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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Juego de Tronos (52 page)

BOOK: Juego de Tronos
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—¿No se te ocurre ninguna palabra que rime con «gallina»? —le preguntó.

Volvió a espolear el caballo, adelantó al bardo y fue a situarse junto a Ser Rodrik y a Catelyn Stark. Ella lo miró con los labios apretados en una línea delgada.

—Como iba diciendo antes de que nos interrumpieran tan groseramente —dijo Tyrion—, el cuento que os contó Meñique tiene un fallo muy grave. Penséis lo que penséis de mí, Lady Stark, de una cosa podéis estar segura: jamás apuesto contra mi familia.

ARYA (3)

El enorme gato negro, al que le faltaba una oreja, arqueó el lomo y bufó.

Arya recorrió el callejón descalza, pisando con apenas la punta del pie, atenta a los latidos de su corazón, respirando con bocanadas breves y profundas. «Silenciosa como una sombra —se dijo—, ligera como una pluma.» El gato la observaba acercarse con ojos cautelosos.

Cazar gatos era difícil. Tenía las manos llenas de arañazos a medio curar, y las dos rodillas cubiertas de costras en los puntos donde se las había dejado en carne viva en diferentes caídas. Al principio hasta el gato gordo del cocinero había conseguido eludirla, pero Syrio la obligó a insistir, día y noche. Cuando Arya corrió a él con las manos ensangrentadas, su respuesta fue:

—¿Tan lenta eres? Tendrás que moverte más deprisa, chica. Tus enemigos no se limitarán a arañarte. —Le había untado las manos con fuego myriense, que escocía tanto que tuvo que morderse el labio para no gritar. Y a continuación el hombre la envió a cazar más gatos.

La Fortaleza Roja estaba llena de gatos: gatos viejos y perezosos que sesteaban al sol, cazarratones de ojos fríos y colas erizadas, cachorrillos rápidos con garras afiladas como agujas, gatas repeinadas y confiadas, sombras escuálidas que rondaban los vertederos de basura... Arya los había cazado a todos, uno por uno, para presentárselos con orgullo a Syrio Forel. Sólo le faltaba aquél, el demoníaco gato negro de una sola oreja.

—Es el verdadero rey del castillo —le había dicho uno de los hombres de capa dorada—. Viejo como el pecado y el doble de malo. Una vez, el Rey había organizado un festín en honor del padre de la Reina, y ese cabrón negro saltó a la mesa y le quitó de las mismísimas manos a Lord Tywin su codorniz asada. Robert se rió tanto que estuvo a punto de darle un ataque. Ni se te ocurra acercarte a ése, niña.

La había hecho correr por medio castillo, dos veces en torno a la Torre de la Mano, a través del patio interior, por los establos, escaleras de caracol abajo, más allá de la pequeña cocina, las pocilgas y los barracones de los capas doradas, junto al pie del muro que daba al río, y escaleras arriba hasta el Paseo del Traidor; luego otra vez abajo, cruzando una puerta y en torno a un pozo, saliendo y entrando en edificios desconocidos, hasta que Arya estuvo desorientada por completo.

Y por fin, ya lo tenía. Había muros altos a ambos lados, y delante una pared de piedra sin ventanas. «Silenciosa como una sombra —se repitió mientras se deslizaba hacia adelante—, ligera como una pluma.»

Cuando estaba a tres pasos de él, el gato trató de escapar. Primero a la izquierda, luego a la derecha, y de derecha a izquierda corrió también Arya para cortarle el camino. Bufó de nuevo y trató de pasar entre sus piernas. «Rápida como una serpiente», pensó ella. Agarró al gato con ambas manos. Lo estrechó contra su pecho, riendo y bailoteando mientras las zarpas del animal le arañaban la pechera del chaleco de cuero. Siempre rápida, besó al animal entre los ojos, y retiró el rostro antes de que se lo arañara. El gato bufó y se retorció.

