—¿Qué? —dijo Carolina—. ¿Qué pasa?
Alastair no respondió mientras pasaba de un enfoque a otro, comparando imágenes. Carolina se movió para ver mejor y Alastair, apresuradamente, tocó los mandos para que la imagen desapareciera.
—Estate quieta —le dijo, fingiendo nerviosismo. Volvió a poner la imagen en la pantalla.
—¿Algo va mal? —se interesó Carolina.
—Espera, espera. —Siguió cambiando las imágenes y, de vez en cuando, acercándolas en ciertas secciones.
—No digas eso. Algo va mal, ¿verdad? Por favor, dímelo.
Alastair dejó de mover la imagen. La miró a los ojos.
—¿Está mal? —insistió ella, nerviosa.
Él asintió. Comenzó a hablar, se detuvo como si necesitara recomponerse y después añadió:
—Mira aquí.
—Dime. No sé qué estoy mirando.
Él señaló.
—Esto es el tubo neural, que acaba originando la médula espinal. Mira, aquí y aquí. Y mira aquí. —Acercó la imagen—. Un hueco. Es una malformación genética, probablemente debido al tratamiento al que te has sometido. No es compatible con la vida.
—Quieres decir que... ¿está muerta?
—Aún no, pero no sobrevivirá. La malformación es demasiado pequeña, demasiado delicada como para repararla con la actual tecnología. No hay nada que podamos hacer.
Ella se echó a llorar. Alastair la abrazó y le acarició el pelo.
—Lo sé. Lo sé.
Al cabo de un momento, ella alzó la mirada.
—¿Qué hacemos?
—Vuelve mañana. Tendré mi equipo preparado e interrumpiremos el embarazo.
Carolina lo miró; tenía los ojos empañados.
—¿Es necesario?
—Hay que hacerlo, tarde o temprano.
Ella hizo un visible intento por no volver a llorar.
—De acuerdo —dijo.
—Ahora vete a casa y descansa. Que duermas bien. Cancelaré mis citas para mañana y podremos pasar el día juntos. Solucionaremos esto.
La acompañó a la puerta y, al salir, ella lo besó en la mejilla.
—Lo siento. Sé que querías este bebé tanto como yo.
Una vez se hubo marchado, Alastair cerró la puerta con llave. Volvió a su laboratorio y reactivó la holopantalla, en esa ocasión para examinar las imágenes reales del útero de Carolina. El aspecto real del bebé difería en mucho de los hologramas que le había mostrado a ella hacía solo unos instantes: era de un tamaño considerablemente mayor y de unos cuantos meses más. Un efecto secundario del tratamiento Dachnowski era la aceleración del crecimiento embrionario y, como resultado, la niña parecía más un feto de trece semanas: unos ocho centímetros de largo, con dedos en las manos y en los pies y una estructura cerebral suficientemente avanzada como para poder sentir placer y dolor. Sus rasgos físicos estaban desproporcionados y, en cierto modo, deformados, pero eso no importaría; de todos modos, esa criatura no necesitaría su cuerpo. Otros bebés de trece semanas habían sobrevivido fuera del útero (algunos médicos lo habían logrado con éxito incluso después de solo doce), así que Alastair pensó que la extracción y el proceso de rebanamiento tenían posibilidades de funcionar.
Entonces comprobaría el éxito que habían tenido sus años de investigación y desarrollo de inventos. Una mente de trece semanas debería ser como una pizarra en blanco. En cambio, Samuel Coleson tenía cuatro años cuando lo rebanaron, su mente ya tenía patrones de recuerdos y experiencias infantiles. Se había adaptado bien, pero era impredecible, sentimental y proclive a buscar relaciones parecidas a las que había tenido en vida. Ese nuevo rebanador no tendría tales deficiencias. El entorno electrónico sería lo único que conocería. Él sería lo único que ella conocería.
Alastair giró la imagen holográfica para admirar su obra de forma integral, y se dirigió hacia ella:
—Bienvenida al mundo, Sirviente Dos.
—¿Está diciendo que este es su hijo? —preguntó Mark.
Marie estaba sentada con la cara entre las manos, incapaz de responder, incapaz de mirar a nadie. Finalmente había dejado que Pam la condujera de vuelta al salón de los McGovern, pero no se veía con fuerzas para poder hablar. Pam respondió por ella.
—Es él. El marido de Marie y su hijo murieron hace dos años en un accidente de flier. Que no fue un accidente, al parecer.
Pam siguió hablando, contando el resto de la historia, pero Marie no la escuchó. Necesitaba pensar.
Sammy. Su pequeño. El dolor regresó tan vivo como antes. O tal vez peor; antes simplemente pensaba que su hijo estaba muerto. Pero seguía muerto..., muerto para ella. Muerto para cualquier esperanza de vida física. Le dolía tanto la garganta que apenas podía tragar, pero no le quedaban lágrimas.
¿Cómo lo había hecho Tremayne? Los cuerpos que ardieron en el flier habían sido identificados genéticamente como Keith y Sammy. ¿Podría haber manipulado las pruebas del laboratorio forense? Lo dudaba. Debían de haber sido sus cuerpos, lo cual significaba que había rebanado a Sammy antes de lo sucedido y después había provocado el accidente para tapar su muerte.
