Juego mortal (25 page)

Read Juego mortal Online

Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Juego mortal
2.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mark y Lydia regresaron en silencio. Cada pocos minutos, Mark comprobaba la actividad de su canal privado con la esperanza de encontrar de nuevo al rebanador. Nada. Nada más que un mensaje que le avisaba una y otra vez de que su directorio local había excedido el espacio asignado. Pero ahora no le apetecía limpiar sus carpetas. El rebanador se había ido. No estaba muerto, eso seguro, pero estaba fuera de su campo de influencia y lo más probable era que volviera a matar. Se sentía responsable, pero no había nada que pudiera hacer para remediarlo.

Finalmente, Lydia habló:

—¿Adónde crees que ha ido?

—¿El rebanador?

—Sí.

—A cualquier parte. A ninguna parte. Es imposible saberlo. En el mundo hay millones y millones de cristales. Podría distribuirse entre cualquiera de ellos. Podría almacenar una diminuta parte de sí mismo en cada cristal del país. Si no hace nada para llamar la atención, no habrá manera de encontrarlo.

Mark se dio cuenta de que su voz sonó más furiosa de lo que pretendía.

—Lo siento.

—Mark, no es culpa tuya.

—¿Qué no es culpa mía? ¿Que soltara un rebanador que ha matado a trescientas veintisiete personas o que haya perdido la oportunidad de convencerlo para que no vuelva a matar?

—No sabes si volverá a matar.

—¿O que puede que le haya dado a mi mejor amigo razones para odiarme? ¿O que ahora Ridley esté en peligro por estar con él? ¿O que la carrera política de mi padre se haya visto perjudicada por mi arresto? ¿O que mi hermana esté embarazada y que yo haya tenido que aleccionarla en lugar de escucharla? ¿Cuál de estas cosas no es culpa mía?

Lydia no se acobardó por su reacción; al contrario, parecía enfadada.

—Mark, ninguna de esas cosas es culpa tuya.

—Eso es lo que me ha dicho Carolina. Eso es lo que me dijo Darin. ¿Por qué no es culpa mía? Creo que eso es lo que la gente se dice cuando se niega a sentirse culpable, pero lo cierto es que yo sí lo soy. Por todo. Siempre que intento ayudar, termino haciéndole daño a alguien.

—Pero querías ayudar. Intentaste hacer el bien.

—Así que lo que importa es la intención, ¿verdad? ¿Desde cuándo se considera que alguien ha ayudado solo por querer hacer lo correcto?

Lydia se cruzó de brazos y miró por la ventana.

—Pues entonces, siéntete culpable.

—Trescientas veintisiete personas, Lydia. ¿Y si vuelve a suceder?

El pod se detuvo delante de la casa de su tía y ella bajó.

—Gracias.

Se miraron.

—Siento haber dicho todo eso —dijo Mark—. Ha sido un mal día.

Ella sonrió.

—Bueno, no te sientas culpable.

Él abrió la boca, pero volvió a cerrarla y formó con ella una leve sonrisa.

—Espero volver a verte pronto.

—Yo también —respondió ella.

De nuevo en el pod, Mark pensó en todo lo que acababa de decirle a Lydia y se estremeció. Una descarga emocional descontrolada no era el modo de conservar a un amigo. Últimamente, parecía que nunca hacía lo correcto.

Volvió a comprobar su canal privado y se topó con más mensajes de su sistema advirtiéndole de que su espacio era insuficiente. Suspirando, se conectó para investigar pero, para su sorpresa, su directorio local no estaba lleno, sino que se había desbordado a causa del almacenamiento temporal de un servidor público y ahora era cinco mil veces más voluminoso de lo habitual. Y todo ese espacio estaba ocupado por un único archivo comprimido. Tendría que comprar más espacio temporal para descomprimir esa cosa.

Comprobó los detalles del archivo. Se había creado la noche anterior. Decía:

Creado por:

Contenido: Archivos de sistema privados de Alastair Tremayne

—Suéltalo —dijo el general Halsey—. ¿Qué tienes?

