—¿En serio?
—Sí, en serio. Pero que quede clara una cosa, guapito: esto es un ejército, no un club. O cumples las órdenes o te matamos. ¿Comprendido?
—Sé lo que es la guerra. Estoy con vosotros.
—Entonces comprenderás que, cuando te asigne una misión, esperaré que la cumplas, aunque mueras en el intento.
—¿Qué misión?
—Una muy peligrosa. Una importante. Pero muy de tu agrado, creo... si es que me has dicho la verdad, claro está.
—Dime qué tengo que hacer.
—Matar a Alastair Tremayne.
He hecho un trabajo para papá. Papá me ha dicho que copie un virus en el sistema personal de la concejala Ellen Van Allen. He encontrado algunos virus en los bancos de datos del Centro de Control y Protección Electrónica contra Virus, pero no he podido decidir cuál usar. Había un millón cuatrocientos ochenta y ocho mil setecientos veinte. Así que los he utilizado todos. ¡Qué gracia! Ha sido muy divertido.
No ha llorado cuando lo ha descubierto, pero parecía muy triste. Me alegra poder ver ahora a través de los visores de toda la gente, porque me gusta mirar sus caras. Es muy interesante mirar las caras de la gente. Puedo recordar todas las caras, pero no tengo una cara que sea mía. Ojalá tuviera una cara que fuera mía.
Siento haber puesto triste a la concejala Ellen Van Allen. Pero papá me dará una chuchería. Me gustan las chucherías, pero no me gusta poner triste a la gente.
Lydia se desplazó en el pod hasta la casa de Mark; iba preocupada y se había planteado rechazar la invitación. Una parte de ella consideraba que sería mejor mantenerse alejada de Mark. Era atractivo y dinámico y se parecía un poco a Darin, pero no quería otra relación. Aunque tampoco podía decirse que hubiera tenido una relación con Darin; solo había durado unos pocos días; la promesa de una emoción que no llegó a salir bien.
El amor la confundía. El matrimonio de sus padres se había forjado en un terreno práctico: sus familias se conocían, él creció como un granjero y ella como la hija de un granjero. Se conocían desde siempre. Nunca se había producido ninguna chispa entre ellos, por lo que Lydia sabía, pero después de veintiocho años seguían juntos, a diferencia de muchos otros. Estuvo presente para ver a su madre moldear su personalidad en torno a la de su padre, haciendo valer la suya de manera muy sutil mientras se sometía a la autoridad de su marido manifiestamente. Ese modo de relacionarse parecía ahora obsoleto, pero suponía que funcionaba de algún modo.
¿Era eso todo lo que había entre ellos? ¿Una coexistencia pacífica? Lydia esperaba que no. Cuando ella se enamorara de verdad, quería que hubiera fuegos artificiales. No quería casarse con un hombre que se pasara las noches viendo hologramas y después le diera un beso en la mejilla antes de irse a la cama. Quería un hombre con una conciencia social, alguien que defendiera a los débiles y luchara contra la injusticia. Alguien que la desafiara a ser mejor persona, no alguien a quien tuviera que pinchar para que la ayudara con las tareas del hogar.
¿Podía Mark McGovern ser esa persona? No lo sabía, pero temía que, habiendo pasado tan poco tiempo desde lo de Darin, su juicio no fuera muy fiable. No quería dejarse llevar otra vez; quería tiempo para reflexionar, para pensar en sus prioridades. Esa era la razón por la que había estado a punto de quedarse en casa.
Al final, la curiosidad había salido vencedora. Mark se había mostrado emocionadísimo, le había contado algo sobre una enorme lluvia de datos y le había pedido que fuera con él para tratar de aclarar algo. Se sintió halagada porque valorara su opinión. Aunque fuera para comprobar a qué venía tanto alboroto, acudiría. Era consciente de que se trataba de una reunión de trabajo, no de una cita. Además, habría más gente. No tenía nada de qué preocuparse.
Cuando llegó, Mark la recibió en el puerto de pods y la condujo hasta el salón, una extravagante sala que parecía poder albergar a cincuenta invitados. Allí no había nadie más. Se sentaron en unos cómodos sillones frente a una chimenea holográfica.
—¿No está aquí tu padre? —preguntó ella.
Mark sacudió la cabeza.
—¿Has visto las noticias?
—No.
—Tienen pruebas de años de malversación y de abuso de información privilegiada. Los medios de comunicación están... contentísimos.
Lydia se quedó mirándolo.
—Lo siento.
—Todo eso es ridículo. Si mi padre hubiera querido robar dinero, lo habría hecho mejor.
—¿Crees que le han tendido una trampa?
—No lo sé. Eso también me parece descabellado; es difícil infiltrar tantos datos de manera convincente. Ni siquiera sé dónde se encuentra mi padre. Debe de estar volviéndose loco.
—Él no... ¿No creerás que pueda...?
