Read Historia de la princesa Zulkaïs y el príncipe Kalilah Online
Authors: Clark Ashton Smith William Beckford
—Zulkaïs —dijo Kalilah con aire afligido—, Alá ignora nuestra unión. Pero Eblis, al que aquí ves, nos brida su protección. Implora su ayuda y sigue el camino que te señale.
Desperté llena de coraje y decisión, agarré la antorcha y comencé a ascender sin titubeos por la escalera con barandilla de bronce. Los escalones parecían multiplicarse bajo mis pies, pero mi determinación no disminuyó; y, por fin, llegué a un recinto cuadrado, inmensamente grande y enlosado con mármol de color carne, cuyas vetas simulaban las venas y arterias del cuerpo humano. Los muros de este espantoso lugar estaban ocultos por montones de tapices de diseños variados y cientos de colores, que se movían de un lado a otro, como si estuvieran siendo agitados por criaturas humanas que se escondiesen tras ellos. Por todo alrededor había cestas negras, cuyos candados de acero parecían incrustados en sangre. Unos silbidos sordos surgían del interior cerrado de algunas cestas; de otras, rugidos y gritos de voces indistintas, y tintineos metálicos. Pensé que aquellos sonidos, más que humanos, eran producidos por genios o duendes malignos. Me estremecí y escapé precipitadamente, pues me había parecido oír que alguna de aquellas voces pronunciaba mi nombre. La habitación era interminable y me percaté de que me había equivocado en cuanto a su forma. Se alargaba continuamente delante de mí, como la enfermiza perspectiva de una pesadilla. Imperceptiblemente, como por arte de magia, adoptó un aspecto aún más tenebroso. El suelo de mármol presentaba ahora el lívido color de la carne muerta; sus venas eran negras, como si la sangre se hubiese coagulado en el interior, y estaba surcado por manchones como los que produciría en la piel el continuo golpear de mazas de hierro. Unas columnatas, más grandes aún que los monumentales pilares de los viejos reyes de Egipto, se erguían a mi alrededor sumiéndome en una oscuridad que la antorcha no era capaz de rasgar. Una niebla azulada, surgida de los más profundos abismos, se pegaba en las inquietas paredes como una cortina, y la luz fluctuaba perezosamente sobre mis brazos como el húmedo suspiro exhalado por las simas subterráneas.
Necesité de toda mi resolución, y me vi forzada a evocar la querida imagen de Kalilah lo más claramente posible antes de continuar con mi tarea. La vastedad de aquel recinto, su carácter lúgubre y su mobiliario me aterrorizaban cada vez más. Una laxitud se apoderó de mis sentidos y extremidades, la antorcha se convirtió en un bulto insostenible y apenas podía levantarla para inspeccionar los curiosos tesoros apilados a mi alrededor. Sin apenas entendimiento, observé que había cofres abiertos rebosantes de joyas diversas y objetos de oro de gran antigüedad que nadie había usado aún, de modo que me di cuenta por primera vez de que había llegado al tesoro de Omultakos, el Yinn al que los reyes brujos habían confiado sus riquezas. Pero pronto comencé a dudar, mientras observaba la terrible confusión que reinaba por todos lados... los huesos de manos humanas y otras reliquias sepulcrales que habían sido esparcidas indiscriminadamente sobre las piedras preciosas o almacenadas en distintas vasijas de plata labrada, como si también ellas fueran dignas de una extraña consideración. También descubrí que algunas de las más grandes cestas eran realmente sarcófagos, como los usados por los egipcios. Estaban llenos de cráneos, miembros endurecidos de antiguas momias y monedas de oro. Serpientes blancas como la leche, y otros muchos reptiles, se arrastraban de aquí para allá, llevando en sus fauces brillantes gemas o fragmentos de huesos que depositaban en ciertos receptáculos aún a medio llenar.
