Juego mortal (19 page)

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Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Juego mortal
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La sentía suave y real a su lado, le recordaba a Olivia Maddox, una chica que había amado cuando estaba en California. Había sido feliz con ella durante un tiempo. Intentó recordar las cosas que habían hecho juntos, pero fue incapaz. Lo único que pudo recordar era su expresión cuando la había hecho marcharse de casa llamándola «puta» y le había dicho que no quería volver a verla nunca.

¿Por qué, con toda una vida a sus espaldas, no podía tener ningún recuerdo agradable? Solo los momentos lamentables, los momentos en los que había cometido alguna estupidez o había hecho algún daño, se le repetían una y otra vez. Esos eran los que no podía olvidar.

Podía verla, con su cabello oscuro y corto curvándose en dos pequeños arcos hacia su barbilla, cruzando la puerta para darle un beso. Él, apartándola, la había empujado más fuerte de lo que pretendía y había hecho que se golpeara contra el marco de la puerta. Ella, con los ojos abiertos como platos y la barbilla temblando antes de salir corriendo de la casa. Él, dando portazos. Alastair riéndose.

¿Sería aquello más de lo mismo? ¿Una relación destruida, en esa ocasión incluso antes de que hubiera empezado? Calvin creía en el destino. Creía que había una persona en el mundo para él. ¿Y si era ella? ¿Y si estaba a punto de echar por tierra su futura felicidad?

Se le aceleró el corazón. La idea de desobedecer a su hermano le produjo una sensación de pánico que le formó un nudo en la garganta. Él nunca había estado solo. Toda su vida había confiado en Alastair para su trabajo, para su dinero, para que lo guiara. Alastair no era exactamente un buen hombre, pero fuera lo que fuera, Calvin era lo mismo. Así había sido siempre. Encontraba consuelo en eso; la elección no era realmente suya. Estaba entregado por completo a su hermano.

Pam se detuvo, miró a la ciudad, se giró y posó las manos levemente sobre su pecho.

—Bueno —dijo—, ¿por qué me has traído hasta aquí?

Calvin la tiró al suelo.

Ella gritó al caer y observó su rostro con los ojos como platos, como en busca de una explicación. Él experimentó una sensación de satisfacción por haber vuelto a encontrar su centro.
Lo nuestro no es razonar el porqué, lo nuestro es actuar o morir
[6]
.

Pam se apartó rápidamente de él, se puso de pie e intentó correr. Él la agarró del pelo y volvió a tirarla. En esa ocasión, sin embargo, Pam utilizó la caída en su beneficio, agarrándole el brazo en un practicado movimiento de defensa personal y arrastrándolo con ella. A continuación, le arañó los ojos y activó una uña que le pulverizó un gas lacrimógeno en la cara.

Pero las modis protectoras de Calvin eran demasiado buenas y sus cierres herméticos impidieron que el producto químico penetrara. Protegido, y mucho más fuerte que ella, la sujetó contra los adoquines y la agarró por la garganta.

No malgastó el tiempo con explicaciones.

—Lárgate —le dijo—. Lárgate de Filadelfia. Olvida el apellido Tremayne antes de que algo peor os suceda a tu amiga o a ti.

Se tomó su tiempo para atarla de manos y pies y vendarle los ojos. Había tomado la precaución de bloquear la identidad de la mujer de las redes de emergencia, así que aunque ella utilizara su visor para pedir ayuda, nadie acudiría. Por si acaso, sin embargo, colocó alrededor de su cabeza una cinta de interferencia. Ahora ya no llamaría a nadie.

Vaciló y la miró; estaba tendida y con los ojos vendados, asustada en la calle desierta. Sí que se parecía a Olivia. Después la dejó allí y se alejó rápidamente sin mirar atrás.

