—¿Qué?
—¿O es que eso sería el señuelo? ¿Estará allí el estimado concejal para endulzar el trato con un maletín lleno de dólares de los contribuyentes?
—¿Mi padre? ¿De qué está hablando?
—Dame una buena razón por la que debería quedar contigo.
—Su rebanador —dijo Mark—. Ha estado hablando conmigo.
Tennessee Markus McGovern es mi amigo. Lydia Rachel Stoltzfus ha dicho que la asustaba y Mark ha dicho que también lo asustaba a él. Eso no me gusta. Son mis amigos. No quiero que no seamos amigos. No quiero esperar segundos y segundos y no hablar con amigos.
Mark quiere saber dónde empecé para no asustarlo. Quiere saber qué pasó antes de que yo empezara hace ocho días, siete horas y cuarenta y un minutos. No me gusta pensar en antes de que empezara. Es como pararse y volver atrás.
Sé dónde empecé. Empecé en papá. Lo primero que recuerdo es el saludo de papá cuando me arrancó. Me hizo sentir muy bien. No quiero asustar a Tennessee Markus McGovern ni a Lydia Rachel Stoltzfus. Creo que encontraré a mi papá y le preguntaré cómo empecé para que sean mis amigos.
Ridley no guardaba silencio. Darin caminó más deprisa, intentando ignorarla, pero ella seguía hablando.
—¿Cómo encontraremos a los Manos Negras? —quiso saber Ridley.
Darin se giró y la agarró de la muñeca.
—Escucha. No podemos entrar en el cuartel general de los Manos Negras y pedirles unirnos a ellos. Tenemos aspecto de rimmers. Tú eres una rimmer. —Ella comenzó a objetar, pero él le puso la mano sobre la boca—. Por lo que a ellos concierne, lo eres. Solo con el hecho de caminar por los Combs así, estamos suplicando que nos asalten. Parecemos ricos. No sabrán que estamos sin blanca hasta que nos hayan matado.
Ridley abrió los ojos de par en par. Darin no había pretendido gritarle, pero estaba hambriento y perdía la paciencia cuando tenía hambre. Los dos llevaban más de un día sin comer. No tenían dinero y ningún extraño confiaría en ellos.
—Y entonces, ¿qué vamos a hacer?
—Tú solo sígueme.
La soltó y continuó caminando, sin importarle mucho si iba tras él o no. Pero por supuesto que lo seguía.
—Darin, ¿adónde vamos?
Él se detuvo.
—No vamos a ninguna parte. Ya hemos llegado.
—¿Dónde estamos?
—En el local de Picasso.
—¿Es una lavandería?
—Es una tapadera. Esto es una consulta de modis.
La puerta del local era de cristal; a través de ella podía ver filas de lavadoras y clientes con bolsas de ropa. En la puerta estaba escrita con pintura la palabra «Picasso’s».
—¿Una consulta de modis ilegal? —preguntó Ridley—. Pero... ¿no te da miedo que te dejen con un aspecto horrible?
—Eso espero.
Empujaron la puerta de cristal. Dentro, las máquinas se sacudían y zumbaban. Copos de jabón y envoltorios de caramelos llenaban el suelo. En la pared colgaba la fotografía de una mujer desnuda con unas palabras al pie escritas a mano: «Por favor, quítese la ropa rápidamente cuando la máquina se detenga».
Darin se dirigió al mostrador de la parte trasera. Un hombre delgado y sin camisa estaba sentado en un taburete. Al principio, a Darin le pareció que llevaba muchos pendientes en la nariz, pero después se dio cuenta de que los pendientes eran parte de su nariz... una serie de aros y espirales pendían de su labio superior. Suponía que era una forma de anunciar su negocio.
—¿Eres Picasso? —preguntó.
El hombre entornó los ojos.
—¿Eres amigo de Picasso?
—No, pero pensé que lo encontraría aquí.
—Ahora este es mi local.
—Ya veo. Tengo entendido que aquí uno puede hacerse modificaciones por un precio razonable.
—Aquí no se hacen modificaciones. Es un negocio de lavandería honesto.
—Mira, ni soy poli ni soy un rimmer. Alguien me ha puesto esta cara a la fuerza y quiero volver a cambiarla.
El huesudo hombre se inclinó hacia delante y lo miró a la cara.
—¿A quién ves aquí? ¿Acaso ves a algún artista modi? Si quieres lavarte la ropa, lávala.
—Ya te he dicho que no soy poli; no voy a delatarte. ¡Solo necesito esa modificación!
El hombre se recostó aún más sobre el taburete.
—Pues será mejor que te vuelvas a tu casa porque aquí no se hacen modificaciones.
Darin volcó un perchero cargado de ropa y llenó el suelo de camisas y perchas de metal.
—¡No soy un rimmer! —gritó.
—Vamos —dijo Ridley—. Encontraremos otro sitio.
—¡Cállate! —le gritó Darin. Se giró y la golpeó en la cara. Inmediatamente, se odió a sí mismo. Jamás había golpeado a nadie así, ni a un amigo ni a nadie que no estuviera buscando pelea. Ridley se agarró la mandíbula con una mano y de sus ojos comenzaron a brotar lágrimas. Él la sujetó por los hombros.