Una palidez, similar a la que conlleva la muerte, borró de mis ojos la visión de tanto horror y aplacó los rancios olores que emitían; pero me recuperé ante una aparición extraordinaria que, al descender tan rápidamente y con tanta seguridad de uno de los pilares más altos, confundí durante breves momentos con el Escalador-de-Palmeras. Llegó al suelo en un suspiro; se irguió y entonces descubrí mi error. Apenas pude contenerme de estallar en salvajes carcajadas, pues el desconocido personaje que se hallaba ante mí se parecía, más que a cualquier otra cosa, a un sarnoso mandril al que la melena se le hubiese caído en abundantes colgajos. Su cabeza, su rostro, verdaderamente, carecían de pelo, como en los antiguos sacerdotes, y tenía sombreadas con rímel las cejas para destacar su blanca apariencia, así como las mejillas, que también habían recibido el toque de aquel cosmético. Portaba en un lado, colgando de un cinturón de piel humana, un saquito un tanto andrajoso, con forma de estómago, por entre cuyas rasgaduras asomaban objetos innombrables. Sin embargo, lo más fascinante de todo era la larga cola, que parecía arder con fuego perpetuo, y que el extraordinario ser agitaba delante de mi cara como una antorcha.
Teniendo presentes las recomendaciones del Escalador, me esforcé por contener la risa y permanecer en el más estricto silencio. Sin duda, fue preciso que obrara así. Omultakos, pues aquella presencia era en realidad el Yinn, me envolvió con una voz lúgubre y profunda que contrastaba extrañamente con su aspecto, y dijo:
—Princesa, no hay necesidad de que continúes sujetando esa enorme antorcha cuyo peso ha llegado a ser tan insoportable para ti. Mi cola, que arde con fuego inextinguible, servirá para alumbrarnos de ahora en adelante.
Me señaló un sarcófago medio vacío en el que, con expresivos gestos, ordenó que depositara la antorcha, dejándola recta, de manera que la grasa no goteara sobre los raros contenidos de aquel relicario. Entonces me dijo:
—Como digna recompensa por tu perseverancia en desafiar las sombras de este laberinto subterráneo, voy a mostrarte los muchos tesoros que han sido amasados en este recinto durante las edades de mi custodia. A las riquezas de los gobernantes cabalistas, ya de por sí fabulosas, yo mismo he añadido objetos que estimo especialmente. Eblis, en verdad, ha sido capaz de acumular en sus profundos salones un número aún mayor de riquezas terrestres, pero me aventuro a asegurar que mi colección es, en algunos sentidos, un poco más selecta que la suya. Por ejemplo, en este cesto puedes observar, entre otros objetos de formas delicadas y bellas, el fémur que antaño perteneciera a Balkis
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.
Hizo ondear su cola, que resplandeció brillantemente, sobre la reliquia en cuestión, y luego, con aires de orgullo y superioridad, pasó a otras. Una vez, durante nuestro paseo, se detuvo delante de una pequeña caja de bronce verde llena de un polvillo de color marrón oscuro e, introduciendo una pizca en sus fosas nasales, comenzó a estornudar prolongada y violentamente. Cuando cesaron sus estornudos, aseguró con bastante satisfacción:
—No hay, a mi entender, polvo para estornudar más efectivo que el que yo he utilizado, elaborado a base de atomizar las momias antiguamente embalsamadas.
Mi sorpresa y disgusto fue disimulado por una extraña propensión a la risa, que yo vencía una y otra vez con bastante dificultad. Omultakos continuó su largo recorrido de inspección por la estancia, iluminando con la luz infatigable de su apéndice una variedad infinita de objetos que atestiguaban la mortal corrupción. En todo momento hablaba de sus dominios ancestrales y de su historia, con unas maneras tan arrogantes como fúnebres. Me enseñó, sobre todo, ciertos instrumentos musicales que él mismo había diseñado durante sus horas de ocio. De todos ellos, recuerdo unos laúdes hechos de costillas y huesos de brazos femeninos, cuyas cuerdas se componían de nervios de hombres, y también unos tambores de piel humana que producían una grave sonoridad. En más de uno de estos instrumentos se puso a tocar durante un rato para distraerme, y aunque pensé que las notas que salían de los mismos eran peor que atroces, creí bastante adecuado aplaudir, en vez de criticar, sus actuaciones. Mientras tanto, ardía en deseos de preguntarle acerca de Kalilah y la forma en que podríamos volver a estar juntos; pero en mi mente persistía todo lo que me había dicho el Escalador, y pude contener mi impaciencia.
