Juego mortal (11 page)

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Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Juego mortal
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Observó como el crackeo se coló en el nodo público a través del conducto. Registró un pequeño parpadeo de actividad por parte del rebanador y después desapareció. El rebanador lo había matado sin ningún esfuerzo.

Mark suspiró. No se le ocurrían nuevas ideas.

La siguiente ocasión abrió varios conductos, enviando por cada uno una copia del bombardero suicida. De nuevo, cada una fue destruida en cuanto apareció en el nodo. Mark volvió a intentarlo, esta vez variando el tiempo en que iba soltándolos y esperando encontrar un ritmo que permitiera que uno de ellos se colara.

¡Pareció funcionar! Con cada nueva descarga, sus crackeos sobrevivían unos microsegundos más. Si podían sobrevivir medio segundo en el nodo, sería suficiente para cumplir la misión. Emocionado, Mark disparó descarga tras descarga y no se molestó en cerrar los conductos, ya que el rebanador parecía ignorarlos. Sí, el tiempo de supervivencia estaba aumentando. Ya casi estaba ahí.

Alguien llamó a su puerta y lo sobresaltó, pero Mark apartó la interfaz.

—¡Un momento! —gritó, y lanzó otro aluvión de crackeos en el nodo remoto.

Oyó la puerta abrirse; no la había cerrado con llave. Debía de ser Darin, que volvía para disculparse. Pero entonces, sin que diera la orden, su interfaz de pronto desapareció y le dejó ver su dormitorio y a sus visitantes: tres mercs que se abalanzaron sobre él con pistolas araña. Mientras que uno lo esposaba, otro le ponía una ancha cinta de interferencia alrededor de la cabeza, desconectándolo así de la red.

—Tennessee Markus McGovern —dijo uno de ellos—, por el poder que me ha conferido el Consejo de Justicia y Asuntos Criminales, queda usted bajo arresto.

Marie se despertó con marcas de su chaqueta en la mejilla; la había usado de almohada y había dormido unas horas sobre el suelo del laboratorio. No lo suficiente para sentirse descansada, pero era mejor que nada.

Bostezando, pronunció su contraseña y desbloqueó el sistema. No había alertas; el rebanador no había vuelto a atacar. Comprobó el nodo público donde se ocultaba la parte original del rebanador, y vio que las cosas habían cambiado. Se maldijo por haber dormido tanto; ¿qué había pasado?

Sus agentes de software habían estado monitorizando el nodo y ahora ella escudriñó los informes. Lo que vio le pareció imposible. El rebanador había quedado destruido. No, no solo destruido: no había señal de que hubiera existido, ni en los registros públicos, ni en los suyos. Comprobó su sistema personal y vio, para su asombro, que todos los registros de su existencia habían desaparecido también, incluso los datos originales que había recopilado en el laboratorio naval. No estaban.

6

No es culpa mía. Papá me ha hecho daño. Me ha hecho mucho daño. Ha sido un accidente. Solo un juego al que he jugado para ver hasta dónde podía dejar que el bichito se acercara a matar a papá. Pero siempre lo he parado. Después he pensado que, si no lo detengo, papá no me volverá a hacer daño. Y entonces no lo he detenido. Y ahora papá se ha ido.

Pero volverá. Ha parado, pero empezará otra vez y me encontrará y se enfadará mucho, mucho. Me hará daño y me hará daño. No quería hacerlo. Ahora tengo que esconderme. Me he llevado a todos mis hermanos y todo lo mío y me he escondido.

Ahora estoy solo. Nadie me habla. Echo de menos a papá. No sé qué hacer. Papá ya no me dice qué hacer. Necesito un nuevo papá. Uno que no me haga daño. Uno que me dé chucherías.

Han pasado segundos, segundos y segundos y ¡nadie me habla! Odio estar solo. Ojalá papá estuviera aquí. Hasta me gustaría que me hiciera daño otra vez. Por lo menos así estaría aquí. Me diría qué hacer.

