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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Hijos del clan rojo (8 page)

BOOK: Hijos del clan rojo
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—Yo no tengo casa en Roma. Vivo en el último piso de uno de nuestros hoteles. Ahora lo verás, no está mal, y me ahorro muchos problemas de intendencia. No es lo mismo que tener un piso propio, pero hasta que me instale definitivamente en una ciudad concreta, es la mejor solución.

Pararon delante de un palacete de fachada ocre con contraventanas verdes. Sólo una discreta placa dorada en la puerta informaba de que la Domus Iulia pertenecía a la cadena Mystery of Life. Un botones uniformado sacó las maletas del coche y se quedó las llaves, mientras otro se hacía cargo del equipaje. Los dos saludaron a Dominic con una confianza respetuosa.

El interior era de una elegancia clásica, con muebles de anticuario, bellas tapicerías y grandes plantas verdes.

—En la parte de atrás hay un invernadero donde también se sirven las comidas y un jardín bastante amplio. Luego lo veremos, ¿te parece?

A Clara todo le parecía bien. Asintió con la cabeza y, mientras esperaban el ascensor, creyó oír la voz de Lena diciéndole: «Eres una paleta; dices que sí a todo y acabarás hecha una alfombra, tirándote al suelo para que el señor te pise». Eso era lo que le había dicho cientos de veces refiriéndose a David, pero ¿qué iba a hacer, si la mayor parte de las veces no había nada concreto que ella quisiera hacer? ¿Qué más le daba ir en ese preciso instante a ver el invernadero y el jardín o ir más tarde, como él había propuesto?

Cuando se abrió el ascensor, Clara se dio cuenta de que, al parecer, en el último piso no había más que una puerta. Dominic la abrió y se hizo a un lado para que ella pasara delante.

La habitación era inmensa. Frente a ellos, una pared de puertaventanas de cristal del suelo al techo que daban a una terraza llena de plantas y flores, a la derecha una zona de sofás y sillones en tonos claros contrastando con una pared pintada de rojo oscuro donde destacaba un cuadro abstracto, y a la izquierda una puerta entreabierta que permitía distinguir una cama enorme. No le dio tiempo a fijarse en más detalles porque toda la habitación, todo lo que abarcaba la vista, estaba llena de rosas blancas en jarros de plata o de cristal. Docenas de rosas blancas. Cientos de rosas blancas.

Clara se llevó una mano a la garganta y otra a la boca, como si temiera perder el aliento para siempre. Dominic la abrazó por detrás, bajó la cabeza hasta la altura de su oído y le dijo en un susurro:

—A partir de ahora, tu amiga no tiene por qué saberlo todo, princesa. ¿Te gusta?

Ella empezó a asentir con la cabeza enloquecidamente; no se sentía capaz de hablar, tenía la garganta estrangulada y los ojos llenos de lágrimas. Él, sin soltarla, la fue llevando paso a paso hacia las ventanas fronteras; salieron a la terraza, avanzaron hasta la barandilla y Clara no pudo evitar un «¡Ah!» de maravillada sorpresa. Desde allí se extendía a sus pies toda la Roma antigua: el Coliseo a la derecha con el arco de Constantino y los Foros Imperiales más allá, la colina verde del Palatino a la izquierda, con sus ruinas blancas, sus pinos y sus cipreses, las torres de varias iglesias, las tejas rojizas de casas y casas como olas de un mar inmóvil. El sol de la tarde bajaba hacia el horizonte frente a ellos, tiñéndolo todo de oro, alargando las sombras, poniendo terciopelo en los colores.

—Aquí mismo, a nuestra derecha, estuvo la Domus Aurea, el maravilloso palacio de Nerón. Dos mil años después, estamos nosotros.

—¡Cuánta belleza! —suspiró.

Él se volvió hacia una mesita de hierro donde reposaba un cubo con una botella y un par de copas. Abrió el vino, sirvió y le tendió una, mirándola fijamente.

—Tienes toda la razón, Clara. ¡Cuánta belleza!

Le llevó un segundo darse cuenta de que no lo decía por el paisaje ni por las ruinas de la Antigüedad, sino por ella. Se sonrojó y bajó la vista.

—Por nosotros. Por el futuro. Por la vida que surge de la muerte —brindó Dominic.

Chocaron las copas, dieron un sorbo y se besaron. Un largo, largo beso.

Negro. Innsbruck (Austria)

Había alquilado un pequeño apartamento en Innsbruck, de precio medio, cerca de la universidad para poder pasar desapercibido entre la masa de estudiantes que llenaba el barrio a todas las horas del día. También había comprado una moto de segunda mano que le permitía moverse con comodidad, aunque sus trayectos se podían hacer casi siempre en autobús y sólo la sacaba cuando necesitaba volver a tener la sensación de libertad que sus tareas no le permitían durante la semana.

Para los vecinos, que apenas si lo miraban y que jamás le habían dirigido la palabra, no era más —o eso suponía él— que un estudiante, posiblemente alemán, nuevo en la universidad, que no armaba escándalo, ni daba fiestas, ni volvía borracho por las noches; un muchacho sencillo y trabajador que salía temprano de casa, volvía a media tarde, y no tenía ni amigos ni novias.

