Read Historia de la princesa Zulkaïs y el príncipe Kalilah Online
Authors: Clark Ashton Smith William Beckford
—Pero ahora —continuó— estoy convencido de que esta felicidad me llegará al fin. Los sabios y los médicos lo han predicho, y mis propias observaciones confirman sus pronósticos. No es, sin embargo, el propósito de consultarte los designios del futuro lo que me ha movido a traerte aquí. Mi intención es obtener tu consejo en cuanto a la educación que debo dar al hijo que estoy esperando, o mejor, a los dos hijos, pues, sin duda, en reconocimiento de mi alma, el Cielo concederá a la Sultana Ghulendi Begum una doble medida de fertilidad, teniendo en cuenta que ahora abulta el doble de lo que generalmente abulta una mujer en tales condiciones.
Sin decir una sola palabra, el ermitaño movió lúgubremente la cabeza tres veces.
Mi padre, profundamente consternado, preguntó si su anticipada buena fortuna importunaba de alguna manera al santo hombre.
—¡Ay, príncipe ciego! —replicó el ermitaño lanzando una cavernosa mirada que parecía salida de la mismísima piedra—. ¿Por qué importunar al Cielo con oraciones temerarias? ¡Respeta sus mandatos! Él sabe mejor que cualquiera de nosotros lo más adecuado a nuestros destinos. Pobre de ti, y pobre de tu hijo, al que sin duda intentarás iniciar en los perversos caminos de tus propias creencias, en lugar de dejar que sea él mismo el que se someta humildemente a los de la Providencia. Si los grandes de este mundo pudieran darse cuenta de todas las desgracias que atraen sobre sí mismos, temblarían sin cesar rodeados de sus riquezas. Faraón reconoció esta verdad, pero fue demasiado tarde. Persiguió a los hijos de Moisés haciendo caso omiso de los mandatos divinos y encontró la muerte de los perversos. ¿De qué sirven las limosnas cuando el corazón está en desacuerdo? En lugar de preguntar al profeta por tu heredero, al que tú mismo conducirás a las sendas de la destrucción, aquellos que tienen la estima de tu corazón deberían rezar por la muerte de Ghulendi Begum; sí, la muerte es preferible a traer al mundo presuntuosas criaturas, ¡a las que tu conducta arrojará al abismo! Una vez más te pido que te sometas. Si el Ángel de Alá decide acabar en breve con los días de la Sultana, no recurras a tus magos para que eviten el soplo fatal: ¡déjala caer, déjala morir! No tiembles con desesperación, Emir; ¡no endurezcas tu corazón! ¡Te recuerdo una vez más la fatalidad de Faraón y las aguas que le engulleron!
—¡Pues haz que éstas te devuelvan la cordura! —gritó mi padre babeando de rabia y saltando de su asiento en socorro de la Sultana que, habiéndolo oído todo, desapareció tras unas cortinas—. ¡Recuerda que el Nilo fluye bajo estas ventanas y que tu odioso esqueleto muy bien puede ser arrojado al interior de sus aguas!
—Nada temo —gritó el gigantesco ermitaño—, el profeta de Alá no tiene miedo de nada, excepto de sí mismo —y se puso de puntillas, tocando con las manos los soportes de las cúpulas del aposento.
—¡Ja, ja! No temes nada—gritaron todas las mujeres y eunucos saltando de sus escondrijos como tigres—. Maldito asesino, has llevado a nuestra querida dama a las puertas de la muerte, ¡y aun así no temes nada! ¡Servirás de alimento a los monstruos del río!
Y gritando estas palabras se lanzaron sobre Abú Gabdolle Guehaman, cogiéndole y estrangulándole sin piedad, y lanzando luego su cuerpo a través de una negra cloaca, donde se perdió para siempre entre hierros y basuras.