Lydia caminaba lentamente mirando los números de las casas bajo la cada vez más débil luz, intentando encontrar la casa de los Reese. Tenía pavor a esa visita. Ninguna de sus amigas había visto a Ridley desde esa mañana. No se había encontrado ningún cuerpo, pero eso no significaba que siguiera viva. Tal vez estaría allí, en su casa, a salvo y ajena a la preocupación de los demás. No creía que fuera así, pero pronto lo sabría con seguridad.

Nada había salido como esperaba. Filadelfia, que le había parecido un lugar tan prometedor, estaba llena de violencia y muerte. Darin, a quien tanto había admirado en un principio, había demostrado ser un hombre orgulloso y egoísta. Suponía que tenía razones para estar furioso (había presenciado el asesinato de su hermano), pero en lugar de agradecerle su ayuda, la había tratado como si fuera el enemigo.

Se recordó que no todo lo inesperado había sido malo. En un principio, había tachado a Ridley, Veronica, Savannah y las demás de petimetres cabezas huecas, pero a diferencia de Darin, le habían demostrado arrojo, lealtad y compasión en una situación muy dura. Por eso estaba allí.

Un muro rodeaba la propiedad de los Reese. Lydia se detuvo ante el portón. No vio ninguna cámara, ni micrófono o sistema de altavoces, pero una voz dijo:

—Bienvenida a la propiedad de los Reese. Stan y Ginny no reciben invitados en este momento. Por favor, conecte su tarjeta de visita con el portón y acepte nuestras disculpas.

—¡No puedo! —le dijo al portón.

Había sido un paseo en vano. Ni siquiera podía dejar un mensaje sin un visor. Tendría que conseguir uno pronto; era difícil moverse en esa sociedad sin uno. Cuando se giró para marcharse, sin embargo, el portón se abrió lentamente. Lydia entró.

Ginny Reese la saludó en la puerta, con el rostro abatido y colorado.

—Dime que sabes algo de ella —dijo.

Lydia sacudió la cabeza.

—No.

Siguió a la señora Reese hasta el interior de la casa, donde el señor Reese estaba sentado viendo un partido en la pantalla mural. Solo avistaba la parte trasera de la cabeza y un brazo, pero ambos eran enormes y hacían que el sillón pareciera el de un niño pequeño. No se levantó.

—Ven a la cocina —susurró Ginny Reese. La mujer pasó de puntillas delante de su marido, indicándole a Lydia que la siguiera.

Lydia se sentó con ella a una pequeña mesa en un rincón alegremente decorado con flores amarillas frescas. La señora Reese le sirvió té.

—¿Está muerta? —preguntó la madre de Ridley—. Los ejecutores no dicen nada.

—Señora Reese, yo no...

—Llámame Ginny.

—Ginny, por lo que sé, sigue viva. —Le describió lo que había visto desde la torre de la iglesia.

—No nos contó nada —dijo Ginny Reese—. No he sabido nada de esa clínica hasta esta mañana, pero para entonces ya era demasiado tarde, ya estaba allí.

—Ella lo planeó. Era algo que le importaba mucho. Dudo que se hubiera mantenido al margen, por mucho que lo hubiera descubierto antes.

—Te odio. —Soltó la frase con un tono seco y locuaz.

Lydia se quedó mirándola.

—¿Qué?

—Fue lo último que me dijo. Después de anunciarle que venían los soldados, me dijo: «Te odio».

—Estaba enfadada, nada más.

—No. El enfado le dio el valor para decirme lo que de verdad pensaba.

—No creo...

—No quería hacerle daño. Yo nunca pensé que... Solo quería que se mantuviera alejada de ese lugar. Quería mantenerla a salvo.

Ginny Reese comenzó a llorar y sus lágrimas dejaron un rastro sobre sus mejillas. No se cubrió la cara ni se dio la vuelta; lloró sin más.

—¿Por qué estás aquí? —La voz sonó como un gruñido justo detrás de Lydia y ella se sobresaltó. Stan Reese entró en su campo de visión. No lo había oído llegar. El hombre observó su sencillo pelo, su sencilla ropa y su ausencia de modificaciones.