—¿Qué hace ese chico con el gato?

Arya se sobresaltó, soltó al animal y se giró hacia el lugar de donde venía la voz. El gato desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Al final del pasadizo había una niña de rizos dorados, con un vestido de seda azul hermoso como el de una muñeca. A su lado había un niño rubio y gordito, que llevaba un venado rampante bordado en perlas en el jubón y una espada en miniatura a la cintura. «La princesa Myrcella y el príncipe Tommen», pensó Arya. Tras ellos se alzaba una septa de una corpulencia increíble, seguida por dos hombres que lucían la capa escarlata de la guardia de los Lannister.

—¿Qué le estabas haciendo al gato, chico? —insistió Myrcella. Se volvió a su hermano—. Qué chico tan zarrapastroso, ¿verdad? —dijo con una risita.

—Zarrapastroso y maloliente —asintió Tommen.

Arya se dio cuenta de que no la habían reconocido. ¡Ni siquiera se percataban de que era una chica! Tampoco resultaba extraño: iba descalza y sucia, la larga persecución por el castillo le había enredado el pelo, vestía un chaleco de cuero roto por los zarpazos de los gatos, y unos pantalones marrones de tela basta, doblados justo por encima de sus rodillas llenas de costras. Nadie se pone faldas de seda para cazar gatos. A toda prisa, inclinó la cabeza y clavó una rodilla en el suelo. Quizá no la reconocieran. De lo contrario, sería espantoso. La septa Mordane lo consideraría un insulto personal y Sansa no volvería a dirigirle la palabra.

—¿Qué haces aquí, chico? —preguntó la gruesa septa adelantándose un paso—. En esta parte del castillo no se puede entrar.

—A estos mocosos no hay quien se lo impida —dijo uno de los hombres de capa roja—. Es como intentar mantener a raya a las ratas.

—¿Quiénes son tus padres, chico? —insistió la septa—. Responde. ¿Qué te pasa, eres mudo?

Arya no podía decir palabra. Si hablaba, Tommen y Myrcella la reconocerían de inmediato.

—Tráelo aquí, Godwyn —ordenó la septa.

El guardia más alto echó a andar hacia ella. Arya sintió que el pánico le aferraba la garganta como la mano de un gigante. «Tranquila como las aguas en calma», se dijo para sus adentros.

Godwyn fue a agarrarla, y entonces Arya se movió. «Rápida como una serpiente.» Se inclinó hacia la izquierda, permitiendo que los dedos del hombre apenas le rozaran el brazo, y giró a su alrededor. «Suave como la seda de verano.» Cuando él se dio la vuelta. Arya ya corría por el pasadizo. «Veloz como un ciervo.» La septa le gritaba algo. Ella se deslizó entre sus piernas, gruesas y blancas como columnas de mármol, rodó hacia el príncipe Tommen y saltó sobre él. El niño cayó sentado, con un sonoro
uf
. Esquivó al segundo guardia y escapó a toda velocidad.

Oyó a su espalda gritos y pasos apresurados que se acercaban más y más. Se dejó caer y rodó por el suelo. El capa roja pasó alocadamente junto a ella. Arya se puso en pie de un salto. Vio una ventana en el muro, alta y estrecha, poco más que una tronera. Saltó, se agarró al alféizar y se izó. Contuvo la respiración y se retorció para atravesarla. «Resbaladiza como una anguila.» Cayó al otro lado ante una sobresaltada fregona, se levantó, se sacudió la ropa y echó a correr de nuevo. Salió por la puerta a un pasillo largo, bajó por unas escaleras, cruzó un patio oculto, dobló una esquina, saltó un muro y se coló por una ventana baja y estrecha que daba a un sótano oscuro. Los sonidos quedaron a su espalda, cada vez más amortiguados.

Arya estaba sin aliento y completamente extraviada. Si la habían reconocido iba a tener problemas, pero creía que no había sido así. Se había movido muy deprisa. «Veloz como un ciervo.»

Se acuclilló en la oscuridad contra una pared de piedra húmeda, y prestó atención por si oía sonidos de sus perseguidores. Pero lo único que le llegó a los oídos fueron los latidos de su corazón y el goteo distante del agua. «Silenciosa como una sombra», se dijo. ¿Dónde se encontraba? Los primeros días después de llegar a Desembarco del Rey tenía pesadillas en las que se veía perdida en el castillo. Su padre decía que la Fortaleza Roja era más pequeña que Invernalia, pero en sus sueños le parecía inmensa, un laberinto interminable de piedras que parecían moverse y cambiar a su espalda. Siempre se encontraba vagando por salas sombrías, pasando junto a tapices descoloridos; bajaba por escaleras de caracol interminables, atravesaba patios y puentes, y sólo el eco respondía a sus gritos. En algunas estancias, la piedra roja de los muros parecía rezumar sangre, y nunca había ventanas. En ocasiones oía la voz de su padre, pero siempre muy lejos, y se iba alejando por mucho que ella tratara de correr en su dirección, hasta que se desvanecía por completo y Arya quedaba a solas en la oscuridad.

Se dio cuenta de que todo estaba muy oscuro en aquel momento. Se abrazó las rodillas desnudas contra el pecho, y se estremeció. Decidió quedarse sentada allí, muy callada, y contar hasta diez mil. Para entonces ya podría salir y buscar el camino de regreso.

Apenas iba por ochenta y siete cuando la habitación pareció iluminarse un poco, a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Poco a poco los objetos que la rodeaban empezaron a tomar forma. Enormes ojos vacíos la miraban hambrientos desde la penumbra, y entrevió las sombras puntiagudas de unos dientes enormes. Había perdido la cuenta. Cerró los ojos, se mordió el labio y apartó el miedo de ella. Cuando alzara la vista de nuevo los monstruos habrían desaparecido. Nunca habrían estado allí. Se intentó convencer de que Syrio se encontraba junto a ella, en la oscuridad, y le susurraba al oído. «Tranquila como las aguas en calma —se dijo—. Fuerte como un oso. Fiera como un carcayú.» Abrió los ojos de nuevo.

Los monstruos seguían allí. El miedo, no.

Arya se puso en pie y avanzó con cautela. Las cabezas la rodeaban por doquier. Tocó una con curiosidad, y se preguntó si sería auténtica. Rozó una mandíbula gigantesca con los dedos. El tacto era, desde luego, muy auténtico. El hueso era suave, frío y duro. Pasó los dedos por un diente, negro y afilado, una daga de oscuridad. Le dio escalofríos.

—Está muerto —dijo en voz alta—. No es más que un cráneo, no me puede hacer daño.

Pero, por extraño que pareciera, daba la sensación de que el monstruo detectaba su presencia. Arya sentía como si los ojos vacíos la observaran en la penumbra, sentía que en aquella sala oscura y cavernosa había algo que no le deseaba nada bueno. Se apartó del cráneo y chocó de espaldas contra otro, todavía más grande. Por un momento fue como si los dientes se le clavaran en el hombro, como si intentara arrancarle un bocado de carne. Arya giró sobre los pies, y uno de los largos colmillos desgarró el cuero de su chaleco cuando echó a correr. Otro cráneo apareció ante ella, era el monstruo más grande de todos, pero la niña ni siquiera aminoró el paso. Saltó una barrera de dientes negros altos como espadas, pasó como una centella entre mandíbulas hambrientas y se lanzó contra la puerta.

Dio con un pesado anillo de hierro incrustado en la madera y tiró de él. La puerta ofreció resistencia un segundo antes de empezar a moverse hacia el interior, con un crujido tan estrepitoso que a Arya le pareció que debía de oírse en toda la ciudad. Abrió la puerta lo justo para pasar y se encontró en un pasillo.

La sala de los monstruos era oscura, pero aquel pasillo era el pozo más negro de los siete infiernos. «Tranquila como las aguas en calma», se dijo Arya. Pero incluso después de permitirse unos instantes para que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad, allí no había nada que ver, aparte del perfil vago y grisáceo de la puerta por la que había llegado. Movió los dedos ante el rostro. Sintió el desplazamiento del aire, pero no vio nada. Estaba a ciegas. «Un danzarín del agua ve con todos los sentidos», recordó. Cerró los ojos, acompasó la respiración, bebió del silencio y extendió las manos.

Rozó la piedra basta a la izquierda con los dedos. Siguió la pared sin apartar la mano, con pasos cortos y deslizantes. «Todos los pasillos llevan a alguna parte. Si hay una entrada, hay una salida. El miedo hiere más que las espadas.» Arya no iba a tener miedo. Cuando por fin la pared terminó de repente, le pareció que había caminado largo rato. Una ráfaga de aire fresco le acarició la mejilla. Los mechones de pelo suelto le rozaron la piel.

Le llegaron ruidos procedentes de abajo, el roce de unas botas, el sonido lejano de las voces. Un atisbo de luz rozaba apenas la pared, y Arya descubrió que estaba junto a un gran pozo negro, con una boca de ocho metros de diámetro, que se hundía en las profundidades de la tierra. De las paredes sobresalían piedras enormes a modo de peldaños, que formaban una escalera circular hacia abajo, muy abajo, oscura como la escalera al infierno de la que les solía hablar la Vieja Tata. Y de la oscuridad, de las entrañas de la tierra, surgía algo...

Arya se asomó por el borde y sintió en el rostro el aliento negro y frío. Divisó muy a lo lejos la luz de una antorcha solitaria, una llama diminuta como la de una vela. Alcanzó a distinguir las figuras de dos hombres que subían. Sus sombras se proyectaban en las paredes del pozo, altas como las de gigantes. Le llegaba el eco de las voces subiendo por el pozo.

—... ha encontrado a uno de los bastardos —decía uno—. El resto no tardarán en llegar. Un día, dos, un par de semanas...

—Y cuando lo descubra, ¿qué hará? —preguntó una segunda voz, con el acento suave de las Ciudades Libres.

—Sólo los dioses lo saben —replicó la primera voz. Arya alcanzó a divisar un jirón de humo gris, procedente de la antorcha, que se retorcía como una serpiente en su ascenso—. Los muy imbéciles intentaron matar a su hijo, y lo que es peor, fueron unos chapuceros. No es el tipo de hombre que olvida esas cosas. Te lo aseguro, tanto si nos gusta como si no, el lobo y el león se van a enfrentar muy pronto.

—Demasiado pronto, demasiado pronto —se quejó la voz con acento—. ¿De qué nos sirve una guerra ahora? No estamos preparados. Retrásalo.

—Es como si me pidieras que detuviera el tiempo. ¿Me has tomado por un mago?

—Ni más ni menos —contestó el otro dejando escapar una risita.

Las llamas lamieron el aire frío. Las sombras altas estaban casi a su nivel. Un instante más tarde, pudo ver al hombre que llevaba la antorcha, seguido por su acompañante. Arya se alejó silenciosamente del pozo, se dejó caer de bruces y se pegó todo lo posible a la pared. Contuvo la respiración.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó el que llevaba la antorcha, un hombre gordo que vestía una capa corta de cuero.

Incluso con las pesadas botas, parecía que se deslizaba por el suelo sin hacer el menor ruido. Bajo el casco de acero se divisaba un rostro redondo con cicatrices y la sombra de una barba negra, llevaba una cota de mallas sobre las ropas de cuero, y del cinturón le colgaban una daga y una espada corta. A Arya le resultaba extrañamente familiar.

—Si una Mano puede morir, ¿por qué no otra? —replicó el hombre que hablaba con acento; lucía una barbita amarilla de dos puntas—. Ese baile ya lo has bailado, amigo mío.

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