Imago (30 page)

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Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Imago
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—Vuélvete a tu cueva, Santos. Púdrete allí.

—Seguiré a Khodahs —afirmó Santos—. No me importa lo que haga; de hecho, me encanta. Pero yo no me llamo a engaño: probablemente esta gente no nos matará, pero sí se nos tragará enteros.

Francisco agitó la cabeza.

—¿Qué tal respiras estos días, Santos? ¿Cuántas veces te han partido la nariz? ¿Y de qué te ha servido que lo hicieran?

Santos se lo quedó mirando un rato, luego se desternilló de risa.

Puse un brazo sensorial en torno al cuello de Santos, atrayéndolo hacia mí. No intentó decir nada más. Realmente, no parecía que intentase hacer ningún daño. Sólo disfrutaba del tener, por una vez, la carta más alta, al saber algo que no había sabido un anciano de un siglo de edad…, algo que también yo había pasado por alto. Se estaba riendo de ambos. Sin embargo, se mantuvo quieto y callado mientras yo le arreglaba la nariz. En el corto espacio de tiempo de que disponía no podía hacer que tuviese un aspecto mucho mejor, pues eso significaba modificar el hueso, al tiempo que el cartílago. Hice un poquito de este arreglo, para que pudiese respirar con la boca cerrada si lo deseaba. Pero lo que reparé, sobre todo, fueron los daños a los nervios. A Santos no le habían golpeado únicamente en la nariz: le habían abierto la cabeza a conciencia. Su cuerpo podía «saborear» y disfrutar de la sustancia ooloi que yo no podía evitar soltar cuando le penetraba la piel; con eso era con lo que me lo había ganado. Pero casi no podía oler nada.

—¿Qué es lo que le estás haciendo? —me preguntó Francisco, sin estar especialmente interesado. Su sentido del olfato era excelente.

—Reparándolo un poco más —le dije—. Esto lo mantiene callado, y le prometí que lo repararía. Con el tiempo, casi será tan alto como tú.

—Ya que estás en ello, séllale la boca —me dijo Francisco—. Creo que ahora bajaré.

—¿Aún quieres venir con nosotros?

—Naturalmente.

Sonreí. Me gustaba. Parecía que no podía dejar de gustarme la gente a la que seducía. Incluso Santos.

—Irás a Marte, ¿no?

—Sí. —Hizo una pausa—. Sí, creo que sí. Quizá no lo hiciera, si estuvieras buscando cónyuges. ¡Ojalá lo estuvieras!

—Gracias —le dije—. Si cambias de idea, puedo ayudarte a encontrar cónyuges, oankali o construidos.

—¿Como tú?

—Tu ooloi sería un oankali.

Agitó la cabeza.

—Entonces será Marte. Con mi fertilidad restaurada.

—Absolutamente.

—¿Dónde debo de encontrarme de nuevo contigo, una vez hayas sacado a Jesusa y Tomás?

—Sigue el sendero, río abajo. Ven tan rápidamente como te sea posible, pero con cuidado. Si no puedes escapar, piensa que, de todos modos, mi gente vendrá pronto. No te harán daño, y te mandarán a Marte si aún deseas ir.

—Preferiría irme contigo.

—Encantado de que vengas con nosotros. Sólo que no te hagas matar por intentarlo. Tú eres mucho mayor que yo, se supone que deberías de haber aprendido a tener paciencia.

Rió sin humor.

—Aún no he aprendido, pequeño ooloi. Y probablemente nunca lo logre. Estáte atento a mí en el sendero del río.

Nos dejó, y yo seguí reparando a Santos hasta que fue el momento en que debía irme. Cuando lo dejé, ya tenía un sentido del olfato bastante bueno.

—No causes problemas —le dije—. Usa ese buen cerebro tuyo para ayudar a escapar a esa gente.

—A Francisco no le hubiera importado que le hicieses lo que nos estás haciendo a nosotros —me dijo—. Yo imaginé lo que era, y no me importa.