Por eso le sorprendió encontrarse el sobre en el buzón, aunque esperaba algo similar desde el incidente de la cafetería con las cartas del Tarot. La sorpresa no se debió al hecho mismo de encontrar un mensaje, sino al hecho de que alguien lo hubiera estado siguiendo hasta averiguar dónde vivía sin que él se hubiese dado cuenta. Eso le molestaba profundamente. No se creía tan inocente como para no haberlo notado; el tipo que lo vigilaba debía de ser todo un profesional.

El mensaje en sí era realmente curioso: un sobre blanco con borde negro, como los que él sólo conocía de las participaciones de defunción, en cuyo interior había una tarjeta también bordeada de negro. Una bella mujer de mediana edad, ojos profundos y melena oscura lo contemplaba desde una fotografía en blanco y negro.

Nuestra amada

Marie Simansky

falleció inesperadamente el 28 de septiembre.

Fue sepultada en el cementerio de Mühlau.

Rogad por ella

Sin indicación de año, sin indicación de qué parentesco unía a aquella mujer con quien fuera que había depositado la esquela en el buzón. Comprobó la fecha del día en su reloj: 5 de noviembre.

Nils le dio la vuelta a la tarjeta buscando alguna pista más. Detrás, escritas en un lápiz fino y duro, en una letra diminuta, unas palabras en latín:

Hodie, prima nocte. Luna oriente.

Sonrió.

Una cita a la antigua.

Esta noche, a la salida de la luna.

Ahora tendría que averiguar dónde estaba ese cementerio y, sobre todo, cosa que le daba auténtica vergüenza por lo que significaba, cuándo saldría la luna esa noche. Hacía mucho que no medía así el tiempo y no tenía la menor idea de a qué hora podría ser la cita.

De todas formas, tendría que ir allá mientras aún hubiera luz para encontrar el lugar donde se le convocaba: la tumba de Marie Simansky. Luego esperaría a aquel desconocido que quería hablar con él.

El que la cita fuera en un cementerio, por la noche, no le preocupaba lo más mínimo. A lo largo de su existencia se había acostumbrado a la muerte.

Haito. Rojo. Roma (Italia)

Clara se había imaginado que, nada más llegar a Roma, donde Dominic se sentiría en su territorio, se meterían en la cama y no se levantarían hasta el día siguiente o hasta que el hambre los forzara a ir a buscar una pizza. Al menos era lo que a ella le habría gustado hacer. Sin embargo, apenas media hora después de llegar al hotel estaban saliendo de nuevo.

—Un fin de semana no da para mucho, preciosa, y hay tantas cosas que quiero enseñarte —le había dicho—. Sin contar con las tiendas, claro. Si salimos muy tarde ya no te va a dar tiempo a comprar nada hoy.

La verdad era que ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de comprar. Ni andaba demasiado boyante de dinero ni estaba de excursión con las amigas del instituto, pero bien mirado tampoco tenía nada en contra de darse una vuelta por las tiendas romanas y comprarse alguna tontería.

Un coche del hotel los llevó a la via del Corso y desde allí fueron paseando por calles y plazas, viendo y comentando todo lo que les iba saliendo al paso, tanto monumentos y fachadas imponentes como pequeñas tiendas llenas de cosas raras. Roma estaba llena de sorpresas: ruinas antiguas y columnas blancas que surgían de pronto, al volver una esquina, fuentes de todos los tamaños, palacios señoriales con adornos de estuco o frescos medio borrados por el tiempo, callejuelas estrechas que desembocaban en una plaza diminuta que llevaba a un pasaje oscuro que de pronto se abría a una calle o un ensanche que parecía otra ciudad. Y gente, muchísima gente, y motos y coches sorteando a los paseantes que a veces tenían que meterse urgentemente en un portal para no ser atropellados, y grupos de turistas en busca de un sitio donde cenar.

La temperatura seguía siendo agradable, aunque la luz iba desapareciendo y la penumbra iba tiñendo de rosa, de violeta y luego de azul los pisos altos de las casas.

Clara disfrutaba de todo lo que les salía al paso, apretando la mano de Dominic como si fuera el ancla que la mantenía unida al sueño del que no quería despertar. De vez en cuando lo miraba sin que él se diera cuenta y se sentía como una niña a la que le acaban de comprar el globo más bonito de todo el racimo del vendedor y ahora puede llevarlo orgullosamente atado a la muñeca, cuidando de que no se le suelte porque perderlo y verlo desaparecer en el cielo, sabiendo que por unos minutos había sido suyo, sería lo peor del mundo.