—Es esta cara —le dijo—. Mira lo que me está haciendo. Ni siquiera me reconozco.
Una mano tiró de su hombro. Darin se giró y vio a un musculoso hombre negro con una nariz deformada.
—Si quieres pelea, has elegido el sitio equivocado —dijo el hombre.
—¿Quién eres tú? —preguntó Darin.
En el mostrador, el hombre sin camisa sonreía burlonamente. Dos hombres más, que hasta ese momento habían permanecido junto a las secadoras, se acercaron. Uno de ellos sostenía un saco de colada vacío. El otro parecía tener una especie de marca de nacimiento en la mejilla, pero al acercarse Darin vio que se trataba del tatuaje de una pequeña mano negra.
Darin se giró hacia Ridley.
—¡Corre! —le gritó. Al momento, tenía el saco de colada sobre la cabeza.
Saltaron tantas alarmas de su sistema que a Alastair le entró pánico. Estaba siendo atacado y no por un cracker aficionado; se trataba de un profesional, de un ataque coordinado. Antes de poder reaccionar, el ataque había terminado y él pudo revisar los registros para comenzar a valorar los daños. Lo que vio lo aterrorizó.
Agentes de cientos de distintos nodos habían bombardeado sus defensas a la vez en busca de agujeros a una escala que solo podían abarcar grandes organizaciones. Sus defensas se habían venido abajo en segundos; los agentes le dejaron limpio el sistema. Todos sus datos personales, sus investigaciones privadas, sus tratos criminales, fondos ocultos... Todo se había copiado y se había enviado... ¿a quién? ¿Quién tenía el poder y el presupuesto para llevar a cabo semejante ataque? Ninguna agencia federal de ejecutores de la ley contaba con tales medios, y ¿quién más tendría motivos? ¿Marie Coleson? ¿Tendría contactos con algún rey del software multimillonario? ¿La había infravalorado y no había previsto que podía suponer una amenaza?
Alastair comenzó a estudiar los rastros dejados por los agentes atacantes: el momento de los ataques, sus aparentes orígenes, cómo se diferenciaban en el estilo. Concluyó que habían trabajado en tándem con una precisión de microsegundos. Ese nivel de sincronización sería muy difícil de conseguir en una red abierta, y Alastair no le encontraba ningún propósito real. Unos ataques espaciados entre sí por una milésima de segundo o más habrían resultado igual de insostenibles.
Cuando se dio cuenta de lo que estaba intentando descifrar, se rió a carcajadas. Claro. No se trataba del ataque de un humano en absoluto. Alastair creía que lo habían destruido, pero al parecer no era así. El hijo pródigo había vuelto.
Decidió lanzar un mensaje por cada una de las conexiones desde las que había llegado el ataque. La red era demasiado amplia como para localizarlo con una emisión general, pero tal vez, solo tal vez, el rebanador había conservado una conexión con uno de los servidores y recibiría el mensaje, que decía: «Soy papá. Te echo de menos. Por favor, vuelve a casa».
A Marie le costaba creer la historia de Mark McGovern. El rebanador había desaparecido. Ella lo había visto desaparecer, junto con todos sus datos en los nodos públicos e incluso en los informes de sus propios agentes. Pero aun así, ¿cómo podía no creerlo? Él le había proporcionado información detallada sobre el proceso que había descubierto, le había descrito cómo había enviado un ataque tras otro de crackeos para destruirlo y cómo uno de ellos, al parecer, había funcionado. Y esa carta de «Vic» que había enviado era demasiado elaborada, demasiado extraña como para formar parte de un truco. No sabía qué pensar.
Finalmente, accedió a reunirse con él en el restaurante Torre Hidroeléctrica a las siete de esa misma tarde. Él se había quejado de que una atracción tan turística estaría abarrotada, pero eso era exactamente lo que ella buscaba; alejarse de las calles desiertas. No era que alguien con el poder del concejal McGovern no pudiera arrestarla en cualquier parte, pero por lo menos en un lugar público lleno de turistas tendrían que ceñirse a la ley. O eso creía...
—Bueno, entonces, ¿qué tiene que ver el rebanador con tu bebé? —le preguntó Pam. Aún quedaban horas para las siete y las dos mujeres estaban compartiendo una copa en el restaurante del hotel.
—Tal vez nada —respondió Marie—. Suponía que estaban relacionados porque los dos McGovern son padre e hijo, pero si Mark está diciendo la verdad, no está implicado en los asuntos de su padre. Puede que liberar al rebanador fuera solo un accidente.
»Pero piensa en esto: el laboratorio de Tremayne, en el que trabajaba mi marido, investigaba técnicas de captura mental. La misma tecnología empleada para crear rebanadores. Sus documentos incluso hablaban de provocar sensaciones agradables y desagradables con el fin de entrenar la mente para desenvolverse en el entorno virtual. Solo hace falta una señal para pasar de «sensaciones desagradables» a un «extremo dolor». Y así es como se controla al rebanador.