El Emir, atónito ante un acto tan inesperado y atroz, se quedó con la mirada fija en las aguas; mas el cuerpo no retornó a la superficie; y Shaban, que aparecía ahora en escena, le hizo volver en sí con sus gritos. Por fin se dirigió hacia los causantes del crimen, pero éstos habían huido en todas direcciones, ocultándose tras los tapices de la galería, pegados los unos a los otros, abrumados por el pensamiento de lo que habían hecho.
Ghulendi, que había vuelto en sí a tiempo de contemplar la horrible escena, estaba dominada de nuevo por una angustia mortal. Sus convulsiones, sus gritos agónicos, hicieron que el Emir fuese a su lado. Tomó sus manos y las llenó de lágrimas. Ella abrió mucho los ojos y dijo:
—¡Oh, Alá, Alá! ¡Pon fin a una desdichada criatura que ha vivido demasiado y que ha sido la causante de tan terrible ultraje, y no sufras por lo que podría haber traído al mundo!
—Alto, alto —interrumpió el Emir, tomando sus manos antes de que ella se marchase—, tú no morirás, y mi hijo vivirá lo suficiente como para dar sepultura a ese esqueleto demente cuya mera contemplación espanta. Deja que llame a mis Sabios ahora mismo. Permite que usen todas sus artes para conservar tu conciencia segura y alejar todo mal del fruto de tu cuerpo.
Los Sabios fueron debidamente convocados. Solicitaron que uno de los patios fuera puesto enteramente a su disposición, y allí comenzaron sus operaciones, encendiendo un fuego cuya luz penetraba en el interior de la galería. La Sultana se levantaba de su lecho, evitando todos los esfuerzos que se hacían por retenerla, y corría hacia la balconada que miraba sobre el Nilo. Pero abajo sólo había soledad y tristeza. Ni tan siquiera una simple barca surcaba la superficie del río. Podían distinguirse en la distancia tenues nubes de arena levantadas por el viento que se arremolinaba de cuando en cuando en el aire. Los rayos del sol poniente tintaban de rojo las aguas. El crepúsculo se había adueñado tímidamente del horizonte cuando un viento repentino y furioso rompió el enrejado exterior de la galería. La Sultana, con el corazón desbocado, intentaba retroceder al interior de la estancia, pero un poder irresistible hacía presa en ella, forzándola, en contra de su voluntad, a contemplar la lúgubre escena que se desarrollaba ante sus ojos. Reinaba por todos lados un gran silencio. La oscuridad se había adueñado imperceptiblemente del mundo. De repente, un rayo de luz azul desgarró las nubes en la dirección de las pirámides. La princesa pudo distinguir sus enormes siluetas recortándose contra el horizonte tan claramente como si fuera mediodía. El espectáculo tan repentinamente mostrado la hizo temblar de miedo. Varias veces trató de llamar a los esclavos, pero su voz se negaba a salir de su garganta. Intentó dar palmadas con sus manos, pero todo era en vano.
Mientras permanecía así, como en las garras de un sueño maligno, una voz llena de tristeza rasgó el silencio, pronunciando estas palabras:
—Mi último suspiro ha sido exhalado en las aguas del río; vanamente tus criados han intentado acallar la voz de la verdad; surge ahora de los abismos de la muerte. ¡Oh, madre infeliz! ¡Mira de dónde sale esa luz fatal! ¡Y tiembla!
Ghulendi Begum fue incapaz de oir más. Cayó de espaldas privada de sentido. Sus sirvientas, que se ocupan de ella con ansiedad, comenzaron a correr y a proferir agudos gritos. Aparecieron los Sabios, depositando en las manos de mi padre, terriblemente perturbado, el poderoso elixir que habían preparado. Apenas se habían depositado unas cuantas gotas en la garganta de la Sultana cuando su consciencia, que parecía haber caído en las garras de Azrael, el Ángel de la Muerte, retornó para revivir su cuerpo. Sus ojos se abrieron de nuevo para ver, todavía iluminando las pirámides, el fatal resplandor de azulada luz que aún relucía en los cielos. Levantó los brazos y señalando con el dedo aquel horrible portento, sintió los dolores del parto, y en un paroxismo de inenarrable angustia, trajo al mundo a un hijo y a una hija: los dos desdichados seres que ves ante tus ojos.