—Ya experimentaré cuando no anden en juego las vidas de mis cónyuges. Santos, hasta que estemos lejos de este lugar, intenta estar callado, a menos que tengas algo útil que decir.

Entré en la cabaña y le informé a Aaor de que me marchaba.

Dejó a sus cónyuges y la comida que habían estado comiendo. Había usado más energía que yo, curando a humanos. Probablemente necesitaba los alimentos.

Ahora me abrazó con sus cuatro brazos, y nos conectamos:

—Si no nos sigues, volveré a por ti —me dijo en silencio.

—Os seguiré. Francisco me va a ayudar…, si resulta necesario.

—Lo sé. Lo he oído. Y aún sigo heredando a Santos.

—Usa su mente y empuja su cuerpo sin compasión. Este viaje debería servir para ello. Y tendrías que ponerte ya en marcha.

—De acuerdo.

Me marché y caminé montaña abajo, utilizando el sendero cuando me resultaba conveniente e ignorándolo en caso contrario. Los humanos que iban con Aaor lo encontrarían oscuro y tendrían que andar con cuidado. Para mí estaba bien iluminado con el calor de todas las plantas que crecían en él. Tuve que pasar por encima de la meseta sobre la cual estaba edificada la población y caminar a un nivel más bajo del de la ancha extensión plana, por debajo de la línea de vigilancia de cualquier centinela del poblado. Y luego tendría que subir por allá donde las terrazas, repletas de vegetales creciendo, me mantendrían oculto durante tanto tiempo como fuera posible.

11

Cuando llegué al poblado permanecí tendido en una terraza hasta que, prácticamente, todos los sonidos de gente moviéndose y hablando hubieron cesado a mi alrededor. Por el oído y el olfato calculé dónde estaban patrullando los centinelas. Traté de escuchar a Jesusa o Tomás, o a otra gente hablando de ellos, pero casi nadie decía nada: únicamente un par de machos se estaban preguntando qué sería lo que aquellos dos habrían visto en sus correrías. Y una hembra le estaba explicando a un niño medio adormilado que los dos habían sido «malos, muy malos», y que como castigo los habían encerrado. Francisco le estaba explicando a alguien que, con cinco guardianes en lo alto de la montaña ya bastaba, y que él quería dormir en su cama y no en un suelo de piedra.

No le preguntaron más. Sin duda, el ser un anciano tenía sus privilegios. Me pregunté cuánto duraría mi influencia sobre él, y cómo reaccionaría cuando ésta acabase. Mejor sería no quedarse para averiguarlo. Deliberadamente, no le había dicho nada de la caverna en donde debíamos encontrarnos; voluntariamente o no, podría llevar a otros a ella.

De repente, se escuchó un alarido y el sonido de un golpe. Me quedé helado durante un rato, antes de darme cuenta de que no tenía nada que ver con nosotros: allá cerca estaban discutiendo un hombre y una mujer, maldiciéndose el uno al otro. El macho había golpeado a la hembra. Y lo volvió a hacer varias veces, y ella siguió lanzando alaridos. Incluso a los oídos humanos debían de agredirles aquellos terribles sonidos.

Me arrastré desde las terrazas hasta dentro del poblado.

Estaba cerca de Jesusa y Tomás, cerca del edificio que me habían señalado desde la montaña. No podía ir directamente hacia él: había casas por el camino y otros dos altos escalones de piedra más, que elevaban el nivel del suelo. La meseta no era tan plana como parecía, y aquí y allí habían sido construidas paredes de piedra para retener la tierra del suelo y crear las plataformas planas sobre las que habían sido erigidas las casas. En realidad, por todas partes habían construido terrazas artificiales, tanto para las casas como para los campos de labor.

Había senderos y escaleras para facilitar los movimientos entre niveles, pero estaban patrullados, así que los evité.

