—Tendréis que ayudarnos a salir de aquí —dije—. Sabéis dónde están los centinelas. No deseamos hacerles daño, pero tenemos que sacaros de aquí, y yo tengo que liberar a Tomás y Jesusa.
—Podemos ayudaros a escapar —dijo Paz—. Pero no a llegar hasta Tomás y Jesusa. Ya habéis visto que están vigilados, y en medio de la población.
—Si están donde decís, casi puedo llegar hasta ellos bajando por la pared de la montaña. Parece muy vertical, pero tiene buena cobertura de plantas.
—Pero no podrás sacar a Tomás y Jesusa por ese mismo camino.
La miré, gustándome el modo en que estaba cerca de Aaor, el modo en que tendía una de sus manos para sostener el brazo sensorial que rodeaba su cuello. Y, aunque era algunos años mayor, resultaba dolorosamente parecida a Jesusa.
Hablé en oankali con Aaor:
—Esta noche, coge a tus cónyuges y márchate de este lugar. Espérame en la caverna que hay en el cañón.
—Tú no me abandonaste a mí —me dijo Aaor, obstinadamente, en español.
—Yo puedo llegar hasta ellos —le dije—. Solo y enfocado, puedo subir por entre las terrazas y evitar a los guardias…, o sorprenderlos y dejarlos inconscientes a aguijonazos. Y ninguna puerta me va a impedir llegar a Jesusa y Tomás. Puedo bajarlos por la pared, hasta el cañón. Tú los has visto escalar, especialmente a Jesusa. Y, si es preciso, llevaré a Tomás a mis espaldas…, lo quiera él o no. Así que, esta noche, te llevas a tus cónyuges a lugar seguro. Y te llevas a Santos por mí. Quiero mantener la promesa que le he hecho.
Al cabo de un rato, Aaor asintió con la cabeza.
—Si no vienes a reunirte con nosotros, volveré a buscarte.
—Quizá fuera mejor para ti que no lo hicieras —le dije.
—No me pidas algo imposible —respondió, y guió a sus cónyuges de vuelta a la cabaña de piedra.
Planeábamos irnos aquella misma noche, ya tarde…, Aaor con los humanos bajando por su serpenteante camino, luego descendiendo por las terrazas y un sendero abandonado, muy en pendiente y lleno de hierbajos, hasta llegar al cañón. Yo pensaba bajar por el otro lado de la montaña y abrirme camino hasta llegar tan cerca como me fuera posible del lugar en que tenían presos a Jesusa y Tomás.
Hubiera funcionado. La gente del pueblo de montaña hubiese quedado libre de nosotros y hubiese podido seguir en su aislamiento hasta que Nikanj mandase un transbordador a gasearlos y recogerlos.
Pero, por la tarde, un grupo de machos armados subió por el sendero que llevaba a la cabaña de piedra.
Los oímos, olimos su sudor y su pólvora mucho antes de verlos. No había tiempo para que Aaor cambiase a Javier y Paz, devolviéndoles las deformidades que les había quitado.
—¿Tenían deformes los rostros? —le pregunté a Aaor.
Asintió con la cabeza.
—Pequeños tumores. Muy visibles.
Y ningún lugar en el que esconderse. Podíamos subir hasta la caverna de Santos, pero, ¿de qué nos iba a valer eso? Si los pueblerinos no hallaban a nadie en la cabaña, seguro que buscarían en la caverna. Y si empezábamos a descender por el otro lado de la montaña nos descubrirían enseguida. No había otra cosa que hacer sino esperar.
—¿Cuatro? —le pregunté a Aaor.
—Huelo cuatro.
—Los dejamos entrar y los aguijoneamos.
—Nunca he aguijoneado a nadie.
Miré hacia sus cónyuges.
—¿No dejaste anoche inconsciente al menos a uno de ellos?
Sus tentáculos sensoriales se anudaron contra su cuerpo, por el azaramiento, y sus cónyuges se miraron el uno al otro y sonrieron.