El regocijo del Emir por el nacimiento de un varón fue terriblemente deslustrado por la muerte de mi madre ante sus ojos. A pesar de su enorme dolor, no perdió la cabeza y nos encomendó al cuidado de los Sabios. Las niñeras, que habían sido reunidas en gran número, no estaban de acuerdo con esta decisión; pero el anciano, profiriendo maldiciones, las hizo callar. Los aguamaniles llenos de símbolos cabalísticos en los que íbamos a ser sumergidos estaban convenientemente preparados; la mezcla de hierbas emitía un vapor que impregnaba todo el palacio. Shaban, con el estómago revuelto por el aroma de aquellas drogas desconocidas, tenía todos los problemas del mundo intentando reunir a los Imanes y a los doctores de la ley para que se opusieran a los ritos impíos que ya se estaban consumando. ¡Ojalá el Cielo le hubiese concedido el suficiente coraje para hacerlo! ¡Ay, cuán terrible ha sido para nosotros la influencia del pernicioso bautismo al que nos sometieron! Al poco, señor, fuimos sumergidos, juntos y sucesivamente, en una infernal sustancia que pretendidamente nos otorgaría mayor fuerza y sabiduría que al resto de los humanos, pero que tan sólo introdujo en nuestras venas el ardiente elixir de una exquisita y desmesurada sensibilidad, y el veneno de un deseo insaciable.
El sonido de unas varas de bronce golpeando contra la superficie metálica de los aguamaniles, los vapores deshilachados que surgían del centro de aquella ardiente mezcla de hierbas; todos aquellos ritos estaban destinados a invocar a los Yinns, y especialmente a aquellos que presidían las pirámides, para que fuésemos así dotados de milagrosos presentes. Después de aquello fuimos entregados a las niñeras, que difícilmente podían sostenernos en brazos, pues tal era nuestra fortaleza y vivacidad. Las buenas mujeres se deshacían en lágrimas cuando vieron cómo hervía nuestra joven sangre, intentando en vano enfriar aquella efervescencia y calmarnos limpiando de nuestros cuerpos la pegajosa sustancia de la que aún estábamos impregnados. Pero, ¡ay!, ¡el daño ya estaba hecho! Mas no sólo fue aquello; como muchas veces ocurrió en los días que siguieron, deseábamos seguir las costumbres ordinarias de la niñez, pero mi padre, obsesionado por poseer a cualquier precio unos vástagos extraordinarios, nos estimulaba con ardientes drogas y la leche de muchachas negras.
De este modo llegamos a ser más inteligentes y briosos que los demás. A los siete años no admitíamos contradicción alguna. A la más mínima restricción, lanzábamos gritos de rabia y golpeábamos hasta hacer sangrar a aquellos que nos cuidaban. Shaban disfrutó en numerosas ocasiones de aquel tipo de cuidados; suspirando, sin embargo, en silencio, pues el Emir consideraba nuestra malignidad como simple demostración de un genio sólo igualado por Saurid y Charobé. ¡Ah, qué poco sospechaba nadie la causa real de nuestra precocidad! Aquellos que miran durante mucho rato la luz pronto caen en la ceguera. Mi padre aún no se había dado cuenta de que jamás éramos arrogantes ni soberbios el uno con el otro; que Kalilah, mi hermano, nunca estaba a gusto sino era en mis brazos; y que, en cuanto a mí, mi única felicidad era colmarle de cuidados.
Durante todo aquel tiempo se nos educó a los dos de la misma forma y en todas las materias posibles: siempre se ponía delante de nuestros ojos un único libro, y cada uno leía una página alternativamente. Aunque a mi hermano le fue asignado un curso de estudios largo e intensivo, yo insistí en hacerlo con él. Abú Taher Achmed, cuyo único deseo era agradar en todo a su hijo, dio instrucciones para que se me permitiese hacerlo con él, pues se daba cuenta de que su hijo sólo se esforzaba completamente cuando estaba a mi lado.
