Read Historia de la princesa Zulkaïs y el príncipe Kalilah Online
Authors: Clark Ashton Smith William Beckford
Shaban conocía demasiado bien a su señor como para atreverse a contradecirle. Así pues, marchó a dar las órdenes oportunas, pero su mirada era pesarosa. No tenía el más mínimo deseo de emprender un viaje a la Isla de las Avestruces, y se había formado una muy desfavorable impresión del Escalador-de-Palmeras. Ante todo era un ferviente musulmán y consideraba a los Sabios y sus quehaceres como cosas abominables.
Los preparativos fueron llevados a cabo con rapidez. La agitación del día anterior había conseguido fatigarme en extremo, así que dormí profundamente. Fui sacada de la cama con tanto sigilo y transportada con tanta suavidad que no desperté hasta hallarnos a una distancia de cuatro leguas de El Cairo. En esos momentos el murmullo que el agua producía alrededor del bote comenzó a preocuparme. Se introducía en mis oídos produciendo extraños efectos, y medio soñé que había ingerido la pócima de la que me hablara Kalilah, y que era transportada más allá de los confínes de nuestro planeta. En tal estado yacía, acosada por extrañas fantasías, incapaz de abrir los ojos pero alargando los brazos en un intento de sentir el cuerpo de Kalilah. Creía que estaba a mi lado. Imaginad los sentimientos de sorpresa y horror que me embargaron cuando, en lugar de tocar sus delicados miembros, así la callosa mano del eunuco que estaba conduciendo la embarcación, un ser aún más viejo y grotesco que el propio Shaban.
Me senté y comencé a gritar. Abrí los ojos y contemplé una vasta extensión de cielo y agua con destellos azulados. El sol brillaba en su máximo resplandor. El profundo azul del horizonte invitaba al regocijo. Un centenar de aves ribereñas volaban sobre la superficie del río repleta de lilas de agua que el bote hendía con limpieza, y sus grandes flores amarillas brillaban como el oro mientras exudaban un dulce perfume. Pero todas estas delicias ya no tenían ningún sentido para mí, y en vez de alegrar mi corazón me llenaban de una triste melancolía.
Mirando a mi alrededor, vi que mis esclavos estaban sumidos en un estado de desolación, y a Shaban, que con aire descontento y autoritario les obligaba a guardar silencio. El nombre de Kalilah estaba en todo momento en la punta de mi lengua. Por fin lo pronuncié en alto, con lágrimas en los ojos, y pregunté dónde se hallaba y qué querían hacer conmigo. Shaban, en lugar de contestarme, ordenó a los eunucos que redoblaran sus esfuerzos y entonaran una canción egipcia, y que la acompasaran a la cadencia del movimiento de los remos. El odioso coro sonó tan potente que aturdía aún más mi cerebro. Nos deslizamos por el agua como una flecha. Todas mis súplicas a los remeros para que se detuviesen fueron vanas, y tampoco quisieron decirme a dónde me llevaban. Aquellos bárbaros desgraciados se mantuvieron sordos a mis ruegos. Cuanto más les insistía, más alto desgranaban su detestable canción para acallar mis gritos. Shaban, con su voz desgarrada, cantaba más alto que los demás.
Nadie es capaz de expresar los sufrimientos que soporté y el horror que sentí al hallarme tan lejos de Kalilah, sobre las aguas del temible Nilo. Mis temores aumentaron cuando cayó la noche. Contemplé con indescriptible angustia cómo se hundía el sol bajo las aguas... su luz, quebrada en un millar de rayos, temblaba sobre la superficie. Volvieron a mi mente los tranquilos momentos que había pasado con Kalilah en aquellas mismas horas, y, ocultando la cabeza entre mis vestiduras, me dejé caer en la desesperación.
