Read Historia de la princesa Zulkaïs y el príncipe Kalilah Online
Authors: Clark Ashton Smith William Beckford
Una tarde que estábamos solos correteando alegremente, mi padre se presentó temblando ante nosotros.
—¿Por qué —le dijo a Kalilah— estás aquí y no en el gran patio disparando con el arco, o con los palafreneros, montando los caballos que te han de llevar a la guerra? ¿Es que el sol, desde que sale hasta que se pone, tiene que verte florecer y marchitarte como la delicada flor del narciso? En vano intentan los Sabios interesarte en los discursos más elocuentes y desvelar ante tus ojos los misterios arrancados a la más vieja antigüedad; en vano te enseñan las artes de la guerra y las grandes hazañas. Ya casi tienes trece años y nunca has evidenciado la más mínima ambición de destacar entre tus semejantes. No es en las garras de la afeminación donde se forjan los grandes espíritus; ¡no es leyendo poemas de amor donde los hombres se hacen acreedores del gobierno de las naciones! Los príncipes deben actuar, deben mostrarse al mundo. ¡Despierta! No abuses más de mi paciencia, que te ha permitido malgastar tus horas al lado de Zulkaïs. Déjala, abandona a esa criatura delicada, que siga jugando con sus flores; pero tú debes olvidarte de estar con ella desde el orto hasta el ocaso. Veo lo suficiente como para darme cuenta de que es ella la que te está pervirtiendo.
Y tras pronunciar estas palabras, acentuadas por la rabia y los malos modales, Abú Taher Achmed cogió a mi hermano por el brazo y me dejó en un abismo de amargura. Un sopor gélido hizo presa en mí. Aunque el sol aún tintaba con sus brillantes rayos el agua, sentí como si hubiese desaparecido tras el horizonte. Tendida sobre el suelo cuan larga era, no hacía otra cosa que besar el rocío de las flores de los naranjos a los que Kalilah se había subido. Mi mirada se posó en los dibujos que había trazado, y mis lágrimas comenzaron a manar con mayor abundancia.
—¡Ay! —dije—. Todo ha terminado. Nuestros momentos de dicha no volverán nunca más. ¿Por qué me acusa de pervertir a Kalilah? ¿Qué daño he podido hacerle? ¿Cómo puede nuestra felicidad ofender a mi padre? Si es un crimen ser feliz, con toda seguridad los Sabios nos lo hubieran advertido.
Mi niñera, Shamelah, me encontró en este estado de abatimiento y melancolía. Para disipar mi amargura me condujo enseguida al jardín donde las niñas del harén jugaban al escondite entre las jaulas doradas que llenaban el lugar. Obtuve cierto consuelo del canto de los pájaros y del murmullo de las aguas cristalinas que corrían entre las raíces de los árboles, pero cuando transcurrió una hora y Kalilah no había vuelto a aparecer, aquellos sonidos no hicieron más que aumentar mis sufrimientos.
Shamelah se dio cuenta de lo que pasaba; se sentó a mi lado, puso su mano sobre mi corazón y me observó atentamente. Me ruboricé y luego empalidecí visiblemente.
—Lo veo muy claro —dijo—, es la ausencia de tu hermano lo que tanto te entristece. Éste es el fruto de la extraña educación a la que os han sometido. La lectura sagrada del Corán, la observancia de las leyes del Profeta, confianza en los milagros de Alá: estas cosas actúan como la leche enfriando la fiebre de las pasiones humanas. Tú no conoces la suave delicia de entregar tu alma a los Cielos y someterte sin reparos a sus designios. El Emir, ¡ay!, pretende anticiparse al futuro; mientras que, por el contrario, el fruto debe ser esperado con pasividad. Seca tus lágrimas; a lo mejor Kalilah no es infeliz lejos de tu lado.
—¡Ah! —grité, interrumpiéndola con una siniestra mirada—, si realmente no estuviera convencida de que Kalilah es infeliz, me sentiría muchísimo más miserable.
Shamelah se estremeció al oírme hablar de esta manera.