Acurrucado bajo una de las hileras de rocas, capté el aroma de Jesusa. Estaba justo encima, justo por delante; y también había un leve olor a Tomás.

Pero, entre medio…, había otros dos machos armados.

Me puse cuidadosamente en pie y atisbé por encima de la pared de la terraza. Desde donde estaba, lo único que podía ver eran más paredes…, paredes de edificios. No había gente fuera.

Subí lentamente, mirando a todas partes. De repente, alguien salió de una puerta y se alejó por el sendero. Aplasté mi cuerpo contra una pared de grandes piedras planas.

A mi alrededor, la gente dormía con respiraciones lentas y acompasadas. El macho irritado, que aún estaba a una cierta distancia de mí, había dejado de golpear a su compañera. No me aparté de la pared hasta que la persona que había salido de la puerta, una hembra preñada, hubo recorrido el sendero y tomado unas escaleras que la llevaban a un nivel inferior.

Más allá, en el camino al que me veía confinado, reconocí al edificio redondo: un semicilindro de lisa piedra gris. Tanto Tomás como Jesusa estaban dentro, aunque no creía que estuvieran juntos. Caminé hacia él, con todos mis tentáculos sensoriales apretados en nudos previos al aguijonazo y con los brazos sensoriales enrollados contra mi cuerpo. Si podía hacer lo que tenía que hacer sin ruido, lograríamos escapar, y no sería sino hasta el alba cuando alguien se diera cuenta de que los presos se habían fugado.

El edificio tenía pesadas puertas de madera.

Con el tiempo suficiente podría haberlas derribado, pero eso causaría gran estrépito. Y alguien podía pegarme un tiro antes de que hubiera acabado.

Desenrollé un brazo sensorial y tanteé la puerta. Los filamentos de mi mano sensorial la podían penetrar tan fácilmente como penetraban en la piel. Era una puerta de madera en un marco de madera, mantenida cerrada por un sólido travesaño de madera que descansaba sobre unos soportes metálicos. Muy sencillo: los soportes metálicos eran simples ángulos de hierro, barras aplanadas y en forma de ele, dos de ellos clavados al marco y los otros dos a las hojas de la puerta.

Cuidadosa y silenciosamente, hice pudrirse la madera que sostenía los tornillos de sujeción de los soportes de la puerta. Para ello, inyecté un líquido corrosivo a través de mi mano sensorial, y la madera comenzó a desintegrarse de inmediato. No podría haber destruido toda la puerta de este modo, pero no había problema en deshacerme de las pequeñas porciones de la madera que contenían los tornillos. Por así decirlo, lo que hice fue digerir esa madera.

Al cabo de un tiempo el pesado madero que era el travesaño se deslizó al suelo.

Los dos hombres que había dentro lanzaron gritos de sorpresa, luego maldijeron e hicieron varios movimientos rápidos y ruidosos. Se acercaron juntos a examinar la puerta, y se preguntaron el uno al otro qué habría sido lo que la había hecho pudrirse de aquel modo.

Cuando me arrojé contra la puerta, estaban justo donde deseaba que estuviesen. La puerta los derribó al suelo antes de que pudieran alzar sus rifles. Aguijoneé primero a uno, luego al otro, con un latigazo de cada uno de mis brazos sensoriales. Ambos quedaron inconscientes. Y sólo pudo haber sido un simple reflejo lo que hizo que uno de ellos disparase su arma.

La bala rebotó en una pared de roca y se aplastó contra otra.

Y, de repente, por todas partes se oyeron voces.

Jesusa estaba tan cerca…, pero no había tiempo.

Salí por la puerta abierta, pensando en desaparecer por un rato, para volverlo a intentar más tarde.

En el exterior había un bosque de largos rifles de madera y metal. La gente había saltado de sus camas a la calle, algunos de ellos aún desnudos, pero todos armados.