Pronto comenzó a hacerse audible un suave roce. Nuestro bote se abría paso a través de bancos de cañas. Un gran silencio siguió a la canción de los remeros; Shaban había tomado tierra. Al poco tiempo regresó y me llevó a una tienda levantada a unos pocos pasos de la orilla del río. Vi luces, colchones extendidos en el suelo, una mesa con distintas clases de comida y una inmensa copia del Corán abierta de par en par. Odiaba aquel sagrado libro. Los Sabios, nuestros maestros, lo ridiculizaban con frecuencia, y yo jamás lo había leído con Kalilah. Así que lo arrojé sin contemplaciones al suelo. Shaban lo recogió y se dispuso a reprenderme; pero yo huí de él, consiguiendo que se callase. En esto sí tuve éxito, y la misma actitud demostró su eficacia durante toda la larga travesía.
Nuestras experiencias siguientes fueron similares a las del primer día. Navegamos entre infinitos bancos de lilas de agua y bandadas de pájaros, y un número incontable de pequeños navios que iban y venían cargados de mercancías.
Por fin comenzamos a dejar atrás las regiones llanas. Como las personas desdichadas que se niegan a mirar hacia atrás, yo siempre mantenía los ojos fijos en el horizonte que se abría delante, y una tarde distinguí, elevándose en la lejanía, grandes formaciones de mayor tamaño e infinita más variedad que las pirámides. Aquellas elevaciones parecían montañas. Su aspecto me atemorizaba. Me embargó el terrible pensamiento de que mi padre me enviaba a la tenebrosa tierra del Rey Negro, como ofrenda en sacrificio a los ídolos que, aseguraban los Sabios, estaban ansiosos de princesas. Shaban se dio cuenta de mi creciente inquietud y al fin se apiadó de mí. Me reveló nuestro destino, añadiendo que, aunque mi padre deseaba separarme de Kalilah, no era para siempre, y que, mientras tanto, iba a contar con la compañía de un maravilloso personaje llamado Escalador-de-Palmeras, que era el mejor narrador de historias del universo.
Esta confesión me tranquilizó un poco. La esperanza, aunque lejana, de ver de nuevo a Kalilah, untó mi alma de un bálsamo tranquilizador, y además no me importaba nada escuchar historias agradables. Además, la idea de una región desolada, como la Isla de las Avestruces, inflamaba mi espíritu romántico. Si debía ser separada de aquel a quien amaba más que a mi propia vida, prefería sobrellevar tal fatalidad en aquel escenario salvaje mejor que entre el griterío y la chanza del harén. Alejada de toda frivolidad impertinente, me proponía abandonar mi alma a los dulces recuerdos del pasado y dar rienda suelta a lánguidas fantasías en las que de nuevo vería la querida imagen de mi Kalilah.
Totalmente ensimismada en estos proyectos, contemplé con mirada distraída cómo nuestro bote se adentraba más y más en la tierra montañosa. Las rocas se cerraban sobre el borde del arroyo y parecía que pronto nos impedirían ver el cielo. Vi árboles de inconmensurable altura que introducían en las aguas sus retorcidas raíces. Escuché el bramido de las cataratas y contemplé los cambiantes remolinos de espuma que llenaban el aire de una niebla plateada. A través de aquella cortina atisbé, al fin, una isla verde de pequeño tamaño, perlada de avestruces que andaban con gravedad. Aún más lejos distinguí una edificación con cúpulas que se erguía sobre una colina repleta de nidos. Este palacio tenía un aspecto sumamente extraño y, en verdad, había sido construido bajo un canon cabalístico. Los muros eran de mármol amarillo y brillaban como el metal pulido; cualquier objeto que se reflejara en ellos aparentaba proporciones gigantescas. Me estremecí al ver el aspecto fantástico que tenían las figuras de los avestruces al reflejarse en aquel extraño espejo; sus cuellos parecían perderse en las nubes y sus ojos brillaban como enormes bolas de hierro calentadas al rojo vivo en una fragua.
Shaban se dio cuenta de mis recelos y me explicó las magníficas cualidades de los muros del palacio, asegurándome que, aunque las aves fueran tan monstruosas como aparentaban, podría confiar con plena seguridad en su buena predisposición, ya que el Escalador-de-Palmeras había trabajado durante cien años en suavizar sus costumbres salvajes. Apenas acababa de decirme todo esto cuando tomamos tierra en un lugar donde la hierba era verde y fresca. Un millar de flores desconocidas, un millar de conchas con formas fantásticas, un millar de extraños caracolillos, adornaban los acantilados. El calor del sol era mitigado por el sempiterno rocío que destilaban unas cascadas, cuyo monótono rugir inclinaba a la ensoñación.
Sintiéndome adormilada, ordené que se levantara un parapeto junto a una de las palmeras que abundaban en el lugar, pues el Escalador-de-Palmeras, que siempre llevaba en su cinto las llaves del palacio, estaba en aquellos momentos meditando en la otra parte de la isla.
Mientras una suave somnolencia se iba apoderando de mis sentidos, Shaban corrió a presentar las cartas de mi padre al sabio hombre. Para poder hacerlo, tuvo que atar las misivas a la punta de un largo palo, ya que el Escalador estaba encaramado en lo alto de una palmera de cincuenta codos de altura y se negaba a bajar sin antes saber por qué era requerido. Así que tan pronto hubo leído las hojas del manuscrito, se las llevó respetuosamente a la frente y bajó del árbol como un meteoro; y en verdad, de alguna forma tenía la apariencia de un meteoro, pues sus ojos eran de fuego y su nariz tenía un bonito tinte rojo sangre.
Shaban, sorprendido por la rapidez con la que el anciano había bajado, indemne, del árbol, se sintió un tanto violento cuando éste le dijo que le llevase en hombros, pues el Escalador afirmaba que jamás condescendía a andar por la tierra. El eunuco, que no amaba a los Sabios ni sus caprichos, y que consideraba ambas cosas como la enfermedad de la familia del Emir, dudó unos momentos; pero recordando las órdenes que había recibido, superó su aversión y dejó que el Escalador-de-Palmeras se instalara sobre sus hombros, diciendo:
—Ay, el buen ermitaño Abú Gabdolle Guehaman jamás habría actuado de esta manera, y en cualquier caso habría sido mucho más merecedor de mis cuidados.
El Escalador escuchó estas palabras con gran enojo, pues antaño había tenido piadosas discusiones con el Ermitaño del Desierto Arenoso; así que dio una fuerte patada a la espalda de Shaban y emitió un fiero respingo en mitad de su semblante. Shaban se tambaleó, pero continuó su camino sin pronunciar ni una sílaba.
Yo estaba dormida todavía. Shaban se acercó a mi lecho y, arrojando su carga a mis pies, dijo, y había algo en su entonación que hizo que me despertase sin dificultad:
—¡Aquí está el Escalador! ¡Te hará mucho bien!
A la vista de tal cosa, fui completamente incapaz, a pesar de todos mis esfuerzos, de contener las carcajadas que surgían de mi boca. Con todo, el anciano mantuvo su compostura; hizo tintinear sus llaves con aire de importancia, y dijo con gravedad a Shaban:
—Llévame de nuevo en tu espalda. Vayamos a palacio y abriré sus puertas; puertas tras las que jamás antes se ha admitido a ningún miembro del sexo femenino, excepto mi gran ponedora de huevos, la reina de las avestruces.
Le seguí. Era tarde. Las grandes aves bajaban de las colinas y nos rodeaban formando grupos, picoteando la hierba y los árboles. El ruido que producían con sus picos era tal que me parecía escuchar el sonido de los pasos de un gran ejército en marcha. Por fin me di cuenta de que estaba dentro de las relucientes murallas del palacio. Aunque conocía sus propiedades, mi propio reflejo distorsionado me aterrorizó, así como la figura del escalador encima de los hombros de Shaban.