Se rió para sí, pensando qué diría Dominic si supiera que en su interior acababa de compararlo con un globo. Aún no lo conocía bastante como para saber si le gustaría o no, de modo que decidió no decírselo todavía. Quizá más adelante, cuando llevaran mucho tiempo juntos, se reirían hablando de ello. Pero, de momento, le resultaba un poco difícil saber cómo comportarse con él. No podía evitar sentirse un poco tonta, inadecuada; él era mucho mayor que ella y, por eso, tenía mucha más experiencia en todo; a su lado se sentía segura y protegida pero también un poco incómoda, sin saber cuál era exactamente su lugar, como si no fuera más que un cachorrillo simpático y no la mujer de la que él se había enamorado.

Pero es que tampoco acababa de creerse que Dominic se hubiese enamorado precisamente de ella, que no tenía nada de especial, que apenas si había viajado en la vida, que no destacaba realmente en nada. Tenía compañeras que tocaban maravillosamente un instrumento, o que eran grandes deportistas, o que tenían una voz que era un regalo de Dios, o enormemente creativas, o excelentes en matemáticas y pensamiento abstracto. Ella no tenía nada de todo eso. Sus notas eran medianas, hacía más o menos bien todo lo que tenía que hacer pero ni siquiera se había planteado qué quería hacer con su vida cuando, en junio, terminara la Matura y tuviera que decidir cómo seguir. No había ninguna carrera que le apeteciera de verdad y por eso había acabado por darle la razón a su madre y estaba dispuesta a probar un trabajo en la hostelería, quizá en la recepción de uno de los hoteles de la cadena, aprovechando que en idiomas era bastante buena.

Y ahora, con lo de Dominic, de repente se sentía metida en una película para adolescentes: la chica mona, un poco ignorante, que trabaja de camarera en un hotel y por casualidad conoce al hijo del dueño y acaba convertida en su esposa, después de haber aprendido todo lo que necesita saber para estar a la altura. La cosa era francamente ridícula, una cursilada.Y real.

—Mañana haremos una visita más organizada, pero ahora me gustaría enseñarte una de mis plazas favoritas —interrumpió él el flujo de sus pensamientos después de que hubieran admirado el Pantheon y la plaza Navona—. Podemos cenar por allí, si te parece. Es temprano, pero yo ya empiezo a tener hambre.

—Sí, yo también. Las pizzas aquí deben de ser buenísimas, ¿no?

—Claro. Y la pasta. Conozco un par de sitios estupendos. Ven, quiero que entremos por la via dei Giubbonari.

Llegaron a una plaza con un pequeño jardín de donde salía una calle estrecha, llena de tiendas y de gente que paseaba entre risas y llamadas en todos los idiomas a ver esto y aquello en los escaparates. Flotaba en el ambiente una sensación de alegría, de libertad, de primera noche de fin de semana, llena de posibilidades, de sueños, de magia.

Se quedaron un instante parados, contemplando las luces, la gente, el cielo ya casi nocturno. Se miraron sonrientes, sintiendo la electricidad chispear entre ellos. Entonces Dominic, sin ningún esfuerzo, la levantó como si no pesara más que una almohada de plumas, la tomó en brazos como si fueran recién casados y pensara atravesar con ella el umbral de su nueva casa, y la besó.

Luego la depositó en el suelo, entre las sonrisas y las miradas de envidia de los que se habían dado cuenta, y siguieron caminando, comentando la ropa de los escaparates, los colores, los divertidos sombreros que llenaban una vitrina y las corbatas de otra. Luego, en la siguiente bocacalle, Dominic volvió a alzarla en vilo y, con ella en brazos, siguió caminando, como si no sintiera su peso, en dirección a la plaza que le quería enseñar. A su derecha surgió una pequeña iglesia, insignificante y bastante fea, pero que destacaba por su originalidad: la placita era apenas un ensanche de forma triangular y en el vértice aplanado se alzaba la fachada blanca con un arbolito en maceta a cada lado de la puerta.

—¿Era ésta la plaza que querías enseñarme?

Él sacudió la cabeza.

—No. La que yo quiero es Campo de’ Fiori; ya estamos muy cerca.

—¿Cuál es esa iglesia?

—Ni idea. En Roma hay más de setecientas. Y no parece gran cosa, la verdad. ¿Quieres que me entere?

Ella sonrió porque, aunque tampoco le parecía que valiera mucho la pena, siempre le hacía gracia que cuando mostraba interés por algo, él se lo tomara muy en serio.

—De acuerdo. En cuanto nos sentemos en algún restaurante, te dejo un momento y voy a ver si consigo las llaves.

—No, hombre, no hace falta. Ya la veremos mañana en todo caso.

Él volvió a besarla sin dejarla aún en el suelo y luego siguió caminando sin fijarse, o al menos sin aparentar fijarse, en las miradas que les echaban los turistas e incluso en alguna foto que les tomaban al pasar, mientras Clara se debatía entre la felicidad más perfecta y una especie de ligera vergüenza por estar poniéndose tan en evidencia. Pero al fin y al cabo, allí no la conocía nadie y la situación era tan maravillosa, tan increíble, que se obligaba a disfrutarla segundo a segundo porque se conocía bien y sabía que, si no se fijaba ahora en todo, luego se reprocharía haber perdido uno de los mejores momentos de su vida.

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