció árbol arriba como un espejismo peludo y marrón que le arrancó una sonrisa.

No había nadie en la zona del cementerio en la que él estaba, la más antigua, aunque se oían voces procedentes de la parte donde se enterraban las urnas con las cenizas de los difuntos que habían elegido la cremación.

Ahora que había pasado Todos los Santos y todos los familiares habían visitado las tumbas, el campo santo quedaría solitario durante unas semanas, hasta Navidad. Quien fuera su contacto, había elegido bien el momento de la cita.

Nils fue caminando con calma por los senderos abiertos entre las tumbas, disfrutando de la calidez del sol y del olor a tierra regada, leyendo a izquierda y derecha los nombres grabados en las lápidas: Müller, Maier, Calovini, Haidacher, Pichler, De Francesco… casi todos apellidos de la región con alguno que otro procedente de Italia. El que él estaba buscando era checo; no debía de haber muchos.

Una escultura le llamó la atención y se acercó a mirarla con más detalle: había sido tallada en granito blanco y representaba a una mujer llorando, inclinada sobre una lápida, con el rostro cubierto por sus mismos cabellos y los hombros vencidos de dolor.

Debajo, unas letras casi borradas, cinceladas en la piedra, rezaban:

M
ARIE
S
IMANSKY

1817-1863

B
LANCA FUISTE
. Y
BELLA
. S
IEMPRE SERÁS
.

La inscripción estaba en latín y era la única tumba que no estaba profusamente adornada con flores, lo que debía de indicar que ya no quedaban familiares que la cuidaran; sólo crecían en ella unos arbustos de hoja perenne, acebo, le pareció, y detrás, como protegiéndola, un sauce que tendía sus ramas hacia la mujer sollozante. Un rosal trepador, que ahora no era más que un esqueleto, convertiría la sepultura en un vergel al llegar la primavera.

Considerando que Marie, suponiendo que allí hubiera alguien enterrado, había muerto siglo y medio atrás, la fecha que el mensaje daba como la de su muerte, el 28 de septiembre, podía tener algún significado que a él se le escapaba. Claro que podía haber muerto ese día, pero el dato no tenía ninguna importancia, por lo que, si se habían molestado en destacarlo, él tendría que averiguar de qué se trataba.

En cuanto al clan, la cosa parecía más clara. «Blanca fuiste», decía la inscripción.

La luna había estado llena hacía dos noches, de modo que estaba en menguante y, según las informaciones del Instituto de Astronomía, saldría a las veinte treinta y cuatro. No tenía mucho sentido esperar tanto tiempo en el cementerio; era más lógico regresar a la ciudad, comer algo, volver ya oscurecido y saltar la verja poco antes de la hora convenida.

Tenía auténtica curiosidad por saber quién acudiría a la cita.

Haito. Rojo. Roma (Italia)

El miedo no la dejaba respirar. No sabía dónde estaba ni qué le estaban haciendo, pero sabía que era algo terrible, que tenía que huir, gritar, pedir ayuda, salir corriendo de allí para que no le hicieran… aquello. ¿Qué? ¿Qué querían de ella? ¿Por qué susurraban sobre su cabeza? ¿En qué lengua hablaban? ¿Dónde estaba Dominic? ¿Por qué no acudía a salvarla? ¿Por qué no podía gritar?

Intentaba mover la cabeza, al menos la cabeza, y no podía. Los párpados se le caían sobre los ojos y, cuando conseguía abrirlos unos milímetros, sólo veía sombras a su alrededor, bañadas en un resplandor rojizo. Otras veces había tenido que cerrarlos en seguida porque una luz violentamente blanca, como la de los dentistas o la de los quirófanos, le había herido la vista. Tenía tanto miedo que por un momento creyó que le explotaría el corazón; y sin embargo antes, cuando oía los susurros y la luz blanca la envolvía, no había sentido miedo, nada más que una cierta curiosidad, como si no fuera ella la que estaba tendida bajo aquellas cabezas blancas que llevaban unas grandes gafas iridiscentes que no permitían ver los ojos. Ahora ya nadie hablaba a su alrededor, la penumbra roja habría podido ser sedante y empezaba a sentir de nuevo la ropa sobre su piel, la superficie sobre la que se apoyaba su cabeza.

El miedo iba desapareciendo lentamente, con cada bocanada de aire fresco que inspiraba, pero seguía sin poder moverse.

