Historia de la princesa Zulkaïs y el príncipe Kalilah (7 page)

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Authors: Clark Ashton Smith William Beckford

BOOK: Historia de la princesa Zulkaïs y el príncipe Kalilah
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Mientras Shaban pronunciaba estas palabras se llevó la carta a la frente tres veces, y acto seguido, saltando hacia atrás, desapareció de mi vista.

Los llantos horribles que emitía el eunuco mientras se marchaba me divirtieron sobremanera. Realmente no me importaba lo más mínimo que se fuera. Su presencia me resultaba odiosa, pues siempre había esquivado cualquier conversación sobre el único asunto que llenaba mi corazón. Por otra parte, estaba encantada con la elección de Muzaka como ayudante. Con un esclavo sordo y mudo, podría disfrutar de plena libertad, confiando mis secretos al obligado anciano según sus consejos, si realmente los quisiera seguir.

Todos mis pensamientos se tornaban de un matiz rosado cuando regresó el Escalador, oculto tras una montaña de alfombras y cojines de seda que colocó sobre el suelo; después, con aires de placer contenido, procedió a encender antorchas y a calentar pasteles en braseros de oro. Había obtenido todos estos riquísimos objetos del tesoro de palacio que, según me dijo, sería incluso capaz de excitar mi curiosidad. Le aseguré que estaba dispuesta a aceptar su palabra en aquel momento en particular, pues el aroma de las excelentes viandas que le acompañaban estimulaba mi apetito. Esta viandas consistían principalmente en lonchas de carne de ciervo con especies, huevos cocinados de distintas maneras, y pasteles más exquisitos y delicados que los pétalos de la rosa blanca. Y, acompañándolo todo, un licor rojizo, extraído del zumo de los dátiles y servido en extrañas conchas translúcidas, tan brillantes como los mismos ojos del Escalador.

Nos sentamos juntos a comer en gran armonía. Mi fantástico guardián alabó repetidamente las cualidades de su vino e hizo bastante uso de él, sorprendiendo profundamente a Muzaka que, acurrucado en una esquina, hacía indescifrables gestos que el mármol se encargaba de reflejar por todos sitios. El fuego ardía alegremente, lanzando llamaradas que al extinguirse destilaban un perfume exquisito. Las antorchas proporcionaban una luz brillante, los braseros centelleaban con ardor y la suave calidez que reinaba en aquella estancia invitaba a una voluptuosa indolencia.

La situación en la que me encontraba era tan singular, la prisión en la que estaba confinada tan diferente de lo que había imaginado, y los modales de mi mentor tan grotescos, que de vez en cuando me frotaba los ojos para convencerme de que todo aquello no era un sueño. Incluso habría llegado a divertirme todo esto que me rodeaba si el recuerdo de estar tan lejos de Kalilah me hubiese abandonado por unos momentos. El Escalador, para distraer mis pensamientos, comenzó a contarme la maravillosa historia del Gigante Gebri y el astuto Charodé, pero le interrumpí preguntándole si estaba dispuesto a escuchar mis propias inquietudes y prometiendo que, después, prestaría atención a sus cuentos. ¡Ay! Jamás cumplí aquella promesa. De vez en cuando, sin ningún resultado, intentaba excitar mi curiosidad: lo único que me interesaba era Kalilah, y no hacía otra cosa que repetir: «¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Cuándo volveré a verle?».

El anciano, viendo cuán fuerte era mi pasión, y con la necesaria predisposición para desafiar todo remordimiento, se convenció de que yo era la persona ideal para llevar a cabo sus nefastos propósitos, pues, como mis oyentes ya se habrán dado cuenta sin lugar a dudas, él era un sirviente del monarca que reina en este lugar de tormento. En la perversidad de su alma, y en la fatal ceguera que hace al hombre desear descubrir la entrada a esta región, él había jurado encontrar veinte infelices para servir a Eblis, y mi hermano y yo misma éramos justamente los que estaba buscando para completar ese número. Lejos estaba, por lo tanto, de intentar mitigar los sufrimientos que embargaban mi corazón; y, aunque a veces parecía ansioso de contarme historias para sofocar la llama que me consumía, en verdad su cabeza estaba llena de otros pensamientos completamente diferentes.

Pasé gran parte de aquella noche confesando mis criminales inclinaciones. Al amanecer me rendí al sueño. El escalador hizo lo mismo, a poca distancia de mí, habiendo depositado antes en mi frente, sin ninguna ceremonia, un beso que me abrasó como un hierro al rojo vivo. Mis sueños fueron de lo más triste. Sólo dejaron en mi mente confusas sensaciones, pero aún puedo recordar que contenían ciertos avisos del Cielo, como queriendo abrir ante mí una puerta de escape y seguridad.

Tan pronto como el sol se levantó, el Escalador me llevó a los bosques, hablándome de sus avestruces y haciéndome demostraciones de su agilidad sobrenatural. No sólo trepó a la inestable punta de las más altas y delgadas palmeras, doblándolas bajo sus pies como las espigas del maíz, sino que saltó como una flecha de un árbol a otro. Después de exhibirse en varias de tales demostraciones gimnásticas, tomó asiento en una rama, diciéndome que debía disculparle en el curso de sus diarias meditaciones y aconsejándome que fuera con Muzaka y me bañara en la orilla del arroyo, al otro lado de la colina.

El calor era insoportable. Las límpidas aguas me parecieron frescas y deliciosas. Se habían excavado unas pozas, enlosadas de mármoles preciosos, en el centro de un pequeño prado sobre el que unas grandes rocas arrojaban sus sombras. Pálidos narcisos y gladiolos crecían en las márgenes y, doblándose sobre las aguas, ondeaban por encima de mi cabeza. Amaba aquellas flores lánguidas que parecían el emblema de mis fortunas, y durante varias horas aspiré su perfume para intoxicar mi alma.

Cuando volví al palacio, descubrí que el Escalador había hecho grandes preparativos para divertirme. La tarde transcurrió como la del día anterior; y así, un día tras otro, con la misma monotonía, pasaron cuatro meses. No puedo decir que el tiempo que pasé allí fuera desdichado. La romántica soledad, las pacientes atenciones del viejo y la complacencia con la que escuchaba todas las tontas repeticiones de mis amores, tenían el efecto de mitigar mi tormento. Quizá hubiese sido capaz de pasar años enteros simplemente alimentando aquellos dulces anhelos que se realizan tan pocas veces, viendo cómo el ardor de mi pasión mermaba hasta desvanecerse, llegando a ser poco más que la hermana y amiga de Kalilah si mi padre no me hubiese confiado, en aras de sus terribles planes, al impío canalla que se sentaba diariamente junto a mí, esperando el momento oportuno para hacerme su presa. ¡Ah! ¡Shaban! ¡Ah, Shamelah! Vosotros, mis verdaderos amigos, ¿por qué me alejasteis de vuestros brazos? ¿Por qué no os disteis cuenta desde el principio del germen de la apasionada atracción que residía en nuestros corazones, el germen que debía haber sido matado y extirpado antes de que llegase el día en que ni el fuego ni el acero fuesen de utilidad alguna?

Una mañana en la que estaba poseída por malignos pensamientos, expresando con un lenguaje aún más violento que el habitual mi desesperación por haber sido separada de Kalilah, el anciano fijó sus penetrantes ojos en mí y me envolvió con estas palabras:

—Princesa, tú que has sido enseñada por el más lúcido de los Sabios, con seguridad no ignoras el hecho de que existen Inteligencias, superiores a las del hombre, que toman parte en los acontece— res humanos y son capaces de resolver nuestras mayores dificultades. Yo mismo, que te estoy contando todo esto, he experimentado en más de una ocasión sus poderes; pues yo tenía derecho a su ayuda, habiendo quedado desde que nací, al igual que tú, bajo su protección. Me doy perfecta cuenta de que no puedes vivir sin tu Kalilah. Es hora, pues, de que solicites ayuda a estos bondadosos espíritus. Pero, ¿tendrás la fortaleza moral, el coraje, para soportar la presencia de seres tan distintos a nosotros? Sé que su llegada produce ciertos efectos inevitables, temblores internos y el cambio repentino del ordinario fluir de la sangre; pero también sé que estos terrores, estas aversiones, indudablemente dolorosas, no son nada comparadas con el dolor terrenal que produce la total separación de un objeto amado. Si decides invocar al Yinn de la Gran Pirámide que, como sé, presidió tu nacimiento, si estás dispuesta a abandonarte a sus cuidados, yo puedo, esta misma tarde, darte noticias de tu hermano, que está más cerca de lo que imaginas. La Presencia en cuestión, transmitida entre los Sabios, es nombrada Omultakos: está, ahora mismo, al cuidado del tesoro que los antiguos reyes brujos emplazaron en este desierto. Por medio de otros espíritus que están bajo su mandato, se encuentra muy unido a su hermana, a la que, por cierto, ama tanto como tú misma a Kalilah. Comprenderá tus inquietudes tan bien como yo, y, no tengo ninguna duda, hará todo lo que pueda por atender tus deseos.

Al oír estas últimas palabras, mi corazón empezó a latir con inexplicable violencia. La posibilidad de ver a Kalilah de nuevo hizo que mis pechos se excitasen. Me levanté rápidamente y corrí por la habitación como una loca. Luego, acercándome por detrás del anciano, le abracé, diciendo que era mi padre, y arrodillándome a sus pies le imploré, con las manos juntas, que no arruinara mi felicidad y que me llevara, pasara lo que pasara, al santuario de Omultakos.

El viejo canalla estaba muy complacido y miraba con ojos maliciosos el estado de delirio al que me había conducido. Su única preocupación era cómo podría inflamar aún más la llama que había encendido. Para lograr este fin adoptó una postura fría y reservada, y dijo, con gran solemnidad:

—Debes saber, Zulkaïs, que tengo mis dudas, y que no puedo tener dudas en materia de tal importancia, pues grande es mi deseo de ayudarte. Evidentemente no sabes lo peligroso que es el escalón que te propones subir; o, al menos, no te das del todo cuenta de su riesgo extremo. No estoy seguro de que vayas a ser capaz de soportar la terrible soledad de las inmensas criptas que debes atravesar y la extraña magnificencia del lugar al cual debo conducirte. No sé con exactitud qué forma adoptará el Yinn. Muchas veces le he visto con una apariencia tan aterradora que mis sentidos quedaron nublados durante mucho tiempo después; en otras ocasiones se ha mostrado con tan grotesco aspecto que difícilmente he podido contener la risa, pues nada hay más caprichoso que los seres de tal naturaleza. Omultakos, posiblemente, alivie tus penas, pero es necesario avisarte de que la aventura en la que quieres embarcarte es peligrosa, que el momento en el que aparece el Yinn es incierto, que mientras le esperas no debes mostrar temor ni miedo, ni impaciencia, y que, cuando estés frente a él, debes estar completamente segura de no reírte y de no gritar. Recuerda, en cualquier caso, que tienes que guardar silencio y una quietud de muerte, y tener las manos cruzadas sobre el pecho hasta que él te hable, pues un gesto, una sonrisa, un carraspeo, no sólo conllevarán tu destrucción, sino la de Kalilah y la mía propia.

—Todo lo que me has dicho —repliqué— inunda mi alma de espanto; pero, embargada por un amor tan terrible, ¿qué otra cosa puedo hacer sino aventurarme a tales riesgos?