—Sammy sigue ahí fuera, en alguna parte —dijo Mark—. Solo tenemos que enviarle un mensaje.
—Sammy está muerto —lamentó ella—. Yo vi su cuerpo; no está. Esa cosa con la que has estado hablando no recuerda su pasado, y no me recuerda a mí.
—¿Cómo lo sabe? Los rebanadores suelen retener recuerdos. Puede que estén bloqueados en alguna parte, que se vuelvan inaccesibles a consecuencia de algún trauma. Si tuviera alguna pista...
—No intentes inculcarme esa esperanza. No la quiero. Está muerto. Ya lo sabía cuando vine aquí. Lo que necesito hacer ahora es encontrar a mi hija. Y, si también está muerta, me iré a casa.
Un sonido desde fuera los sorprendió.
—¿Qué es eso? —preguntó Pam.
—El portón delantero —respondió Mark—. Alguien viene.
—¿Tu padre?
Mark se encogió de hombros.
—Quedaos todos aquí —dijo—. Voy a ver.
Se levantó, pero antes de poder marcharse, la puerta de la sala se abrió y entró Carolina. Se detuvo, sorprendida al verlos.
—¿Son amigos tuyos, Mark?
Mark la miró con la boca abierta.
—¿Mark? ¿Qué pasa?
Mark seguía mirando su abultado vientre, miró a Marie y volvió a mirarla a ella.
—Marie —dijo él lentamente—. Creo que sé dónde está tu hija.
Darin avanzó hacia el muro con la pistola bajo la chaqueta. La antigua pistola pesaba mucho más que cualquier arma moderna, pero a Darin le gustaba ese peso. Era sustancial, peligroso. Sus balas no poseían inteligencia, pero eso también le gustaba; ningún ordenador de ningún hombre rico podía interferir en las reglas del movimiento. Era poder puro y físico, uno que solo él controlaba.
El muro pareció crecer más a medida que se acercaba, una barrera de fabrique interrumpida únicamente por una estrecha puerta. Darin sabía que el muro rodeaba la ciudad, pero desde esa perspectiva parecía recto, no curvado. Cuatro mercs estaban apostados en la puerta. Suponía que no estarían monitorizando a todo el que lo cruzara y, con su rostro, no debía despertar ninguna sospecha, pero una comprobación de identidad al azar y estaría acabado.
Repitió para sí el juramento que hizo antes de dejar a los Manos Negras.
Soy la espada de la gente. Soy el juez que viene por la noche. No concedo misericordia, ni pido por ella. Mi vida está entregada a la causa.
Curvando su dedo índice alrededor del gatillo, se acercó al portón. Los guardias lo vieron pasar, pero no le dijeron nada y, así de fácil, entró. Relajó los dedos alrededor del arma. Iba a ser más fácil de lo que creía.
El siguiente problema, por supuesto, era encontrar a Tremayne. Justo una hora antes supo, a través las noticias, que había salido elegido para ocupar el puesto de Jack McGovern en las votaciones del Consejo de Negocios. Eso significaba que Tremayne pasaría la mayor parte del tiempo en el ayuntamiento, pero el ayuntamiento estaría abarrotado de mercs y, además, Darin nunca había estado allí. Cuanto menos familiar le resultara el sitio, menos oportunidades tendría. Necesitaba un lugar habitual, sin vigilancia donde Tremayne no se esperara ser asaltado. Se preguntó si seguiría con esa zorra de Carolina ahora que se había quedado con el trabajo de su papá. De ser así, iría a la casa tarde o temprano, o Carolina iría a verlo a él.
Con el peso de la pistola contra su costado, Darin comenzó a subir la larga pendiente hacia la mansión de los McGovern.
Alastair cruzó la oscuridad del ayuntamiento en dirección a su despacho con una sonrisa en la cara. Eran más de las once, pero estaba demasiado exaltado como para dormir. Los miembros del Consejo Empresarial acababan de elegirlo, y solo Van Allen había objetado, tal como había previsto. Poco antes de la reunión, se había mostrado desconcertada por el catastrófico fallo de su sistema personal y de todas sus copias de seguridad y, aunque había insinuado que Alastair era el responsable, no tenía pruebas. Es más, Alastair creía que sus insinuaciones habían debilitado su posición, por hacerla parecer desesperada.
Una vez dentro de su despacho, Alastair llamó a Michael Stevens, el director ejecutivo de United Medical, una empresa fabricante de celgel con base en Filadelfia y uno de los mayores negocios de interés de la ciudad. Stevens ya se habría enterado de lo de su elección y no estaría nada contento.
—Esto no cambia nada —dijo cuando Stevens respondió.
—¿Qué quieres decir con nada? —se cuestionó Stevens—. Esto no entraba en nuestros planes.
Normalmente, un comentario así habría irritado a Alastair; los planes eran suyos. Los hombres como Stevens eran peones, no jugadores, pero estaba tan contento que no le importaba.
