—No lo sé.
—Eres joven. Tendrás otros hijos. Esta niña era mi última oportunidad.
Carolina apretó la mandíbula y parpadeó.
—No quiero otros hijos.
—Eres joven —repitió Marie. Casi quería que Carolina insistiera en que el bebé era suyo porque, así, podría odiarla.
—¿No podemos... no podríamos...?
—¡Marie!
Marie alzó la mirada y vio a Mark llamándola desde la parte delantera del santuario.
—¡Marie, Carolina! —Parecía inquieto. Marie se levantó corriendo, contenta de tener una excusa para escapar de aquella conversación.
—¿Qué pasa? —se interesó.
—Malas noticias.
—¿De dónde? ¿Habéis conectado con la red?
—No soy tan imprudente. —Señaló una pequeña holopantalla que servía para controlar las otras tres, de gran tamaño, que colgaban de los muros—. Estaba viendo las noticias.
—¿Qué está pasando?
—Alastair Tremayne se ha hecho con el control de la ciudad.
Alastair estaba repantigado en la silla del viejo despacho de Jack McGovern. Al otro lado del escritorio se encontraba la secretaria de McGovern, una mujer delgada de unos cuarenta años acostumbrada a intimidar a las visitas con su mirada. Un merc estaba en guardia tras ella. Ella estaba llorando.
—A ver, señora Blair, por favor. No somos bárbaros. No estoy amenazándola. Solo quiero saber dónde están los informes privados de McGovern.
—No lo sé, señor, de verdad. No lo sé.
—Tiene un hijo, ¿no es así?
—Sí. —La palabra sonó como un chillido.
—¿Niles, verdad? Buen estudiante, buen atleta, un futuro brillante.
—¡No le haga daño a mi hijo, por favor, señor Tremayne!
—Los conflictos en el lugar de trabajo pueden repercutir negativamente en la vida doméstica, ¿no cree? Si su hijo estuviera preocupado por su madre, por ejemplo, no se concentraría en los estudios y sus notas fallarían. Podría desmadrarse y hacer cosas que arruinaran su brillante futuro.
—No sé dónde los guardaba, de verdad que no lo sé.
—La armonía en el trabajo, señora Blair, es de lo que estoy hablando. Es esencial para las buenas relaciones entre jefe y empleado.
—Quiero ayudar, pero no lo sé.
Alastair se levantó bruscamente, haciendo que Blair se estremeciera. El escritorio era demasiado bajo; sus rodillas chocaron contra la madera sacudiendo la mesa y haciendo que su premio Proteo, un marco de fotos y algunos cristales cayeran al suelo. De pronto, se puso furioso. Se apoyó sobre el escritorio y se inclinó hacia ella para decirle de cerca:
—Seamos claros, señora Blair. —Podía oler su perfume, algo suave y floral—. Me cuesta mucho creer que haya trabajado cuatro años para McGovern sin tener idea de dónde guardaba sus archivos privados. Si no podemos trabajar juntos, no podré protegerla y eso será muy duro para Niles. Encuéntrelos. Por el bien de su hijo.
Chasqueó los dedos y el merc acompañó fuera a la mujer. La mayoría de los empleados habían cooperado ansiosos con el nuevo consejo; no se había esperado que la señora Blair fuera tan recalcitrante. En ese aspecto, incluso el rebanador le había fallado. Jack McGovern había tenido cuidado, al parecer. Alastair sospechaba que debía de tener escondido un alijo de cristales llenos de material susceptible de ser utilizado para hacer chantaje: indiscreciones sexuales, malversación, vergonzosos comentarios sobre políticos y empresarios de la ciudad. Era inconcebible que McGovern hubiera alcanzado una posición política tan alta sin la existencia de algo así, pero el rebanador había sido incapaz de localizarlo.
No importaba. Con el rebanador, podría recopilar un archivo de ese tipo en poco tiempo. Lo cual le recordaba... que le quedaba un asunto pendiente.
Recogió el premio Proteo del suelo y comenzó a sacarle brillo con un paño.
—Sirviente Uno.
—Sí, papá —respondió inmediatamente.
—Necesito cierta información. A Carolina McGovern se le practicó un aborto ayer entre las diez de la mañana y las doce de la noche. Quiero saber quién lo llevó a cabo y dónde está ahora.
Pasó un segundo.
—Papá, no hay nadie.
—¿No puedes decirme quién practicó el aborto?
—No hay nadie. No lo hizo nadie.
Alastair entrecerró los ojos. El rebanador era tan pequeño que a veces resultaba frustrante. Pensó en enviarle una pequeña dosis de dolor, pero eso no haría más que socavar su templanza.
—No estoy hablando de informes oficiales. Quiero que consultes información procedente de visores, registros de pods, lo que sea. O alguien fue a verla a ella o ella fue a ver a alguien. No puede haber muchas posibilidades.
—Nadie, nadie. No lo ha hecho nadie.
—¿Estás diciendo que ella misma se practicó el aborto?
—No, no, no. El bebé no se ha parado.
—¿El bebé está vivo?
—Por favor, no me hagas daño. El bebé está vivo, no se ha parado, está vivo.
—¿Cómo lo sabes?
—Carolina Leanne McGovern tiene bichitos en su cuerpo. Hago que ellos me lo enseñen.
—Pues que me lo enseñen a mí también.
—No son imágenes como las que tomaste dentro de ella. Son solo palabras y palabras. «Hora cero cero, peso dos punto uno kilogramos, latidos del corazón ciento doce latidos por minuto, orientación vertical cinco grados...»
—Espera. ¿Cero cero? ¿Como las doce de la noche? De eso hace veintiuna horas. ¿Qué está sucediendo ahora?
—No lo sé.
—¿Qué quieres decir con que no lo sabes?
—Ya no puedo ver a Carolina. No está ahí.
—¿Está muerta?
—No lo sé. No puedo verla.
—Si no puedes verla, ¿cómo puedes ver lo que dicen sus «bichitos»?
—No puedo ver a los bichitos. Solo puedo ver lo que han dejado los bichitos.
Copias de seguridad. Carolina debía de haberse desconectado de la red, pero el rebanador había accedido a las copias de seguridad de sus sensores médicos.
Alastair apretó los puños. Le había mentido. Lo había llamado cuando el bebé estaba vivo y le había dicho que estaba muerto. ¿Quién había hablado con ella? ¿Qué sabía?
Le pidió más detalles al rebanador, pero le dio pocos. Podía ver la información visual de cada visor en cualquier momento, pero a menos que esa información estuviera guardada, no podía recuperarla del pasado. No podía saber adónde había ido Carolina. Esos datos simplemente ya no existían.
—¡Calvin!
Calvin, siempre ejerciendo de guardaespaldas personal, a menos que su hermano lo enviara a un trabajo especial, abrió la puerta.
—Pasa. Cierra la puerta. Mi chica ha desaparecido.
—¿Carolina McGovern?
—Sí. Sospecho que es obra de un enemigo, alguien poderoso. Encuéntrala.
—¿Últimos paraderos?
—La mansión de su padre, justo después de las doce de la noche. Después de eso, desconectó de la red y desapareció. Llévate un equipo. Encuéntrala. Ah, y ¿Calvin?
Calvin se giró hacia la mesa.
—No vuelvas a cagarla.
Calvin eligió a su vieja brigada: Barker, Sanchez y Dodge, hombres con los que estaba acostumbrado a trabajar. Juntos se pusieron en marcha hacia la mansión McGovern; sin embargo, Calvin estaba más concentrado en su hermano que en la misión que tenía entre manos. Su inquietud respecto a Alastair no había parado de aumentar desde la semana anterior.
No era la primera vez. A lo largo de los años siempre había fluctuado; en algunos momentos venerándolo y emulándolo y, en otros, odiándolo, pero permaneciendo a su lado de todos modos. Alastair podía ser muy cruel con sus enemigos y esperaba que Calvin también lo fuera, pero él era fuerte y los hombres fuertes conseguían lo que se proponían en la vida.
Justo cuando Calvin había encontrado el equilibrio, justo cuando había decidido que el mejor lugar donde podía estar era junto a su hermano, Alastair había encabezado un levantamiento violento. Una parte de él estaba asombrada por semejante hazaña, pero al mismo tiempo se preguntaba si aquello les reportaría algo bueno. Por muchas vueltas que le diera, no le parecía leal derrocar al gobierno al que había jurado defender.
Se había unido a los ejecutores por sugerencia de su hermano, aunque también había tenido sus propios motivos para hacerlo: sentirse fuerte, tener el control. Pero ¿era eso una falsa ilusión? No tenía el control. Era la marioneta de Alastair.
¿Estaba mejor Filadelfia con Alastair al mando? McGovern era un corrupto; las noticias lo habían dejado claro, pero ¿qué pasaba con los demás? Su hermano había disparado a esa mujer con una pistola araña, otros habían sido asesinados. ¿Para qué?
Calvin sacudió la cabeza para aclararse las ideas. No era el momento adecuado para pensar en eso; tenía un trabajo que efectuar. Reflexionar sobre temas de moral nunca le había hecho ningún bien. Le pagaban para que obedeciera, no para filosofar. Esa tarea les correspondía a los grandes hombres.
Al menos, no veía impedimentos para cumplir esa nueva orden. Una joven había desaparecido; probablemente la habían raptado y seguro que se encontraba en peligro. Su misión era rescatarla, y cualquier cosa que se apartara de ese objetivo podía esperar.
Encontraron cerrada la mansión McGovern. El sistema de la casa, sin embargo, parecía estar esperándolos y les permitió la entrada tras su petición de acceso. Calvin sabía que Alastair lo había preparado, pero cómo era algo que no podía concebir. ¿Tenía los códigos de acceso de Jack McGovern? El sistema de la casa también reveló todos sus informes: lo que los visores habían registrado durante las últimas veinticuatro horas, a qué hora habían llegado, cuándo se habían marchado y por dónde.
Aparecían seis personas: Carolina McGovern, Mark McGovern, Praveen Kumar, Marie Coleson, Pamela Rider y alguien no identificado, sin visor. Cuatro se marcharon a pie y dos en pod, todos a la misma hora aproximadamente. El destino de uno de los pods fue el número 325 de la calle Nittany, la casa de una tal Jessica Meier.
Carolina se encontraba entre las personas que fueron a pie, pero rastrearlas sería mucho más difícil. Mejor empezar con lo que ya sabía.
—Nos largamos —les dijo a sus hombres—. Tenemos unos interrogatorios que hacer.
He ayudado a papá con el gran trabajo. Quería que hiciera que los pequeños proyectiles fueran por distintos caminos y lo he hecho. Pero ha hecho que algunas personas se paren.
Papá dice que si miro por todos los visores y muevo todo el dinero y descubro todos los secretos y se lo digo, me hará estar contento para siempre. Ojalá pudiera decirle a papá que no, pero no puedo. Me hace daño y más daño y después yo digo que sí de todas formas. No puedo evitarlo.
Mientras bajaba las escaleras, Lydia se sorprendió al oír voces: su tía Jessie y otro hombre. Descendió las que le quedaban y se asomó al salón. Cuatro mercs uniformados estaban en la puerta del otro extremo junto a su tía.
La tía Jessie dijo:
—Sí, está arriba en su habitación. Ya sabe cómo son los jóvenes, no salen de la cama antes de las once. Iré a buscarla.
Lydia subió corriendo las escaleras. Recorrió el pasillo y se metió en la habitación de invitados, que tenía una escalera privada. La bajó y salió al patio trasero.
¡Los mercs estaban buscándola! ¿Cómo habían descubierto que estaba involucrada? El rebanador, tal vez... Parecía saberlo todo. Pero si habían sabido dónde buscarla, ¿sabían dónde se estaban escondiendo Mark y los demás? ¿Ya los habían capturado? Tenía que averiguarlo.
Corrió por las calles de la ciudad, dando un rodeo y evitando a los peatones. Cerca de la iglesia, se quedó paralizada al ver los uniformes negros de dos mercs a unos cien metros. Entonces cayó en la cuenta de que estaban custodiando la carretera en el tramo que atravesaba el nuevo muro. Había olvidado lo cerca que estaba la iglesia de la línea de la inundación.
Por suerte, estaban de espaldas a ella, vigilando a una multitud de manifestantes en el extremo más alejado del muro; decenas de combers se agolpaban allí sujetando pancartas y gritando. Lydia corrió por la carretera hasta las puertas de la iglesia e intentó abrirlas. Estaban cerradas con llave. Llamó mientras observaba a los mercs y rezaba por que no se giraran. Las puertas se abrieron y Mark la arrastró hasta el interior. Justo en ese momento, vio a uno de los mercs darse la vuelta y mirar en su dirección, pero Lydia no apreció ninguna reacción en él; fue como si no la hubiera visto, o como si la hubiera visto, pero no le hubiera importado. Una vez dentro, a salvo, se apoyó contra las puertas y respiró aliviada.
—¿Qué pasa? —preguntó Mark—. ¿Te han seguido?
—No lo creo, pero unos mercs han venido a mi casa.
—¿Te han visto?
—No, he salido corriendo en cuanto los he visto. Pero no creo que pueda volver.
—Si saben lo tuyo, sabrán lo de Praveen. No tardarán en encontrarnos aquí. Otro día como mucho. Tendremos que encontrar otro lugar donde escondernos.
Lydia controló la respiración.
—¿Cuánto tardaremos?
—No lo sé, pero no deberíamos tentar nuestra suerte.
—Me refiero a todo, a escondernos, a huir. Podemos evitarlo durante un día o una semana, pero después ¿qué?
—Sammy es la clave. Si podemos llegar hasta él, podemos vencer a Tremayne. Está forzando a Sammy a actuar en contra de su voluntad; lo sé. Tenemos que averiguar cómo rescatarlo.
—¿Y si no podéis?
—Entonces correremos todo lo que podamos, incluso podemos salir de la ciudad. Aunque, al final, nos encontrarían. No hay ningún lugar seguro.
Lydia sintió un gran peso en el estómago. De pronto, fue consciente de lo muy involucrada que estaba en ese asunto. Había pensado que Filadelfia sería su casa, pero ahora tal vez también tendría que marcharse de allí. ¿Adónde iría?
Sus pensamientos debieron de reflejarse en su cara, porque en ese momento Mark apoyó delicadamente la mano en su brazo.
—No pasa nada —le dijo—. Encontraremos a Sammy. Lo encontraremos.
Desde su escondite detrás del cubo de basura, Darin presenció la llegada de Lydia a la iglesia. Vio la puerta abrirse y a Mark empujarla hacia dentro. Siempre había creído que Mark era inteligente, pero esa guapa chica rimmer de fuera de la ciudad lo tenía comiendo de su mano. Y no podía culparlo... A él también lo había engañado. Había creído que era una chica ingenua, le había confiado su vida y ella le había dado la espalda. Recordó lo emocionado que estaba cuando le había pedido salir con él. ¿Se habrían reído de eso juntos Mark y Lydia? El pobre chico de los Combs pensando que podía tener algo que ofrecerle a la chica rimmer...