Quería abrir los ojos, saber dónde estaba, salir de allí. Pero era como estar sumergida en un frasco de miel. Todo era pegajoso, cada movimiento de los párpados, de las aletas de la nariz, de las puntas de los dedos, costaba un esfuerzo inmenso, pero necesitaba moverse, recuperar su cuerpo, despertar. ¿Despertar?

Algo tironeaba de su hombro, la sacudía. Una voz lejana, distorsionada, le decía algo que no podía comprender y que sonaba como una orden.

—Sssp… rrr… ttt aaa raaaa…

Intentó pestañear, pero los párpados seguían como pegados, como si las pestañas fueran cables de plomo.

—Aaaa … raaaa…

¿Dominic? ¿Era de Dominic aquella voz? Entonces podía relajarse, volverse a dormir. ¿Dormir? ¿Estaba dormida? ¿Era un sueño? Una ola de alivio le pasó por encima, como el agua en la playa, y eso la sacudió. No era más que una pesadilla y de una pesadilla se puede despertar con sólo desearlo, de modo que se aplicó a desearlo con toda la fuerza de su mente.

—¡Clara! ¡Despierta, Clara! ¿Te pasa algo? ¿Estás mal?

Poco a poco consiguió abrir los ojos y enfocar el rostro preocupado de Dominic, que estaba acuclillado junto a la silla donde se había quedado dormida. Sacudió un poco la cabeza y le sonrió.

—Me había dormido —dijo con un hilo de voz, notando cómo la inundaban la vergüenza y el alivio a partes iguales.

Él sacó un pañuelo de tela del bolsillo y, con mucha dulzura, se lo pasó por los labios y por la barbilla.

—¿Qué tengo? —preguntó Clara, sobresaltada.

—Nada. Apenas un poco de saliva. Debes de haber dormido muy profundamente.

Ahora sí que la vergüenza era enorme; no sólo se había dormido en el restaurante, como una vieja frente al televisor, y en público, a la vista de todo el mundo, sino que además Dominic la había pillado babeando.

Deseando desaparecer, se levantó de golpe notando, de paso, que sus piernas parecían de plastilina, por lo que tuvo que apoyarse en la mesa.

—¿Mareada?

—Un poco. Pero quiero ir al baño; vuelvo en seguida.

—¿Puedes ir sola?

—Claro.

El primer paso le salió relativamente bien, pero el segundo la habría enviado directamente al suelo si Dominic no la hubiera atrapado por la cintura un segundo antes de caer.

—¡Ups! Lo siento —dijo él, mirando hacia el suelo.

Ella, aún confusa, lo miró buscando una explicación.

Dominic se agachó, recogió del suelo el reloj que acababa de pisar y que tenía el cristal destrozado, y se lo mostró en el cuenco de la mano.

—Debe de habérsete caído al levantarte y lo he pisado al tratar de cogerte. Lo siento de verdad. Espero que no fuera un recuerdo importante.

Clara negó con la cabeza.

—No. No. Lo compré en un mercadillo el verano pasado.

—Menos mal. ¿Te sientes capaz ya?

Clara se soltó del abrazo de Dominic y dio un par de pasos vacilantes.

—Sí. ¡Qué vergüenza! Es la primera vez que me pasa una cosa así. No te vayas a creer, ¿eh?

—Es el cansancio del día. Demasiadas emociones. —Él le sonreía y sus ojos brillaban—. Anda, no tardes, deben de estar a punto de traernos la cena. ¡Ah! Y la iglesia se llama Santa Bárbara y es feísima por dentro.

—¿La has visto?

—He pillado al sacristán cuando salía y he echado un vistazo, pero no quiero que tu primera iglesia en Roma sea precisamente ésa.

Aún tuvo que apoyarse en la puerta del restaurante antes de enfilar el pasillo.

—¿Seguro que estás bien? Si quieres nos vamos directamente al hotel y comemos algo en la habitación.

—No, no te preocupes. Es que he tenido una pesadilla horrible y aún no he conseguido quitármela de encima.

Él se acercó, con una profunda arruga entre las cejas.

—¿Quieres contármela? Eso ayuda a que se pase la sensación.

—Ya casi ni me acuerdo. Algo de que estaba tumbada en un sitio grande y oscuro, inmovilizada, y unos… no sé… ¿médicos? Sí, unos médicos muy raros, vestidos de rojo, me hacían algo.

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