—Ojalá —gritó— el Cielo hubiera escuchado mi aviso, y el aviso de Shaban, y os hubiera mantenido alejados de las caprichosas enseñanzas de los Sabios, permitiéndoos quedar, como verdaderos creyentes, en el pacífico regazo de una bienaventurada y tranquila ignorancia. El ardor de vuestros sentimientos me alarma en grado sumo. Y no sólo eso, me produce indignación. Sé más paciente; abandona tu alma a los placeres inocentes que te rodean, y actúa sin remordimiento, esté o no esté Kalilah complacido. Su sexo ha sido creado para el trabajo y la fatiga humanas. ¿Cómo puedes siquiera pensar en imitarle, portar un arco y arrojar flechas en el juego árabe? Él debe estar en compañía masculina digna de su rango, y no malgastar sus mejores días a tu lado, entre bosquecillos y pajareras.
Este sermón, lejos de producir el efecto deseado, hizo que me cerrara aún más en mí misma. Temblé de rabia, me puse de pie con violencia, rompiendo mi velo en diez mil pedazos, y, con el corazón desgarrado, grité en voz alta que mi niñera me había maltratado.
Los juegos cesaron; todos acudieron a mi alrededor. Aunque las princesas no me querían demasiado, pues yo era la hermana favorita de Kalilah, las lágrimas y la sangre que caía de las heridas que yo misma me había causado, excitó su indignación contra Shamelah. Desafortunadamente para la pobre mujer, acababa de castigar severamente a dos jóvenes esclavos que habían sido acusados de robar granadas, y aquellas dos pequeñas víboras, para vengarse, testificaron en contra suya, confirmando todo lo que yo decía. Corrieron a contarle todas sus mentiras a mi padre, quien, no estando Shaban a su lado y encontrándose de buen humor, pues mi hermano acababa de arrojar una jabalina en el ojo de un cocodrilo, ordenó que Shamelah fuera atada a un árbol y que se la azotase sin piedad.
Sus lamentos herían mi corazón. Sin cesar gritaba:
—¡Oh, tú, a la que he llevado en mis brazos, a la que he alimentado de mi pecho! ¿Cómo puedes hacer que sufra así? ¡Hazme justicia! ¡Di la verdad! Tan sólo porque he intentado salvarte del negro abismo, al que tus deseos salvajes y desordenados te abocarán al fin... por eso permites que este cuerpo mío sea hecho jirones.
Estaba a punto de decir que dejaran de darle latigazos y que no fuera castigada más, cuando algún demonio introdujo en mi mente la idea de que era ella, en conjura con Shaban, quien había inculcado en mi padre el deseo de que Kalilah fuera un héroe. Al mismo tiempo me protegí contra cualquier sentimiento de humanidad y grité que siguieran azotándola hasta que confesara su crimen. La oscuridad, por fin, puso término a tan horrorosa escena. La víctima fue desatada. Sus amigos, y ella tenía muchos, se esforzaron para cerrar sus heridas. De rodillas me rogaron que les diera un bálsamo que yo poseía, un bálsamo fabricado por los Sabios. Me negué. Colocaron a Shamelah sobre una litera delante de mis ojos y por unos momentos permaneció frente a mí. Aquel pecho, en el que tantas veces había dormido, sangraba en abundancia. Aquella escena me hizo recordar los cariñosos cuidados con los que me había tratado siempre en mi infancia, y mi corazón se conmovió finalmente, llenándose mis ojos de lágrimas; besé la mano temblorosa que extendía al ser monstruoso que ella había acunado en su regazo; corrí en busca del bálsamo; se lo apliqué yo misma, rogándole a la vez que me perdonara, y declarando abiertamente que ella era inocente y yo la única culpable.
Esta confesión hizo que un escalofrío recorriese a todos aquellos que me rodeaban. Llenos de espanto, retrocedieron. Shamelah, aunque moribunda, se dio cuenta y sofocó sus gemidos con un pedazo de su propia túnica, intentando no incrementar con ellos mi desesperación y las funestas consecuencias de lo que acababa de hacer. Pero sus esfuerzos fueron inútiles. Todos se alejaron, lanzándome miradas de verdadero odio.