—¿Que pueda suicidarse? No, mi padre no es así. No me lo imagino haciendo algo que provocara lástima en los demás. Una vez que se centre, entrará en cólera, convocará ruedas de prensa y culpará a Halsey.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Qué puedo hacer? Me quedaré aquí. Seguiré intentando resolver el misterio del origen de Tennessee y del motivo de su creación. Mi padre lleva mucho tiempo en el juego de la política; sabe cuidarse solo.
—Entonces, ¿has hecho algún progreso con el rebanador?
—Un poco, creo. Me he pasado casi toda la noche examinando en detalle los datos personales de Tremayne.
—¿Y?
—Praveen y Marie deben de estar a punto de llegar. Cuando aparezcan, os lo contaré todo.
Marie llegó a la mansión McGovern muy tensa y con los nervios de punta. En ese momento ni siquiera estaba segura de querer encontrar al rebanador. Si de verdad era su hija, creada a partir de su embrión, entonces ¿en qué la convertía eso? En una persona no, en realidad. Ni en su hija. No sabría distinguir a su madre de otras personas. Tremayne había convertido su pequeña vida en algo no humano, torturándola, haciéndola matar una y otra vez.
Por encima de todo, Marie quería ver a Tremayne muerto, pero ¿qué supondría eso para el rebanador? Había crecido esclavizado por Tremayne; Tremayne era todo lo que conocía. ¿Le causaría más dolor todavía que acabaran con él?
—Vamos a ver —dijo Pam—. Podrías estar equivocada. Vamos a enterarnos de toda la historia.
Cuando entraron en el cavernoso salón de los McGovern, encontraron a Mark esperando con la chica del restaurante, Lydia, y con un chico indio de más o menos la misma edad. Mark les presentó a Praveen Kumar.
—Lo sabe todo —dijo Mark—. Podéis confiar en él.
Marie no estaba tan segura, pero no dijo nada.
—Yo no lo sé todo —contestó Praveen—. Porque Mark no nos lo cuenta. Ha descubierto algo en todos esos datos, pero no nos lo quería enseñar hasta que usted llegara.
—Y ahora ya está aquí —dijo Mark—, así que os lo contaré.
—Primera pregunta —dijo Marie—. ¿Por qué no estás muerto?
—¿Qué?
—Si tienes toda la información personal de Tremayne, y Tremayne tiene al rebanador absolutamente bajo su control, entonces Tremayne debe de saber adónde han ido sus datos, ¿no? ¿Por qué no estás muerto?
—Tal vez el rebanador no se lo haya contado —especuló Mark—. Tal vez crea que el rebanador solo intentaba llegar a casa. O tal vez Tremayne no me considere una amenaza.
—O tal vez está a punto de gasearnos o de prender fuego a la casa.
—Señora Coleson, tiene razón, si el rebanador hubiera querido matarnos, ya deberíamos estar muertos. Pero no hay mucho que podamos hacer al respecto. Lo mejor que podemos hacer es intentar comunicarnos con él antes de que eso suceda. Por favor, siéntense y les mostraré lo que he encontrado.
Marie suspiró.
—Lo siento. —¿Por qué se sentía tan irascible? Sería mejor que permitiera al chico explicarles los motivos por los que los había convocado allí—. Adelante, te escucho.
—Tremayne lleva años trabajando con rebanadores. Antes de venir a Filadelfia, dirigía un laboratorio en Norfolk donde experimentaba con transferencia mental; en parte ilegal, en parte no. Lo interesante es que el trabajo se hacía casi exclusivamente con menores. Probaba a rebanar gatos y chimpancés y experimentó con niños humanos de un modo menos drástico. Incluso patentó un proceso para implantar una modificación de red a un bebé que todavía no hubiera nacido. Nuestro rebanador, como ya habrán advertido...
Marie no pudo quedarse callada. Sabía adónde llegaría esa explicación.
—No hace falta que sigas —lo interrumpió—. Sé quién es el rebanador.
Mark se volvió hacia ella.
—¿Lo sabe?
—Es mi hija.
Los demás se quedaron horrorizados.
Praveen intervino:
—Creo que en esta historia hay más de lo que nos has contado.
Así que les explicó todos los detalles, desde lo del embrión desaparecido hasta sus recientes conclusiones en torno a Tremayne.
—Hacia eso estaba dirigida su investigación —dijo ella—. Todo tiene sentido. Ojalá no lo tuviera, pero es así.
—Tiene sentido —contestó Mark—, pero no es cierto.
Marie se quedó mirándolo. ¿Estaba intentando reconfortarla? ¿Darle alguna falsa esperanza?
—No es cierto —repitió Mark—. El rebanador es masculino.
—Eso no lo sabemos —dijo Praveen—. Solo porque le gustara hacerse llamar Tennessee, no puedes...
—Está en las notas de Tremayne. El rebanador es masculino. Además, no podría ser el embrión perdido de Marie porque el chico al que rebanó tenía cuatro años. Marie perdió a su embrión hace solo dos años. El tiempo no encaja.
No sin esfuerzo, Marie mantuvo la voz calmada.
—¿Cuántos años has dicho?