Alastair introdujo un cristal en la holopantalla del despacho de Halsey. La pantalla generó capas de carpetas, cada una etiquetada con el nombre de un banco o cuenta de crédito perteneciente al concejal McGovern. Seleccionando una cada vez, Alastair demostró que McGovern había utilizado en repetidas ocasiones su puesto político para enriquecerse. Aunque los acuerdos se habían tramitado mediante terceras personas, McGovern había hecho uso de sus influencias para cerrar acuerdos beneficiosos y había votado para reforzar sus propias inversiones. Una bonita historia.

Que además era absolutamente ficticia. Alastair se había inventado todas esas cuentas y transacciones. Por suerte, con el rebanador de nuevo bajo su control, lo que había inventado podía hacerse realidad fácilmente. El rebanador había tomado la ficción de Alastair y la había convertido en un hecho, creando las cuentas, historias, informes y registros en servidores financieros esparcidos por la red, con fechas que abarcaban los últimos años.

—No podía seguir callado —confesó Alastair, fingidamente consternado—, pero no sabía adónde acudir. Me ha ayudado mucho, incluso me confió sus cuentas de red y no me parece bien delatarlo. Por eso he acudido a usted.

—Has hecho lo correcto —lo alentó Halsey—. Ya raramente se encuentran hombres con conciencia en este negocio. Puedes dejármelo a mí.

Alastair no tenía intención de marcharse. Algún día aplastaría a ese imbécil santurrón pero, mientras tanto, necesitaba su apoyo. También tenía que andarse con cuidado. Halsey se consideraba un hombre de honor, y eso lo hacía peligroso. Le importaba más la integridad que los beneficios. Alastair tenía que manipularlo para que pensara que cierto método de acción era bueno y correcto, no solo beneficioso. Una tarea extremadamente complicada.

—Confío en que haga lo correcto —dijo Alastair—. ¿Qué se le ocurre?

—Lo denunciaré, por supuesto. Hoy mismo. No podemos tolerar esta clase de corrupción, no si queremos mantener el orden. Comprendo tu renuencia como miembro de su personal, pero me decepciona un poco que no lo hayas visto por ti mismo.

Alastair apretó los dientes. Por eso odiaba a Halsey. Emitía juicios morales como si fuera el papa y se esperaba que le besaras la mano por considerarlo un privilegio. Para Alastair, la moralidad no era práctica, sino simplemente una excusa para que los ignorantes se sintieran superiores.

Ocultó su enfado y dijo:

—¿Qué pasará entonces, después de que lo haya denunciado?

Halsey frunció el ceño.

—Irá a la cárcel, si hay justicia.

Alastair respiró hondo. No quería hablar sobre lo que le sucedería a McGovern; quería hablar sobre quién ocuparía su puesto. Con McGovern fuera, el consejo elegiría a alguien que ocupara su silla hasta las siguientes elecciones generales. Los cuatro miembros restantes se dividirían entre la mayoría de los candidatos; tendrían que encontrar a alguien en el que todos se pusieran de acuerdo. Pero Alastair no podía decirlo; Halsey tendría que pensarlo por sí mismo.

Halsey dijo:

—No toleraré ningún juego de prestidigitación como el que jugó con su hijo; me apoyaré en la justicia hasta que lo encierren. Los legisladores no deberían estar por encima de la ley.

—¿Cómo cree que reaccionará el consejo?

—Me apoyarán. Tu prueba es irrefutable. Bien hecho, Tremayne. —Halsey se levantó, dejando así claro que la entrevista había llegado a su fin.

Reticente, Alastair se levantó.

—Tendré que poner al día mi currículum; quiero tener algo que mostrarle al sucesor de McGovern.

Ahí estaba. No podía haber sacado el tema más claramente.

—Bueno —discurrió Halsey—, podrías intentar solicitar el puesto tú mismo.