—Puedes aguijonear —le dije—. Y espero que ahora ya puedas soportar el que te disparen. Deberías poder.
—Creo que puedo soportarlo. Creo que, ahora, podría soportar cualquier cosa.
Entonces estaba sano. Y, si podía mantener vivos a sus humanos, seguiría sano.
—¿Hay alguna señal que debáis hacerles? —le pregunté a Javier.
—Uno de nosotros debería de estar fuera, montando guardia —me dijo—. Sin embargo, no les sorprenderá que no lo estemos. Creo que, en esta tarea, sólo los ancianos vigilan como debería hacerse. Quiero decir que Tomás y Jesusa se fueron hace ya dos años, y no ha habido nunca ningún problema…, hasta ahora.
Relajación. Bien.
La cabaña era pequeña y no había en ella lugar donde esconderse. Mandé a los tres humanos por el serpenteante camino hacia la caverna de Santos. La vegetación era densa, incluso tan cerca de la cima, y una vez girasen uno de los recovecos ya no serían visibles desde la cabaña de piedra. No los encontrarían, a menos que alguien subiese tras de ellos. Y Aaor y yo teníamos que ocuparnos de que nadie lo hiciese. Esperamos dentro de la choza. Si podíamos lograr que los recién llegados entrasen, había menos posibilidades de matar accidentalmente a alguno de ellos porque cayese ladera abajo.
Toqué a Aaor cuando escuché a los hombres alcanzar nuestro nivel.
—Por el bien de Jesusa y Tomás, no podemos dejar que ninguno de ellos escape.
Sin palabras, Aaor me dio su acuerdo.
—¡Javier! —gritó uno de los que llegaban, antes de alcanzar la puerta de la cabaña—. ¡Oye, Javier! ¿Dónde estás?
Las ventanas de la cabaña eran pequeñas y altas, y las paredes gruesas. No era fácil mirar por ellas para ver si había alguien dentro, así que no me extrañó el que uno de los humanos abriese la puerta de una patada.
Los ojos humanos se ajustan lentamente a la repentina oscuridad. Nos quedamos tras la puerta y esperamos, confiando en que al menos dos de los hombres entrarían, medio ciegos.
Sólo uno lo hizo. Lo aguijoneé justo antes de que lograse gritar. A sus amigos les pareció que se desplomaba sin motivo. Dos de ellos lo llamaron y dieron un paso dentro para ayudarle. Aaor cazó a uno, y a mí se me escapó el otro por los pelos; le volví a golpear, y le di cuando estaba justo saliendo por la puerta.
El cuarto me estaba apuntando con su rifle. Me zambullí bajo él mientras lo disparaba. La bala arañó el suelo, justo junto a la cara de uno de sus amigos caídos.
Lo agarré con mis manos de fuerza, le arranqué el arma con mis manos sensoriales, la vacié, y la lancé tan lejos que fue más allá de la ladera, hasta caer al cañón. Aaor se estaba librando del mismo modo de las otras.
El hombre que estaba entre mis brazos de fuerza se debatía locamente, gritando y maldiciéndome, pero no lo aguijoneé. Era un macho alto y extraordinariamente fuerte, anguloso y de cabello cano. Era uno de los viejos humanos estériles…, uno de aquellos a los que el pueblo llamaba ancianos. Yo quería ver cómo respondía a nuestro aroma, cuando se sobrepusiese a su miedo inicial. Y quería averiguar por qué él y los tres jóvenes fértiles habían subido a la cabaña. Deseaba conocer también lo que él supiese acerca de Tomás y Jesusa.
Lo arrastré hacia dentro de la choza y le hice sentarse a mi lado en la cama. Cuando dejó de debatirse, lo solté.
Su repentina libertad pareció confundirle. Me miró, luego miró a Aaor, que estaba metiendo a rastras a uno de sus amigos en la choza. Después se puso en pie de un salto y trató de escapar a la carrera.