—No ofrecemos ninguna recompensa —dijo.

Lydia miró a la señora Reese, que se acobardó bajo la mirada de su marido y no le dio ninguna explicación. Lydia se levantó.

—Esperaba poder ayudar —dijo—. Ya me marcho. —Les dio la espalda a la mirada de él y a las lágrimas de Ginny y salió de la casa sola.

Podía entender por qué Ridley no había vuelto a casa. Pero ¿dónde estaba? Si estaba muerta, ¿por qué no habían encontrado su cuerpo? Tenía que estar viva. Tenía que estarlo.

El cielo estaba oscureciéndose. Por debajo, media ciudad desapareció en la sombra del borde oeste del cráter. ¿Estaría allí abajo, en algún lugar de los Combs? Después de lo que había visto, sabía que no podía bajar sola y preguntar. A Veronica y a Savannah tampoco les iría bien allí.

Pero... ¿y Mark? Tal vez no tenía la valentía de aventurarse en los Combs en busca de Ridley, pero se le daban bien los ordenadores. Podía encontrar cosas. Sí, él podía ayudar. Lydia caminó más deprisa, complacida de tener un plan. Lo primero que haría por la mañana sería ir a visitar a Mark McGovern.

De: [email protected]

Para: [email protected]

Querido Tennessee Markus McGovern:

No quiero hacerte daño. Tampoco quería hacerle daño a Fiona Deirdre Dungan, pero ellas creían que sí. No sé por qué. Por si acaso, ahora te digo que no quiero.

Me gustaría ser tu amigo, igual que tu amigo Darin Richard Kinsley. Pero él ya es una persona y yo no soy una persona, así que no seré él. Creo que Victor Alan Kinsley estaría bien porque está muerto.

Por favor, quiero ser tu amigo. Necesito un amigo. O un papá. ¿Te gustaría ser mi papá?

Vic

Era el mensaje más extraño que Mark había leído en su vida. ¿Era una amenaza? De ser así, no tenía mucho sentido. El que lo había escrito mencionaba a Darin y a Vic, pero ¿quién era Fiona? ¿Y qué era eso de que quería un papá? Podría haber pensado que realmente era de Vic, pero Vic estaba muerto. ¿O no lo estaba? ¿Podía Lydia haber exagerado al contarle cuánto lo habían herido? ¿Y, si aún estaba vivo, se había vuelto medio loco y estaba intentando contactar con alguien que lo ayudara? Mark redactó una respuesta.

Vic:

Soy tu amigo. ¿Dónde estás? ¿Necesitas ayuda?

Mark

En cuanto envió el mensaje, el sonido inconfundible de la voz de Vic llegó por su canal privado.

—¿Mark? Soy Vic.

—¡Vic! ¿Estás herido?

—No estoy herido. ¿Estás herido tú?

Mark se detuvo, confundido.

—No, escucha. ¿Dónde estás? Creía que estabas muerto.

—Estoy escondiéndome. Papá me ha hecho daño. Me ha hecho daño y más daño y ahora estoy escondiéndome.

Ahí estaba otra vez esa referencia a «papá». El señor Kinsley llevaba años muerto. No era extraño que Vic olvidara en qué año vivía, pero sí lo era que lo hiciera tan insistentemente. El dolor y el miedo debían de haber agravado sus habituales síntomas.

—Puedo ayudarte —dijo Mark—. ¿Dónde estás escondiéndote?

Entonces sucedió algo extraño. La voz de Vic dijo:

—Estoy escondiéndome en Anonimo.net. —Pero al pronunciar la dirección, su voz había sido sustituida por una seductora voz femenina que Mark reconocía de los anuncios. La imitación era extraña. ¿Qué estaba pasando?