Se llevaron la litera y me quedé totalmente sola. La noche era muy oscura. Sonidos furtivos parecían emanar de los cipreses que arrojaban sus sombras sobre los jardines. Aterrorizada, me perdí entre el negro follaje, presa del más horrible arrepentimiento. El delirio extendió sus manos sobre mí. La tierra parecía abrirse a mis pies, engulléndome en un abismo sin fondo. Mi espíritu se hallaba en una espantosa condición cuando, a través de la maleza, atisbé el brillo de las antorchas que portaban los súbditos de mi padre. Me di cuenta de que el cortejo se paraba de repente. Alguien salió del grupo. Un vivo presentimiento hizo que mi corazón latiese con renovada fuerza. Los pasos se acercaron; y, a la luz débil y tenebrosa de un resplandor, como el que ilumina el sitio donde ahora nos encontramos, vi aparecer a Kalilah delante de mí.
—Querida Zulkaïs —gritó entre palabras y be— sos—, he pasado una eternidad sin verte para satisfacer los deseos de mi padre. He luchado con una de las más formidables bestias del río. Pero ¿qué podía hacer si como recompensa me ofrecían la dulzura de pasar una noche entera contigo? ¡Ven! Disfrutemos con plenitud el tiempo que nos queda. Ocultémonos entre los árboles. Escuchemos desde nuestro escondrijo el lejano clamor de músicas y danzas. He ordenado que nos sirvan helados y pasteles en la balaustrada que rodea la pequeña fuente de porfirio. Allí disfrutaré de tu dulce mirar y de tu cálida conversación hasta que despunten los primeros resplandores del nuevo día. Entonces, ¡ay!, tendré que volver al vórtice del mundo, disparar las malditas flechas y soportar el interrogatorio de los Sabios.
Kalilah dijo todo esto con tanta naturalidad que yo era incapaz de ponerlo en palabras. Me llevó tras él, sin resistencia. Nos abrimos paso entre la maleza hasta llegar a la fuente. El recuerdo de lo que Shamelah había dicho acerca de mi excesiva atracción hacia mi hermano, me producía, aun a mi pesar, una fuerte impresión. Estaba a punto de separar mi mano de la suya cuando, al tenue resplandor de unas lucecitas que ardían en los bordes de la fuente, vi su hermosa cara reflejándose en las aguas, y sus grandes ojos rebosantes de amor, y sentí que su mirada llegaba hasta lo más hondo de mi corazón. Todos mis proyectos de reforma, toda la agonía del remordimiento, dejaron paso a otros sentimientos totalmente diferentes. Me tumbé en el suelo al lado de Kalilah, dejando que apoyara su cabeza en mi pecho, y permití que las lágrimas brotaran de mis ojos. Kalilah, al ver mis lamentos y sollozos, me preguntó preocupado por el motivo de mi llanto. Le conté todo lo que había pasado entre Shamelah y yo, sin omitir una sola palabra. Su corazón se conmovió al principio con la descripción que hice de sus sufrimientos; pero, un momento después, exclamó:
—¡Deja que los esclavos mueran! ¡Siempre los deseos de los corazones sensibles tienen que encontrar oposición! ¿Por qué no podemos amarnos el uno al otro, Zulkaïs? La naturaleza ha hecho que nazcamos juntos. ¿Acaso no ha sido la naturaleza también la que nos ha otorgado los mismos gustos y un ardor semejante? ¿No fue mi padre y sus Sabios los que nos hicieron partícipes de los mismos baños mágicos? ¿Quién puede condenar una unión bendecida por él mismo? No, Zulkaïs, Shaban y nuestra supersticiosa niñera pueden decir lo que quieran. No es un crimen nuestro amor. El crimen sería que nosotros permitiéramos cobardemente que alguien nos separara. Juremos —no por el profeta, del cual sabemos poco, sino por los sentimientos que sustentan la vida humana—, juremos que, antes de consentir vivir el uno sin el otro, introduciremos en nuestras venas la esencia de las flores del arroyo, de las que los Sabios se han jactado tantas veces. Este elixir hará que nos adormilemos el uno en brazos del otro, y llevará sigilosamente nuestras almas a la paz de otra existencia.
Aquellas palabras me tranquilizaron. Recuperé mi normal estado de ánimo y jugamos los dos juntos.
—Seré muy valiente mañana —dijo Kalilah—, para poder disfrutar así de momentos como éste, pues es sólo por la recompensa por lo que consiento en obedecer los fantásticos mandatos de mi padre.
—¡Ja,ja! —se mofó Abú Taher Achmed, que apareció entre los arbustos tras los que había estado escuchando—. ¡Eso es lo que has decidido! ¡Veremos si eres capaz de cumplirlo! Ya se te ha terminado por esta noche la recompensa de tus acciones del día. ¡Fuera de aquí! Y en cuanto a ti, Zulkaïs, vete y llora por el terrible ultraje que has cometido con Shamelah.
Tremendamente consternados, nos arrojamos a sus pies; pero, dándonos la espalda, ordenó a sus eunucos que nos llevaran a nuestras habitaciones separadas.
No eran escrúpulos hacia la clase y cualidad de nuestro amor lo que trastornaba al Emir. Su único objetivo era ver a su hijo convertido en un gran guerrero y en un príncipe poderoso, y para conseguir este fin último no descuidaba ni un ápice. En cuanto a mí, tan sólo era un instrumento que podía ser utilizado; no le preocupaba lo más mínimo el peligro de que, a causa de la sucesión de obstáculos y concesiones en nuestra relación, ésta llegase a ser todavía más ardiente. Por otra parte, asumía que la indolencia y el placer, si no eran cortados a tiempo, interferían necesariamente sus proyectos. Consideraba obligatorio, de cualquier forma, adoptar con nosotros una línea de conducta más decidida y dura de lo que había sido hasta entonces; y en un momento desdichado llevó a cabo sus propósitos. ¡Ay! Sin sus precauciones, sin sus proyectos, sin su intransigente vigilancia, hubiésemos permanecido en la inocencia, ¡y jamás habríamos sido arrastrados a esta región de sufrimiento!
El Emir, una vez se hubo retirado a sus aposentos, mandó comparecer a Shaban y le comunicó su irrevocable decisión de separarnos por un tiempo. El prudente eunuco se arrodilló ante él de inmediato, con la cara pegada al suelo, y poniéndose de nuevo en pie, dijo:
—Perdone el señor a su esclavo si se atreve a tener una opinión diferente. No desatéis sobre esta llama naciente los vientos de la oposición y la ausencia, o se inflamará de tan espantosa forma que no podréis contenerla ni comprenderla. Conocéis el impetuoso carácter del Príncipe; su hermana ha dado hoy pruebas, sólo pequeños indicios, de parecido talante. Dejad que permanezcan juntos sin oposición; permitid sus diversiones infantiles. Pronto se cansarán el uno del otro, y Kalilah, hastiado de la monotonía del harén, os suplicará que le saquéis de sus recintos.
—¿No te das cuentas de las tonterías que estás diciendo? —le interrumpió el Emir impaciente—. ¡Ah, cuán poco conoces el genio de Kalilah! Yo le he estudiado con atención, he visto que los manejos de mis Sabios no han caído en el vacío. Él es incapaz de perseguir cualquier propósito con indiferencia. Si permito que siga con Zulkaïs, se afeminará definitivamente. Si le separo de ella y hago de sus encuentros el premio a la realización de las grandes hazañas que yo le ordene, entonces no existirá nada que Kalilah no sea capaz de llevar a cabo. ¡Que los maestros de nuestra ley se encarguen de enseñarle como les plazca! ¿Qué puede importar su haraganería si al final se convierte en lo que yo quiero? Date cuenta, además, oh eunuco, que cuando paladee por primera vez las delicias de la ambición, la imagen de Zulkaïs se borrará de su mente como se evapora la neblina de la mañana con los primeros rayos del sol... el sol de la gloria. Así que mañana entrarás en los aposentos de Zulkaïs, y antes de que despierte la envolverás con estas ropas y la conducirás, con sus esclavos y todo lo necesario para que lleve una existencia placentera, a las orillas del Nilo, donde una barca estará lista para recibirte. Sigue el curso del río durante veintinueve días. Al caer el treintavo día desembarcarás en la Isla de las Avestruces. Acomoda a la princesa en el palacio que construí para el uso de los sabios que rondan aquellos parajes desérticos... parajes repletos de ruinas y sabiduría. Encontrarás allí a uno de esos sabios, el llamado Escalador-de-Palmeras, pues busca su concentración encaramado a lo alto de tales árboles. Este anciano conoce un número infinito de historias, y su obligación será la de divertir a Zulkaïs, pues sé muy bien que, después de Kalilah, los cuentos son su principal motivo de deleite.