Lo cacé, lo alcé en el aire y lo volví a sentar en la cama. Esta vez se quedó.
—¡Así que esos malditos pequeños Judas nos traicionaron! —dijo—. ¡Serán fusilados! ¡Si no regresamos, serán fusilados!
Me alcé y cerré la puerta, luego toqué a Aaor para señalarle en silencio:
—Dejemos que nuestro aroma actúe un rato en ellos.
Lo aceptó, aunque no le veía la razón. Dio la vuelta a uno de los machos y le quitó la camisa. El cuerpo y la cara del hombre estaban deformados por tumores. Su boca estaba tan deformada que parecía poco probable que pudiera hablar normalmente.
—Tenemos tiempo —dijo Aaor en voz alta—. Y no quiero dejarlos así.
—Si los reparas, no podrán volver a su casa —le recordé—. Su propia gente los matará.
—¡Entonces, que se vengan con nosotros! —Se tendió junto al hombre de la boca deforme y le clavó una mano sensorial y muchos tentáculos.
El anciano se lo quedó mirando, luego se puso en pie y dio unos pasos en dirección a Aaor. Su lenguaje corporal decía que estaba confuso, temeroso y hostil. Pero se limitaba a mirar.
Al cabo de un rato, algunos de los tumores comenzaron a disminuir visiblemente de tamaño, y el anciano se echó hacia atrás y se persignó.
—¿Habremos de llevárnoslos con nosotros cuando los hayamos curado? —le pregunté al anciano—. ¿Los matará tu gente?
Me miró.
—¿Dónde están los que había en esta casa?
—Con Santos. Temíamos que recibiesen accidentalmente un disparo.
—¿Los habéis curado?
—Y a Santos.
Agitó la cabeza.
—¿Y cuál será el precio de tanta amabilidad? ¿La esterilidad? ¿Una larga, lenta muerte? Esto es lo que tu especie me dio a mí.
—No los estamos haciendo estériles.
—¡Eso es lo que tú dices!
—Nuestra gente vendrá pronto aquí. Tendréis que decidir entre uniros a nosotros, iros a la colonia humana de Marte, o permanecer aquí, pero estériles. Si esos hombres deciden venirse con nosotros o irse a Marte, ¿para qué iban a ser esterilizados? Y, si deciden quedarse aquí, ya se ocuparán otros de hacerlo: no es un trabajo que me apetezca.
—¿La colonia de Marte? ¿Quieres decir que en Marte viven humanos sin los oankali? ¿En el planeta Marte?
—Sí, cualquier humano que lo desee puede ir allí. La colonia tiene ya cincuenta años de edad. Si alguien decide ir a Marte, nosotros nos ocuparemos de que recupere la fertilidad y de que sea capaz de tener hijos sanos.
—¡No!
Me encogí de hombros.
—Éste es nuestro mundo. Tu gente puede ir a Marte, si quiere.
—Sabes que no lo haremos.
Silencio.
Miró de nuevo a lo que estaba haciendo Aaor. Varios de los más pequeños tumores visibles ya se habían desvanecido. Su expresión, su lenguaje corporal, eran extrañamente falsos. Estaba fascinado y no deseaba estarlo. Quería estar disgustado, y hacía ver que lo estaba.
Estaba algo más que fascinado: estaba envidioso. Hacía tiempo, antes de que lo soltasen para convertirse en un resistente, debió de experimentar el toque de un ooloi. Todos los humanos de su edad habían sido manejados por un ooloi. ¿Lo recordaba y lo quería de nuevo, o se trataba únicamente del efecto que le producía nuestro olor? Los ooloi oankali asustaban a los humanos por lo muy diferentes que eran. Aaor y yo resultábamos mucho menos aterradores. Quizás esto permitía que los humanos respondiesen más libremente a nuestro aroma. O tal vez fuese que, siendo nosotros mismos en parte humanos, nuestro olor les resultase más atractivo.