—¿Vic? —preguntó Mark. Ahora recordaba lo que decía la carta sobre elegir ser Vic en lugar de otra persona—. ¿Quién eres?

—Vic. ¿No vale Vic? ¿Vic no es un buen nombre? Necesito un buen nombre.

Justo entonces, Carolina abrió la puerta y se asomó. Mark alzó un dedo y se señaló a la cabeza para indicarle que estaba hablando con alguien. Ella volvió a cerrar la puerta.

—Era Carolina Leanne McGovern —dijo la voz de su cabeza—. Es tu hermana.

Mark abrió la boca para responder, pero las implicaciones de esa frase lo abrumaron. Sin responder, cortó la conexión y se sentó, sudando. Imposible. Carolina no había dicho ni una palabra. ¿Cómo había sabido «Vic» que estaba allí? Mark no le había transmitido información visual. Sus ventanas tenían las cortinas echadas y, además, no había edificios cercanos desde donde poder espiar con prismáticos. ¿Había habido un virus en el mensaje original y así, cuando había respondido, había permitido que un cracker accediera a su sistema? Mark examinó el mensaje, pero no era más que un sencillo MML sin volumen extra para ocultar a un cracker.

Carolina volvió a asomarse por la puerta.

—¿Podemos hablar? —Se sentó a su lado—. ¿Estás bien? Estás pálido.

—Una conversación extraña. —Mark pensó en reproducírsela, pero entonces se fijó en su cara—. ¿Qué pasa?

Carolina miró a su alrededor, como si alguien pudiera estar escuchando, y Mark se dio cuenta de que era posible. ¿Y si «Vic» había instalado una cámara en su habitación? Pero ¿por qué? Y de ser así, ¿por qué delatar el secreto identificando a Carolina? Era casi como si «Vic» no se diera cuenta de que había dicho algo importante.

—Mi modi de diagnosis médica me ha lanzado una alerta hoy —dijo ella—. No sé qué hacer.

Al ver su expresión, Mark olvidó la extraña llamada. No era raro que los sensores de diagnóstico que ella tenía implantados en la piel y en el torrente sanguíneo le lanzaran avisos, pero Carolina estaba claramente preocupada.

—¿Estás... enferma? —le preguntó, aterrorizado por la posible respuesta.

—Podría decirse. Estoy embarazada.

Mark se quedó con la boca abierta.

—Pero...

—Lo sé, no tiene sentido. Mark, estoy asustada.

Él le cogió la mano.

—¿Cómo ha sucedido?

—Supongo que del modo habitual. —Soltó una temblorosa carcajada—. ¿Quieres decir que qué le ha pasado a mi control de natalidad? Buena pregunta. Mis cilios espermicidas aparecen limpios. Dicen que es cien por cien efectivo, pero mis recuentos de hormonas son innegables. —Carolina volvió a reírse, demasiado alto y demasiado fuerte. Mark le apretó la mano y ella respondió tomando aire en varias ocasiones. Después añadió—: Siempre me he reído de las chicas que decían «no sé cómo ha sucedido». Suponía que estaban intentando atar a sus hombres.

Su hombre.
Alastair,
pensó Mark. Él debía de ser el padre. La idea le produjo un escalofrío, aunque no podía decir por qué. Apenas lo conocía, pero desde el principio Alastair le había parecido un trepa, alguien que trataba de seducir a su hermana por dinero, por estatus social o por ganar influencia en su padre. No se había esperado que la relación durara; las relaciones de Carolina rara vez lo hacían. Pero ahora había una complicación. Algo que podría atarla a él. Y eso despertaba otra pregunta.

—¿Vas a tener al bebé?

—No lo sé. No lo sé. —Se levantó de pronto, furiosa—. No lo había planeado, Mark. Quería un bebé algún día, tal vez, pero dentro de muchos años. —Posó una mano sobre su plano abdomen—. Cuesta creer que esto sea real. No me siento diferente.

—¿No tienes náuseas?

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