No sólo se nos enseñó la historia de las más remotas edades, sino también la geografía de lejanas tierras. Los Sabios jamás dejaron de adoctrinarnos en el ideal y obtuso código moral que, según ellos, se ocultaba dentro de aquellos símbolos jeroglíficos. Llenaron nuestros oídos con grandilocuentes palabras sobre la sabiduría y el conocimiento, sobre los riquísimos palacios de los Faraones, a los que algunas veces comparaban con hormigas y otras con elefantes. Hicieron que surgiera en nosotros una curiosidad ardiente por aquellas montañas de piedra labrada bajo las que yacían los reyes egipcios. Nos ordenaron que aprendiéramos de memoria el largo catálogo de arquitectos y albañiles que habían trabajado en su factura. Nos hicieron calcular la cualidad y cantidad de provisiones que eran requeridas por los trabajadores empleados, y cuántas hebras iban a cada trozo de seda con la que la Sultana Saurid había cubierto su pirámide. Y junto con todas estas cosas sin importancia, los viejos y dotados maestros nos llenaron el cerebro de la despiadada gramática que utilizaba el lenguaje hablado antiguamente por los sacerdotes en sus laberintos subterráneos.
Los juegos infantiles de los que disfrutábamos en las horas de recreo no tenían el más mínimo interés a no ser que estuviéramos juntos. Las princesas, nuestras hermanas, deseaban nuestra muerte. Vanamente tejían los más espléndidos ropajes para mi hermano. Kalilah despreciaba todos sus regalos y sólo consentía en ocultar su querido cabello con las muselinas previamente rozadas en el pecho de su amada Zulkaïs. Algunas veces nos invitaban a visitarlas en los doce pabellones que mi padre, que al no esperar ya tal número de hijos, había puesto a su disposición, mientras construía otro de gran magnitud para mi hermano y para mí. Este último edificio, rematado por cinco cúpulas y situado en el centro de una frondosa alameda, era cada noche escenario de los más extraordinarios espectáculos de todo el harén. Mi padre llegaba escoltado por sus esclavos más hermosos, cada uno de los cuales llevaba en sus manos un candelabro con un cirio blanco. ¡Cuántas veces la aparición entre los árboles de aquellas luminosas velas hacía que nuestros corazones se llenasen de una anticipada tristeza! Cualquiera que perturbase nuestra soledad se hacía acreedor de un profundo rechazo. Ocultarnos entre el follaje y escuchar sus murmullos nos parecía mucho más agradable que el sonido de las flautas y las canciones de los músicos. Pero estas costumbres nuestras eran sumamente ofensivas para mi padre, que nos obligaba a volver a los atestados salones y nos forzaba a participar en el jolgorio general.
Cada año que pasaba, el Emir nos trataba con mayor severidad. No intentó separarnos por miedo a los efectos que causaría sobre su hijo, pero le llevaba con frecuencia a la compañía de mujeres de su edad, tratando de alejarle de nuestras lánguidas diversiones. El juego de las cañas, célebre entre los árabes, fue introducido en la corte del palacio. Kalilah derrochó enorme energía en aquel deporte, aunque con el único interés de acabar cuanto antes para volver así a mi lado. Reunidos los dos de nuevo, leíamos juntos, leíamos sobre los amores de Yussuf y Zlica o algún otro poema de amor; incluso, aprovechando nuestros momentos de libertad, vagábamos entre los corredores laberínticos que se asomaban al Nilo, siempre cogidos de la mano, siempre mirándonos a los ojos. Era prácticamente imposible seguirnos la pista a través de los retorcidos pasillos del palacio; y la ansiedad que experimentábamos no hacía más que aumentar nuestra felicidad.