Volví a entrar de un salto y cerré de un empellón la pesada puerta, mientras la gente disparaba contra ella. Agarré el travesaño, lo puse en ángulo contra el suelo, y lo forcé a patadas a atrancar la puerta. No serviría de mucho contra sus rifles y sus cuerpos, pero me daría algo de tiempo.

¿Qué hacer? Me matarían antes de que pudiese hablar. Me matarían en cuanto llegasen a mí. Y, si iba al lugar donde estaba confinada Jesusa, quizá también la matasen a ella.

Agarré a los dos guardias y les hice despertarse. Los puse en pie, les obligué a ponerse uno a cada lado de mi cuerpo y a respirar lo que pudiesen de mí.

Al principio se debatieron un poco, luego enrosqué mis brazos sensoriales a su alrededor y les inyecté la sustancia ooloi. Tenía que acallarlos antes de que la puerta cediese.

—Salvad vuestras vidas —les dije con voz queda—. No dejéis que vuestra propia gente os dispare. ¡Haced que os escuchen!

Y, en ese momento, la puerta cedió.

La gente entró como una marea en la sala, dispuesta a disparar. Mantuve a los dos centinelas frente a mí, agarrándolos con sólo mis manos de fuerza visibles. Cuanto menos alienígena pareciese ahora, más probable sería que siguiese con vida algunos momentos más.

—¡No nos disparéis! —gritó el guardián que tenía bajo mi mano derecha.

—¡No disparéis! —le hizo eco el otro—. ¡No nos está haciendo daño!

—¡Es un alienígena! —gritó alguien.

—¡Un oankali!

—¡Cuatro brazos!

—¡Matadlo!

—¡No! —aullaron al mismo tiempo mis prisioneros.

—¡Puede asesinar a la gente con su aguijón! ¡Matémoslo!

—No hay necesidad de matarme —les dije. Conscientemente, traté de sonar del modo en que lo hacía Nikanj cuando quería asustar y hacer cooperar al mismo tiempo a los humanos—. No quiero haceros daño, pero, si me disparáis, puedo perder el control y matar a varios de vosotros antes de morir.

Silencio.

—No os quiero hacer ningún daño.

De nuevo el insulto y, evidentemente, era un insulto grave:

—¡Cuatro brazos!

Y, otro:

—¡Echan veneno, como las serpientes!

—No he venido a envenenar a nadie —les dije—. No deseo mal a nadie.

—¿Y qué es lo que buscas aquí? —preguntó uno de ellos.

Dudé, y alguien contestó por mí:

—¿Es que no está claro lo que busca esa cosa? ¡A los prisioneros…, ha venido a por ellos!

—He venido a por ellos —acepté, con voz suave.

La gente empezó a parecer insegura. Les estaba haciendo vacilar…, probablemente más con mi aroma que con nada de lo que les estaba diciendo. Lo único que tenía que hacer era mantenerlos allí durante algo más de tiempo, y quizá ellos mismos fueran a buscar a Jesusa y Tomás para traérmelos. Probablemente, si se lo pedía, los dos que tenía entre las manos ya estarían dispuestos a hacerlo. Pero aún los necesitaba donde estaban…, por algún tiempo más.

—Si me matáis —les dije—, mi gente lo descubrirá. Y aquellos que me disparen nunca más volverán a ser libres ni a vivir en un planeta. Preguntádselo a vuestros ancianos…, ellos se acuerdan.

La gente empezó a mirarse entre sí, dubitativa. Algunos bajaron sus armas y se quedaron sin saber qué hacer. Los humanos siempre habían tenido el miedo de que pudiésemos leerles el pensamiento. Sin duda era por eso por lo que sentían pavor a que nadie de su pueblo descendiese a las tierras bajas. La mayoría de ellos jamás lograría entender que lo que realmente leíamos, por dentro y por fuera, era sus cuerpos. Y, si nos mostrábamos alerta y competentes, más de lo que yo había sido con Santos, sus cuerpos podían guardar pocos secretos para nosotros.

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