—Eh, echadle un vistazo a esta muñequita.
—No tiene marcas en esa preciosa cara.
—Ey, guapa, ¿quieres venir a mi casa esta noche?
Intentó ignorarlos, pero no eran unos matones de patio de colegio que lo dejarían tranquilo si no les prestaba atención. Entonces, tres corpulentos hombres comenzaron a rodearlo, acompañando su acecho con la melodía de sus silbidos.
—Sería una pena marcar esa piel tan suave.
—No soy un rimmer —dijo Darin retrocediendo—. Soy un comber, como vosotros.
—¿Has oído eso, Henry? Te ha llamado comber.
—Eso está muy feo.
—Este de aquí no es un comber, es el rey de Inglaterra. Puedes llamarlo «Su Majestad».
Seguían cercándolo. Darin siguió retrocediendo, pero se topó con el muro. Uno de los hombres lo sacudió contra él.
—Creo que debería arrodillarse ante Su Majestad.
—Sí, haz que se arrodille.
Uno de ellos le propinó un puñetazo en el estómago. El hombre debía de llevar años ejercitando sus músculos porque ese puño fue como una bala de cañón. Darin, con la respiración entrecortada, se puso de rodillas.
Vio una patada yendo hacia su cara y se encogió, pero el golpe no llegó a producirse. Darin levantó la mirada y vio a su atacante alzado en el aire y después cayendo al suelo. Los hombres se largaron dejando a Darin frente a un gigante con barba y una masa de largos rizos negros.
—¡Sansón!
El gigante sonrió.
—Me había parecido que eras tú. Estás diferente.
La cara de Sansón tenía unos cuantos bultos más que antes, pero en ese momento no había una cara que le resultara más atractiva.
—Justo a tiempo. ¿Cómo has sabido que era yo?
—Por tus enormes músculos —respondió Sansón dándole golpecitos en el brazo—. Además, vi tu nuevo look en la casa de Alegre, ¿te acuerdas?
Cruzaron juntos el patio, ignorando las miradas. Al parecer, Sansón tenía tal reputación que nadie quería desafiarlo.
—¿Cómo está Alegre? ¿Qué le ha pasado a su grupo?
—Siguen juntos. Ahora es más grande, pero tenías razón, Darin; los rimmers no entienden más que de poder.
—¿Cómo has acabado aquí?
—Me puse en huelga. Nos presentamos en la nueva zona de construcción, pero en lugar de trabajar, llevamos pancartas. Alegre se inventó los eslóganes. El consejo llevó a nuevos obreros, cruzaron los piquetes y las cosas se pusieron feas, así que aquí estoy.
—Aquí estás.
Sansón lo miró.
—Cogieron a Kuz.
—¿Está muerto?
Él asintió.
—Ese temperamento que tenía... Nunca sabía cuándo parar.
Darin alzó la mirada hacia los muros. Parecían estar curvados hacia dentro, como si cayeran sobre el patio. Se preguntó si sería una ilusión óptica o si al fabrique se le había dado esa forma.
Chocó los puños. Ese no era su sitio. Tenía un trabajo que hacer.
—Ahora estoy con los Manos Negras —dijo.
—He visto a algunos. Un tipo llamado Halsey ha estado reuniendo todos los grupos, intentando crear un ejército o algo así.
—¿El general Halsey? ¿El miembro del consejo?
—Ya no es miembro. No, desde que Tremayne tomó el control.
—¿Alastair Tremayne?
—Supongo.
—¿El control de qué?
Sansón parecía confuso.
—De la ciudad.
Darin se quedó mirándolo.
—Llevo días desconectado de todo.
—Ha echado a los demás consejeros. A lo mejor los han matado; no lo sé. Si están en prisión, aquí no están.
Varios de los presidiarios observaban a Darin y a Sansón y sonreían o guiñaban un ojo cuando Darin miraba hacia ellos. Él sabía lo que estaban diciendo: «En cuanto se largue el gigante, estás muerto». Sansón no podría protegerlo eternamente. Tendrían celdas distintas, horarios distintos. Para Darin, esa prisión era una trampa mortal.
Y ahora Tremayne estaba al mando de la ciudad. Eso hacía que su misión fuera más importante aún. Tenía que salir de ahí.
—Entonces, ¿cuál es el plan para escapar? —preguntó.
Sansón se rió con satisfacción.
—Estás tan flaco que podría lanzarte por encima del muro.
—Necesito vuestra ayuda.
Mark y Lydia levantaron la mirada hacia el general Halsey, flanqueado por sus habituales guardias.
—¿Para hacer qué? —preguntó Mark.
—Se te da muy bien la red. Puedes obtener información que otra gente no puede.
Mark dijo:
—Depende de la clase de información que necesites. Tenemos que asumir que el rebanador está observando toda investigación que se haga sobre Tremayne.
—Haces que este rebanador parezca un dios. No puede verlo todo al mismo tiempo, ¿verdad?
—Sinceramente, no lo sé, pero la encriptación no parece detenerlo y puede replicarse a sí mismo tantas veces como necesite. Es mejor suponer que ve más de lo que usted se imagina. Sin embargo, hay pequeñas cantidades de información reunidas pasivamente; eso yo sí que debería poder hacerlo.