Entramos en un recinto abovedado construido en mármol negro y adornado con estrellas doradas que inspiraba una cierta sensación de miedo... una sensación a la que, sin embargo, las muecas grotescas y raras que hacía el anciano aportaban un cierto alivio. El aire era sofocante y me hacía sentir náuseas. El Escalador, que se había dado cuenta, mandó encender un gran fuego, arrojando dentro una pequeña bola aromatizada que había sacado de su pecho. Inmediatamente un vapor placentero se diseminó por toda la estancia con un penetrante perfume. El eunuco huyó, estornudando. Yo me acerqué aún más al fuego y, removiendo las cenizas, comencé a dibujar la marca de Kalilah.
El Escalador no interfirió. Estaba de acuerdo con la educación que habíamos recibido y con las inmersiones a las que nos habían sometido nada más nacer, y además pensaba maliciosamente que nada agudiza más los sentidos que una pasión fuera de toda lógica.
—Veo con claridad —decía— que estás inmersa en pensamientos de interesante naturaleza, y me complace mucho que así sea. Yo mismo tengo cinco hermanas; fuimos educados a la luz de las enseñanzas mahometanas, y nos amábamos los unos a los otros con el mismo ardor. Todavía hoy, después de un lapso de tiempo de cien años, recuerdo aquellos momentos con placer, pues raramente olvidamos las más tempranas impresiones. De tal forma, mi constancia me ha encomendado a los Yinns, de los cuales soy su favorito. Si, al igual que yo, eres capaz de conservar vivos tus sentimientos, probablemente sacarás algún beneficio de ello. Entre tanto, cuéntame tus secretos. No seré antipático ni descortés como un guardián o preceptor. No creas que dependo de los caprichos de tu padre, cuya perspectiva es limitada y prefiere la ambición al poder. Soy más feliz rodeado de palmeras y avestruces, disfrutando de los encantos de la meditación, de lo que él lo es sentado en su trono con toda su grandeza. No quiero decir que no puedas adquirir por ti misma los placeres de la vida. Eres muy agradable para mí, y te enseñaré lo mejor que pueda y te haré partícipe de las cosas bellas. Si encuentras la felicidad en este desolado lugar adquirirás enorme sabiduría, y sé por propia experiencia que bajo el barniz que cubre las cosas es posible encontrar verdaderos tesoros ocultos. En sus cartas tu padre me ha relatado toda tu historia. Mientras la gente piensa que haces caso de mis instrucciones, puedes hablarme de Kalilah todo lo que quieras; de ninguna manera me ofenderé. Al contrario, nada me daría más placer que observar cómo el corazón se abandona a sus jóvenes inclinaciones, y seré dichoso al ver los brillantes rubores de un primer amor asomándose en tus jóvenes mejillas.
Mientras escuchaba aquel extraño discurso mantuve la mirada fija en el suelo, pero el pájaro de la esperanza revoloteó en mi corazón. Por fin miré al Sabio y a su enorme nariz roja, que parecía brillar como un punto luminoso en aquella habitación recubierta de mármol negro, y lo encontré menos desagradable. La sonrisa que acompañó mi mirada fue tan significativa que el Escalador se dio cuenta de que yo había picado su cebo. Esto le complació tanto que olvidó su indolencia y corrió a preparar un refrigerio, del cual yo estaba muy necesitada.
Poco después de marcharse el Sabio entró Shaban, llevando en sus manos una carta con el sello de mi padre, la cual acababa de abrir.
—Aquí —dijo— están las instrucciones que sólo se debían leer al llegar a este lugar; y yo ya lo hecho cuidadosamente. ¡Ay! ¡Qué terrible es ser esclavo de un príncipe que tiene tan mala cabeza a causa de sus muchos estudios! ¡Princesa infeliz! Se me ha ordenado, aun contra mi voluntad, que te abandone aquí. Debo volver a embarcar con todos los que han venido conmigo, dejando tan sólo a tu servicio al lisiado Muzaka, que es sordomudo. Ese horrible Escalador será tu único acompañante. Sólo el Cielo sabe qué provecho sacarás de tal compañía. El Emir le considera un prodigio de entendimiento y sabiduría, pero un musulmán creyente podría hacerle albergar serias dudas.