Cuando hube comprobado el estado de los dos humanos que estaban en el suelo, visto que se hallaban realmente inconscientes y que era muy probable que siguiesen así por un rato, tomé al anciano por el hombro y lo llevé hasta la cama.
—Esto es más confortable que el suelo —le dije.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó.
—Echarte una ojeada…, asegurarme de que eres tan saludable como aparentas serlo.
Había estado resistiendo durante un siglo entero. Había estado enseñándoles a los niños que la gente como yo éramos demonios, monstruos; que era mejor sufrir una enfermedad genética, desfigurante y deformadora, que bajar de las montañas en busca de los oankali.
Se tendió en la cama, más ansioso que temeroso, y, cuando me eché a su lado, tendió las manos y me acercó a él, probablemente del mismo modo en que atraía a su compañera humana, cuando estaba especialmente ansioso de ella.
Para cuando empezó a hacerse oscuro, nuestros cautivos ya se habían convertido en nuestros aliados. Eran Rafael, cuyos tumores había curado Aaor y cuya boca había mejorado, y Ramón, el hermano de Rafael. Ramón era un jorobado, que ahora sabía que no tenía por qué seguir siéndolo. Y, aunque no habíamos tenido el tiempo bastante como para cambiarlo del todo, ya lo habíamos enderezado un poco. Y también estaba Natal, que llevaba años siendo sordo. Ya no lo era.
Y estaba el anciano, Francisco, que aún estaba confuso, al estilo de como antes lo había estado Santos. Le asustaba el habernos aceptado tan rápidamente…, pero el caso era que nos había aceptado. No quería bajar la montaña para regresar a su pueblo; quería quedarse con nosotros. Lo mandé arriba, a buscar a Santos, Paz y Javier, para que volviesen. Suspiró y se fue, pensando que era una prueba de su nueva lealtad. Después de todo, era el único que no había necesitado de nuestra curación.
Cuando los hubo traído de vuelta, le pregunté si podía sacar a Tomás y Jesusa de prisión.
—Podría hablar con ellos —me dijo—, pero los guardias no me iban a dejar sacarlos. Todo el mundo está muy nervioso. Dos de los guardias de la otra noche juran que vieron a cuatro personas y no sólo a dos. Es por esto por lo que nos mandaron aquí: alguna gente pensaba que Paz y Javier podían haber visto algo o, aún peor, podían estar metidos en problemas.
Miró a Paz y Javier, que al entrar habían ido directos a Aaor, que enroscó un tentáculo sensorial en torno a cada cuello, dándoles la bienvenida como si llevasen días ausentes.
Jesusa y Tomás ya llevaban dos días separados de mí. Aún no estaba desesperado por ellos, pero podría estarlo dentro de un par de días más si no lograba liberarlos. El saber esto me inquietaba y me hacía sentir deseos de actuar. Salí de la demasiado atestada cabaña y fui a sentarme a la pelada roca del exterior. Era el atardecer, y los dos hermanos, Rafael y Ramón, se habían metido en la despensa de la cabaña para preparar una comida.
Francisco y Santos salieron a donde yo estaba y se sentaron uno a cada lado. Podíamos ver el poblado allá abajo, por entre la neblina del humo de los fuegos de las cocinas.
—¿Cuándo os vais a ir? —me preguntó Santos.
—Después de que oscurezca, antes de que salga la Luna.
—¿Les vas a ayudar? —le preguntó a Francisco.
Éste frunció el ceño.
—He estado tratando de pensar en lo que puedo hacer. Creo que bajaré y esperaré. Si Khodahs necesita ayuda, si lo atrapan, quizá yo pueda darle el tiempo que necesita para demostrar que no es un animal peligroso.
Santos hizo una mueca burlona.
—Es un animal peligroso.
Francisco lo miró con disgusto.
—Deberías contemplar a Khodahs desde ese punto de vista —insistió Santos—. Su gente vendrá y destruirá todo lo que tú te has pasado toda la vida construyendo.