Halsey asintió y siguió asintiendo, como si hubiera olvidado lo que había ido a preguntar. Mark supuso que estaba intentando decidir si podía confiar en ellos. Finalmente dijo:
—Necesito saber dónde tienen a los miembros del consejo. Van Allen, Deakins, Kawamura y cualquier otro político de importancia que haya sido arrestado por Tremayne. Queremos liberarlos.
—¿A quién se refiere con «queremos»? —Mark llevaba todo el día viendo a extraños llegar de uno en uno, hombres de clases bajas y medias, nunca dos iguales. Una semana antes, habían sido tenderos, obreros del metal, técnicos, peluqueros. Ahora eran revolucionarios.
—Líderes, o al menos representantes, de todos los grupos con los que he podido contactar y que quieren derrocar al actual gobierno. No confío en ellos del todo y probablemente ellos confían en mí menos aún. Muchos no quieren que vuelva el viejo consejo, ni ningún gobierno, pero quiero utilizar la fuga de la prisión para llamar la atención de Tremayne. Aunque no podemos liberarlos si no sabemos dónde están.
—Veré qué puedo hacer. —A menos que Tremayne se hubiera anticipado a un intento de rescate y hubiera ocultado a los antiguos miembros del consejo bajo un nombre falso, no les resultaría tan difícil encontrarlos.
Cuando Halsey se retiró, Mark se puso la máscara de red. Tenía un mensaje esperándolo: «Quiero saber cuál es mi verdadero nombre. Dime mi verdadero nombre ahora mismo antes de que la gente con pistolas llegue y te haga parar».
Mark se quitó bruscamente la máscara y dijo:
—Vienen.
Sin esperar a que Lydia pudiera comprenderlo, se metió en la sala donde Halsey se había reunido con los demás.
—¡Mercs! —anunció—. Vienen hacia aquí. Ahora mismo.
Las sillas chirriaron, las pistolas salieron de los bolsillos y de debajo de las camisas.
—¡Esperad! —dijo Halsey, cortando con su voz el repentino estrépito. Miró duramente a Mark—. ¿Cómo lo sabes, hijo?
—El rebanador me lo ha contado.
—¿Te ha contado...?
—Sin darse cuenta. Señor, no hay tiempo para explicaciones. No sé cuándo vendrán, pero sé que lo harán. No pueden tardar mucho.
Halsey se giró hacia el grupo.
—Hoy correremos, pero no por mucho tiempo. Preparaos. Encontrad a alguien dispuesto a luchar y esperad mi señal. Cuando os llame, será para la guerra.
No hubo vítores, ni ninguna muestra de que los hombres reunidos estuvieran motivados por el discurso de Halsey. Eran hombres de acción, no de palabras. Salieron en fila con las armas preparadas.
—¿Adónde deberíamos ir? —inquirió Mark. En ese momento, Lydia entró en la habitación con el rostro impregnado de preguntas. Uno de los revolucionarios se quedó allí; un hombre pequeño y ágil que llevaba un mono de trabajo y una gorra de béisbol blanca con unas letras escritas en negro.
—¿Lydia? —preguntó y, por la voz, Mark supo que no era un hombre, sino una chica.
Con la voz entrecortada, Lydia reconoció a su amiga:
—¡Ridley!
El revolucionario se quitó la gorra dejando libre una melena rubia y revelando un rostro inconfundiblemente rimmer.
Las chicas se abrazaron.
—Creíamos que estabas muerta —dijo Lydia—. ¿Qué has estado haciendo?
—He encontrado a alguien —contestó Ridley—. A mi propio míster Sexi. Tenemos tanto en común que resulta raro.
—¿Un revolucionario?
—Se llama Tom Rabbas. Es el jefe de los Manos Negras. Yo ahora soy como uno de sus comisarios.
—Tus padres están preocupados. No saben si estás viva o muerta.
—Saben que estoy viva. Les hemos enviado una nota de rescate.
—Tú... —Lydia no pudo terminar.
—Necesitamos dinero y ellos lo tienen. Pero no van a pagar. Tom quiere falsificar unas fotos mías siendo torturada.
Sonrió.
Mark no podía creer lo que estaba oyendo. De algún modo, sus padres habían tenido que ver con lo sucedido en la iglesia de las Siete Virtudes, pero aun así... ¿hacerles creer que su hija había sido secuestrada?
Ridley debió de verle en la cara lo que estaba pensando porque se dio la vuelta. Su conducta le recordó mucho más a un soldado que a la chica rimmer que había conocido en el colegio.
—Me odia. Siempre me ha odiado. Es un plutócrata egocéntrico que cree que su dinero le da derecho a pisotear a cualquiera menos afortunado. Se merece eso y más.
—¿Y qué pasa con tu madre? —preguntó Lydia.
—Ella es peor. Una cobarde. Siempre cede ante él. Le deja salir ganando, le deja ponerla en su sitio. Deja que la pegue, pero yo nunca se lo permitiré.