—Michael, relájate. Estoy contigo al cien por cien. El Consejo Empresarial es un artefacto dirigido por políticos en lugar de hombres de negocios..., gente que no sabe nada sobre cómo se gestionan los negocios en esta ciudad. Ha llegado el momento de un cambio. Diles a tus amigos que no soy un tránsfuga; quiero derribar el sistema desde dentro.
—¿Quieres? ¿Tú solo?
—Michael, Michael. Somos un equipo, ¿recuerdas? Tú y los demás sois los verdaderos dirigentes de esta ciudad. Juntos, controláis más de la mitad del capital. Reemplazaremos el viejo sistema por algo que tenga sentido.
—¿Cuándo? Mientras te retrasas, estamos perdiendo dinero. Algunos no podemos permitirnos esperar mucho más.
—Necesito otras tres semanas. Dos semanas, al menos.
—Dos semanas, entonces. Estaremos esperando noticias.
Alastair desconectó. Se había ganado el apoyo de un segmento clave de los líderes empresariales de Filadelfia, pero los altos ejecutivos estaban acostumbrados a dictar sus propias agendas. Y, con o sin rebanador, Alastair no podía permitirse perder su apoyo.
La conversación había apocado su estado de ánimo, pero se pasó por su consulta de todos modos. Quería prepararse, ya que a la mañana siguiente Carolina llegaría pronto y tenía que comprobar su equipo para asegurarse de que todo estaba listo. Solo tenía una oportunidad. Si el feto moría antes de que se completara la transferencia de mente, los años de esfuerzo quedarían desperdiciados.
Después de trabajar durante una hora, la fatiga comenzó a vencer a su alborozo. Estaba a punto de marcharse cuando su sistema le anunció una llamada entrante. Era de Carolina. Alastair se sentó en su silla giratoria y cruzó las piernas sobre la mesa.
—¡Cariño! Es tarde. Estaba a punto de irme a casa. ¿Has visto los resultados de la reunión del consejo?
—Alastair... he abortado.
Alastair bajó los pies el suelo; de pronto, su cansancio se había esfumado. Se levantó lentamente e intentó mantener la voz calmada. Seguro que lo había oído mal.
—¿Qué?
—He abortado. He ido al doctor Hughes. No podía soportar que lo hicieras tú. Espero que no te importe.
Alastair levantó su premio Proteo del escritorio con las dos manos y lo golpeó contra la mesa, creando una fisura en la madera. Habló con una encendida calma.
—Te mataré. Eres una niñata estúpida. Ese bebé era mío. ¿Me has oído? Te mataré.
Carolina rompió a llorar. Alastair desconectó. Golpeó una y otra vez el premio contra una taza que había sobre el escritorio y la serpiente convertida en pájaro de bronce fue desportillando la cerámica hasta dejarla reducida a añicos. Lo soltó, respirando entrecortadamente.
¡La muy imbécil! ¡Con todas las cosas estúpidas, patéticas y neuróticas que podía haber hecho, va y hace esto!
Le partiría el cuello. Mataría a toda su familia.
Alastair caminó de un lado a otro de la habitación. ¡Lo había perdido todo! Le había costado años crear una simulación a la medida de ese carácter genético en particular, dar con su particular programa de muerte celular y de desarrollo cerebral simulado. Y ahora no le quedaba nada salvo el Sirviente Uno.
Lo cual significaba que no había razón para esperar más.
Se quedó inmóvil en mitad de la sala y sonrió lentamente. Si Sirviente Uno era lo que tenía, entonces Sirviente Uno tendría que valer. No iba a retrasar sus planes para poder robar otro embrión y crear otra simulación. No había tiempo. Las demás piezas estaban en su sitio.
Su rabia dejó paso a una excitación cada vez mayor. Los riesgos eran mayores, pero no infranqueables. Ahora tenía a Sirviente Uno bajo control. Era impredecible, sí, y había escapado antes, pero había vuelto
motu proprio
. Tal vez con él bastaría.
Alastair se agachó, recogió su premio y utilizó la manga de su camisa para sacarle brillo. Llamó de nuevo a Michael Stevens.
—Olvida lo de las dos semanas —le dijo—. Prepárate para actuar mañana.
Tengo miedo. Papá me ha dicho que pronto me dará el mayor trabajo que he tenido hasta ahora. No me ha dicho qué es. Tengo miedo de que no me guste el trabajo. Si no lo hago, me hará mucho daño. Tengo miedo de que el trabajo sea para poner triste a más gente y eso no me gusta.
—Tenemos que marcharnos —dijo Mark—. Ahora mismo.
Nadie parecía entenderlo.
Praveen dijo:
—Mark, es más de medianoche.
Carolina se secó las lágrimas.
—¿Qué quieres decir con «marcharnos»?
—Tremayne puede rastrear esa llamada. Sabrá que Carolina está aquí. Tiene mercs a su servicio; vendrán a buscarla. Tenemos que irnos.
—Dijo que me quería —sollozó Carolina—. Dijo que era una niña. Que siempre había querido una niña.