—Cuatro. No hay ningún nombre ni registro, pero sí había unas cuantas fotografías. Un segundo.
Mark accedió a su interfaz, y Marie esperó, sin moverse, a que una imagen apareciera en la holopantalla. Finalmente lo hizo, y verla la dejó sin respiración. Sintió frío, frío por todas partes, y como si ese frío la hubiera dejado inmovilizada para siempre. Se levantó sin saber por qué.
Mark seguía hablando.
—No sé quién es este chico, ni cómo averiguarlo, pero...
—Yo sí —aseguró Marie.
Mark interrumpió su discurso para mirarla.
Marie apenas se dio cuenta; era como si estuviera hablando en un sueño.
—Es mi bebé —dijo.
Praveen se levantó de un salto.
—Señora Coleson, está usted pálida.
Mark dijo:
—Su bebé era una niña.
Marie echó un vistazo a su alrededor. Eran unos extraños. No la conocían. ¿Por qué estaba allí?
—Mi primer hijo. Sammy. Samuel Matthew Co... —No pudo terminar. Un sollozo quedó atrapado en su garganta y no pudo encontrar el modo de salir. Todo el mundo se centró en ella y empezaron a hacerle preguntas, pero Marie salió corriendo, subió las escaleras y recorrió el pasillo. Encontró el puerto de pods, pero Pam la alcanzó, la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza. Marie se resistió al principio, gritando, intentando llegar al pod, pero Pam le sujetó los brazos contra el cuerpo. Finalmente, Marie se dejó caer sobre ella.
—Mis dos hijos —dijo—. Se los ha llevado a los dos.
Alastair recibió a Carolina con un abrazo.
—Lo de tu padre no es cierto; es todo falso. No puede haber cometido los delitos que le atribuyen.
—Claro que no —contestó Carolina—. No me importa qué pruebas tengan.
—Llevo semanas trabajando con él y no he visto nada que lo demuestre. Es un buen hombre.
Ella lo rodeó por el cuello.
—Por lo menos ahora te tendré más para mí sola.
Alastair suspiró.
—O tal vez no. Quieren que ocupe su puesto.
Ella lo soltó y dio un paso atrás.
—¿Qué?
—Me van a proponer como concejal, para ocupar el puesto de tu padre. Harán las votaciones esta noche.
—Pero no lo aceptarás.
—Lo haré, si me quieren. Carolina, es lo que tu padre quiere.
—Él no quiere eso. ¿Por qué iba a quererlo? Es su trabajo, no el tuyo.
Tremayne la rodeó con los brazos y la agarró con fuerza, incluso aunque ella intentaba apartarse.
—Escúchame. No quería perder su puesto, claro que no, pero después de haberlo perdido, quiere a alguien que esté de acuerdo con él, que vea las cosas igual que él. Si me eligen, será como si siguiera allí, y tendrá influencia a través de mí.
Lentamente, ella se relajó en sus brazos.
—Oh, no me importa mi padre. No me importa el Consejo Empresarial o quién esté en él. Lo único que quiero es que tú estés conmigo.
—Lo sé, cariño, lo sé. Y te preocupa nuestro bebé.
Carolina se echó a llorar.
—Cada vez estoy más gorda —dijo—. Sé que dijiste que era de esperar, que está hinchándose por el tratamiento. He intentado ser valiente, pero ¡mírame! Parece que estoy de cuatro meses.
—Por eso estamos aquí. Echaremos un vistazo y entonces lo sabrás con seguridad.
—¿Y si el tratamiento está haciéndola crecer demasiado rápido?
—Túmbate, cielo. No lo sabremos hasta que miremos.
Carolina se subió a la camilla y se tumbó. Alastair le descubrió su abultado vientre y la exploró con los dedos.
—Haremos una tomografía. Si algo va mal, lo veremos.
Le colocó una especie de cinturón acolchado alrededor de su vientre y lo conectó: empleando ondas sonoras, generaría imágenes de capas microfinas de su útero que el ordenador convertiría en un holograma tridimensional.
Por supuesto, Alastair no tenía ninguna intención de mostrarle las imágenes reales; lo que ella vería en su holopantalla serían imágenes que él había sacado de un nodo de educación prenatal. Ya analizaría las imágenes reales más tarde.
Hizo los ajustes de la holopantalla, fingiendo estar calibrándola para la tomografía. Una imagen tridimensional de un embrión de tres semanas apareció en la pantalla, tan clara como si estuviera allí físicamente. Carolina contuvo el aliento. Alastair la giró y fue señalando los brazos y piernas y el corazón latiendo.
Carolina tocó la cara de la bebé, distorsionando así la imagen.
—Es muy pequeña.
—Tendremos que mirar dentro —dijo Alastair—. Tú no lo hagas, si te inquieta.
Manipuló la imagen haciendo que parte de ella apareciera cortada para mostrar los órganos y el tejido interno. Trabajó metódicamente, después de haber practicado la farsa esa misma mañana. Cuando llegó a la parte baja de la espalda, resopló con preocupación.