—Te felicito por tu perseverancia sublime —se regocijó el Escalador, esbozando una sonrisa de la que entonces no pude apreciar su verdadero y terrorífico significado—. Prepárate. Tan pronto como la oscuridad se apodere del mundo, subiré a Muzaka a la punta de una de las más altas palmeras para que no entorpezca nuestros quehaceres. Te conduciré entonces a la puerta de la galería que desemboca en la morada de Omultakos. Allí he de dejarte, y de acuerdo a mi costumbre, escalaré la copa de un árbol y me quedaré en lo alto meditando y rezando por el éxito de tu empresa.

El tiempo de espera lo pasé llena de ansiedad y nerviosismo. Vagabundeé sin rumbo fijo por los valles y colinas de la isla. Contemplé abstraída el fondo de las aguas. Esperé a que los rayos del sol declinasen sobre su superficie y miré en todas direcciones, medio temerosa, medio esperanzada, aguardando el momento en el que la luz se desvaneciese de nuestro hemisferio. Por fin, la santa quietud de una noche serena se extendió por el mundo.

Vi al Escalador despuntando entre un grupo de avestruces que se dirigían muy erguidas a beber al río. Se acercó con paso mesurado. Puso sus dedos en mis labios y dijo:

—Sígueme en silencio.

Obedecí. Abrió una puerta y me hizo entrar junto a él en un estrecho corredor, de poco más de un metro de alto, por el que tenía que andar agachada. El aire que respiraba era sofocante y húmedo. A cada paso que daba hundía mis pies en unas plantas viscosas que crecían entre las fisuras y grietas de la galería. La delicada luminosidad de la luna se colaba a través de aquellas grietas, mostrándome una entrada y esparciendo su luz, aquí y allá, sobre unos pequeños pozos que habían sido excavados a derecha e izquierda de nuestro camino. Entre las negras aguas de aquellos pozos me pareció distinguir reptiles con rostros humanos.

Aparté la vista horrorizada. Ardía en deseos de preguntar al Escalador por el significado de todo aquello, pero sus tenebrosas y solemnes miradas hicieron que guardara silencio. Parecía avanzar con sumo trabajo, como si fuera apartando con sus manos algo que a mí me resultaba invisible. De pronto desapareció de mi vista. Era como si estuviésemos dando vueltas y vueltas en la más completa oscuridad; y, para no volver a perderle, me agarré a su túnica.

Por fin llegamos a un lugar en el que se respiraba un aire más fresco y límpido. Una solitaria antorcha de monstruoso tamaño, colocada sobre un bloque de mármol, iluminaba una vasta estancia y descubrió a mis ojos cinco escaleras, cuyas barandas, hechas de metales diferentes, se desvanecían en la oscuridad. Nos detuvimos y el anciano rompió el silencio diciendo:

—Elige una de estas escaleras. Sólo una te llevará al tesoro de Omultakos. Las demás se pierden en las profundidades cavernosas, y de ellas jamás se vuelve. Allí donde conducen no encontrarás más que hambre, y los huesos de aquellos que hace mucho tiempo ya se perdieron.

Una vez pronunciadas estas palabras, desapareció, y escuché el ruido de una puerta al cerrarse tras él.

¡Juzgad mi horror, vosotros que habéis oído rechinar sobre sus goznes las puertas de ébano que nos confinan para siempre en este lugar de tormento! Verdaderamente, estoy dispuesta a asegurar que mi posición era, si esto es posible, más espantosa aún que la vuestra, pues me hallaba en completa soledad. Caí al suelo sobre la base de un bloque de mármol. Una somnolencia, como aquella que nos embarga al término de nuestra existencia mortal, se apoderó de mis sentidos. De repente una voz clara, dulce, insinuante como la de Kalilah, aleteó en mis oídos. Creí, como en un sueño, verle al borde de una de las escaleras, la que tenía barandilla de bronce. Un guerrero majestuoso, con una diadema en su pálida frente, le tenía cogido de la mano.

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