¡Por fin! Alastair intentó mostrarse sorprendido.

—¿Yo?

—¿Por qué no? Eres inteligente y te importan las cosas correctas.

—Pero no reúno los requisitos necesarios. Nunca he ocupado un cargo público.

—Aquí no estamos hablando de una elección pública. Lo único que necesitas es una mayoría en el consejo. Podrías ser el candidato. Si yo nombrara a alguien de mi personal, Kawamura y Van Allen me lo impedirían, pero tú eres del personal de McGovern. Eso te daría el voto de Kawamura, y no hay duda de que yo no quiero a ningún otro del grupo de McGovern. Es más, si podemos hacer que sea Kawamura el que haga la elección, mejor que mejor. Ahora que lo pienso, eres un fuerte candidato.

Alastair asintió, como si estuviera considerando la idea cuidadosamente. Finalmente dijo:

—Sería un honor.

—Estaba diciendo la verdad —dijo Marie.

—Yo también lo creo —respondió Pam—. Aunque, total, para lo que nos ha servido... Seguimos sin saber qué tiene que ver un robo de embriones cometido hace dos años con un rebanador que ha salido a escena hace unas semanas.

—Yo sí lo sé —dijo Marie.

—¿Sí?

—Me ha llevado mucho tiempo. Tenía toda la información, pero no la había relacionado. Piensa en ello. ¿Y si mi embrión es el rebanador?

—¿Qué? Pero ¿cómo podría un embrión...?

—Ha habido tiempo. Podrían haberlo implantado, haberlo llevado a término y después haberlo rebanado algún tiempo después de su primer cumpleaños.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué hacerle eso a una niña?

Marie ahora caminaba de un lado a otro de la habitación del hotel y la creciente ira iba reflejándose en su voz.

—Nadie ha desaparecido —dijo—. No hay denuncias al respecto, ni complicadas preguntas. Mi marido está muerto, así que ¿por qué necesito yo un embrión? Con suerte, decido dejar de pagar las cuotas de la clínica, hago que acaben con él y nunca me entero de nada. Mientras tanto, él tiene un rebanador con el que jugar.

—Pero ¿cómo podría una mente de un año hacer algo en un entorno virtual?

—¡Por eso debería haberlo visto antes! La investigación del laboratorio de Tremayne consistía en entrenar una mente, paso a paso, acostumbrarla a un entorno virtual. Empleaban sensaciones de placer y de dolor para empujarla en las direcciones deseadas. Entonces me di cuenta de que así era como debían de controlar al rebanador, pero jamás me di cuenta de que... mi pequeña...

Pam la agarró de los hombros y la detuvo. Marie estaba tan furiosa que casi la apartó de un empujón, pero, en lugar de eso, respiró hondo y permitió que Pam la condujera al sofá.

—Una mente de un año es maleable —continuó Marie—. Probablemente pueda soportar la transición a un entorno nuevo mejor que un adulto. Estaría acostumbrada a descubrir nuevas cosas, acostumbrada a que la gente le dijera qué hacer.

»Los niños no saben hacer frente al dolor; para ellos, las heridas pequeñas son demasiado. Sería fácil controlar a un niño mediante el placer y el dolor. Ella no viviría más allá del momento, del presente, no se cuestionaría lo que estuviera sucediendo.

»Siempre me he preguntado por qué el rebanador no me atacó a mí. Mató a Tommy Dungan, pero yo ni siquiera me vi bajo su escrutinio. Tal vez, en algún nivel subconsciente, sintió un vínculo entre nosotras y supo...

Pam permanecía en silencio.

—Es una locura —dijo Marie—. Sé que lo es; ¿cómo podría un embrión conocer a su madre? Es una locura. —Se levantó, mirando a su alrededor en busca de algo que arrojar, algo que romper, pero no encontró nada. Se pasó los dedos por el pelo y volvió a sentarse—. Lo siento mucho.