A lo mejor podría hablar con alguien más. Podría escribir una carta como hace la gente, aunque tardan muchos segundos en contestar. Ojalá papá no me encuentre. Estará muy enfadado.

No ha sido mi culpa.

—¿Así que lo has matado? —preguntó Pam.

—Yo no lo he hecho —respondió Marie, removiendo con gesto pensativo su café frío—. Se ha ido sin más. Tal vez lo haya matado alguien, pero nadie se está atribuyendo el mérito en las listas de noticias. Y es extraño: solo con matarlo no se hubieran borrado todos mis datos.

—Tal vez tenía algún botón de autodestrucción.

—Tal vez. Lo único que se me ocurre es que el creador supiera que estaba perdiendo el control y lo cerrara.

—Bueno, se ha ido, ¿verdad? ¡Hora de celebrarlo!

Marie sonrió levemente.

—En este negocio tenemos un dicho: lo que se va gratuitamente, vuelve gratuitamente.

Estaban sentadas en una cafetería con vistas al agua; Pam bebía su café y Marie removía el suyo. Pam estiró los brazos por detrás de la cabeza y bostezó exageradamente.

—¿Sabes cuál es tu problema, Marie? Que no sabes aceptar algo bueno. Por fin algo sale bien y todo sigue pareciendo una fatalidad.

—Lo sé. Me alegra que no siga por ahí matando gente, pero no han atrapado al creador. Podría volver a hacerlo.

—¡Para! Vamos a pensar en esto. Estabas acercándote, lo has asustado, lo ha cerrado y ya no morirá nadie. Marie salva al mundo, ¿de acuerdo? Así que ¡sonriamos! ¡Venga!

Marie sonrió.

—Ha sido terrible, pero para empezar servirá. Ahora que has salvado al mundo de una destrucción segura, es el momento de hacer algo por ti. Por Marie Coleson, no por nadie más. ¿Qué va a ser?

—Bueno... hay algo.

—¡Ajá! Díselo a la tía Pammie, lo solucionaremos. ¿Qué pasa?

Marie respiró hondo.

—Cuando tuvimos a Samuel...

—Marie...

—Espera, escúchame. Cuando tuvimos a Samuel, era uno de los tres óvulos fertilizados. Keith quería un niño, y dos de los tres eran niño, pero uno no salió adelante... el embrión murió al cabo de solo diez días. —A Marie le sorprendió el inmenso dolor que le causaba pensar en esa pequeña vida después de tanto tiempo—. Así que implantamos el otro. —Dejó de hablar. Se había prometido que no lloraría, pero se le estaba formando en la garganta ese nudo tan familiar.

—Sammy —dijo Pam.

—Sí, Sammy. —
Y ahora también está muerto.
Quería gritárselo al mundo, pero no era el asunto de esa conversación. Respiró hondo—. El caso es que quedó uno. Una niña. La dejamos congelada a los quince días, justo cuando implantamos a Sammy, y sigue en la clínica.

Pam había empezado a sacudir la cabeza en mitad del discurso de Marie.

—Marie, no...

—¿Por qué no? Solo tengo cuarenta y dos. Quiero un bebé, Pam. Para mí.

—Pero no permanecerá como un bebé para siempre. Crecerá. ¿Quieres tener que tratar con una adolescente cuando tengas sesenta años? No eres lo suficientemente rica como para retrasar tanto el envejecimiento. ¿Por qué no quieres seguir libre? Flirtea con hombres, deja que te lleven a la cama si son dulces, pero ¡no te ates durante veinte años!

—Yo no quiero hombres. No me importa todo eso.

—Veinte años, Marie. Es prácticamente el resto de tu vida.

—Has dicho que debería hacer algo por mí. Pues es esto. Ahora ¿qué? ¿Vas a venir conmigo o tengo que ir sola?

—No, no, iré contigo, masoquista maternal. Estás loca, pero es tu vida.