Al fin, Omultakos, que me había llevado a una gran distancia entre las columnas y el sarcófago, dejó a un lado sus raros instrumentos musicales, se volvió hacia mí y dijo:
—No pienses, oh princesa, que todos mis tesoros son objetos legados de la antigüedad. En lo más recóndito de esta insondable cámara también se conservan objetos de más reciente fecha. Ten paciencia y sigue la luz de mi cola.
Con esta aseveración me condujo a un sarcófago abierto, dorado y lleno de jeroglíficos de una punta a otra, que permanecía un poco separado de los demás. En su interior, con inenarrable angustia y horror, descubrí el cuerpo de Kalilah, que yacía como muerto, con una palidez mortal en las mejillas, los labios y los párpados. Noté que los vestidos que le cubrían el pecho estaban rotos y ensangrentados. Me arrojé sobre él y traté de revivirle a besos, pero fue en vano.
En ese momento, Omultakos decidió interrumpir mis esfuerzos interponiendo la ágil punta de su cola incandescente entre mi rostro y el de Kalilah. En un tono severo, observó:
—Sólo hay una forma de que el Príncipe, tu querido hermano, pueda volver a la vida. El método, afortunadamente, está al alcance de mi mano. Primero, sin embargo, debo explicarte la presencia de Kalilah en este lugar. El Emir Abú Taher Achmed, dispuesto a continuar la heroica educación que había planeado para tu hermano, le envió hace unos días con una pequeña comitiva a cazar los feroces leones del Desierto Nubio. Estos leones aparecieron en gran número, y con su habitual voracidad despacharon a los acompañantes de Kalilah, y hubiesen hecho lo mismo con el Príncipe de no ser por la intervención de algunos de los Yinns a mi servicio que estaban al cuidado de la expedición. Desafortunadamente, llegaron demasiado tarde para evitar que Kalilah fuera herido de muerte por las garras de aquellas bestias. Le trajeron a mí unas horas después y he permitido que ocupase el sarcófago de uno de los más antiguos Faraones, aunque mi alma me dijo que lo poseería por poco tiempo y que Kalilah no se encontraría entre mis adquisiciones permanentes. Si tú, Zulkaïs, consientes en una cosa muy simple, te daré, sin tardanza, una recompensa suprema.
—¡Lo que sea! ¡Lo que sea! —grité salvajemente—. Haré lo que tú quieras con tal de que Kalilah vuelva a la vida.
—Sólo tienes que prometer una cosa —apuntó Omultakos—. Jurar fidelidad a Eblis, señor del globo fiero y las cavernas sombrías.
—Lo juro —repliqué con prontitud—. Dame la recompensa.
Omultakos, con sus simiescos dedos, comenzó a rebuscar en el saco harapiento que colgaba de su cinturón. Pude observar ciertos objetos nauseabundos de entre los cuales sacó una fruta pálida y amarilla, que recordaba vagamente en forma y tamaño a un melocotón, y que depositó en la palma de mi mano.
—Esta fruta —me explicó—, ha madurado en un jardín que, a pesar de no disfrutar jamás de la luz del sol, es más fértil que los jardines de Irem
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. Si la exprimes suavemente sobre los labios de Kalilah, una sola gota de su jugo que caiga sobre ellos será suficiente para resucitarle con todo el esplendor que tanto has amado. En cualquier caso, la fruta es tuya y puedes hacer con ella lo que gustes; pero te aconsejo que no seas tan descuidada como para comértela en el futuro. Si lo hicieras así, los resultados podrían ser sorprendentes, ya que el jugo actúa de manera totalmente diferente si le es dado a alguien que está a las puertas de la muerte o, por el contrario, a otro que aún se encuentra en la plenitud de la vida.