Pam se sentó a su lado y le agarró la mano.

—No sabes si es verdad —dijo—. Es solo una teoría.

Marie sacudió la cabeza.

—Lo he comprobado. Los sysadmins de Norfolk que me entregaron al rebanador no me dijeron de dónde procedía y yo tampoco lo pregunté. Bueno, los he llamado. Lo encontraron en un cristal recuperado que estaban reconstruyendo.

—¿Recuperado?

—Son cristales confiscados a criminales, encontrados destrozados tras un fuego o una inundación, o desechados de negocios cuando se actualizan. Los recogen para utilizarlos en escuelas o para proveer de sistemas informáticos a familias sin recursos. Pero, Pam, el laboratorio de investigación de Tremayne se quemó. Por eso se marchó de Norfolk.

—Eso no demuestra nada.

Un chirrido sonó en la cabeza de Marie diciéndole que alguien quería hablar con ella por su canal privado. No quería hablar con nadie pero, de todos modos, comprobó el remitente. Era Mark McGovern.

—¿Diga? ¿Te ha llamado el rebanador? ¿Sabes algo de ella?

—No —respondió Mark—, pero tengo algo mejor.

Marie luchó por contener las ganas de gritarle.

—¿Qué tienes?

—El sistema personal de Alastair Tremayne. Su software privado, su correo electrónico, sus registros técnicos, finanzas, notas de laboratorio, todo.

Marie sintió algo en su pecho, pero no sabía si era emoción o pánico. Desde que había comenzado esa horrorosa experiencia, había ido perdiendo el control de sus emociones. Tal vez ahora el final se acercaba.

—¿Dónde puedo verte? —le preguntó ella.

Darin no mostró intención alguna de escapar. Por un lado, su habitación no se encontraba cerca de ningún muro exterior, no en los Combs. No había ventanas y solo existía una puerta, que estaba cerrada. Por otro lado, estaba donde quería estar. Los métodos de los Manos Negras lo habían desconcertado una vez, pero nunca más. La violencia era todo lo que le quedaba a Darin.

¿Y dónde estaba Ridley? ¿Había huido? ¿La tenían retenida? ¿La habían matado? Fuera cual fuera la respuesta, la chica tenía la culpa. Le había dicho que se fuera a casa, pero ella no lo había querido escuchar.

Oyó risas provenientes de alguna parte de fuera de la habitación. Fue arrastrándose hasta la puerta e intentó captar algo de aquella conversación. Rabbas estaba hablando; reconoció su voz, y la voz de otra persona, que era suave pero poco nítida.

—Pero lo odia —dijo Rabbas—. Creo que lo odia de verdad. Y fíjate en esa cara. Podría moverse por ahí sin levantar sospechas.

La segunda voz respondió, pero Darin no pudo distinguir lo que decía.

Entonces Rabbas continuó:

—No hay ningún riesgo. Es como una puñalada en la oscuridad: no cuesta nada, y puede provocar sangre.

La suave voz volvió a hablar.

—Hecho —dijo Rabbas—. Se lo diré.

La puerta se abrió tan repentinamente que Darin se cayó hacia atrás en su apresurado intento por apartarse. Rabbas se alzaba sobre él.

—¿Y bien? ¿Qué opinas?

—¿Sobre qué? —preguntó Darin.

—¿Es que no has escuchado a través de la puerta? Vamos a aceptarte como miembro.

Darin se puso de pie y buscó en el rostro de su captor cualquier señal de burla o mofa.

Other books

The Danbury Scandals by Mary Nichols
Briar's Champion by Levey, Mahalia
Brush of Shade by Jan Harman
Tara's Gold by Lisa Harris
One Heart by Jane McCafferty
Titan Six by Christopher Forrest
Petronella & the Trogot by Cheryl Bentley
Shadowed (Dark Protectors) by Rebecca Zanetti
Hidden Bodies by Caroline Kepnes
The Apothecary's Daughter by Charlotte Betts