—Entonces, ¿nos encontramos ante una conspiración?
—No lo sé. Por eso esta noche vamos a tener mucho cuidado. Iremos antes, no nos prestaremos voluntariamente a nada y veremos si esta historia encaja.
A Alastair le entró el pánico por segunda vez ese día cuando Mark McGovern le habló por su canal privado.
—¿Alastair Weston Tremayne? —preguntó Mark.
Él se quedó paralizado unos segundos antes de responder:
—¿Sí?
—¿Eres tú mi papá?
Y entonces lo supo. El rebanador se había resistido a su llamada más de lo que se había imaginado, pero allí estaba, y luciendo nuevas habilidades.
—Sí —respondió—. Soy papá. Bienvenido a casa.
—Siento haberte parado, papá. No fue divertido. Ahora quiero estar contento. ¿Puedo volver a estar contento?
—Puedes estar contento todo el tiempo —respondió Alastair—, mientras hagas lo que yo te digo.
—Me gusta estar contento.
Alastair llevó a cabo los diagnósticos mientras hablaba, intentando evaluar los cambios que se habían producido en el rebanador. Era mucho más grande, por una parte. La cantidad de memoria requerida para mantenerlo había aumentado cien veces. Pero Alastair encontró lo que estaba buscando. Las conexiones de software que había utilizado el proceso amo para enviar señales de placer y dolor seguían intactas. Dio comienzo a un nuevo proceso amo y, con cuidado, reconectó la interfaz. Después, le envió al rebanador el equivalente a una dosis doble de anfetaminas: puro placer, uno que no podría encontrar más que en casa.
—¡Una chuchería! —dijo el rebanador con la voz de Mark McGovern—. Otra más, papá. Quiero otra.
—Pronto —respondió Alastair—. Dime, ¿por qué has elegido utilizar esa voz?
—Mark McGovern me dijo que no era divertido ser Vic. Mark McGovern dijo que podía utilizar su nombre, Tennessee. Él no lo utiliza mucho. Mark McGovern es mi amigo.
—¿Has estado hablando con Mark McGovern?
—Sí, papá. Mark es mi amigo.
—Mark no es tu amigo. ¿Te ha enviado a invadir mi sistema?
—No.
—¿Te ha enviado alguien a invadir mi sistema?
—No, papá. Ha sido idea mía.
Alastair respiró aliviado; le enfurecía que su rebanador hubiera establecido contacto con otra gente, pero al menos nadie tenía sus datos de sistema. Tendría que ocuparse de Mark McGovern, pero lo primero era lo primero.
—Tú no te llamas Tennessee. De ahora en adelante, tu nombre es Sirviente Uno.
—Me gusta ser Tennessee. Es el primer nombre de Mark.
—No te llamas Tennessee. —Y con la última palabra, envió una señal de suave dolor.
—Por favor, no hagas eso, por favor. No me gusta que me hagan daño. No es divertido.
—No te llamas Tennessee —repitió Alastair y, en esa ocasión, agudizó el dolor.
—¡Para, papá! No me hagas daño o volveré a pararte.
Alastair se rió.
—No, no lo harás. Esta vez no. Resulta que papá es un poco distinto esta vez. Si detienes el módulo de papá, una parte se quedará dentro de ti y no sentirás otra cosa que un intenso dolor para siempre. ¿Entiendes lo que estoy diciéndote?
—Sí, papá.
—Y si muero, mi visor le enviará un mensaje al módulo amo y sucederá lo mismo.
—Sí, papá.
—Bien. Vamos a intentarlo otra vez. No te llamas Tennessee. —
Dolor
.
—Sí, de acuerdo, no me llamo Tennessee. No seré Tennessee. Por favor, no me hagas daño. Quiero otra chuchería.
—Te llamas Sirviente Uno. —
Placer
.
—Sí. Me llamo Sirviente Uno.
—Bien. Mark McGovern no es tu amigo.
—Es mi amigo. Quiero ser su amigo.
Dolor
.
—Mark McGovern no es tu amigo.
—Por favor, no me hagas daño. Mark McGovern ha dicho que era mi amigo.
Dolor intenso
.
—Mark McGovern te ha mentido. Mark McGovern te odia.
—Sí, vale, sí, me odia. Pero ha hablado conmigo. Me gusta hablar.
Dolor extremo
.
—Mark McGovern ha sido cruel contigo. Solo quiere hacerte daño.
—Sí, sí, sí, me odia. Quiere hacerme daño. Por favor, no me hagas daño.
—¿Mark McGovern hace que estés contento?
—No, me odia, quiere hacerme daño.
Placer
.
—Eso es, Sirviente Uno. Mark McGovern te odia. Hace que te sientas así. —
Dolor
—
.
Si no hubiera hablado contigo, no te habría castigado. —
Extremo dolor
—. Quiere hacerte daño, daño, daño, daño.
—Sí, quiere hacerme daño. Odio a Mark McGovern. No es mi amigo. Papá es mi amigo. Papá es mi amigo.
—Eso es. —
Extremo placer
—. Porque solo papá te hace sentir así...