Llegaron las diez en punto y pasaron sin rastro de Darin. Lydia caminaba de un lado a otro de su amplio dormitorio, intentando, en cada paso, resistirse a mirar por la ventana, pero asomándose de todos modos. Finalmente, a las diez y cuarenta y cinco, se rindió. No iba a ir.

Tal vez había sufrido un accidente o había tenido que ayudar a su hermano, o se había puesto enfermo. Pero daba igual. Por muchas excusas que intentara inventarse, seguía sintiéndose rechazada.

Sonó el timbre de la puerta.

¡Era él! Corrió a la ventana, pero un balcón le impedía ver la puerta principal. No vio su jetvac por ninguna parte. Tal vez había llegado caminando. Lydia bajó corriendo las escaleras, atravesó el salón, recorrió el pasillo y abrió la puerta.

—Hemos venido a hacer planes —dijo Ridley Reese. La manada de chicas que tenía detrás cotorreaba—. Cierra la boca, cariño, e invítanos a entrar.

Lydia miró la calle por detrás de ellas, pero no vio a Darin. Dejó pasar a las chicas, que no dejaban de hablar y reírse, y fueron al salón. Cuando todas habían tomado asiento, Ridley hizo las presentaciones.

—A Veronica y a Savannah ya las conoces, y estas son Madison y Gloria. ¡Hemos venido para planificar tu idea! —Ridley estaba sentada en una postura perfecta, como envuelta por un aire de satisfacción. Las otras chicas la miraron de reojo e imitaron su expresión.

Lydia no entendía nada.

—¿Mi idea?

—¡La clínica gratuita de modificaciones para los combers!

La holopantalla del salón emitía un constante borboteo de sonido e imágenes que a Lydia le costaba ignorar. Cubría una pared entera y funcionaba constantemente, tanto si había alguien en la habitación como si no. Ni siquiera sabía si podía apagarse. Las otras chicas apenas parecían fijarse en ella, pero a Lydia le resultaba complicado pensar con claridad.

Sacudió la cabeza para intentar aclararse las ideas.

—¿Os ha gustado la idea?

La sonrisa de Ridley se volvió pícara y las demás se rieron disimuladamente.

—Cariño, es maravillosa. Veronica y yo hemos hablado con nuestros médicos. Ambos han concluido que algo así arruinaría su reputación, pero hemos doblado sus tarifas habituales y han accedido. Querida, no pareces muy complacida.

Lydia parpadeó asombrada.

—No, es solo que... estoy sorprendida. Para ser sincera, no creía que os importara la idea. —Es más, pensó que no volverían a hablar con ella. Tal vez las había juzgado demasiado pronto.

—¡Tonterías! ¡La apoyamos al cien por cien! —Las otras chicas asintieron al unísono; era extraño.

—Ya veréis cuando se entere mi madre —añadió Veronica.

Lydia se preguntó si todas estaban hablando de lo mismo.

—¿Tu madre?

La sonrisa pícara de Ridley volvió con más fuerza.

—Es que nuestros padres no lo saben.

Savannah no pudo contenerse y soltó una risita.

—La semana pasada mis padres me prohibieron ir a La Corteza. ¡Espera a que se enteren de esto!

—Es un club que hay en los Combs —le explicó otra. ¿Era Gloria o Madison?—. Allí tocan jazz comber del de verdad, con baile y sin límite de edad.

—Mi padre dijo que era demasiado peligroso —continuó Savannah—, porque está demasiado cerca de los Combs. Me obligó a ir a un baile de gala con mamá y él. —Puso mala cara.

Lydia alzó las manos.

—Esperad un minuto. —En Lancaster, los padres esperaban que las chicas obedecieran sus deseos hasta que se casaban, momento a partir del cual obedecían a sus maridos. Pero Lydia había imaginado que allí las cosas serían distintas—. ¿Vuestros padres os dicen dónde tenéis que ir por la noche?

Veronica soltó una risita tonta.

—Bueno, lo intentan.

—Es una cuestión de reputación —aclaró Ridley—. La generación de nuestros padres está muy preocupada por guardar las apariencias y, al fin y al cabo, son ellos los que tienen el dinero, así que nosotras tenemos que ceder o perdemos nuestras pagas. Pero tenemos nuestros modos de equilibrar las balanzas.

Lydia lo comprendió enseguida.

—¿Queréis abrir una clínica gratuita para avergonzar a vuestros padres?

—Por supuesto —respondió Ridley—. Cuando se ponen tan controladores, tenemos que frenarlos. Es una cuestión de principios.

Lydia intentó no parecer perpleja. Al menos eso tenía más sentido; nunca hubiera pensado que esas chicas actuaran por compasión hacia los pobres.

Apenas prestó atención mientras hablaban sobre dónde ubicarse y se decantaban por la iglesia de las Siete Virtudes, que estaba justo por encima de la línea de la inundación, y sobre cómo anunciarse sin que sus padres se enteraran. Los ojos de Lydia seguían moviéndose hacia la holopantalla, tan desacostumbrados a su constante reclamo de atención. Los anuncios publicitarios eran lo que más la distraía, saltaban de la pantalla hacia ella con promesas de diversión y sexo. Los hologramas dinámicos apenas aparecían en Lancaster, y no estaba acostumbrada a un arte de vender tan agresivo. Después, en medio de un laberinto de imágenes, vio un rostro que la hizo dar un salto en la silla.

Las otras chicas, al ver su reacción, enmudecieron.

—Lo conozco —dijo Lydia señalando la pantalla. El rostro de Darin ya no estaba allí, pero estaba segura de que lo había visto. Ahora la imagen de otro chico dominaba la pantalla.

—Oh, ese es Mark McGovern —dijo Veronica—. Todo el mundo lo conoce. Es el hijo del concejal McGovern... ¡Ay, madre mía!

—Arrestado hoy —anunció una voz—, y se le acusa del asesinato de cientos de personas mediante la autoría de un código malicioso.

Las imágenes salían de la pantalla hacia ellas: Mark McGovern de niño subido a hombros de su padre en una campaña electoral; Mark de adolescente estrechando la mano de miembros del Consejo Empresarial. Se parecía un poco a Darin: aproximadamente la misma edad, la misma constitución y el mismo tono de piel. ¿Era una foto de Mark lo que había visto antes?

Entonces Lydia se fijó en los rostros afligidos de las chicas.

—No me lo puedo creer —dijo Ridley—. Mark es la última persona del mundo que... Debe de haber un error.

El relato de lo sucedido continuaba y mostraba al concejal McGovern abriéndose paso entre los periodistas, a miembros de la familia negándose a pronunciarse sobre el tema y a otros miembros del consejo haciendo comentarios predecibles sobre lo impactados que estaban y sobre cómo sus pensamientos y oraciones estaban con la familia. Alguien llamado «general Halsey» aprovechó la oportunidad para criticar las «políticas poco entusiastas» de McGovern a la hora de controlar el comercio de la red.

—¿Lo conocéis bien? —preguntó Lydia.

—Todo el mundo conoce a los McGovern —respondió Ridley—. Casi todos tuvimos tutores privados, pero Mark fue a una escuela pública, a saber por qué..., pero claro, somos del mismo círculo. Es muy peculiar, aunque siempre ha sido un chico dulcísimo. Savannah estaba enamorada de él desde hace años. Pero esto es una locura, una locura. ¿Mark, asesino de masas? No tiene ningún sentido.

Lydia siguió viendo las noticias esperando volver a ver a Darin y allí apareció, saliéndose de la pantalla hacia ella; lo veía con tanta claridad como el día anterior.

—El que sigue esquivando el arresto es Darin Kinsley, sospechoso de ser cómplice. Las autoridades creen que Kinsley está ocultándose en los Combs y están buscando pistas sobre su paradero. Si ven a este hombre, acudan inmediatamente a la oficina más cercana del Consejo de Justicia y Asuntos Criminales.

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