Casi sin escuchar lo que decía, me esforcé por exprimir la fruta amarilla sobre los labios de Kalilah, que estaban tan blancos como los de un cadáver. La alegría me inundó cuando el color de la vida retornó a ellos bajo los efectos del fluido, y cuando sus ojos se abrieron para devolverme mi ardiente mirada. Extendió sus brazos desde el sarcófago para abrazarme y me olvidé por completo de la presencia de Omultakos. Aquel personaje, después de un conveniente rato de espera, dijo con voz profunda:
—Siento interrumpir vuestra reunión, aunque no puedo hacer otra cosa que admirar y aprobar el fervor que os anima, pero es más que probable que en breve tenga que dar otro uso al receptáculo que ahora ocupáis. Por tal motivo, os conduciré a una alcoba que se encuentra más allá de la sala del tesoro. La alcoba en cuestión está amueblada con cómodos divanes, que servirán perfectamente para vuestros propósitos.
Kalilah, volviendo su cabeza hacia el sonido de la voz de Omultakos, se dio cuenta, por vez primera, del extraordinario mandril que había permanecido oculto por mis pechos a su campo de visión. Su asombro, por otra parte, no fue menor de lo que había sido el mío. Sin embargo, aceptando las recomendaciones de nuestro anfitrión, salió del sarcófago. En voz baja le supliqué que contuviese la risa incontenible que claramente pugnaba por salir de su boca. Ambos seguimos a Omultakos. Mientras caminábamos puse la fruta amarilla en el regazo de mi vestido.
Kalilah, más impresionado por la apariencia de nuestro guía que por el siniestro ambiente que nos rodeaba, no pudo evitar comentarios acerca de las propiedades ígneas de aquella cola que rasgaba la oscuridad con llameantes destellos mientras era agitada por su propietario según avanzaba. Me indicó, fascinado, que el mandril no parecía experimentar ningún tipo de molestia, fuese cual fuese la causa de aquella combustión singular. Omultakos, que le había oído, se volvió y dijo:
—Debes saber, joven príncipe, que está en la propia naturaleza de mi cola arder de tal forma, y que la sensación que me produce no es más terrible o extraordinaria que la que experimentan las mujeres cuando se les sonrojan las mejillas, o los hombres cuando les hierve la sangre.
Después de un trayecto que en verdad pareció corto y que no fui capaz de asociar con la sensación de vastedad que me había formado sobre aquel recinto, llegamos a un portal abierto. El destello de Omultakos, ondeando en lo alto, alumbró una habitación mucho más pequeña, con divanes de tela dorada y paredes recubiertas de tapices negros. A mi padre le habrían encantado aquellos doseles, pues estaban completamente cubiertos de jeroglíficos; pero aquellos signos, que parecían cambiar continuamente de un momento a otro, habrían enloquecido a los Sabios que mi padre empleaba. Aquí nos dejó el Yinn, después de encender con su antorcha la multitud de lámparas de bronce y luminarias de cobre que se hallaban en la estancia. Pensé que su partida era un tanto brusca y falta de ceremonia, pero recordé que se había presentado ante mí, saliendo de debajo de una columna, de una manera no menos informal. A través del portón abierto, Kalilah y yo nos quedamos mirando durante un rato la estela luminosa que dejaba tras de sí al avanzar por la cámara del tesoro. Parecía estar muy ocupado, y pudimos atisbar las siluetas de unos singulares criados que traían un nuevo cargamento de tesoros. Pero la alegría de volver a estar juntos nos llenaba hasta tal punto que apenas prestamos atención a todas estas actividades, y fuimos capaces de olvidar, por el momento, su siniestra procedencia.