Mark dijo en voz baja:
—Deberíamos irnos. —Miró a Halsey.
—Podéis iros —contestó Halsey—. No sois mis prisioneros, pero es muy probable que os necesite en los próximos días.
—Yo podría ser un estorbo; lo mejor que puedo hacer es seguir intentando comunicarme con el rebanador, y eso podría conducirlo hasta nosotros directamente.
—Pero podrías advertirnos de antemano sobre un ataque. Hijo, si atacan este edificio, eso hará más por cimentar nuestra alianza que cualquier palabra que hayas pronunciado. Os quiero con nosotros. Vamos.
Después de vagar por el distrito comercial durante varias horas, Marie comenzó a preguntarse si había sido tan buena idea. Le dolía la espalda por haber pasado la noche sobre un banco de madera. Se había imaginado entrando en el despacho de Tremayne, armada y lista para disparar, y rescatando a Carolina, Pam y Praveen. Pero ¿acaso estarían con él? Lo más probable era que no. Tenía que descubrir dónde se habían llevado los mercs a sus prisioneros y vagar por el Rim de Filadelfia no iba a servir de nada.
Entró en una cafetería y pidió sopa de verduras, ternera y una ensalada. El olor a carne cocinada le hizo darse cuenta del hambre que tenía. En un banquito de una esquina, mientras esperaba su comida, vio una holopantalla donde estaban emitiendo las noticias. Las imágenes mostraban un tiroteo en la escalera del ayuntamiento, con mercs muertos, proyectiles disparados y gente corriendo por todas partes. ¿Qué había pasado? Era frustrante no poder usar su visor, estar apartada de toda esa información. Estaba a punto de intentar encontrar un nodo público justo cuando lo vio: Carolina McGovern esposada, mirando atrás por encima del hombro mientras un merc la conducía por las escaleras. Unos cuantos peldaños más arriba, Marie pudo ver otros dos pares de pies: zapatos marrones y zapatos de salón de mujer. ¿Pam y Praveen?
Así que estaban en el ayuntamiento, o al menos habían estado allí esa misma tarde. Salió corriendo del restaurante sin ni siquiera molestarse en cancelar su pedido. Sus oportunidades de lograr algo en el ayuntamiento eran escasas, pero por lo menos ahora tenía un lugar adonde ir. Tenía que intentarlo. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Alastair vio a su hermano colocar otra pesada caja sobre la pila que ya se había formado en el despacho de McGovern. Quería sacarle ese bebé a Carolina sin más dilación, así que Calvin se había pasado la mañana trasladando hasta allí todo su equipo especial.
—¿Para qué es todo esto? —preguntó Calvin—. ¿Tiene algo que ver con los prisioneros?
¿Cuánto sabía? En lugar de responder, Alastair dio un paso hacia la puerta y la cerró, dejándolos juntos dentro de la habitación. Calvin alzó la cabeza sorprendido.
—Es un equipo de monitorización —le explicó Alastair—. Carolina está embarazada. Quiero seguir su progreso, no quiero tenerla fuera de mi vista.
Observó a Calvin esperando poder escrutar su reacción; percibió la tensión escaparse por sus hombros, y entonces vio su rostro relajarse.
—Entiendo.
—¿En qué estabas pensando?
—Nada. Es solo curiosidad. ¿Me necesitas para alguna otra cosa?
—Aún hay mucho que preparar. Quédate y ayúdame.
—Pero yo no sé nada sobre...
—Quédate.
Y Calvin se quedó.
Durante la siguiente media hora, descargaron cajas, montaron el equipo y probaron conexiones. Trabajaron en silencio mientras preparaban el material que traería al mundo de la red a Sirviente Dos. Su intención había sido hacerlo antes de tomar la ciudad, pero la huida de Carolina lo había estropeado todo. Ahora se veía obligado a correr riesgos, entrenando a un nuevo rebanador y consolidando su poder al mismo tiempo. Demasiadas preocupaciones. Demasiadas incógnitas. Los planes que dejaban las cosas al azar solían fracasar. Debía identificar las incógnitas y despejarlas; resolver las ecuaciones hasta que lo único que quedara fueran constantes, pura evidencia matemática.
Alastair observó cómo Calvin apretaba los pernos de las patas de su mesa de operaciones. Calvin, que siempre había sido predeciblemente leal, estaba desconocido. Lo cierto era que no había hecho nada alarmante, aún no, pero parecía descontento. Se había fijado en el modo tan protector con que miraba a Pam Rider, y no es que eso le sorprendiera; era de la clase de mujeres de las que él solía enamorarse. Pero Alastair no podía permitirse lealtades divididas, ahora no. Tenía que saber dónde se posicionaba Calvin y, para ello, tendría que ponerlo a prueba.
Una vez que todo el equipo estuvo en su sitio y funcionando, Alastair le dio las gracias a Calvin por su ayuda.
—Sé que siempre puedo contar contigo, hermano.
—Sí, señor. Me alegra ser de ayuda.
—Cuando salgas, por favor, trae aquí a Carolina.
—Sí, señor.
Alastair esperó hasta que la mano de Calvin tocó el pomo de la puerta para añadir: